Luca y Matilde



Verano de 1980,
Manchester By The Sea, Massachusetts

La vieja de la casa de al lado lo estaba mirando fijamente a través de la ventana. Luca le devolvió la mirada, confundido y con la esperanza de que la incomodidad de saber que también la estaban observando a ella hiciera que apartara la vista y lo dejara ver televisión en paz. Pero la señora, de cabello largo y canoso y unos ojos oscuros como los de un tiburón, ni se inmutó.

Luego de lo que pareció una eternidad, la mujer frunció el ceño como si estuviera disgustada y cerró sus propias cortinas.

«Que vieja loca» pensó Luca, e imitó la acción por si acaso seguía molestándolo.

Luca tenía la esperanza de que esa señora que se quedara en la casa vecina por una semana o dos, como sucedía siempre con los inquilinos que venían por las playas y pronto se aburrían de la vida de pueblo. Pero luego de tres semanas la mujer no se iba, así que Luca supuso que tendría que aprender a convivir con su penetrarte mirada y la música de los Beatles excesivamente fuerte.  Usualmente los turistas que iban a Manchester y se alojaban en esa casa no usaban el cuarto que daba a la habitación de Luca porque era bastante pequeño y, claramente, no tenían ganas de la única ventana tuviera la emocionante vista a la habitación de un niño que rebotaba por las paredes.

Pero a esta mujer no parecía importarle. No dormía ahí, pero se pasaba algunas tardes con la música a reventar encorvada sobre un escritorio, regando sus numerosas plantas y mirando a Luca con disgusto. A veces él le sacaba la lengua y ella le devolvía el gesto. Él no estaba seguro sin sentir miedo o curiosidad o si avisarle a sus padres de que una señora lo estaba acosando. Bueno, no podía avisarles a sus padres, ya tenía dieciséis años, no era un niño, y debía resolver sus problemas él mismo. 

Decidió dejarlo estar. Al fin y al cabo, no estaba haciendo nada malo para ganarse su odio.

—Niño —la voz de la señora le llegó amortiguada porque ella tenía la ventana cerrada.

Luca resopló para sus adentro. Había esperado a que nadie en tres casas a la redonda estuviera despierto, pero al parecer estaba equivocado. Decidió ignorarla. Estaba demasiado ocupado haciendo equilibrio colgado del alfeizar de su propia ventana. Con cuidado se sentó sobre el borde y estiró la pierna para llegar a la escalera de fierros que corría por el costado de su ventana.

—¡Niño! —dijo ella más fuerte. Tenía la voz rasposa, como si tuviera algo a medio camino en la garganta.

La señora levantó el vidrio y el susto casi hace que Luca se suelte y caiga del segundo piso. Se aferró con fuerza al alfeizar le lanzó una mirada de odio por encima del hombro. Si la vieja gritaba más fuerte, despertaría a sus padres y lo matarían.

—¿Qué es lo que quiere? —le dijo en un susurro—grito. Tal vez si le seguía la corriente lo dejaría tranquilo.

—¿A dónde crees que vas? No deberías escaparte así —lo regañó. Estaba vestida con un camisón rosa florado sin mangas y el cabello canoso y fino le caía en cascada sobre los hombros. Las manos de la anciana se aferraban con fuerza al marco blanco.

Luca pudo apoyar ambos pies en la escalera y soltó el aire que estaba conteniendo. Lo último que quería ahora era romperse un brazo y una pierna. Si se quebraba algo, al menos debería ser en época de clases.

—Métase en sus asuntos, señora, y váyase a dormir —le respondió Luca mientras bajaba con cuidado. Al segundo que lo dijo se arrepintió; en su propia experiencia, las ancianas solían ofenderse muy fácil, y ahora no necesitaba que ella buscara venganza con sus padres. Si bien no era la primera vez que se escapaba por la ventana en medio de la noche, sí lo era con alguien observándolo.

Escuchó como la señora hizo un sonido de disgusto y volvía a bajar el vidrio. Luca se alejó corriendo calle abajo con su abrigo ondeando como una capa al viento.

Luca volvió a su casa poco después del amanecer, cuando todos aún estaban durmiendo, y entró a su cuarto por la misma escalera por la que había bajado antes. Habría sido una pequeña victoria, de no ser que pocas horas después, cuando sus padres se despertaron, lo llamaron gritando su nombre completo.

—¿Te crees que puedes escaparte así por la noche y que no nos daremos cuenta? —vociferó su madre durante el desayuno y le dio un revés en la cabeza—. ¿Qué es lo que haríamos si te pasara algo? ¡No sabíamos dónde estabas! ¡Dile algo, Harold!

Su padre, que estaba leyendo el diario mientras tomaba un café, lo miró por encima de las hojas.

—Estás castigado toda la semana —añadió con voz plana—. Nada de ir a andar en patineta con tus amigos. Te quedarás en casa.

—Pero...

—Sin peros —lo detuvo—. Escaparse de casa no es un comportamiento apto para un jovencito. La próxima vez pídenos permiso, sabes que te lo daremos. 

Luca bajó la mirada y puso su mejor cara de afligido.

—Está bien. Lo siento —dijo.

—Nada de caritas de niño abandonado —intervino su madre, quien lo conocía muy bien y sabía que no se arrepentía de nada—. Espero que esto no vuelva a repetirse.

«Sí, claro» pensó. Por supuesto que volvería a repetirse, aunque Luca esperaría que finalizara su penitencia. Se pasó toda la semana caminando por las paredes. Miraba televisión. Veía las mismas cuatro películas una y otra vez. Jugaba a la pelota solo en el patio trasero (un día la pateó tan fuerte contra la pared que al rebotar destrozó una de las flores de su madre y la pelota fue a parar en el patio de la vieja. Él cruzó el paredón bajo con habilidad y regresó victorioso sin que nadie lo supiera). Rechazaba las invitaciones de sus amigos a ir a la playa. Nic apareció dos veces y les preguntó a sus padres con las mejillas rojas si por favor, por favor, lo dejaban salir un rato; Luca de verdad apreciaba el esfuerzo y el coraje de Nic, pero sus padres no darían el brazo a torcer. 

Una tarde infinita, mientras intentaba pensar en qué hacer para soportar el agobiante calor ahora que no podía ir al mar, vio que la vieja abría la ventana para regar las plantas de la cornisa. Luca se puso de pie de un salto y se asomó por su propia ventana.

—¡Ey, ey! ¡Vieja bruja! —le gritó con furia.

La mujer levantó la cabeza y dejó algo en la cornisa. Lo miró con el ceño fruncido, marcándosele así aún más las arrugas.

—¿A quién le dices vieja bruja, mocoso irrespetuoso?

—¡A usted! ¡Usted me delató!

—¿A qué te refieres, niño? ¡Habla más fuerte que no te entiendo!

—¡Usted le dijo a mis padres que me había escapado la otra noche!

Ella dejó escapar una carcajada digna de una bruja de película.

—Tengo otras cosas que hacer aparte de andar acusándote con tus padres, chiquillo. Y deberías ser más silencioso.

Él lanzó un gruñido y corrió las cortinas con fuerza. Seguro estaba mintiendo.

Luca volvió a escaparte la misma noche en la que terminó el castigo. No había podido hacerles llegar un mensaje a sus amigos, pero era probable que estuvieran reunidos en el muelle. Solamente estaba que Nic estuviera allí, ya había empezado a extrañar su sonrisa contagiosa. No se había arreglado mucho esa noche, pero se puso una camiseta limpia turquesa que, según su madre, "combinaba con sus ojos", se peinó los rizos y se puso desodorante; se sentía orgulloso de su aseo y creía que tranquilamente podría hacerse pasar por el novio de una boda. Si tenía suerte, Mark tal vez invitaría a las demás chicas de la escuela y jugarían a la botella, así podría volver a besar a Nic.

Siguió el consejo de la vieja y fue más sigiloso: se quitó los zapatos y los llevó agarrados de los cordones con la boca mientras bajaba con las manos enfundadas en unos guantes sudorosos. Ni siquiera ella se enteró de su escape al mejor estilo de James Bond.

—¿Sabes, Luca? —gritó la madre de Luca desde la cocina mientras lavaba los platos del almuerzo. Él estaba en la sala, guardando algunas cosas en la mochila para ir a la playa a nadar—. La señora McGregor necesita algo de ayuda en la limpieza. Es una mujer grande y ya no tiene tanta movilidad. Le dije que tú podrías ir a ayudarla algunas veces por semana.

—¿Quién es la señora McGregor?

—La nueva vecina de la derecha. ¿A que no es una viejita agradable?

Luca por poco dejó caer el protector solar.

—¡¿Qué tu hiciste qué?! —exclamó histérico.

Su madre apareció en la entrada de la cocina secándose las manos con un trapo. Al terminar se lo colgó en el hombro y se ató los rizos rubios iguales a los de su hijo.

—Vamos, Luca. Ella dijo que te pagaría algo. Además, estás muy vago este verano. Así sabrás qué es tener un trabajo temporal. Y tendrás dinero para comprar las ruedas de la patineta que se te rompieron.

Luca se colgó la mochila en el hombro y puso todo su peso en una pierna.

—Mamá, por favor —protestó—. Esa señora es una bruja. No para de mirarme cada vez que estoy en mi cuarto, me acosa. Seguro quiere secuestrarme y cocinarme.

—No seas exagerado —le quitó importancia con un movimiento de la mano—. Si tanto te molesta una pobre anciana, cierra las ventanas. Además, nunca estás en casa.

—Eso no va al caso.

Su madre abrió grande los ojos y unió el pulgar con los demás dedos estirados.

—Chitón. Ya le dije que mañana por la mañana irás a su casa. Más te vale que lo hagas.

Luca se fue de su casa arrastrando los pies. No tenía sentido seguir discutiendo con su madre. Mañana iría a la casa de la vieja bruja, le limpiaría los muebles con olor a anciano y no volvería a pisar ese lugar.

Al día siguiente, Luca tocó sin ganas la puerta de su vecina. Si iba a hacer esto obligado, al menos iba a demostrar que no le gustaba ni un poco estar allí.

La señora McGregor abrió la puerta cuando Luca estaba a punto de irse. Era aún más fea de cerca: llevaba puesto un vestido ligero azul oscuro que estaba arrugado, casi tanto como su cara. Ella frunció el ceño y lo observó de arriba abajo; a Luca se paró derecho con orgullo para mostrar los buenos centímetros que había ganado el año pasado y así sacarle poco más de una cabeza de altura.

—Pasa, niño —le dijo con voz rasposa y señaló hacia el interior con su bastón de madera oscura.

El interior de la casa era luminoso y ligeramente más amplio que la suya. En la pared a la izquierda de la puerta había una biblioteca gigante, la más grande que Luca había visto fuera de la escuela, llena de libros y muñecos de porcelana. En el medio de la sala había un sillón rosa pastel que parecía que no se había usado en años y muchos muebles de madera oscura, llenos de fotos y de una cantidad incontable de chucherías amarillentas y pasadas de moda. No había ninguna televisión a la vista.

Ella se acercó por detrás de él y le extendió un papel.

—Necesito que vayas a la tienda a comprar estas cosas —dijo—. Y cuando vuelvas necesito que me ayudes con la limpieza. Tu madre dijo que puedes venir una vez por semana a ayudarme con los quehaceres.

Luca reprimió una queja exagerada que amenazaba con salir de lo más profundo de su ser. «Hazlo por las ruedas, hazlo por las ruedas» se repetía mientras hacía la fila en el súper lleno de turistas sonrientes y bronceados. «Una vez que consigas el dinero, podrás irte. Seguramente la vieja bruja no que quedará después de que finalice la temporada de verano». 

La señora McGregor lo obligó a limpiar todos los muebles con sumo cuidado bajo su atenta mirada. Tenía caracoles marinos y patos de porcelana de todos los tipos y colores por todas partes, y quería que todos estuvieran en el mismo sitio donde habían estado antes de que él los tocara. ¿En qué momento había traído tantas cosas? 

Cuando terminó  de trapear la sala, ya eran las seis de la tarde. Luego, le dijo que cortara el césped. 

—¿Sabe, señora McGregor? —dijo Luca secándose el sudor de la frente—. Usted podría decirle al dueño de la casa que la mantenga en condiciones, si es que usted viene aquí a veranear, y así no explotar a un pobre chico en sus vacaciones por un par de centavos.

Ella estaba sentada en un banquito contra la pared del patio, el único lugar donde llegaba la sombra, y se abanicaba con abanico brillante.

—Niño tonto —dijo—. Yo soy la dueña de esta casa desde antes que tú nacieras. Ahora sigue podando, que te queda un trozo alto por aquella esquina.

Luca resopló y siguió con su labor. Al final de la tarde, la señora McGregor le dio cinco dólares y le dijo que la semana que viene limpiarían el piso de arriba.

—Es una vieja tonta —se quejó Luca y le dio un lengüetazo grotesco a su helado—. Se queja por todo. "Esto no va ahí" —imitó su voz en forma burlona—, "Lo estás limpiando mal. Se hace en círculos", "¿Ya estás cansado? A tu edad yo sola movía muebles". No la soporto.

Nic, a su lado, rio por lo bajo. Estaban sentados en un banco en Mascomo Park, mirando los veleros partir. Nic se había ofrecido comprar un helado para los dos y se lo iban pasando cada tanto. Luca también tenía dinero para comprarse su propio helado, pero le emocionaba un poco la idea de que su boca tocaba algo que ya había estado en la de Nic.

 —No seas tonto. ¿Cuánto dinero te falta para comprar la patineta?

—Treinta dólares. ¡Y ella solo me da cinco dólares por toda una tarde de limpieza! No sé cómo soportaré esta esclavitud todo el verano.

—¿No tenías algo de dinero ahorrado?

Luca parpadeó, sorprendido.

—¿Me dices en serio? ¡Si todo el dinero que tenía me lo gasté con ustedes!

Nic le arrebató el helado y lo empujó con el hombro.

—Oye, no es mi culpa que Mathias siempre quiera comprar golosinas y cigarrillos. Y tampoco es mi culpa que tú siempre lo escuches y también compres.

Luca volvió a quitarle el helado y lo mordió. Intentó ocultar la mueca de dolor al sentir que se congelaban los dientes.

—No dijiste eso la otra vez cuando te compré una bolsa de gomitas y una Coca—Cola.

Nic rodó los ojos y corrió la cara para ocultar el rubor que aparecía en sus mejillas. Luca reprimió el impulso de tomarle la mano y entrelazar sus dedos con los suyos.

Todavía todo era muy nuevo para ambos. Se habían besado una sola vez, la primera vez que Luca se escapó por la ventana de su habitación y se encontraron en la playa. Fue un beso tímido y torpe en medio de la oscuridad y el rumor de las olas; Nic ya había besado antes, pero Luca nunca había besado a nadie. Después de eso, Luca sintió que podría pelear con un ejército entero solo. Sintió que el pecho le estaba por explotar. Sentía algo parecido ahora que Nic le sonreía. Todavía no había algo oficial entre ellos, estaban tanteando terreno e intentar no tirar a la basura años de amistad, por lo que habían preferido mantener todo en secreto entre sus amigos; y porque Camille, la mejor amiga de Nic, los mataría por no haberle contado desde un principio. Aunque en el fondo ambos sabían que su grupo de amigos sospechaba que algo pasaba entre ellos dos.

Luca miró su reloj de muñeca y maldijo por lo bajo.

—Tengo que ir a ayudar a la señora McGregor. Mi madre me matará si la vieja le cuenta que llegué tarde.

Nic le regaló una sonrisa ladeada.

—Ve, yo me termino esto. —Le quitó el helado de la mano, que para ese momento solo quedaba el cucurucho.

Luca entornó los ojos.

—Eres una persona horrible.

Nic le dio un beso en la comisura de la boca. Luca se quedó helado.

—¿Sigo siendo una persona horrible?

Él sintió como la sangre le subía a las mejillas y apartó la mirada.

—Solo una manipuladora.

Luca le dio otro beso, solo que esta vez en los labios, un pico rápido, y con la misma rapidez se puso de pie y emprendió camino a la casa de la señora McGregor con las energías renovadas.

—Estas muy callado y sonriente, niño. ¿Te sientes bien?

La señora McGregor estaba sentada en la silla frente al escritorio mientras Luca repasaba los muebles. Estaban en el estudio, la habitación que daba a la de Luca. Era raro ver su propio cuarto desde el exterior, y se sintió un poco cohibido porque la vieja podía ver casi todo lo que él hacía. «¿Me habrá visto desnudo?» pensó Luca y sintió asco. «Mamá tiene razón. Debería ordenar un poco mi cuarto».

—¿Acaso es ilegal sonreír? —preguntó él—. Y dígame Luca, por favor. Odio que me llame "niño" o "niñato" o "¡Jovencito, así no se hace!".

La señora McGregor entornó los ojos como para ver dentro de su alma.

—Tienes novia, ¿no es así?

Luca sintió las repentinas ganas de esconderse detrás de la biblioteca. (¿Cómo era posible que esta mujer haya leído tantos libros?).

—Algo así —respondió encogiéndose los hombros.

—Por eso te escapas a espaldas de tus padres.

—Y para ir con mis amigos también —aclaró.

La señora McGregor se rio. 

—¿Cómo se llama la pobre chica?

Luca se tomó su tiempo antes de responder.

—Nic. Nicole. ¿Por qué me hace tantas preguntas?

Luca se encontró con la señora McGregor sonriendo cuando se volteó a verla.

—¿Acaso una tonta anciana no puede sentir curiosidad por la juventud de estos días, niño? —preguntó irónicamente.

—Aún no somos nada. —Luca repentinamente parecía interesado en la enorme caracola de la repisa que estaba limpiado—. Oiga, señora McGregor, ¿cuál es su nombre de pila? Es un poco molesto referirme a usted como "señora McGregor" todo el tiempo.

—Mi nombre es Matilde Olson. McGregor es mi apellido de casada. —Matilde sonrió aún más grande mostrando sus (probables) dientes postizos—. Aunque creo que "Vieja bruja" también me queda bien. 

Luca abrió los ojos como platos.

—Oh, sí —Matilde rio por lo bajo—. El otro día te escuché quejarte con tu madre en la calle.

—Lo siento —murmuró Luca. No lo sentía realmente, seguía pensando que era una vieja bruja chismosa, pero era de mala educación no disculparse.

—Está bien. —Matilde le quitó importancia con un movimiento de la mano—. Las amigas de mi hija se lo decían todo tiempo. "¡Tu madre es una bruja insoportable!". 

—¿Usted tiene una hija? —preguntó Luca para cambiar de tema. Se sentía un poco avergonzado de saber que ella sabía el apodo, pero también sentía empatía al saber que o era el único que la llamaba así. 

Matilde ordenó las hojas escritas a máquina que había en el escritorio, por más que ya estuvieran perfectamente apiladas.

—Summer. Está trabajando en Texas, no pasa mucho por aquí. La última vez que la vi fue cuando me ayudó a traer las cosas para la mudanza.

Luca dejó los artículos de limpieza sobre la biblioteca y tomó el rociador para regar el helecho que colgaba de la ventana.

—¿Y su esposo?

Matilde tardó tanto en contestar que Luca por un momento creyó que no lo había oído.

—Falleció hace casi dos años. Esta era nuestra casa para vacacionar.

—Oh. Lo siento —comentó Luca, incómodo—. Nunca la había visto aquí antes, y eso que yo nací aquí.

—La última vez que vinimos a Manchester tú eras solo un bebé llorón. Desde entonces la hemos estado alquilando a turistas.

—Oh. Eso tiene mucho sentido.

Matilde bufó.

—Bueno, niño, apúrate si quieres terminar hoy. Tengo muchas cosas que hacer cuando tú te vayas.

Luca pasó el trapo más fuerte sobre el escritorio.

Durante los próximos días las tareas fueron un poco más leves. Luca limpiaba los pisos, hacía las compras, de vez en cuando quitaba el polvo y fingía escuchar a Matilde, que se sentaba en una silla y hablaba sin parar. Se había convertido en un experto en eso, decía "oh" y "wow" en los momentos indicados y rescataba las partes más relevantes de la conversación para hacerle preguntas y que ella le siguiera pagando por limpiarle.

—¿Y tú, niño? —preguntó un día.

—¿Que yo qué? —preguntó Luca a su vez, confundido por no haber estado escuchando.

—Qué haces este verano.

—Ah. —Luca apoyó el codo sobre la punta del palo del trapeador—. No mucho. Estoy con mis amigos y con Nic. Juego a los videojuegos. Voy a nadar.

Matilde frunció las cejas.

—¿Eso es todo? ¿No planeas nada para el futuro?

Luca se encogió de hombros.

—Tengo dieciséis. Ya tendré tiempo para pensar en el futuro.

Matilde frunció sus labios arrugados.

—Niño tonto. No tienes idea las cosas que yo hacía a tu edad, o las cosas que yo haría ahora si no tuviera estos problemas de cadera...

Luca apagó sus oídos y siguió trapeando.

En sus días libres, se pasaba toda la tarde (y algunas noches) que sus amigos en el centro o en la playa. Le importaba poco y nada las palabras de Matilde: el verano se extendía infinito delante de ellos, convertía a los días en eternas pinturas de sol, en un mundo de posibilidades. Ya pensaría en el mañana. Por lo pronto, él y sus amigos nadaban, jugaban a la pelota en la arena húmeda y a las cartas sobre las toallas. A veces Mathias conseguía cervezas y cigarrillos del almacén de sus padres y se creían mayores de lo que eran, tragando y tosiendo el humo que, en realidad, en el fondo no les gustaba tanto. A veces las chicas se unían a sus tontas aventuras, y Nic aprovechaba la distracción para darle toques secretos en los brazos desnudos y quemados por el sol.

En una ocasión, Luca vio a Matilde sentada en las piedras de la bajada a la playa. Lucía cansada, vestía con un vestido negro y tomando el bastón con firmeza. En la otra mano tenía una concha pequeña que la daba vuelta entre los dedos. Luca, sin estar muy seguro de qué hacer, la saludó desde lo lejos con la mano y ella se lo devolvió con una inclinación de cabeza.

—¿A quién saludas? —preguntó Nic, que de pronto apareció a su lado.

—A Matilde.

—¿Matilde?

—La señora McGregor. La vieja bruja.

—¡Ah! —exclamó Nic—. Sí que tiene cara de bruja. Oye, Mark quiere organizar un partido de voleibol con las demás chicas. ¿Quieres unirte?

Luca le dio una última mirada a la señora McGregor, quien le sonrió y apartó la mirada hacia el mar, antes de tomar la mano de Nic y correr hacia donde sus amigos estaban.

Al día siguiente, Matilde le pidió a Luca que sacara unas cajas guardadas en la habitación del fondo del pasillo, ya que quería organizar sus fotos. Ella lo siguió de cerca y lo observó mientras las bajaba del armario con ayuda de una escalera.

—Tu novia es muy bonita —comentó de pronto, tras no haber dicho una palabra en el tiempo en el que Luca llevaba allí.

—¿Eh?

Matilde no había emitido una palabra en todo el tiempo que Luca llevaba allí.

—La castaña con el traje de baño rosa. Esa es tu novia, ¿no? Te abrazó ayer cuando anotaste un punto.

Luca sonrió ante el recuerdo y un leve rubor se extendió por sus mejillas.

—Ah... Sí. Nicole es muy bonita.

—¿Hace mucho que están juntos?

Luca negó con la cabeza. Y tomó la última caja que encontró.

—Bueno, nos conocemos de la escuela y tenemos el mismo grupo de amigos, pero como le dije la semana pasada, aún no somos nada. —Con cuidado, bajó las escaleras con la caja tapándole parcialmente la visión y las dejó junto a las otras cuatro—. Creo que estas son todas.

Matilde acarició la tapa con un dedo.

—Ahora necesito que las bajes por mí hasta el comedor. Allí dejé un cuaderno para que me ayudes a hacer recortes. Tengo varios diarios que ya no los quiero completos.

Luca gimió de frustración. Una a una, bajó las cajas con cuidado de no caer por las escaleras recién pulidas (al acabar, se había dado unas palmaditas en la espalda a sí mismo por el increíble trabajo que hizo), y Matilde bajó detrás de él lentamente y arrastrando los pies. Luca temió que a ella le fallara la cadera y ambos rodaran por las escaleras. 

Fue dejando las cajas sobre la mesa del comedor donde, efectivamente, Matilde había dejado cuatro cuadernos negros de hojas en blanco, dos tijeras y un pegamento

Matilde destapó una y revolvió dentro mordiéndose la punta de la lengua. Luca se quedó parado al lado de una silla vacía, sin saber muy bien qué hacer. Ella frunció el ceño y lo miró de mala manera.

—¿Qué haces ahí parado, niño? ¡Ven a ayudarme con esto!

Luca se sentó rápidamente en la silla y se asomó a ver el contenido de la caja. Todas tenían números en las tapas, y esta decía "'20-'50". En ella se intercalaban dos álbumes con un montón de diarios amarillentos y con olor mohoso. Luca intentó sacarlos con cuidado porque temía romper las frágiles hojas.

Los diarios no parecían tener orden: No eran de una editorial en particular, y en la portada anunciaba momentos históricos aleatorios: uno anunciaba la Gran Depresión y en el siguiente la invasión de Alemania a algún país, para luego seguir con la instauración del voto femenino.

—¿Por qué guarda todas estas cosas, señora McGregor? —preguntó Luca abriendo uno al azar.

—Porque la memoria es muy importante, niño —respondió—. Para no cometer los mismos errores que en el pasado. Y porque mi padre, al igual que Hector, mi esposo, trabajaban en una imprenta, por lo que estoy repleta de diarios que ya no significan nada para mí.

Poco a poco, fueron sacando todos diarios de la caja y agrupándolos por décadas. La pila más grande era la de los treinta, ya que en ese año, Matilde le explicó, fue cuando conoció a su esposo e iba a verlo al trabajo excusándose de comprar un diario.

—Era una chiquilla —comentó restándole importancia con la mano—. Yo tenía veinte años recién cumplidos, y él tenía treinta y dos. En ese momento las cosas eran diferentes, y estábamos muy enamorados. —Sacudió la cabeza—. Pero aquí hay cosas que ya no me interesan y lo único que hacen es acumular espacio.

«¿Cuánto valdrán estos periódicos?» pensó Luca mientras tanto. Tal vez podría vender un lote a la tienda de antigüedades.

—¿Y cómo sabré cuáles son las cosas importantes y cuáles no?

—Solo busca mi nombre entre las páginas —dijo Matilde—. O el de Hector McGregor. O el de Nellie Otlam. 

Pasaron toda la tarde buscando y ordenando papeles. Luca casi no encontró nada sobre Matilde en los diarios de 1920 a 1943, solo una pequeña placa que anunciaba su casamiento en 1933 y una pequeña mención entre otra gran cantidad de nombres femeninos que se habían ofrecido de voluntarias para trabajar en una fábrica de armas durante la Segunda Guerra Mundial. Y, para su desgracia, muy pocos diarios estaban completos y en buen estado, así que no creía poder llevarlos hasta la tienda de antigüedades. Matilde, por su parte, pegaba las cosas referidas hacia sí en un cuaderno y anotaba con caligrafía cuidadosa la fecha, el acontecimiento y el diario de donde lo sacó. Sonreía para sí cada vez que leía alguna nota que llamaba su atención y se ajustaba sus pesados anteojos negros de leer sobre el puente de la nariz como si así pudiera leer mejor. Luca notó que era la primera vez que la veía sonreír tanto, y le causó tanta curiosidad como ternura; la hacía parecer un poco más joven y menos enojada con la vida o con él.

Luca estaba a punto de descartar un diario de 1944 a la pila para tirar, cuando Matilde dijo:

—¡Espera! Déjame ver eso.

Luca le pasó el diario y ella pasó las hojas con cuidado hasta dar con una nota que mostraba una protesta en medio de alguna ciudad. Había dos mujeres, una de ellas embarazada, con anteojos de sol sosteniendo carteles que decían "¡Basta de guerra!". Matilde soltó una carcajada.

—Oh, Dios santo. Había olvidado esto.

—¿Quiénes son? 

—¡Pues yo, niño tonto! Con mi hermana intentábamos ir a la mayor cantidad de protestas posibles. Estábamos hartas de la guerra y las crisis.

Luca parpadeó sorprendido. Era un poco difícil imaginar a esa mujer de otra forma que no fuera encorvada, arrugada y con cara de enojada. Él se inclinó para ver mejor la foto. Las dos mujeres eran muy bonitas, esbeltas, con vestidos sueltos hasta la rodilla y pañuelos sobre la cabeza.

—¿Cuál de las dos es usted?

Matilde señaló a la embarazada.

—Esta —dijo con una sonrisa—. Tuve la suerte de que Hector volviera antes de la guerra, y quedé embarazada casi enseguida. ¿A que no era bonita?

«Dios, si de verdad existes, por favor, ayúdame a borrar esa imagen de mi cabeza, te lo imploro».

—Y mira —continuó y buscó entre la pila de diarios que faltaban—. Aquí estoy en otra protesta. Primera plana de mí con un desconocido. Hector casi se muere cuando la vio, pero en ese momento recuerdo que no pude contener la emoción.

En letras mayúsculas enormes se anunciaba la finalización de la Segunda Guerra Mundial y en la foto aparecía Matilde (o suponía que era ella) abrazada a un hombre de su misma altura que la levantaba por la cintura y enterraba su rostro en su cuello. Ambos estaban sonriendo con todos los dientes.

—Wow —fue lo único que Luca puedo decir—. Es un poco loco que usted haya vivido todo eso. Es decir, mis padres también vivieron la guerra, pero eran pequeños.

Matilde volvió a reír.

—Y también viví La Gran Guerra. Y el voto femenino, yo era pequeña, pero recuerdo haber acompañado a mi madre a votar por primera vez, junto a mis hermanas mayores. Ellas fueron las que me enseñaron a no callarme nunca.

—Vaya. ¿Hay algo que no haya vivido?

Matilde frunció el ceño, regresando su cara de mala.

—¿Acaso me estás diciendo vieja, niño?

—No, no, no quise... Bueno, sí está un poco vieja.

Las comisuras de los labios de Matilde se elevaron.

—Aún no he vivido el futuro. Con Hector teníamos la tonta meta de vivir hasta el cambio de milenio, pero Dios se lo llevó antes. Yo me prometí seguir. Así que me tendrás que soportar hasta el primero de enero del 2000, niño.

 Luca maldijo por lo bajo y Matilde se rio. Él descubrió que estar allí le producía una sensación agradable, como estar con la abuela que nunca tuvo. Claro que dudaba que la señora McGregor le hiciera galletas y lo dejara jugar a la pelota en el patio y le llevara limonada, pero nunca había tenido a nadie que le contara historias de su pasado.

—Pero mira la hora —exclamó ella—. Mañana seguiremos con esto, ahora regresa a tu casa o a tu madre no le gustará que llegues tarde para la cena.

La tarde siguiente continuaron ordenando fotos y papeles. Terminaron con la primera caja del día anterior y siguieron con la que decía "'60—'70". Esta no estaba tan llena de diarios, sino más bien con álbumes de fotos.

—En los sesenta recién pudimos conseguir una cámara de fotos decente —explicó Matilde—. Y Hector convirtió la fotografía en su nueva pasión. Hay de todo un poco en esos álbumes: Summer en la escuela, de nuestra casa en Boston, de esta casa, de los tres en la playa...

Matilde de vez en cuando abría uno de esos álbumes al azar y le enseñaba a Luca la foto de una pequeña de cabello claro haciendo un castillo de arena, o un señor pelado y con una sonrisa enorme en la entrada de su casa en Boston.

Mientras, Luca se dedicó a husmear entre los diarios. Estos tampoco estaban del todo completos, pero sí en mejores condiciones. Al cabo de un rato, él preguntó:

—Señora McGregor, ¿por qué usted no está en su casa en Boston? Quiero decir, usted dijo que hacía muchos años que no venía aquí, y por la cantidad de cosas que tiene, no parece que tenga intención de volver en un largo tiempo.

—Bueno, la verdad es que vendí mi casa en Boston, por lo creo poder volver allí. Y esta casa me trae muy lindos recuerdos —señaló la sala con la mano para ilustrar su punto. En sus ojos había un brillo nostálgico—  que en Boston no tenía. Y me gusta mucho la vista al mar que tiene mi cuarto.

—Oh. Entiendo. —Luca continuó pasando las hojas para evitar su mirada penosa—. Mire, Matilde, aquí encontré una nota sobre Nellie Otlam.

Luca le alcanzó un pequeño recuadro, aliviado de poder cambiar de tema. Este anunciaba la publicación de otro libro de la famosa escritora de ficción histórica, "Las pioneras", y una presentación en una librería de  Boston a la cual la escritora no podría asistir por otros compromisos.

—¿Quién es ella? 

Matilde tocó la nota y resopló con la pequeña sonrisa en sus labios finos. Se subió los anteojos a la cabeza y se pasó la mano libre por uno de los ojos.

—Soy yo.

Luca abrió los ojos como platos.

—¿Es usted escritora? —Luca no era aficionado a los libros, pero de pronto se sentía como si hubiera conocido a una celebridad—. ¿Por qué no dice su nombre?

—Se trata de un seudónimo, niño tonto. Su función es exactamente esa, que no se sepa mi identidad.

—Eso no parece algo muy lógico. Si usted fue famosa, ¿no querría que el mundo supiera quién es?

Matilde apretó los labios y recortó la nota con cuidado.

—No escribí sobre cosas muy lindas, y muchas de esas historias involucran a personas malas y a mí misma, y prefería que ley no supiera quién fue la persona que escribió esas cosas tan horribles. Además, no fui famosa, solo tuve un boom por cuatro o cinco años y luego quedé en el olvido. El mundo editorial es hostil para alguien que cuenta verdades, y aún más si es una mujer que cuenta sus verdades.

Cuando terminaron de ordenar y Luca volvió a su casa, le preguntó a su padre, quien había hecho cuatro años de la carrera de letras en la universidad antes de que él naciera:

—Papá, ¿conoces a una tal Nellie Otlam? Es escritora, pero hace mucho que no publica nada.

Él se lo pensó un momento.

—Me la mandaron a leer como lectura complementaria en una clase de la universidad. Literatura histórica, si no mal recuerdo. ¿Por qué la pregunta? No parece algo que te gustaría mucho.

Luca se encogió de hombros. Pensó en decirle la verdad de que su vecina era la mismísima autora, pero recordaba el tono de voz sombrío cuando le contó lo importante que era para ella mantener el anonimato.

—Lo vi en un anuncio en una tienda cuando pasábamos con los chicos —mintió—. Una edición aniversario o algo así. Y me pareció interesante.

—Creo que tenemos una copia de "Yo, la fábrica y la tinta" la biblioteca de la sala. Si lo lees, me cuentas. Nunca pude terminar de leerlo.

La biblioteca de la sala no era ni por asomo tan grande como la de Matilde, pero se hacía respetar. Luca tomó el libro que su padre le indicó desde uno de los estantes más altos. Tenía una portada negra con letras grandes y blancas y un dibujo de una pluma, un tintero y engranajes de fondo. No era la cosa más llamativa y dudaba que fuera su primera opción si hubiera decidido entrar a una librería para escoger un libro que leer por placer, pero aún así subió a su cuarto, dejó los vidrios abiertos para que corriera el poco fresco de la tarde y se recostó en la cama.

"Prólogo" comenzaba el libro "Lamento informar que este será el último libro que escribiré y publicaré. No será el mejor de mi carrera ni será el peor; tan solo será un libro más. 

Nací en una época donde no me estaba permitido expresarme, trabajar o incluso sentarme encorvada. Tuve la suerte de que mi madre no respetara todas las reglas de las sociedad, ni intentara que mis hermanas y yo nos casemos con algún señor rico que nos mantuviera, como ya expliqué  en "las pioneras".

En este libro haré exactamente eso: me expresaré, hablaré del trabajo duro en la editorial y como, a pesar de tener años de experiencia allí, me cerraron todas las puertas cuando quise alzar la voz..."

Luca no sabía nada de libros, pero se podía notar por qué Matilde se había hecho tan famosa. No pudo soltar el libro hasta que oscureció y su madre lo llamó para cenar. Era una autobiografía, pero estaba contada como algo que le había pasado a otra persona, una tal Morgan. Mencionó de su infancia e hizo referencia a sus otros libros, donde al parecer también había hablado sobre ella, el contexto entreguerras y de pobreza en el que se casó por la Gran Depresión, pero que aun así fue muy feliz. Habló su embarazo, su amor por el mar, su trabajo sobreexplotador en la fábrica de armamento para la Segunda Guerra Mundial y su posterior renuncia y su ingreso en el mundo editorial de su marido. Y, sobretodo, mencionaba lo difícil que era ser mujer cuando se tiene una idea que quiere cambiar los paradigmas impuestos. Megan, o Nellie, o Matilde, habló de su camino y los obstáculos que tuvo que sortear para publicar su primer libro, "las pioneras", el poco dinero que recibió por él, y  de lo mal recibido que estuvo por la crítica por hablar de "las rebeldes en la época donde era difícil salir del molde".

Luca no durmió en toda la noche para terminarlo. Al día siguiente, a primera hora, tocó la puerta de la señora McGregor. Ella lo recibió con el camisón aún puesto, ruleros en la cabeza y una expresión gruñona.

—¿Qué quieres, niño? Hoy es tu día libre.

—¿De verdad pateó en las bolas al jefe de la fábrica cuando la despidió? ¿Y de verdad se metió de noche en la editorial del diario para imprimir su primer libro?

En el rostro de Matilde pasó la confusión, la incertidumbre y finalmente la diversión.

—Sí, yo lo hice.

—Usted es realmente increíble. —Los ojos de Luca por poco empezaban a lanzar chispas del asombro.

Matilde lanzó una carcajada. 

—Soy más creíble de lo que piensas, Luca. ¿Quieres un té o café? Parece que no has dormido mucho.

Ella se hizo a un lado para dejarlo pasar pero él se quedó en el porche mirándola.

—Luca. Usted me ha llamado por mi nombre.

Matilde parpadeó dos veces.

—Pues no te acostumbres demasiado, niño. Ahora cuéntame, ¿dónde conseguiste ese libro?

Luca hizo té para ambos y le contó cómo consiguió el libro y su experiencia con la lectura.

—Este es el primer libro completo que leo que no es del colegio —admitió y escondió su sonrojo en la taza.

—Entonces espero que sea la puerta a muchos más libros. Lamento que no hayas empezado con una lectura un poco más ligera, pero también es un halago.

—¿Bromea? Se sintió como un cuento. Ni siquiera es tan largo. —Luca se tomó un momento para pensar sus siguientes palabras—. ¿Sabe? Mientras leía la pare en la que habla de su esposo y su matrimonio, que por cierto es tremendamente cursi, estuve pensando en Nic y... y creo que me gustaría... pedirle que fuera mi novia. Pero no sé cómo.

—Creí que ya eran pareja.

—¡Le dije mil veces que no! Como sea, ¿cree que puede ayudarme?

Matilde revolvió su té tibio con la cuchara y la mirada fija en él.

—Podrías usar tus palabras, para empezar.

Luca bufó.

—Que graciosa. ¿Ahora se dedica a hacer chistes?

—Hablo en serio. Yo no te puedo decir cómo hacerlo, tiene nacer de ti. Usa detalles bonitos, a las mujeres nos gustan los hombres detallistas, no importa qué generación sea. Mírala a lo ojos. Y sé claro al hablar. Un hombre que habla claro es mucho más atractivo que uno que tartamudea.

Luca frunció el ceño.

—Pero en su libro usted dijo que su esposo era tartamudo.

Matilde le dio un sorbo a su taza.

—Yo nunca dije que fuera atractivo.

Luca volvió a su casa y tomó la siesta de su vida. Por supuesto, por la noche no pudo dormir y su mente nada más podía pensar en Nic y las palabras de Matilde. ¿Cómo se suponía que "tenía que nacer de él"?. Luca no podía hacer que nada nazca de él, era un hombre, maldita sea. La señora McGregor podría ser una gran escritora, pero era una terrible consejera.

Tal vez debería ir a la casa de Nic ahora y preguntarle si quería salir con él y ya. No dar más vueltas.

Pero... ¿Y si lo rechazaba? Siempre quedaba esa posibilidad.

—Mira, Luca... —se imaginaba que Nic mascullaría luego de que él le dijera "te amo"—. Me gustas, sí, pero no creo que hagamos una buena pareja. Tan solo nos estábamos divirtiendo un rato...

Luca enterró la cara en la almohada. La incertidumbre lo mataría.

Bloqueó a su cerebro, algo que hacía a menudo, para no seguir dándole vueltas al asunto. Esperaría que el momento indicado se diera y ya.

Luca esperó.

Y esperó.

Y esperó.

Pasaron casi diez días hasta que la oportunidad se le presentó. Nic lo llamó por teléfono una tarde nublada y le dijo que el grupo planeaba juntarse por la noche en la glorieta de Masconomo Park. 

—Más te vale no faltar —le advirtió con voz severa.

—Ni en sueños.

Una vez que sus padres se fueron a dormir, bajó con sigilo por la escalera de su ventana, tomó su bicicleta que siempre dejaba tirada en el patio y se alejó pedaleando por la calle desierta. Llegó al parque con la remera mojada de transpiración; pronto llovería y el ambiente húmedo hacía parecer que hacía más calor. En la glorieta no había nadie más que Nic, quien estaba en centro de ella y jugaba con una rama a arrancarle la corteza y tirarla sobre su hombro. Una sonrisa iluminó su rostro cuando lo vio.

—Hey, hola —le dijo.

—Hola —Luca miró a su alrededor—. ¿Dónde están los demás?

Nic se encogió de hombros. Llevaba puesta una camiseta negra con el logo de una banda y unos pantalones negros que siempre usaba cuando también se escapa de casa, para "mimetizarse con la oscuridad". 

—Supongo que ya deberían llegar. —Sacó un paquete de chicles de menta del bolsillo trasero—. ¿Quieres uno?

Luca tomó uno y juntos se sentaron en el piso de madera con la espalda recostada contra la baranda. Sus hombros y piernas estiradas se tocaban. Luca rogó que no oliera su transpiración.

Se mantuvieron en silencio un largo rato, masticando y mirando las nubes de lluvia avanzar por encima de ellos hasta que el cielo se volvió de un color rosa sucio. El silencio fue haciendo más y más incómodo y la tensión entre ellos se podría cortar con un cuchillo.

Cuando la rama se quedó sin corteza, Luca dijo:

—Los demás no van a venir, ¿no?

Nic suspiró con frustración.

—No, no les dije.

Él frunció el entrecejo.

—¿Por qué me mentiste?

Nic se retorció los dedos en el regazo y bajó la mirada, dejando que el flequillo le cayera sobre los ojos. A pesar de la escasa luz, Luca podía notar su sonrojo.

—Lo siento, fue una estupidez. Quería pasar tiempo a solas contigo y no sabía cómo pedírtelo.

—Pues solo me lo decías y ya. —Luca se encogió de hombros—. No es muy diferente a siempre.

Nic lo miró de reojo.

—Esto no es como siempre.

—¿Por  qué no?... Oh. —Luca cayó en cuenta—. Yo...Eh... Yo...

Nic lo empujó con el hombro y escondió las manos en el bolsillo del pantalón.

—Eres un tonto —le dijo—. Quería preguntarte una cosa.

Las palabras se borraron del cerebro de Luca. Sintió como la sangre se le drenaba del cuerpo.

—Es que... Yo también... Quería... —"¡No tartamudees!" gritó la voz de Matilde en su cabeza—. Eh... Preguntarte si tú... Quería decirte si tú... sitúquerríassalirconmigo.

Nic rio por lo bajo.

—Eres muy lindo cuando te  sonrojas y tartamudeas.

Luca se rascó el brazo y apartó la mirada.

—Sí... bueno...

Él no pudo continuar hablando, gracias a Dios, porque Nic lo tomó por la nuca y lo besó. Luca se quedó pasmado por unos segundos, pero le siguió el beso y tomó su la cara con las manos temblorosas. 

—Sí —susurró Nic entre sus labios todavía pegados. —Claro que sí, tonto.

Luca rio y tomó su cintura para encontrarse más cerca. Nic apoyó la mano en el piso a un costado de él para no caerse.

—Por cierto... —susurró Luca cuando se separaron por un momento—. ¿Qué me querías preguntar?

—Lo mismo que tú, bobo. Sentía que me moriría antes de que tú dieras el primer paso.

—Ah... Entonces mi respuesta es un sí.

Nic rio y lo volvió a besar.

Luca volvió a su casa dos horas después de besos, risas y susurros. Pedaleó con toda la fuerza de sus piernas. Se sentía eléctrico, imparable. Si seguía acelerando, probablemente volaría. Tenía ganas de lanzar un aullido y despertar a todo el vecindario. A mitad del trayecto comenzó a diluviar, y Luca abrió los brazos e inclinó la cabeza hacia atrás.

Subió la escalera con rapidez, intentando nos resbalarse con el metal mojado. Estuvo a punto de comenzar a desnudarse cuando vio la luz del cuarto de Matilde encendida, y a ella inclinada sobre el escritorio. Él movió los brazos para llamar su atención, pero la señora ni levantó la vista. No podía gritarle si no quería arriesgarse a que sus padres lo escucharan, por lo que buscó por todo su cuarto algo que lanzarle a la ventana. Encontró un borrador entre sus cosas de la escuela, abrió su ventana y lo lanzó hacia la de Matilde.

Ella levantó la cabeza súbitamente y miró hacia los lados hasta que divisó a Luca haciéndole señas. Se puso de pie y se acercó a la ventana con los ojos entrecerrados. Él puso las manos al frente para indicarle que esperaba y en una hoja escribió bien grande y grueso "¡Funcionó!" y la pegó a su vidrio. Matilde hizo un esfuerzo para leerlo y echó la cabeza hacia un lado, confundida. Luca resopló y del otro lado escribió. "Nicole. Ahora mi novia."

Matilde volvió a tomarse su tiempo para leerlo mientras que las manos de Luca temblaban del frío y la emoción. Finalmente, ella sonrió y levantó ambos pulgares. Tras pensarlo un momento, se dio la vuelta y lo imitó, escribiendo: "Mañana me cuentas. Cámbiate. Enfermar".

Por la mañana siguiente, Luca le contó a Matilde toda la historia con lujo de detalles mientras organizaban la última caja. Ella lo escuchaba con atención mientras recortaba y organizaba y él gesticulaba con los brazos toda la escena.

—Niño, no hace falta que actúes como se besaban, con que me lo cuentes tengo más que suficiente.

Luca hizo un puchero y bajó los brazos.

—Pero es la mejor parte.

Matilde levantó una mano en su dirección.

—Lo sé, pero no hace falta. Mejor ayúdame que ya casi terminamos.

Él resopló y tomó una tijera.

—Ya quiero ver la cara de nuestros amigos cuando les digamos. Es decir, ya se la veían venir desde hace mucho, pero aún así. Camille se va a desmayar. Y Mark se pondrá insoportable porque viene buscando novia todo el verano y no podrá creer que yo haya encontrado antes que él... ¿A dónde va?

Matilde se puso de pie con dificultad y tomó el bastón que había dejado apoyado contra la mesa.

—Iré a buscar el álbum de fotos que anoche dejé en el piso de arriba. Tú sigue hablando, yo te escucho.

—Usted está medio sorda, señora McGregor, no se burle de mí.

Matilde rio por lo bajo.

—Ya regreso.

Luca siguió buscando entre los pocos diarios que quedaban. En el más reciente encontró el anuncio del fallecimiento de Hector McGregor, quien murió en el hospital por ataque al corazón causado por el colesterol. Luca se sintió triste, porque probablemente fuera Matilde quien lo haya encontrado en ese estado y tuvo que vivir el rápido decaimiento de la vida de su esposo, pero por otro lado se alegró porque habían estado juntos por... ¿cuánto? ¿Cincuenta, sesenta años? (él no se iba a poner a contar hasta regresar a clases). Eso era más de lo que algunas personas lograban vivir, y era un lindo pensamiento saber que habías pasado toda una vida compartiéndola con otra persona. Luca no creía que llegara a vivir todo eso con Nic, aún era muy pronto para dejar que sus pensamientos vagaran por ese lado, pero esperaba poder encontrar a alguien así en algún momento de su vida.

Una sucesión de ruidos fuertes y un posterior grito ahogado lo hizo sobresaltarse. Luca tiró sus materiales sobre la mesa y corrió hasta las escaleras, de donde provenía el quejido, con el corazón en la garganta.

—¿Matilde? —gritó antes de llegar—. ¿Se encuentran bien?

Ella le respondió con un quejido. Luca se quedó paralizado al ver a la señora tiraba de cualquier manera en los últimos escalones y con un hilo de sangre saliendo de su sien izquierda. Se aferraba con manos temblorosas al borde del barandal sobre ella y con la otra mano se agarraba una de las piernas.

—Llama a una ambulancia —dijo con un hilo de voz. Tenía los ojos llorosos.

Luca seguía sin moverse. La pierna de Matilde se venía extraña.

—Luca —repitió en el mismo tono—. Una ambulancia, por favor.

Luca salió corriendo hasta la sala y marcó el número de emergencias con los dedos temblorosos.

—Emergencias. ¿Qué necesita? —respondió con voz calma una mujer del otro lado de la línea.

—N-necesito una... una ambulancia. Urgente. Una señora se cayó de las escaleras y creo que se quebró la pierna. Y se golpeó la cabeza. Tienen que venir rápido.

—Dime la dirección, por favor. Y el nombre y la edad de la herida.

—St. Vincent al 126. Matilde McGregor... y no sé, debe tener más de setenta. Por favor, vengan rápido.

—Una ambulancia está en camino. Intenten conservar la calma y estarán bien. Trata de que la señora McGregor se mantenga consciente. ¿Puedes hacer eso? ¿Hay algún adulto cerca?

—N-no.

—Necesito que encuentres a algún adulto de confianza. ¿Crees que puedes hacerlo?

—Sí. Sí. Gracias. —Luca colgó el teléfono sin escuchar más indicaciones y gritó—: ¡Manténgase despierta, Matilde! ¡Ya regreso!

 Salió corriendo a su casa con el corazón desbocado.. Maldijo a sus manos temblorosas que no podían embocar las llaves en la cerradura. Entró a su casa gritando "¡Mamá!" A grito pelado mientras recorría la sala y la cocina. Su madre bajó corriendo las escaleras descalza y con los ruleros a medio poner sobre la cabeza.

—Dios santo, Luca. ¿Qué pasa? ¿Por qué gritas así? —preguntó preocupada.

—La señora McGregor acaba de caerse de la escalera. —explicó lo más claro que pudo. Su madre abrió los ojos como platos—. Ya llamé una ambulancia, pero dicen que necesitan un adulto.

Sin decir más, ambos entraron a la casa vecina. Matilde estaba en la misma posición en la que Luca la había dejado. Las lágrimas habían empezado a caer y depositarse entre sus arrugas y los nudillos de la mano estaban blancos de agarrar el borde del vestido con tanta fuerza. Para el alivio de Luca, la herida en la cabeza no sangraba tanto.

—Oh, señora McGregor —dijo la madre de Luca con tono apenado. Levantó los brazos en su dirección y los dejó ahí, sin saber bien qué hacer—. Quédese tranquila. Una ambulancia está en camino.

Ella asintió con los labios y los ojos apretados.

La ambulancia llegó en menos de diez minutos, pero fueron los diez minutos más largos de la vida de Luca. Tres paramédicos subieron a Matilde a una camilla, quien se quejaba en cada movimiento que ellos hacían. Luca y su madre los siguieron detrás, pero uno de los hombres los detuvo.

—Solo un adulto puede ir en la ambulancia.

La madre de Luca lo miró con una nueva y le besó en la frente.

—Intenta contactar a alguien que la conozca. Más tarde ven al hospital —ella le dijo y se subió con los médicos al vehículo, que encendió las bocinas y arrancó enseguida.

Luca se quedó un momento mirando la calle desierta hasta que la adrenalina comenzó a bajar de su cuerpo. Matilde estaría bien, no parecían ser heridas muy graves. Al menos estaba consciente y podía hablar, o algo así.

Volvió a ingresar a la casa y revolvió todos los cajones de los muebles de la sala hasta dar con una pequeña guía telefónica que indicaba el nombre de Summer, la hija de Matilde. Tenía característica de Texas, y por un momento él pensó en lo cara que sería la llamada.

Tuvo que llamar tres veces antes de que alguien contestara el teléfono.

—¿Hola? —contestó una voz femenina que sonaba un poco irritada.

—¿Es usted Summer McGregor? 

—Sí, soy yo. ¿Quién habla?

—Mi nombre es Luca Mason. Soy vecino de su madre, Matilde, aquí en Manchester by the sea. Ella... emm... Acaba de caerse por las escaleras. —La escuchó inspirar con fuerza del otro lado de la línea—. Pero está bien —se apresuró a decir—, tranquila. Una ambulancia acaba de llegar y creí que sería buena idea avisarle a usted. 

Luca la escuchó maldecir por lo bajo

—¿Mi madre está bien? ¿Cómo se encuentra?

—Eh... No estoy muy seguro. Parecía que no podía ponerse de pie, y tenía una herida en la cabeza.

—Esa maldita mujer y las escaleras... Le dije que no podía irse a una casa con escaleras... —masculló Summer más para sí que otra cosa. Luca cambió de pierna su peso, algo incómodo—. Cuando puedas, dile que intentaré conseguir un vuelo lo más pronto que mi trabajo me deje. Y gracias por llamar, en serio.

Summer cortó la llamada sin esperar una respuesta a cambio. Luca se quedó pasmado por unos momentos, sin saber qué hacer. ¿Cuánto tiempo sería prudente esperar antes de ir al hospital? ¿Habría alguien más a quien llamar? Matilde no había mencionado a nadie más de particular interés. ¿Alguna amiga? ¿Su hermana? ¿Siquiera seguía viva? Esperaba que Summer se encargara de todas esas cosas y que llegara lo más rápido posible.

Luca esperó media hora más, en las cuales casi trepa por las paredes. Tomó su bicicleta y fue pedaleando hasta el hospital el centro. Odiaba ese lugar a sus azulejos verdes claros y su olor antiséptico que lo hacía sentir más enfermo, pero tenía que ser fuerte.

Estuvo a punto de ir a recepción a pregunta por Matilde cuando vio a su madre sentada en una de la silla de la sala de espera. Tenía los pies descalzos debajo del asiento y jugaba con los ruleros entre los dedos. Luca le pasó una bolsa que llegó a tomar de su casa.

—Te traje unas sandalias —le dijo—. Creí que las necesitarías.

Su madre le sonrió.

—Gracias, cielo.

Luca se sentó a su lado y le arrebató uno de los ruleros.

—¿Cómo está?

Ella hizo una mueca.

—Le hicieron unas radiografías y tiene una pierna y la cadera quebrada, que ya de por sí no parecía en su mejor estado. En un rato dijeron que tendrán que operarla de urgencias. Por suerte el golpe en la cabeza parece ser solo un rasguño.

Luca echó la cabeza hacia atrás.

—¿Tú tuviste suerte con las llamadas? —ella le preguntó.

—Llamé a su hija —contestó Luca—. No parecía muy feliz. Dijo que vendría tan pronto como pudiera.

—¿Y eso cuándo será?

Luca se encogió de hombros. Su madre suspiró y se frotó la frente.

—Hasta entonces yo tendré que ocuparme de los papeles. Oye, —ella le acarició la rodilla y sonrió cálidamente—, todo estará bien. Hoy hiciste lo correcto, y muy rápido. Actuaste bien, cielo.

Luca le sonrió. De pronto se sintió cansado. Solo quería dormir y que ese día acabara. Quería hablar con Nic y contarle la situación.

La operación duró casi cinco horas. Los médicos dijeron que su pierna estaba destrozada, y dada su edad y el principio de osteoporosis, dudaban que volviera a caminar. Aún así, había sido muy afortunada. La tuvieron en observación por casi una semana y con horarios de visita reducidos, por el momento prácticamente solo podían ingresar a verla familiares o la madre de Luca, en su defecto. 

—De cualquier forma, pasaba mucho tiempo con sedantes para el dolor o dormida. No te pierdes de mucho —le dijo su madre a Luca.

Summer llegó a Manchester dos días antes de que le dieran el alta a Matilde. Luca estaba en la sala de espera, aguardando a que su madre terminara de hablar con el médico y firmara unos papeles, cuando una mujer de unos treinta años, alta y rubia de cabello rizado, entró al hospital desesperada, como si alguien estuviera a punto de morirse. Gritó su nombre a la recepcionista y exigió ver a su madre. La secretaria parecía que no la quería dejar, porque Summer estaba comenzando a armar una escena en medio de la sala. Luca estuvo a punto de intervenir cuando su madre se acercó desde el pasillo, dejando al médico con la palabra en la boca, y le explicó la situación a la pobre mujer detrás del mostrador.

Summer se alejó por el pasillo por el que la madre de Luca había llegado sin siquiera decir gracias. Luca sintió ganas de patearla, pero la siguió de cerca y se quedó en el marco de la puerta abierta de la habitación de Matilde para verlas de cerca. Algo en él le decía que no confiara en ella.

Summer se había arrodillado al lado de la cama de su madre y le tomaba la mano, quien por los sedantes no parecía entender muy bien qué estaba sucediendo y la miraba con el ceño fruncido.

—Ay, mamá —decía la mujer y chasqueaba la lengua—. Yo te dije que no debías ir a esa casa con tantas escaleras, que te podías lastimar. Mira lo que pasó ahora. Deberías haberte quedado en Boston... —Por primera vez pareció notar la presencia de Luca, por lo que giró la cabeza para verlo—. ¿Luca, no? Gracias por llamarme apenas sucedió todo, y también gracias a ti y a tu mamá por todos los cuidados que le diste a mi madre, pero a partir de ahora me encargo yo.

Pensándolo mejor, Luca sentía ganas de estrangularla por dirigirse a él con tal desdén, pero no quería iniciar una discusión con esa mujer. Matilde parecía muy cansada y no se merecía nada de eso, por lo que solo asintió y le dijo a su mamá que se fueran a casa.

Summer llevó a Matilde de vuelta a su casa en silla de ruedas. Con toda humildad que pudo, que no parecía mucha por la cara de perro mojado actuado que usó, tocó la puerta de la casa de Luca y le pidió ayuda para armar una cama y bajar algunas cosas del piso de arriba, así ambas estarían más cómodas por el periodo de tiempo que se querían.

—De cualquier forma, no nos quedaremos mucho tiempo —explicó ella mientras ponía las sábanas en el colchón que sería para Matilde. Habían corrido los sofás y armado la cama en el medio de la sala—. Me llevaré a mamá de vuelta a Boston.

Luca escuchó como Matilde, que estaba del otro lado de la habitación sentada en su silla de ruedas, gruñía. A Luca le dolía un poco verla así. Si antes le parecía una vieja bruja, ahora sentía que estaba viendo una momia que pronto de desharía en pedazos.

Summer suspiró pesadamente.

—No empecemos de nuevo, mamá. No tengo otra opción. No puedo quedarme mucho más tiempo. ¿Y quién te cuidará? ¿Este chico? —Se giró a Luca—. Sin ofender, pareces un chico muy capaz, pero no creo que puedas cuidar a una anciana.

Luca estuvo a punto de replicar que por lo que parecía él había hecho más por Matilde que ella en un largo tiempo, y que creía que sería completamente capaz de cuidarla de ser necesario, pero luego recordó que las viejas también iban al baño y se retractó.

—Pero prefieres dejarme en un lugar horrible dónde la muerte está siempre tocando a la puerta —replicó Matilde—, en vez de dejarme en mi propia casa donde hace años digo que es donde quiero morir.

Luca tuvo ganas de desvanecerse. Se recargó contra una de las paredes con papel tapiz floreado y feo.

Summer se irguió y apoyó las manos en la cintura.

—Sabes que no puedo costear una enfermera personal. El hogar de ancianos es la mejor opción que tenemos. Además, estarás acompañada siempre, a veces hacen viajes, hacen juegos y concursos... será divertido.

Matilde rodó los ojos en dirección a Luca y sacó la lengua para demostrar su asco. Él contuvo una sonrisa.

Una semana después, Summer se llevó a Matilde a un hogar de ancianos en Boston, a casi dos horas de Manchester. Dejaron la casa 126 de la calle St. Vincent como estaba, ya que Matilde "ni en sus peores sueños pensaba venderla". Luca se sintió un poco triste al verla siempre a oscuras y saber que probablemente Matilde no volvería a habitarla.

El hogar de ancianos tenía horario de visitas solo los domingos, por lo que Luca obligó a su madre a llevarlo prácticamente cada fin de semana. Poco a poco Matilde fue mejorando de salud, aunque su humor de perros no lo hacía. No dejara que nadie, ni siquiera los enfermeros, olvidaran lo mucho que odiaba ese lugar. En sus visitas, ella le hablaba de la cantidad de viejas chismosas y viejos misóginos que había en ese maldito lugar de tortura. Y, oh Dios, los martes de bingo. Incluso los enfermeros estaban empezando a hartarse de ella. 

—Si tengo suerte, me echarán de este lugar antes de que me muera —le susurró y le guiñó un ojo.

Luca le llevó las cajas con los recortes que habían organizado juntos y una cantidad increíble de caracoles y conchas de mar; incluso le dio un frasquito con agua de la playa para recordarle el olor a casa. Le contó su irritación de saber que el verano estaba por terminar y que pronto regresaría a clases. También le habló de Nic y que Camille casi se desmaya, literalmente, como él lo predijo cuando le contaron que estaban saliendo. Matilde reía con cada historia que Luca le contaba y él estaba seguro que era una de las pocas sonrisas que le podía sacar durante la semana.

—Algún día debes traerme a esa chica aquí para conocerla —comentó Matilde con una mueca divertida—. Me da curiosidad hablar con la pobre desgraciada. Me gustaría aconsejarle que te deje y se busque a un muchacho mejor.

Cuando volvió a casa, Luca se lo pensó un largo rato. Seguro Matilde asustaría a Nic. Pero ¿qué tanto daño podía causar una vieja en silla de ruedas y con una lengua afilada? En el fondo deseaba que se conocieran. No estaba seguro de querer ponerlo en palabras, pero le había tomado cariño a la vieja bruja de al lado y le importaba su opinión. Esa misma noche también contó el dinero que había ahorrado con el trabajo que hizo para Matilde, y se sorprendió al descubrir que le alcanzaba para una patineta usada y un repuesto de ruedas.

A la semana siguiente, Luca volvió al hogar de ancianos con el corazón en el latiéndole a mil por hora y un hilo de sudor corriéndole por el cuello. Nic le tomó la mano pegajosa en el asiento trasero del auto y le sonrió. No parecía tener miedo.

Al llegar, Luca entró primero a la sala de visitas, retorciéndose los dedos, y le dio una sonrisa nerviosa a Matilde.

—Señora McGregor, hay alguien a quien quiero presentarle. —Luca hizo señas con la mano en dirección a la abertura de la puerta—. Nic, pasa.

Un chico alto y flaco de cabello castaño que le tapaba los ojos entró por la puerta. Extendió la mano hacia Matilde, que tenía la cara pasmada, y le dio una sonrisa las brillante que alguien hubiera visto.

—Un gustó en conocerla, señora McGregor —dijo con voz tranquila—. Me llamo Nicholas. Luca me ha hablado mucho de usted.

Matilde no dejaba de pasar la mirada de la cara de Nic a la de Luca. Él casi podía ver al cerebro de la anciana trabajando, encajando la nueva información y rellenando huecos.

«Por favor, por favor, que no se enoje» rogó Luca para sus adentros.

Tras el silencio más largo de la vida de Luca, Matilde estalló en carcajadas tan fuertes que todas las demás personas presentes se dieron la vuelta para mirarlos.

—Debí imaginarlo, debí imaginarlo. —Matilde se agarró la frente con las manos y negó con la cabeza, sin dejar de reír.

Luca pudo exhalar la presión que se acumulaba en su pecho. Nic miró a su novio sin entender nada. «¿Estás seguro que esta vieja está bien de la cabeza?» le preguntó él con los ojos.

Matilde respiró hondo para tranquilizarse y se pasó las manos por los ojos para limpiarse las lágrimas.

—Estoy sorprendida, eso no puedo negarlo. —Matilde dejó otra risita y palmó la silla que estaba su lado en la mesa—. Ven aquí, muchacho, no seas tímido, prometo no morder.

Nic miró a Luca y él asintió. Lo tomó de la mano y se sentaron uno al lado del otro.

Matilde apoyó el mentón en el puño y entrecerró los ojos hacia Nic.

—Ahora dime, ¿a que Luca no es un idiota? ¿Por qué no te buscas un muchacho mejor?

Ahora fue el turno de Luca de reír.

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