✧ Setenta y seis ✧
Se sentía pequeño, indefenso y frágil.
Primero fue todo oscuro, luego fue escuchando más y más ruidos a su alrededor, que lo envolvían, que comenzaban a ahogarlo.
Si ese era el mundo, no le gustaba, era muy ruidoso.
Una gran bocanada de aire lo hizo despertarse, comenzó a llorar como el bebé que era, y escuchó más risas y aplausos, pero no entendía nada de esa situación.
Se vió en los brazos de su madre, ella era joven, hermosa, con una sonrisa tan bonita, unos brazos tan cálidos y unas manos tan suaves.
—Eres un niño fuerte, Lixie— escuchó, su voz cariñosa, tan tierna.
Estrepitosamente, imágenes de su lejana infancia comenzaron a transcurrir con rapidez, sus primeros pasos, los juegos con su madre, su primer helado y su primera visita al parque.
Se vió tan feliz y contento entre los brazos de su madre.
—Y... ¿todavía no habla?
—Nop.
—¿No tendrá algún problema?
—Sólo se está tomando su tiempo.
—Está bien, pero... ¿Y si tiene algún retraso?
Apenas entendía esa conversación, era muy pequeño para ver el rostro de la señora con la que su madre estaba hablando.
—Lixie es muy inteligente.
Más recuerdos.
Llegó hasta un salón, con otros niños, que hablaban a gritos con sus vicecitas chillonas.
Felix quería saludarlos, quería ser su amigo, quería llevarse bien con todos ellos.
Pero al abrir la boca las palabras se quedaban en su cerebro, sentía la lengua torpe y ni podía ni decir un “Hola” decente.
Todos los chicos con los que intentaba hablar, terminaban llenos de saliva porque sin querer les escupía en su intento de hablar.
—Mi mamá dice que tienes problemas.
—¿Es que eres tonto?
—Ni siquiera sabes decir tu nombre.
—¡Iugh! ¡Maestra! ¡El rarito me escupió!
—Mi papá me contó que te caíste de pequeño, ¿es cierto?
—Mi primo va a un jardín especial, de parece a ti, ¿por qué no estás allí?
Felix no se contenía en llorar, estaba completamente rendido.
Se preguntaba por qué, por qué no podía decir todas esas palabras que en su cabeza sonaban perfectamente.
Llegó a golpearse a sí mismo, frustrado, sufriendo.
Estaba solo contra todos esos chicos, ellos eran crueles, él no tenía la culpa.
Su madre le enseñó a leer a temprana edad, apenas había cumplido cinco.
Cuando puso comprender esas letras y esas palabras, no le resultó difícil escribirlas, e intentó hacer amigos con su nueva forma de decir algo.
Nada mejoró. Esos chicos no sabían leer, por más que sus maestras estaban impresionadas que pudiera escribir y leer, eso no sirvió para hacer amigos.
Cuando fue con chicos más grandes a otra escuela, nada cambió.
Esos eran peores.
—¡Muévete, mudito!
—¿No sabes pedir permiso? Yo estaba primero... ¿Por qué niegas con tu estúpida cabecita? ¿Dices que no me colé? Oh, cierto.
—¿Llenas tu boca de comida porque no puedes hacerlo con palabras?
—Desde el jardín de infantes que eres así de esto, pero no has cambiado ni un poco.
—¿Te comieron la lengua?
Lloraba en la escuela, lloraba en su casa, y por más que se pellizcara a sí mismo, se golpeara, o practicara, nada salía coherente.
Su cabeza dolía demasiado.
Fue cuando todo cambió de salones a hospitales.
Luces blancas, paredes blancas, batas blancas, uniformes blancos, pastillas blancas.
Odiaba el blanco en ese tiempo.
En algún momento todo el blanco terminó.
—Lixie, te enseñaré a hablar con las manos, ¿comenzamos?
Y encontró control en sus dedos, en su palma y en los gestos y señas.
Encontró una voz diferente que sí le funcionaba, y le encantó.
Sintió el sufrimiento alejado, como si hubiera olvidado todo.
Pero sí, su problema estaba resuelto.
Su voz, si a ese montón de ruidos y balbuceos se le podía llamar como tal, se fue. Y dejó todas sus señas como número uno.
Aunque no servía mucho para hacer amigos tampoco, no le entendían sus gestos, pero le gustaba.
Su deseo se había cumplido, aunque un poco más exagerado de lo que deseaba.
Ya no podía decir nada.
Ni reír, ni llamar a su madre, una de las pocas palabras que podía decir.
Aunque en realidad sí, para eso tenía sus manos.
Entró a un salón distinto, con gente distinta.
Había un chico con gafas de sol en interiores, otro estaban en una silla de ruedas que se veía divertida de andar, había un chico bonito que era unos años mayor que movía sus músculos sin querer, y a veces, decía una que otra palabrota de la nada, eso le parecía bastante gracioso.
Pero eran todos buenos, eso era lo importante.
Los amaba.
Pasó bastante tiempo en ese lugar, hasta que una mudanza cambió su vida de nuevo.
La nueva ciudad era fea, era horrible, y la nueva escuela también.
Eran todos horribles.
—Pide por tu mami.
—¿Qué? ¿Quieres gritar?
—Hola, cerdito mudo.
Había algo que no era horrible.
Cabello negro, rostro serio y unos lindos ojitos que lo habían recordar a un gatito, y muy apartado del resto por voluntad propia.
Todo a simple vista.
Ese chico era la mejor persona que podría haber conocido.
—Es muy pequeño, muy joven para morir.
—No tienes nada de ridículo, Lee.
—Estaremos juntos, seguiremos juntos.
—Te amo.
Sintió su corazón aletear, viendo al lindo chico frente a él, reviviendo sus sonrisas, sus besos, su preocupación, sus palabras bonitas y todos sus sentimientos.
Se unieron más personas, más colores, más vida y más cosas que nunca habría imaginado.
Hasta llegar al momento donde, después de tanto años, su voz pudo sonar como tal.
Gracias a ese lindo chico.
Encontró más gente, más amor y lo que llamaba amigos, con memorias que se albergaron en su corazón y un sentimiento de pertenencia a todo ese grupo que superaba cualquiera medida.
—¡MinHonieeeeee!
—¡Chanieeeeee!
—Ustedes dos están muy ebrios. ¡HyunJin, diles algo!
—¡Que me digas Omma!
—Santísima puta.
—Putísima santa.
—No hables, MinHo, si es para decir estupideces, mejor cállate.
—Cállame.
—¡No te me acerques! ¡No! ¡No voy a besarte!
—Owww... Pero tengo que besar a alguien más, entonces.
—Chan se ve dispuesto.
—Acaba de vomitar, In.
—¡Chan~~! ¡Lixie te va a dar un beso! ¡Prepara tu boquita!
—¿Qué Lixie qu-? ¡Mghm-!
—Bokkie, dime qué estás grabando esto.
Rió para sus adentros, sintió como un eco en su cabeza hacía rebotar su carcajada.
Pronto, todo se hizo oscuro de nuevo.
Esta vez estaba con esas personas, seguía con ellos, pero todo era oscuro igual.
Por su culpa.
Dolores de cabeza, hospitales, máquinas que lo asustaban y pastillas.
De nuevo.
Pánico, miedo, tristeza, llanto, mucho llanto.
Nada quería dejarlo.
Se vió en donde estaba.
—Su frecuencia cardíaca aumentó un poco.
—Revisa la anestesia.
Comenzó a respirar un poco más pesado, las luces se fueron apagando, voces sonaron en su cabeza, muy alejadas de esa situación.
No las entendía.
Cerró los ojos con fuerza, se sumió en la oscuridad de nuevo.
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