03. HUENING KAI


"Ningún matrimonio es perfecto" había escuchado alguna vez. Huening Kai lo comprendió cuando tenía ocho años. Pero recién pudo entenderlo mejor cuando le tocó vivirlo, cuando le tocó presenciar dolorosamente la caída de su hogar, o más precisamente, el abandono de su padre, hecho desencadenante para el caos.

Desde ese entonces todo cambió para su pequeña familia. Su madre dejó de ser la mujer fuerte y alegre que era, pues ahora lloraba todas las noches, también abandonó el trabajo y encontró refugio en el alcohol. En pocas palabras, esa mujer que Kai tanto admiraba, se fue transformando lentamente en un despojo deprimido, dependiente y necesitado de un hombre egoísta.

Honestamente, conforme pasaron los dos primeros años desde su partida, Kai apenas podía recordar a su padre. Se sentía como si esa etapa donde fueron felices, nunca hubiese existido.

Dolía, dolía de alguna forma que no podía explicar. Pero lamentablemente, Huening Kai nunca tuvo tiempo para las lágrimas o el dolor. No cuando tenía a una madre aún deprimida y alcohólica a quien debía cuidar.

Triste era pensar que un niño de diez años debía robar los bolsillos de gente inocente para poder sobrevivir, gente trabajadora e inofensiva como lo fue su madre alguna vez. Pero alguien debía pagar la renta, la comida y los servicios básicos. Y ese alguien debía ser él considerando que su madre apenas podía levantarse de la cama.

A sus cortos diez años, el pequeño era todo un maestro del robo. Se subía al metro por las tardes cuando se aseguraba que su madre estaba dormida, y con habilidad, despojaba de relojes, billeteras, celulares y bolsos a los transeúntes.

También era un buen negociante.

-Debes estar bromeando -alegó Kai molesto -. Es un Rolex. Tienes que darme más que eso.

Huening Kai fue un niño que no tuvo infancia. O por lo menos una que no recordaba. A sus nueve años, había tomado el celular de su madre para ver tutoriales de cocina para no morir de hambre, por instinto de supervivencia. Con el tiempo fue perfeccionando esos dotes, pues dos años después, Huening Kai se consideraba un chef habilidoso y un excelente negociante. Pero no solo eso, sino que el pequeño Ning también era un conocido malandro de una de las más grandes pandillas callejeras de la ciudad, el engreído bebé de esta, por supuesto.

Con 10 años, Huening Kai tenía la mentalidad de un adulto.

-¿Cómo quitaste esto sin que se diera cuenta? -rió sorprendido el hombre tatuado. Definitivamente Kai era un joven prodigio. Le dio una calada a su cigarrillo y se apoyó en la vitrina -. Puedo darte 100 más, Ning.

Kai sonrió brillantemente y asintió con emoción por el buen trato. El hombre rió por su ternura y le extendió el dinero en una bolsa de tela.

-¿Cómo sigue tu madre? -preguntó el hombre.

Huening Kai sonrió de lado apenas.

-Feliz, porque con este dinero compraré sábanas nuevas -dijo alegre y se fue de la tienda de empeño.

Habiendo pasado ocho años desde entonces, Huening tan solo podía sonreír nostálgico al recordar ese estilo de vida que fue obligado a llevar, más no detestó por completo.

Ya con dieciséis años, a veces se preguntaba qué había sido de toda esa gente de las calles que lo habían criado y ayudado en los momentos más duros. No había vuelto desde que se despidió de todos al cumplir catorce años. Ahora que podía trabajar y ser un civil íntegro, seguir frecuentando aquellos lares no estaba en sus planes de reintegración a la sociedad. Sin embargo, el cariño y las memorias perdurarían siempre...

Volviendo a la realidad y desviando esos pensamientos pasados intrusivos, el chico miró deseoso al reloj de la pared mientras barría el suelo del establecimiento. La una y cincuenta y cinco de la mañana. Quedaban cinco minutos para que acabara su turno y por fin pudiera volver a casa. Con suerte podría dormir cuatro horas y media antes de tener que levantarse para ir a la escuela.

Una risotada procedente del otro extremo del local irrumpió sus pensamientos. Su mirada se dirigió hacia una de las mesas del bar, dónde un grupo de hombres de mediana edad conversaban -o gritaban, más bien- animadamente bajo los efectos del alcohol. Suspiró cansado. Si aquellos hombres no abandonaban aquel apestoso bar en tres minutos y treinta y cinco segundos, volvería a salir tarde. Estaba harto.

-Kai.

El aludido se giró hacia su compañero, quién estaba en la barra apilando las copas recién sacadas del lavavajillas.

-Vete antes -le ordenó-. Yo me encargo de cerrar. Te ves cansado.

El rubio sonrió agradecido. Iba a dejar la escoba a un lado cuando de repente recordó que aquel chico había estado las tres últimas semanas cerrando el bar por él. Y eso, en cierto modo, le hacía sentir culpable.

Iba a abrir la boca para negarse, pero el otro se le adelantó.

-No te preocupes -le tranquilizó, como si hubiera leído sus pensamientos-. Esta semana no tengo nada que hacer. No me importa cerrar hoy también.

El chico agachó la cabeza y sonrió. Dejó la escoba a un lado y se quitó el delantal, dejándolo sobre el respaldo de una de las sillas del local.

-Muchas gracias, Hansol -sonrió avergonzado-. Te debo una.

-Con que cierres el local todas las noches de este verano, te perdono -bromeó el moreno-. Así puedo llevarme pronto a Sujin a ver las estrellas, si entiendes a lo que me refiero -le guiñó un ojo.

Kai rió. Estaba muy agradecido a aquel chico cinco años mayor que él, gracias a él los turnos del trabajo se hacían más amenos, ya que el joven hablaba por los codos. Desde que su compañero conoció a su novia durante el tercer año de universidad, toda la conversación giraba en torno a ella y a los avances lentos pero precisos que el moreno conseguía semana tras semana desde que comenzaron a salir. A Kai no le importaba que él le contara todo aquello. Aunque no le interesaba lo más mínimo, se sentía feliz tan solo de ver como su compañero disfrutaba de su juventud.

-Lo haré -prometió el rubio-. Es más, te dejaré salir una hora antes sin que se entere el jefe.

El otro joven rió amistoso. Lo rodeó con sus brazos fuertemente, haciendo que Kai sintiera por primera vez en mucho tiempo cierta protección fraternal.

-Eres como el hermanito pequeño que nunca tuve -confesó. De repente su rostro se oscureció, transformando sus rasgos en una mueca de tristeza-. Me rompe el alma que tengas que trabajar aquí siendo tan joven. Ahora deberías estar en casa durmiendo, no barriendo el suelo y aguantando los alaridos de los despojos borrachos de esa mesa. Mañana tienes escuela y deberías estar descansando.

Kai agachó la cabeza avergonzado. Hansol tenía razón. Un chico de 16 años como él debía estar tumbado en su cama, tapado con varias mantas en esa noche invernal. Sus ojeras debían ser causadas por quedarse hasta tarde jugando a videojuegos, no por trabajar hasta las tantas horas de la madrugada. Pero él no era un chico normal. Y aunque nunca lo había comentado con Hansol, él tenía la extraña certeza de que su compañero sospechaba de sus problemas.

-Lo sé -susurró Kai-. Pero no hay nada que pueda hacer.

Hansol se separó lentamente de Kai y le miró tristemente.

-¿Y no hay nada que yo pueda hacer? -preguntó-. Si necesitas dinero yo tengo unos ahorros para un coche que...

-No hace falta -le cortó el joven-. De verdad. Estoy bien. Todo está bien -Le sonrió.

La voz rota de Kai hizo que el corazón del mayor se encogiera. Pero sabía que por mucho que insistiera, no haría otra cosa que incomodar a Kai. Sabía que el menor nunca aceptaría su ayuda. Pero si al menos gracias a él, el chico podría dormir treinta minutos más todas las noches, no le importaría quedarse hasta tarde para cerrar el establecimiento. Por mucho que a la mañana siguiente tuviera un examen importante de biología molecular en la facultad y fuera solo a dormir tres horas.

-Vete ya -le dijo el mayor-. Yo me encargo de echarles.

La mirada de Kai se dirigió hacia la única mesa que seguía ocupada en el bar, a pesar de que la persiana estuviera ya medio bajada y la mitad de las luces apagadas. Conocía a esos hombres y sabía que siempre se negaban a abandonar el establecimiento a la hora indicada. Hansol saldría tarde otra vez y él se sentía mal.

Miró por última vez a su compañero y suspiró. Sabía que no habría nada en el mundo en esos momentos que hiciera al más mayor cambiar de opinión. Así que, murmurando un "gracias", cogió su mochila y salió por la puerta con cuidado de no golpear su rubia cabellera contra la grasienta persiana del establecimiento.

+×+

Kai aceleró el paso por las desérticas calles de las afueras de Seúl. Eran las dos y media de la mañana de un martes y no había un solo alma por los alrededores. El chico miraba hacia atrás en varias ocasiones, temeroso. Odiaba la soledad y el silencio que se palpaba en el ambiente. En cierto modo siempre había tenido miedo a la oscuridad y mentiría si dijera que se sentía cómodo al volver a casa a esas horas. Pero era lo que debía hacer, necesitaba el dinero. Su madre lo necesitaba.

Suspiró al ver a lo lejos la puerta de su casa y corrió hacia ella. Sacó las llaves de su bolsillo, las introdujo en el cerrojo y aguantó la respiración antes de girar el pomo de la puerta.

Tenía miedo.

Tenía miedo de abrir la puerta y averiguar el estado en el que se encontraría a su madre aquella noche. Deseaba que al menos, solo por esa noche, no se la encontrara tirada en el suelo. Hoy no tenía la fuerza suficiente para volver a arrastrar su pesado cuerpo por el pasillo hacia su habitación. Esa noche se sentía especialmente cansado.

Cuando al fin se decidió a abrir la puerta, no necesitó encender la luz para averiguar el estado en el que se encontraba la vivienda en aquellos momentos. Con tan solo aspirar un poco el aire del ambiente pudo comprobar que aquella noche iba a ser exactamente igual a las miles anteriores.

Encendió la luz y avanzó por el largo pasillo de su casa, con cuidado de no tropezar con las botellas de vidrio que se encontraban esparcidas por la madera. Pateó una de ellas sin darse cuenta, haciendo que esta rodara hasta el final del pasillo, dejando un reguero de vino a su paso.

Kai suspiró. Mañana le tocaría volver a limpiar todo ese desastre. Cómo cada maldito día desde los últimos cinco años, cuando su padre decidió abandonarlos, convirtiendo a su cariñosa madre en el cadáver viviente que era en ese momento.

El chico avanzó hasta la cocina y encendió el interruptor. Las luces parpadearon levemente hasta que por fin alumbraron la estancia con una tenue luz. Miró hacia el suelo, encontrándose con el cuerpo inerte de su madre, rodeada de otras varias botellas más. Estaba claro que no podía dejarla sola. Aquello había empeorado desde que comenzó a trabajar y se odió por ello. Pero no podía hacer nada, necesitaban el dinero o acabarían durmiendo en la calle.

El rubio se mordió el labio inferior al notar como las lágrimas comenzaban nuevamente a inundar sus ojos. Daba igual cuantos años pasaran, cuantas noches iguales viviera, nunca sería capaz de acostumbrarse a aquella imagen de su querida madre.

Se agachó y acarició suavemente el cabello negro de ella. Olía a alcohol, pero a eso ya se había conseguido acostumbrar.

--Mamá -llamó suavemente-. Ya estoy en casa. Ya puedes despertar.

La mujer abrió lentamente sus ojos y sonrió al ver el rostro angelical que estaba ante ella.

-Kai -murmuró-. ¿Eres tú, cariño?

Kai asintió levemente.

-Soy yo, mamá -El chico extendió su mano hacia ella-. ¿Te llevo a la cama?

La mujer asintió agradecida. Se apoyó sobre su hijo y con ayuda de él consiguió levantarse del suelo. Tuvo que apoyarse fuertemente en él para no caerse. Todo giraba a su alrededor por la cantidad de alcohol en sangre que había en esos momentos dentro de su pequeño organismo.

Kai avanzó por el pasillo sujetando fuertemente a su madre. Agradeció al cielo que al menos hoy estuviera lo suficientemente consciente como para dar unos pasos y no tener que llevarla en brazos como otras tantas veces había tenido que hacer. Aunque por suerte para él, la mujer era menuda y pesaba poco, había días que llegaba tan cansado a casa que el simple hecho de sujetar su propia mochila sobre su espalda se le dificultaba como si pesara cien kilogramos.

Una vez llegaron a la habitación de ella, la mujer se dejó caer sobre el colchón, sin preocuparse siquiera por deshacer la cama o apoyar la cabeza sobre la almohada. Siempre hacía lo mismo.

Kai negó tristemente con la cabeza. Acomodó la cabeza de su madre sobre uno de los cojines que agarró del suelo y la tapó con una manta que se encontraba desparramada sobre una de las sillas. Apartó un par de mechones negros de su cara y besó dulcemente una de sus mejillas.

-Buenas noches, mamá -susurró volviéndose hacia ella antes de cruzar el umbral de la puerta-. Descansa -susurró viéndola dormir en la oscuridad.

Y dicho esto, avanzó por el pasillo hacia su habitación. No tuvo fuerzas ni para quitarse el uniforme del trabajo, así que se dejó caer sobre su cama, con las zapatillas deportivas todavía puestas y cerró los ojos, dejándose llevar por los brazos de Morfeo. Estaba cansado.

Realmente lo estaba. Sin embargo, no podía hacer nada.

Alguna vez había intentado generar un cambio, había intentado conseguirle a su madre ayuda, pero cada vez que intentaba cambiar el rumbo de las cosas a uno mejor, la situación parecía agravarse. Y él tenía miedo por su madre. Muchísimo miedo.

La mujer era demasiado inestable.

Con una sensación desagradable en el pecho, Huening Kai podía recordar cada maldito intento de conversación fallida, cada discusión y el mismo triste desenlace.

-¡Estoy harto, mamá! ¡HARTO! ¡Lo poco de dinero que gano en el trabajo te lo has gastado en más trago! ¡¿Cómo puedes ser tan poco consciente?! ¡Estamos con deudas hasta el cuello! ¡Por favor, mamá! -le había gritado desesperado. Había ocultado el dinero bien esta vez. Pero la letal adicción de su madre superó sus expectativas, pues la mujer buscó hasta la parte más recóndita del gabinete, encontrando el sobre en la vieja caja vacía de zapatos.

-Lo siento... -susurró bajando la cabeza sin saber qué más decir. Ella sabía que estaba siendo una madre irresponsable, que estaba acabando con su vida de a pocos, pero ya no podía detenerse. Simplemente era más fuerte que ella y el amor propio que alguna vez tuvo, incluso superaba el que le tenía a su único y tan amado hijo. Esa cosa era un como agujero negro en su interior, llevándoselo todo.

Huening Kai quería llorar, quería gritar. Necesitaba a alguien, pero no podía pedir ser rescatado si él tenía a alguien a quien rescatar.

Su madre se veía terrible; descalza y usando ropa vieja y sucia, su cabello estaba enredado y sucio producto de la falta de aseo, sus ojos se veían mucho más pequeños y rojos, podías oler el desagradable hedor del alcohol incluso estando a varios metros de distancia... Era sencillamente horrible.

-¡Un "lo siento" no arreglará nada, mamá! ¡¿Con qué bendito dinero vamos a pagar la renta ahora?!

-Lo siento tanto, cariño -sollozó arrepentida la mujer.

Siempre era lo mismo: llanto y disculpas necias.

-¡¿De verdad lo sientes tanto?! ¡Entonces detente! ¡Busca ayuda, la necesitas mamá, por favor! Yo ya no puedo más... ¡V-Vas a terminar matándonos a los dos!

La mujer negó fogosamente con la cabeza repetidas veces, aterrada, sollozando.

-Tienes que poner de tu parte, mamá, por favor. No puedo hacerlo solo. Con ayuda vas a poder dejar el alcho-

-¡No! -chilló maniática. Se tiró al suelo de rodillas, incrementando los alaridos llorosos, su llanto parecía sacado de una película de terror, empezó a jalarse los cabellos arrancándose algunos -¡Yo no puedo! ¡No puedo!

Era un ataque de pánico.

Su hijo no podía soportar ver a su madre sufrir así, lo volvía loco, lo hacía trizas.

A Huening Kai se le fue el color de la cara. Todo su enojo fue drenado de su cuerpo cuando dejó escapar el primer sollozo de sus temblorosos labios. Se tiró al suelo y sostuvo a su madre en un abrazo desesperado, intentando calmarla.

-Esta bien, está bien -lloró Huening-. No haremos eso. N-No haremos nada, mamá. Por favor, basta...

-Soy una madre terrible y patética -sollozó en el pecho de su hijo. Este estaba tan grande. ¿En qué momento había crecido tanto? Le recordaba a su ex esposo... Se dejó llorar un poco más -. Lo siento mucho, mi niño...

-Shh. Ya mami, ya. L-Lo siento -lloró abrazándola más fuerte.

Estando dormido, una sola lágrima se deslizó por su mejilla.

Huening Kai se consideraba un chico soñador, y aunque el mundo siempre suele burlarse de estos, por lo menos en sus sueños, ellos eran felices.

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