Capítulo 1
—¡A tu izquierda, April! —gritó Sídney, formando un pequeño torbellino de viento en su mano para después lanzarlo en dirección a su amiga, quien estaba a punto de ser atacada por el costado derecho.
April se giró para ver como la criatura que estuvo a punto de asestarle un golpe caía al piso, y no pudo evitar sentir repulsión al ver la atroz cabeza con un hocico protuberante repleto de grandes dientes.
Los atacaban palaxos, como les había explicado Belmont algunos minutos antes, criaturas violentas y carroñeras hijas del rubí, que prendían sus hachas robustas y afiladas en fuego para atacar a sus oponentes buscando comerlos cuando estuviesen indefensos.
—¡No te quedes ahí! —recordó Verónica, dando un largo suspiro para contrarrestar la fatiga —. Esas cosas te van a rebanar con sus dientes si no peleas —agregó, levantando un muro de tierra para causar el choque de un feroz palaxo que se dirigía a ella con la intención de devorarla.
April salió de su ensimismamiento y de vuelta en la realidad observó a su alrededor para hacerse una idea de cuantos palaxos iban tras ellos, pero la oscuridad de la noche le impidió entrever a las criaturas. Lo único que brillaba estaba muy lejos de donde se encontraba y era el brillo tenue de las luces de Uspiam que se veía desde ahí arriba, desde la Cordillera De Las Carolas.
Una flecha llegó apremiante, rozando algunos cabellos de April, y atravesó el corazón de un palaxo que se había acercado silencioso y planeaba saltar desde un árbol para darse un festín con la chica, todo gracias a Belmont, quien apareció segundos después con un trote vigoroso y palabras enérgicas.
—No falta mucho —dijo, con su respiración tranquila, como si no hubiese estado haciendo malabares para contener el ataque —. Empiezan a flaquear.
—Si nos estás mintiendo, rata, tú serás el próximo en acompañar a esas cosas en el infierno —aseguró Verónica, levantando tres bolas de tierra del tamaño de un balón de futbol para luego enviarlas directo al hocico rugiente de tres palaxos.
Después, las cosas parecieron calmarse. April, Verónica y Belmont se mantuvieron en silencio, igual que el bosque empinado que los rodeaba, atentos al mínimo movimiento de la hoja más imprudente.
Una docena de hachas centelleantes fue lo primero que avistaron ya demasiado cerca para contenerlas. Los palaxos los rodeaban y sería difícil atacarlos, pero no se pensaban rendir. Belmont preparó una flecha que terminó atravesada en la cien de un enemigo, April creó una burbuja de agua alrededor de un hocico y ahogó a su dueño y Verónica aplastó a otro más cuando arrancó un árbol de la tierra violentamente. Pero aun así faltaban muchos palaxos por asesinar, y estos, furiosos por no obtener su cena, corrieron feroces hacia los chicos.
De repente, como por arte de magia, las hachas de tres palaxos salieron despedidas por los aires y el piso delante de ellos se prendió en llamas. Konrad y Sídney salieron de entre la maleza del bosque y se unieron a los demás, no menos dispuestos a luchar por su seguridad.
Y ahora que estaban todos juntos, hombro con hombro, nada podría contra ellos. Sídney empujó dos palaxos montaña abajo y ambos murieron producto de la empinada caída; April apagó el hacha centelleante de otro y luego, a través del hocico abierto que no paraba de rugir, envió un litro de agua que se encargó de llegar hasta el estómago y reventar, causando una hemorragia que fulminó la vida de la criatura; Konrad prendió fuego a otros más y Verónica los asesinó al dejarlos caer en un hueco que luego llenó de tierra. Pero el último de los palaxos que quedó en pie se llevó la peor parte al recibir tres flechazos, uno en la cabeza, otro en el corazón y un último en sus partes íntimas; una llamarada chorreante y ardiente de fuego en su pecho; un poderoso viento que torció sus extremidades; miles de puntadas de pequeñas agujas hechas de agua y una para nada sutil aplastada de cabeza producto de dos grandes rocas que se encontraron.
—¡Está hecho! —dijo Konrad, viendo a la destrozada criatura tumbada sobre la tierra fría del bosque montañoso —. Nadie volverá a comerse a las mascotas de nuestros vecinos.
—Y tampoco a nosotros —agregó Sídney, sumamente aliviado.
—Bueno —suspiró April —, con el deber realizado, podemos regresar a nuestros hogares. Hay que dormir cuanto podamos. Tenemos que estar en el colegio en menos de cuatro horas y no es prudente malgastar el tiempo.
—Ustedes váyanse, yo me desharé de los cuerpos —dijo Belmont, observando con repudio a un palaxos sangrante.
—Tú también debes ir a dormir. Mañana tienes que ir a estudiar como cualquiera de nosotros.
—Pero, April...
—Ningún pero, Belmont. Tienes que rendir en el colegio y no lo lograrás trasnochado.
—Ya cálmate, April —refunfuñó Verónica, jugando a patear bolas de tierra que creaba previamente —. No eres su madre, no tienes que indicarle que hacer.
—No, y sin embargo... —April calló, sintiéndose levemente mareada por una razón desconocida. Sintió temblar sus pies dentro de los zapatos para correr que calzaba y subió su mirada para ver como las hojas de los árboles vibraban bajo la luz de la luna menguante. Estaba temblando, no tuvo duda de eso segundos después.
La señal intermitente de un walkie-talkie se escuchó entre el silencio y Konrad tomó el aparato para responder al tiempo que la voz clara y prepotente de Dasha llegó desde la bocina.
—¿Cómo va todo, chicos? ¿Han conseguido derrotar a las criaturas?
—Lo conseguimos, Dasha...
—¿Eres tú, Verónica? —preguntó April, interrumpiendo a Konrad.
—¡Claro que no! —exclamó ella, atenta a la oscuridad del bosque —. Pero también lo siento.
—Igual que yo —concordó Belmont.
—¿Sentir qué? —preguntó Sidney.
—Debemos estar atentos —aseguró Belmont, extrayendo una flecha del carcaj en su espalda para ubicarla en el arco y apuntar a la nada.
—Te llamo en un momento, Dasha —dijo Konrad, regresando el walkie-talkie al lugar de su cinturón donde pertenecía. El movimiento de la tierra ya se había vuelto incontrolable y para entonces ya no había ser vivo que no lo sintiera.
—Prepárense —dijo Belmont, aún apuntando el arco y la flecha con insistencia.
—Sea lo que sea, lo haré puré —aseguró Verónica, moviendo la tierra con sus pies mientras apretaba los puños.
—Esperemos que no sea nada más que un simple temblor —dijo April, creando dos burbujas de agua en sus manos.
—Lo dudo —refutó Konrad, juntando sus manos para crear una llama que alumbró el lugar.
Sídney, por su parte, se ahorró las palabras y se limitó a crear un pequeño tornado cerca de su cuerpo, para que nada lo tomara por sorpresa. Y nada se escuchó más que el viento que corría y estaba libre de la manipulación de Sídney, además de las pequeñas explosiones que de vez en cuando causaba el fuego de Konrad.
El temblor comenzó a ser más fuerte con cada minuto que pasaba y, sin previo aviso, los chicos se vieron condicionados a poner toda su energía en evitar caerse debido al movimiento tan brusco.
Unas pequeñas grietas se entrevieron en la tierra que pisaban y fueron agrandándose a paso de pantera. Verónica lo percibió y sus ojos se dirigieron al suelo. Sintió que algo venía desde la profundidad, la tierra se lo advirtió, y no se trataba de algo benévolo, al contrario, algo feroz se acercaba con el pasar de los segundos.
La chica quiso advertir a sus amigos, pero antes de que pudiera abrir la boca, el temblor se detuvo y una explosión iracunda se hizo debajo de ellos. La tierra reventó, esparciéndose por doquier y enviando a los chicos a volar a distintas partes. April fue a dar contra el tronco de un árbol con velocidad. Konrad cayó en un arbusto espinoso. Verónica golpeó con la tierra llana y tan solo Belmont y Sídney lograron evitar caer al suelo, el primero gracias a un hábil brinco que dio y que le permitió permanecer en pie, y el segundo gracias a su manipulación del viento con la cual flotó unos segundos en el aire, tiempo que le permitió reaccionar y poner sus pies firmes sobre el suelo.
En la tierra ahora había un hueco y desde dentro emanaba una luz deslumbrante, roja y candente, como si una puerta al infierno hubiese sido abierta justo en frente de los ojos de todos. Llamaradas aparecieron más tarde, pero, extrañamente, tomaron un color azulado mientras crecían. Lo próximo que cualquiera vio fue la punta de unos gruesos cuernos negros de carnero que se asomaban lentamente, seguidos por un rostro escamoso verde, de ojos azul pálido sin pupila y con boca pequeña y dos largos colmillos amenazantes.
—¿Qué mierda es eso? —dijo Verónica, poniéndose en pie para presenciar el acontecimiento con un mejor ángulo.
La criatura siguió emergiendo del fondo de la tierra y todos entrevieron su abundante cabello rojo flameante, que a más de uno le recordó el cabello de Dasha. Su cuerpo era femenino, e igual que el rostro, estaba cubierto por escamas verdosas, pero eso no era lo más impresionante, ya que poseía también unas enormes alas negras de murciélago y cuatro colas largas y filosas que parecían poder cortar en pequeños trozos hasta el mismo aire.
—¡Aléjense! —gritó Belmont, incapaz de apartar la mirada a aquella criatura.
April obedeció, alejándose mientras gateaba porque el golpe contra el tronco del árbol la había dejado demasiado débil, mientras Konrad y Sídney, aunque no retrocedieron del todo para ocultarse, sí dieron unos cuantos pasos hacia atrás, pero Verónica no. De alguna forma la rubia sabía que no podía dejar a esa cosa libre por ahí. Tomó aire y se lanzó al ruedo, levantando toda la tierra que pudo a su alrededor.
—¡Por aquí, asquerosa cosa! —gritó, y los ojos azules de la criatura la observaron mientras ella quiso apagarlos con la tierra que envió velozmente hacia estos.
—¡Para, Verónica! —exclamó Belmont —. No podremos contra ella.
—¡Yo puedo con todo! —aseguró ella, enviando tanta tierra sobre la criatura que terminó por cubrirla con una tumba café y áspera. Estaba encarnizada en su tarea de acabar con lo que sea que aquello fuese — ¿Ves? —preguntó, cuando creyó haber derrotado a su contrincante, pero entonces la tierra que había movido con tanto esfuerzo explotó y la criatura resurgió de nuevo y antes de que cualquiera pudiera reaccionar, estiró una de sus filosas colas y enrolló el cuerpo de Verónica, quien chilló como un ratón preso en una trampa.
April corrió e intentó atacar a la criatura, enviando un chorro de agua en su dirección, pero las alas de esta se batieron y enviaron el agua de vuelta, mojando a la chica, para después ataparla en otra cola. Konrad y Belmont sufrieron el mismo destino cuando intentaron atacar para liberar a sus amigas.
La criatura elevó sus colas y con ellas a los chicos y se giró lentamente para buscar algo más, hasta que se detuvo frente a Sídney. Abandonó su posición sobre el hoyo que había creado y caminó sin mucha prisa, terminando por detenerse frente al chico.
Alargó una mano y la abrió, dejando su palma hacia el cielo. Unas llamaradas azules aparecieron y algo pareció crearse en su interior. Sídney no sabía qué hacer. ¿Debía correr y salvarse? No, no podía dejar a sus amigos. ¿Debía atacar? Probablemente la respuesta también era un no, porque si nadie había tenido oportunidad, ¿por qué habría él solo de tenerla?
—Tómalo —dijo la criatura, con una voz infernal y carrasposa que dejó los pelos de punta a Sídney al tiempo que en su mano aparecía un papel. El chico obedeció sin chistar, con los chillidos y quejas que emitían sus amigos de fondo como un recordatorio de que estaban en peligro.
Cuando tuvo el papel en la mano, la criatura liberó a sus amigos, voló con sus alas de murciélago y sumamente veloz regresó al hueco del que había salido, para llevarse consigo las llamas e incluso el desastre que había causado en la tierra, del que no quedó nada más que un pasto quemado.
Los chicos cayeron al suelo, tenían marcas pequeñas de cortadas que habían causado las colas del animal, pero parecían no doler en verdad, eran tan sutiles como las heridas que hacen las hojas de papel.
—¿Qué fue eso? —preguntó Konrad, levantándose del suelo para aproximarse a Sídney, ejemplo que siguieron todos los demás.
—Era un lamashtu —respondió el elfo —, pero es imposible. Los lamashtu solo atacan seres recién nacidos porque son su alimento, no a personas como nosotros y tampoco son mensajeros —aseguró, observando el papel que Sídney tenía en la manos —. ¿Qué fue lo que te entregó?
—Es... es una nota —tartamudeó el chico, viendo las letras en el papel para intentar leerlas en la oscuridad. Konrad se acercó, creando una pequeña llamarada para darle luz —. Es un... un placer... —Verónica se hizo con el papel de un momento a otro, no era tiempo para aguantar las malas lecturas de Sídney.
—Es un placer poder al fin presentarme a ustedes, Gemas de Uspiam —leyó la rubia —. Ha pasado más de medio año desde que nos trajeron a todos a la vida, y lo agradezco infinitamente, pero es hora de que los verdaderamente poderosos nos hagamos con el control. Prepárense para lo que se avecina, porque no sobrevivirán. Atentamente: el señor T.
—El señor T —repitió Konrad en voz baja.
—El señor T es un completo idiota, sus cartas estúpidas no me asustan —gruñó Verónica, procediendo a romper la carta en pedacitos.
—Te equivocas, Verónica —aseguró Belmont, observando las estrellas perfiladas que cubrían el cielo nocturno con un rostro taciturno —. Si el señor T logró que un lamashtu siguiera sus órdenes, es todo menos un idiota. Los lamashtu son demonios endiablados y feroces, no siguen órdenes de nadie, viven bajo sus propias y despiadadas leyes. Ni siquiera tienen manadas, viven completamente solos vagando por entre la tierra y buscando recién nacidos para devorar.
—¿Tus palabras quieren decir que debemos estar preocupados? —preguntó April, tomando a Belmont por el hombro con suavidad.
—Debemos estar más que preocupados, pero aún más importante, debemos estar listos para cuando ataque, porque sé que lo hará, es lo único en lo que son buenos los lamashtu.
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