Chapter III: You don't know.
Cuando todos acabaron de dar sus respectivas declaraciones, volvieron a sus habitaciones en silencio. El ambiente daba seña de la tristeza que la residencia entera experimentaba. No era que Mineta hubiese sido objeto de adoración de todos, más bien era lo contrario, pero era la muerte de uno de sus compañeros de clase, y eso era igualmente trágico.
Sin embargo, no tenían tiempo para lamentaciones. Estaba claro que la muerte de uno de los estudiantes no debía ser filtrada, o de lo contrario se armaría un gran revuelo, teniendo en consideración que se suponía que estaban en la residencia precisamente para que esas cosas no sucediesen.
Aunque les daban ese día libre por los acontecimientos, los demás estudiantes deberían hacer el esfuerzo de comportarse con naturalidad, por lo menos hasta que se pudiese anunciar la noticia de una manera suave y que no despierte un caos social.
Kirishima veía muy complicado conseguir eso. Dieran la noticia ahora o cinco días después, el revuelo se iba a instalar en la sociedad, una que ya dudaba de los héroes en sí. Si se enteraban que habían asesinado a un muchacho que estaba rodeado de héroes, ¿cómo iban a confiar en estar protegidos?
Quizá ese era el objetivo del asesino: crear caos social. Si ese era el caso, Kirishima le reconocía el mérito, porque lo había logrado con creces. Sin embargo, esa teoría también daba lugar a otra sospecha.
Había alguien más infiltrado, aparte de Kaminari y él.
—Deja de pensar tanto o tu cabeza echará humo —se burló una voz, y el pelirrojo alzó la mirada para encontrarse con Kaminari.
—Mira quién habla —dijo, mientras su compañero cerraba la puerta tras de sí—. Seguro que tú lo has estado pensando incluso más que yo.
—Lo que he estado pensando es en qué demonios te pasa a ti. ¿Qué ha sido todo ese rollo entre tú y Bakugou antes?
—Simplemente me ha creado una coartada. Y le estoy muy agradecido, porque te recuerdo que ninguno de los dos tenía una muy fiable.
—¿Y por qué lo iba a hacer? —se cruzó de brazos—. No me cuadra. Menos teniendo en cuenta de que se resistió hasta el final a colaborar con la Liga.
—Algunos aquí sí tienen el objetivo de convertirse en héroes, ¿sabías? —dijo, apoyándose contra la pared.
—Algunos aquí tienen el objetivo de sacar provecho de sus poderes de la mejor manera posible —bufó—. ¿O tú también te tragas el cuento de que están aquí para «ayudar a los demás»?
—Por supuesto que no —arqueó una ceja—. Pero no hablo por todos. Hay gente ingenua que sí piensa eso.
—Todo el mundo, sin ir más lejos —apuntó—. ¿O acaso no idolatran a los héroes, que cobran como si fueran estrellas de rock?
Kirishima suspiró y miró el techo blanco. No sabía exactamente los motivos de Kaminari para estar ahí, pero él los tenía muy claros, y no era nada relacionado con política o sociedad. Simplemente, tenía una palabra que cumplir.
—Como sea, ¿tienes las declaraciones?
—¿Qué te crees que soy? ¿Tu sirviente personal? —sonrió con burla, y le tiró un pendrive pequeño, de color negro, que Kirishima atrapó al vuelo.
—Para estas cosas cuento contigo, que eres el que sabe —se levantó y enchufó el aparato a su ordenador.
Apareció un fichero con el nombre de cada una de sus declaraciones perfectamente etiquetadas en orden alfabético. Abrió la primera, que era la de Aoyama, y vio que había un documento de texto y un fichero de audio que, supuso, era la grabación de la declaración.
—El resto te lo dejo a ti, que eres el que sabe de eso —dijo Kaminari, abriendo la puerta de nuevo—. Y más vale que pongas a trabajar pronto esa cabeza tuya, porque como tú mismo has dicho, tendremos problemas si se abre una investigación.
—No necesitas repetírmelo.
Kaminari echó una corta risa, sarcástica, y lo último que escuchó Kirishima antes de ponerse los auriculares fue el sonido de la puerta cerrarse.
No supo exactamente cuánto tiempo había estado en frente de la pantalla, examinando cada una de las declaraciones, sin embargo supuso que demasiado tiempo como para haber hecho nueve de las dieciocho que tenía que revisar.
En algún momento, debido al cansancio y el estrés de esos días, había quedado rendido encima del teclado. Afortunadamente, no estaba sobrescribiendo ningún archivo ni tenía abierto un documento, por tanto el ordenador se acabó por suspender debido a la inactividad.
Este hecho lo agradeció cuando se despertó, entrando ya el atardecer, y se encontró en su cama cuando recordaba claramente haber estado en el ordenador. Y no era para menos, porque la silla de su escritorio era ocupada por Bakugou, que parecía haberse tomado la libertad de moverle a la cama y ocupar su asiento mientras estaba dormido.
Kirishima se sentó encima del colchón mientras se restregaba los ojos, mirándole con interrogación.
Qué hacía ahí era la pregunta más rápida que venía a su mente, y sin embargo lo que en realidad le preocupaba era el por qué no había sentido que estaba ahí.
Kirishima tenía la intuición muy desarrollada, sobre todo por la constante alerta en la que vivía. Nunca se sabía cuándo podía ser atacado, así que su sueño era muy ligero y vivía en un constante duermevela.
El hecho que Bakugou pudiese haber entrado y que incluso le hubiese movido de sitio sin que siquiera se percatase, inquietaba de sobremanera al pelirrojo, que no sabía si era solamente porque era Bakugou o si, simplemente, había bajado demasiado la guardia.
Quería creer que, al menos, era lo primero.
—Hasta que al fin despiertas —suspiró Bakugou—. No deberías dormirte encima del ordenador. Te vas a romper la espalda, idiota.
—¿Qué haces aquí?
—Quería preguntarte si habías visto a alguien entrando o saliendo cuando te fuiste, pero estabas como un tronco —puso los pies encima del escritorio—. Así que te puse en tu cama para que no te cargases tu espalda y decidí esperar a que te levantases.
Kirishima vio al lado de su ordenador un libro que no le pertenecía, sin duda era uno que Bakugou habría estado leyendo mientras esperaba a que despertase. Distinguió las manchas de sangre sobre el verde oscuro de la portada, y sonrió con ironía.
—Siento decirte que no he visto nada —suspiró—. A todo lo que he llegado es a que es alguien de dentro, pero gracias —dijo, levantándose y estirándose—. No quería levantarme con dolor de espalda.
—Eres idiota, la próxima vez que tengas sueño, vete directamente a la cama.
Kirishima le dedicó una risa, tirándose de nuevo hacia atrás. Su mirada se posó en el techo, pero segundos después cerró los ojos para descansar un rato.
—¿Las pesadillas te pasan a menudo?
La pregunta le pilló por sorpresa —como la mayoría de cosas que Bakugou le decía—, y le miró sorprendido, en una respuesta no verbal.
El rubio suspiró, bajando las piernas de su escritorio.
—No eres nada disimulado. De vez en cuando, se escuchan tus gritos desde mi habitación. Apuesto a que el cuatro brazos de al lado también los ha oído.
Kirishima dudaba que Shoji le hubiera escuchado, básicamente porque la gente normal estaba como un tronco a las dos o tres de la mañana, que era el rango en el que solía despertarse por las pesadillas.
Le había quedado claro que Bakugou no era una persona normal. La cuestión estaba en cuánto podía afectarle esa anomalía en su misión.
—No es muy grave. Tan solo me pasa de vez en cuando.
—Si de vez en cuando te refieres a todos los días, no te lo niego —dijo, levantándose de la silla para apoyarse en el escritorio.
—No es como si importase —dijo, evitando su mirada centrándose en un punto indeterminado del blanco techo.
—Bueno, si a ti no te importa no dormir, por mí bien. El problema es que yo tampoco duermo, ¿sabes? Y eso ya me afecta.
Kirishima volvió a suspirar, y le miró de reojo.
—Si tuviera una manera de no tener pesadillas, créeme que la habría empleado hace tiempo.
Bakugou se acercó a la cama y se sentó en el borde del colchón.
—Puedes contarlo.
Kirishima arqueó una ceja.
—¿Vas a hacer de psicólogo? —una sonrisa divertida asomó en su rostro—. No te queda para nada.
—Imbécil, lo hago porque quiero dormir en condiciones —gruñó.
Kirishima rió sin saber muy bien por qué. Quizá quería encontrar una excusa para ganar tiempo, quizá de verdad le había hecho gracia.
—De acuerdo —aceptó, sentándose con las piernas cruzadas—. Lo haré.
Obviamente, no le iba a contar lo que en realidad veía. No podía, pero tampoco quería decir que no incluyese parte de verdad en todo lo que dijese.
Después de todo, esa era su vida, ¿no? Trazos de verdades dentro de grandes mentiras.
Miró brevemente el marco de la fotografía que tenía encima de la cómoda y, seguidamente, sus ojos se centraron en Bakugou.
—Es algo confuso —empezó—. Es como... hundirse. Como si me ahogase y no pudiese nadar. No puedo respirar por mucho que lo intente —se llevó una mano al cuello, como si así pudiese evitar esa amarga sensación—. Y luego... Luego es sangre. Mucha sangre... y dolor.
El nudo de la garganta se hizo cada vez más intenso, y apartó la mirada del rubio mientras apretaba los puños.
Dolía recordar. La extrañaba tanto que no sabía cómo había soportado cuatro largos años sin ella.
Una mano se posó en su hombro, y Kirishima hubiese jurado verla por un instante, con aquellos ojos que siempre le dedicaron una mirada amable, llena de cariño. La ilusión duró poco. En el tiempo que comprendía un parpadeo, la realidad volvió a aparecer ante sus ojos.
—No sé qué te pasa, y está bien si no quieres contármelo —suspiró—. Pero no deberías callártelo.
Kirishima le miró, pero no dijo nada. Tan solo puso su mano encima de la suya, dándose cuenta de lo frío que estaba en comparación a Bakugou.
No sabía nada.
Y no podía saberlo.
Era consciente de que era arriesgado y que era una locura. Después de todo, la vigilancia estaba aumentada esos días por los recientes acontecimientos, y no era momento para dejarse llevar por los sentimentalismos.
Sin embargo, necesitaba hacerlo. Necesitaba ir, aunque se arriesgase a perder todo lo que había conseguido en ese tiempo.
Kaminari también se lo advirtió, y se negó a ayudarle, pero finalmente acabó cediendo ante su insistencia con un «espero que sepas lo que haces», que sonó más a consejo que a reproche.
Kirishima agradecía tener a un amigo como él a su lado en todo aquello.
Metió las manos en los bolsillos para mitigar el frío que tenía en ellas, echando miradas de reojo hacia atrás para asegurarse que nadie le seguía. Tomó unos cuantos desvíos para asegurarse y entonces llegó a una pequeña y humilde casa de una planta.
Kirishima sacó una llave y dio dos vueltas a la cerradura, sonriendo al ver que le habían hecho caso.
Ni bien cerró la puerta tras suya, escuchó los acelerados pasos que se dirigían hacia él.
—¡Eiji! —gritó una alegre voz de una niña de siete años, que se lanzó hacia él ni bien lo tuvo cerca.
Kirishima la alzó en brazos y dio un par de vueltas sobre sí mismo. La pequeña rió, y el muchacho sintió su corazón cálido por el solo sonido de aquella risa.
Esa risa era, simplemente, su razón de vivir.
—¿Eijiro? ¿Qué haces aquí? —una mujer mayor apareció tras una de las paredes.
—No pasa nada, abuela —tranquilizó mientras dejaba a la niña en el suelo—. Simplemente... quería veros.
—¿No es genial? ¡Ahora podré mostrarle mi examen de mates!
La pequeña se fue corriendo mientras el pelirrojo suspiraba, y su abuela le ofreció una cena que él rechazó.
—No me quedaré mucho rato. Me escapé un rato de la residencia para veros.
—No deberías hacer travesuras a estas alturas, Eijiro. Tienes que dar ejemplo a tu hermana.
El pelirrojo asintió mientras veía a su abuela ir a por unas pastas, con la excusa de que debía comer algo o acabaría en los huesos.
Se sentó en el salón, esperando pacientemente a que su hermana volviese.
—¡Mira, mira! —la pequeña regresó con sus manos agarrando un par de papeles.
El pelirrojo sonrió mientras miraba el examen, que tenía la puntuación más alta.
—¡Muy bien hecho, Erina! —la niña sonrió mientras le revolvía el cabello.
—¡Es la más alta de la clase! ¡La profe también me ha felicitado! —dijo alegre—. ¿Y tú? ¿Vas bien en tu escuela?
—Sí, pero seguro que no mejor que tú —rió.
—¡Claro, porque soy la mejor! —dijo sonriente—. Además, ¡tengo el mejor hermano mayor del mundo! No puedes superar eso.
—Claro que puedo —se cruzó de brazos—. Yo tengo la mejor hermana pequeña del mundo.
La niña se lanzó de nuevo a sus brazos, riéndose. El pelirrojo sonrió mientras acariciaba su suave cabello negro.
Su abuela les miraba desde la puerta con una sonrisa alegre, y sin embargo sus ojos, tan rojos como los suyos, se clavaron en el mayor de los hermanos con preocupación.
—No pasa nada, abuela —tranquilizó Eijiro—. Tan solo vine a hacer una visita rápida, porque me tengo que ir antes de que se note mi ausencia.
La mujer se sentó y puso las pastas en la mesa, siendo atacadas por la hambrienta niña.
—¿Tan pronto? —se apenó Erina entre mordiscos, y el pelirrojo le sonrió.
—No puedo quedarme mucho rato, porque me escapado un momento para ver a mi princesa favorita, y no es lo que los héroes hacen.
—¡Qué malo, Eiji! —rió la niña—. Mira, también he mejorado en mi don —alzó la mano, que pasó a ser de un completo bronce—. ¡Puedo hacerlo en todo el brazo!
—¡Es genial! Solo no te metas en peleas, ¿vale?
—¿Ni siquiera cuando se metan conmigo? —se enfurruñó, inflando las mejillas.
—No, Erina, no está bien meterse en peleas —la niña rodó los ojos.
—¡Pero tú el otro día peleaste en la tele! —acusó.
—Es diferente. Yo soy mayor —el pelirrojo rió ante la reacción incrédula de su hermana.
—¡Cuando sea mayor, seré más fuerte que tú!
—Espérate primero a ser mayor.
Erina se cruzó de brazos y el pelirrojo se levantó, siendo retenido por la pequeña.
—No te vayas... —pidió—. Solo te veo muy pocas veces desde que fuiste a ese lugar...
—Lo sé, princesa, pero no te preocupes, intentaré visitarte más seguido —la levantó en brazos—. Pero tienes que prometer que te portarás bien, ¿vale?
Erina asintió con la cabeza agachada, y Eijiro suspiró.
—Eiji... —habló antes que el pelirrojo pudiese hacerlo—. Tú me quieres, ¿verdad?
Por un momento, pensó que no podría responder. Sus palabras quedaron atascadas en su garganta, en su corazón.
—No sabes cuánto, princesa —la abrazó con fuerza, casi con desesperación. Como si fuera a desaparecer en cualquier momento si la soltaba—. No lo sabes.
—Yo también te quiero, Eiji —dijo Erina, devolviéndole el abrazo—. Te quiero mucho.
Eijiro depositó un beso en su cabeza y la dejó en el suelo. Cruzó una mirada con su abuela, que le dedicó una sonrisa y asintió, consciente de lo que, sin palabras, le pedía.
Cuando salió, pudo escuchar el cerrar de la puerta tras suya mientras volvía a meter las manos en los bolsillos, el frío de la noche chocando contra sus mejillas y congelando su respiración.
Alzó la mirada hacia la luna, que en en ese momento se ocultaba tras un par de nubes.
Por alguna razón, su corazón auguraba un mal presagio del que no era capaz de deshacerse.
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