Capítulo 14

«Abrazarte por si no me sientes,
como si pudieras verme».

Nunca estarás sola, Maldita Nerea.

Natsume

Oscuridad.

Todo lo que me rodea es oscuro. Frío. Aterrador.

Busco a alguien. A quien sea. Llamo a mis hermanos, o por lo menos lo intento, porque no escucho mi propia voz. No sé qué estoy pisando. No sé por qué estoy aquí. No sé por qué tengo una pistola en la mano, que me pesa como si llevase cinco toneladas de cemento.

Algo brilla. A lo lejos, como si fuera una estrella fría en el espacio exterior. Es lo único que veo, y me acerco. No es un brillo, son dos. Refulgentes. Me invade una sensación de miedo.

Y entonces lo veo.

La imagen de aquel hombre que ni siquiera conozco, y sin embargo recuerdo bien, mirándome con sorpresa y furia en sus ojos, que brillan en esa oscuridad, para después tratar de acercarse a mí. Me quedo paralizado del miedo al ver la sangre corriendo por su camisa, no huyo, y quizá por eso me alcanza y me agarra del cuello, apretándomelo fuertemente con clara intención de asfixiarme, con su mirada semejante a la de un psicótico.

No dura demasiado, cae sobre mi pecho con los ojos muy abiertos, la sangre se pega en mi ropa, salpica mi cara, mancha mis manos de rojo.

Todo lo que puedo hacer es gritar, sin que ni siquiera yo pueda escuchar mi propia voz.

Despierto, y lo primero que veo es que no estoy en mi habitación.

Me desespero al pensar que estoy en una celda. Encerrado. Que nunca volveré a ver la luz del sol, que jamás volveré a ver a mis hermanos más de una vez a la semana y que le daré el mayor disgusto de su vida a mi madre. Se me congela el cuerpo, y es entonces cuando siento algo cálido a mi lado, como diciéndome que todavía quedaba esperanzas.

Miro a mi derecha, y me encuentro con una rostro muy conocido. Lo he grabado en mi mente demasiadas veces y lo he plasmado en varios de mis libros de texto, e incluso en un cuaderno. Duerme tranquilamente, con su mano sobre la mía y la cabeza apoyada en la cama. Está sentado en una silla rotatoria que seguramente pertenecerá al escritorio que hay detrás suya. Se me escapa un suspiro, y decido observar mi alrededor.

Estoy casi seguro de que se trata de su habitación, aunque bien podría ser la de su hermano. Lo dudo al ver sus videojuegos favoritos al lado de la consola y algunos pósters de sus grupos preferidos. Mientras mi habitación, compartida con Tsu, tiene un aire más aniñado entre colores pastel y peluches de nuestra infancia, la suya parece ser la que cualquier adolescente querría tener.

Lo miro de nuevo al notar que se mueve. Parece tener una pesadilla, como yo, pero me sorprende que el grito que he echado no le hubiese despertado. Siento la garganta seca, asi que sé que la he forzado, y por mis mejillas corren algunas lágrimas que siguen saliendo y me hacen arder los ojos. Con cuidado de no despertarlo, me estiro para alcanzar la botella de agua que está encima de la mesilla de noche, y la abro como puedo con una sola mano para luego beber del tirón casi la mitad.

Suspiro aliviado y la dejo en su sitio. Sin embargo, noto algo mojado en mi espalda, y sé que seguramente he sudado mientras dormía. De pequeño me pasaba muchas veces durante las pesadillas, y siempre me escondía en la cama de Tsu, de Giotto o de mamá. Ahora es obvio que ni siquiera es mi casa, y me da mucha vergüenza el tener que decirle a Mukuro lo que ha pasado.

Miro la hora en el reloj digital que está en el escritorio. Las cinco y media de la mañana, aunque en la ventana ya entra luz de amanecer. ¿En qué día estaremos? Sabe Dios cuánto tiempo llevaré aquí. ¿Mis hermanos lo sabrán? ¿Y mamá? Ella está acostumbrada a las tardanzas de Giotto, no a las mías, y Tsu debe estar histérico pensando que algo me ha pasado y...

—Si sigues pensando tanto, te va a salir humo de la cabeza.

La voz me sobresalta y miro a Mukuro, que parece haberse despertado en algún momento mientras yo estaba en mi mundo. Con la mano que tiene libre, se frota los ojos con cierta pereza y bosteza. Sonrío al ver que su pelo está tan o más desarreglado que el mío por las mañanas.

—Eres idiota.

Se ríe, y yo cierro los ojos. Por un momento me olvido de lo sucedido, pero al cerrar los ojos, la sangre vuelve a mi mente, ese hombre cae en frente mía y todo es rojo, muy rojo...

—¡Natsu!

Abro los ojos y lo primero que veo son los dispares ojos de Mukuro. Siento mi respiración tan agitada como cuando me desperté, y me veo reflejado en sus iris. Tengo una apariencia desastrosa, mis ojos parecen dos lagunas naranjas de lo abiertos que están, y una vergüenza repentina me invade. No quiero que me vea así, y por eso me tapo la cara con las manos.

El llanto vuelve a ascender hasta mis ojos, la nariz me arde y sé que debe estar tan o más roja que mis mejillas. No puedo controlarlo, y las lágrimas salen sin piedad alguna, corriendo por mi rostro.

—Nat...

Me abraza. Quizá sea lo que necesitaba, que alguien me abrazase y me dijese algo. Que me dijese que todo estaría bien, que no volvería a esa oscuridad.

Que no me dejaría solo.

—No me dejes, por favor... —suplico—. Por favor... no quiero volver a estar... ahí... solo...

—No estarás solo, ¿de acuerdo? —dice en mi oído—. Yo estaré contigo.

Me aferro a él, porque en ese momento, por mucho que lo odie y lo desprecie, lo sigo queriendo y es, ahora mismo, el mejor soporte que puedo tener para no hundirme en mí mismo.

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