Prólogo: Quien descendió de las montañas

An'Istene pensaba que debió morir en las montañas.

Que debió perecer ahí, que no debió descender, que no debió escapar, debió morir entre la nieve y la roca oscura, entre huesos y buitres, entre nada más que silencio y oscuridad, y ser olvidado para siempre.

Tres descendimos en invierno. Tres escapamos de ahí. Sin embargo, mientras An'Istene susurraba veneno, mientras gritaba su odio, mientras se desangraba con una espada negra en su abdomen, no supe a quién se refería.

¿A mí? Que había clavado esta espada. ¿A quién me la había dado? ¿O a la sangre que destruyó su legado? Quizá a los tres.

Tanto él, como yo, sabíamos cómo había llegado esta espada a mi mano. Y en este páramo helado, donde la oscuridad menguaba entre el invierno y el verano, donde terminaba su historia de un milenio, donde ambos desapareceríamos para siempre junto a los pilares de un viejo reino, la nieve me recordó a él... a la historia de quien me dio esta espada.

En Istralandia, los cuentos comenzaban mencionando la espada del Rey Buitre y cómo él rompió Oscuridad Menguante en el Confín y la obligó a la permanencia. Para aquellos con una devoción inalterable ante miles de plumas de buitre y miles de años, las historias se contaban hablando de An'Istene alzándose en el este. Sin embargo, para aquellos que han visto más que dioses y reyes, los cuentos comienzan distinto, comienzan con los sueños y los susurros de los Ashyan.

Sucedió tiempo atrás.

En Vultriana, una noche de inicios de primavera, la belleza y el ambiente festivo en la plaza central dentro de las murallas de Vultriana no podían ocultar el sutil olor a metal y a sangre. Las linternas de papel para An'Istene se agitaban con el avance de la comitiva, se reflejaban tenuemente en las armaduras de los soldados. Los faroles iluminaban el resto de los rincones y los balcones en las cuatro torres que rodeaban la plaza. Los mercaderes y los nobles, desde las torres, vitoreaban y arrojaban flores blancas que solo podían ser cultivadas en los palacios de Floriskitria, pero además de ellos, no había ni una sola gota de emoción en las caras de la gente.

«Purifica a quién tocó tierras antiguas con las flores para los In'Khiel», era la excusa para que en una noche así hubiera una comitiva. Porque aquella noche, no solo no solo se celebraba el Festival de Flores para An'Istene, el inicio de la primavera, sino que también había un desfile por el regreso del príncipe de su viaje a las montañas para profanar los templos de un viejo rey.

Era patético pensar que a pesar de todo lo que había ocurrido en esos veintidós años, una tradición así había sido tan bien grabada en Istralandia que incluso la nueva sangre la celebraba después de mancillar las reliquias de quien la estableció por primera vez: Kirán.

Y quizá solo por ser nueva sangre, era que habían permitido que tanta gente de fuera de las murallas entrara aquella noche para ver aquella mezcla entre costumbres viejas y nuevas. Con el trote ligero de los caballos, con los vítores y tambores, con la risa y el aplauso de los nobles y los ricos, mucha gente que solo se limitaba a observar rezaron a su lado pidiéndole perdón a An'Istene y a los In'Khiel por lo que estaba sucediendo, y también aprovecharon para pedir bendiciones para sus propios hogares. Al parecer, a las únicas personas que les importaba celebrar que el príncipe había regresado sano y salvo era a la propia comitiva del príncipe.

Mariska se hubiera reído de aquel patético Tercer Príncipe en cualquier otro momento, incluso hubiera intentado lanzarle algún zapato o algo solo por diversión como toda la gente había hecho a finales de otoño cuando partió de Vultriana, pero cualquier efecto del alcohol se había borrado en cuanto estuvo segura de lo que olía. Era sangre. Sangre humana pudriéndose. Un olor que ella jamás podría olvidar y que solo otros pocos parecían notar.

Mariska miró a la comitiva, a los soldados, al gobernador de Vultriana y al general, pero avanzaban sin inmutarse ni un poco, pero no le sorprendió, no podía esperar mucho de la gente que servía al Tercer Príncipe de Istralandia. Desvió su atención a él, su sonrisa estaba apagada y vacía, y resaltaba con el carácter engreído que ella recordaba haber visto a finales de otoño cuando el gremio entregó el mapa.

Mientras lo veía avanzar notó algo curioso, faltaba una flor blanca en su armadura, aquella que iba más cercana al pecho, y quiso burlarse al pensar que le había regalado aquella flor a alguna dama de por ahí y que lo había rechazado, pero se contuvo, no podía pensar en eso. Solo podía concentrarse en cómo había cambiado... Si se esforzaba lo suficiente, recordaba su barbilla alzada, su forma altiva de saludar a la gente y cómo proclamó ir a reclamar lo último que restaba de la dinastía kiránica en nombre de su padre... Un idiota hecho y derecho que no tenía respeto por el pasado, por las creencias de la gente o por la gente de Istralandia en general. Pero aquella versión de primavera, para Mariska, era una persona diferente. Después de observarlo un rato, apartó la mirada.

No entendía por qué se sentía como mirar una flor marchita o un enfermo terminal, pero tampoco parecía que él pudiera notar el olor a sangre... O tal vez, ellos, que habían nacido con ese olor nauseabundo impregnado en su futuro, que habían crecido todos los días con sangre derramada ante sus pies desde sus nacimientos, eran incapaces de diferenciar el olor de las flores del norte y el de una batalla.

Mariska tuvo que contener la irritación y sus ganas de arrojarles una roca —principalmente porque no quería escuchar los regaños de su madre, de su abuela y de su tutor si terminaba encerrada de nuevo, y también porque estaba lo suficientemente ebria como para no inventar una excusa con sentido—. ¿Cómo era posible que ellos, que eran soldados, gobernadores y generales no pudieran notar ese olor? Obviamente Mariska conocía la respuesta: no se podía esperar mucho de los soldados de ese príncipe, mucho menos si todos pertenecían a un reino en declive.

Cuando más gente en la muchedumbre comenzó a retirarse, Mariska supo que era momento de regresar a casa. Era cierto que le hubiera gustado escuchar el discurso del Tercer Príncipe para discutirlo con un transeúnte extraño, reírse de sus palabras, volverse amiga del extraño y luego ir a beber otra ronda —aunque su madre también la habría regañado—. Suspiró decepcionada. Y antes de caminar en dirección contraria a la comitiva, Mariska sintió que el olor agrio, dulce y a hierro se intensificaban con cada paso que el caballo del príncipe avanzaba.

No quiso averiguar más. Si era cosa de un Ashyan, o era cosa de su aventura por reclamar algo maldito entre las cosas del Rey Buitre, Mariska decidió que no le importaba. No quería saber. No quería meterse en eso y ahora solo quería ir a casa a dormir un rato.

Había un dicho entre la gente de Vultriana que se había hecho popular desde que el nuevo rey tomó el trono y fue lo primero que Mariska pensó mientras caminaba en dirección opuesta: «Aquello podrido desde sus entrañas, sin duda morirá el día que anhele más para su estómago». Era un consuelo amargo que trató de alejar en cuanto lo pensó.

Su madre le diría que dejara el pasado atrás si la escuchaba decir eso. Y sí, lo había hecho, las ganas de lanzarle jitomates al rey, al gobernador, a los nobles y a los generales se había ido con la edad. Y solo una vez se había metido en un conflicto grande con los soldados, pero había sido una causa justa. Aun así, Mariska pensaba que ni todos los años, ni todas las acciones favorables del nuevo rey y su gente cambiarían sus acciones en el pasado, o las acciones que cometían a favor de su dinastía.

Sacudió la cabeza para despejarse, y alguien chocó con ella. Mariska retrocedió confundida y antes de tener la oportunidad de reclamar, un hombre joven ya se estaba inclinando frente a ella como disculpa.

—Perdón —dijo con voz fría, su rostro oculto bajo mechones castaños y cortos, y una máscara negra que cubría su nariz y boca.

Mariska estuvo dispuesta a dejarlo pasar, pero el chico alzó la cabeza y bajó su máscara hasta la barbilla. Sus ojos eran grises, casi como el cielo en verano en Vultriana. Había una cicatriz rosada justo debajo de su ojo derecho. Esos ojos no eran comunes... Solo ciertas personas los tenían y todos habían muerto. Y Mariska hubiera tratado de pensar un poco más quién era si él no hubiera dicho lo peor que le pudo decir a Mariska:

—Pero mira por dónde caminas.

—¡¿Qué?! ¡Tú ni siquiera te fijaste!

Las cejas del hombre se crisparon y dibujó una mueca de incredulidad y molestia que luego ocultó con una sonrisa fingida. Solo de mirar todo eso y que creyera que ella no lo notaría, Mariska sintió la necesidad de pisarle los pies o arrojarlo frente a uno de los caballos de la comitiva.

—Mira. No tengo tiempo. Dejémoslo así. Tuve una pequeña parte de la culpa y lo reconozco.

—¿Pequeña? ¡¿Yo tuve la culpa de que no estuvieras atento?!

—Ni siquiera estabas mirando al frente.

—Sí, pero de todas formas...

—Adiós.

Mariska lo siguió para terminar de reclamarle. Mientras lo seguía, Mariska recordó vagamente un rostro pequeño de ojos del mismo color que aquella persona, siempre llenos de lágrimas, siempre con otras cosas en la mente, nunca con ganas de jugar incluso si sus padres se lo permitían. Luego, recordó un rostro un poco más maduro, confundido, y luego... Un enviado, nada, sangre...

Si era elle...

Le llamó por un viejo nombre, y aquella persona se detuvo en seco, lo era. Mariska apretó los labios.

—¿Eres tú? ¿Estás...?

Sus ojos se humedecieron demasiado rápido, y quiso atribuírselo al alcohol. No debió beber.

Por fin se dio la vuelta y Mariska le observó. Sus ojos fríos no le dieron una respuesta.

—¿Nos conocemos? —preguntó arqueando una ceja.

Mariska se mordió el interior del labio. ¿Era elle? ¿Elle no la reconocía? Sus facciones rígidas y frías se suavizaron conforme más miró a Mariska, y alzó las cejas.

—¿Mariska...?

Se arrepintió al instante. Ojalá se la hubiera tragado un agujero, ojalá no hubiera pensado en empujarle frente a los caballos... Ojalá se hubiera despedido años atrás, ojalá pudiera decirle todo lo que pensó en todos esos años. Ojalá pudiera decirle que estaba aliviada y feliz de verle vive, y que le había extrañado. Pero ninguna de esas palabras fue a su boca, y solo pudo rezar a An'Istene para que aquel encuentro durara una vida.

Asintió.

Habían pasado catorce años desde que se vieron por última vez.

—Deberías irte de aquí —fue lo único que dijo elle antes de darse la vuelta.

Mariska corrió y sostuvo su mano.

—¿Estás bi-...?

Se interrumpió ante la mirada que elle le dio. No era molestia como antes, ni siquiera frialdad. No pudo entender qué era.

—Mi nombre es Adhojan.

»La persona que conociste ya no existe, Mariska. Deberías ir a casa.

Mariska se mordió el interior de su mejilla. No podía perderlo de nuevo como doce años atrás.

—C-creí que moriste —se apresuró a decir para detenerlo—. Creí que te habías ido de Vultriana

Adhojan suspiró.

—Sí, Mari... Pero eso no importa, ve a casa.

»Adiós, Mari.

No podía dejar las cosas así. No después de todo lo que habían vivido juntos, pensó Mariska y se apresuró para tomar su mano.

—Espera... Yo... ¿No quieres...?

Adhojan arqueó una ceja. Mariska siempre había sentido que hablar y decir lo correcto en el mejor momento era uno de sus talentos, pero en aquel momento dudó. Había tanto qué decirle, pero las palabras correctas no iban a su lengua.

—Ve a casa, Mariska —repitió Adhojan.

Antes de que Mariska pudiera decir algo más, algo silbó y cortó el viento, un caballo relinchó, luego se escuchó el repiqueteo de las pezuñas, un ruido sordo y un grito en la multitud. De pronto, el sutil olor a sangre se volvió invasivo, abrumador, como una flor lanzando toda su fragancia de una sola vez. Metal.

Adhojan y ella intercambiaron miradas y se acercaron a la muchedumbre para ver. Adhojan removió algo entre su capa, y repiqueteo, pero Mariska no le dio más importancia. Los generales, el gobernador y los soldados habían desmontado sus caballos y rodeaban a alguien. Mariska buscó entre los rostros de la comitiva un rostro faltante, y entendió quién estaba tendido junto a su caballo cuando no encontró el rostro del joven de armadura brillante. El frío que había ignorado toda la noche caló en sus huesos en un instante.

—El príncipe... —apenas pudo decir.

—Tenemos que irnos, Mariska —indicó Adhojan tomando su muñeca.

Pero Mariska no pudo moverse al ver la mancha de sangre debajo de la bota de uno de los generales. La muchedumbre parecía un solo individuo en aquel instante, respiraban lento, no se movían ni se acercaban como si hacer lo contrario fuera a provocar más sangre sobre los adoquines. Como si esperarán a ver si más sangre se derramaría esa noche además de la del príncipe. Querían saber y al mismo tiempo huir, pero no sé atrevieron ni a una ni a la otra.

El general que siempre acompañaba al príncipe levantó y miró a la gente, abrió la boca y antes de que sus palabras llegaran a la gente, un fuerte viento marino sopló desde el norte. Las linternas de papel se apagaron apenas se agitaron, las de fuego crepitaron y se extinguieron, y luego una a una, cada lámpara de Sol —destinadas siempre a iluminar— perdieron su brillo.

Todos contuvieron su respiración y solo el viento era audible. Mariska apretó la mano de Adhojan, y él susurró a su lado:

—Debemos de irnos, ya.

»¡Mari!

El olor a sangre, a metal, era nauseabundo, era lo único que siempre existiría en aquel país. Incluso sobre el olor a pescado y el viento marino, incluso sobre el olor a carbón y el humo de las lámparas. Mariska no pudo moverse.

Y cuando algo más oscuro sobrevoló sobre la multitud, y oscureció aún más la noche, Mariska alzó la cabeza al cielo.

—¡Mariska! —llamó Adhojan entre dientes.

Luego, aquella cosa se posó sobre una de las torres, y sus pasos repiquetearon.

—¿Qué es eso? —preguntó alguien a su lado.

—¡Muéstrate! —gritó uno de los soldados al centro de la comitiva, ahora en oscuras.

Los nobles dentro de la torre se inclinaron para observar mejor, y murmuraron entre ellos.

—No lo sé... ¿Un loco? —dijo alguien al otro lado de Mariska.

—Un Ashyan... —susurró Mariska tan bajo que supo que nadie escucharía, pero aquellas palabras se sintieron prohibidas, y pronto sintió la mirada de quienes estaban a su alrededor.

Las nubes, justo en ese momento, dejaron por fin ver a la luna, y esta iluminó vagamente la figura sobre una de las torres de arenisca. Mariska se arrepintió de no haberse ido antes, de no haber escuchado a Adhojan, de seguir mirando. Sus piernas temblaron y Adhojan tuvo que aferrar su agarre para que ella no cayera.

Estaba cubierto en una armadura de escalas de bronce, con una máscara de guerra metálica sin rostro, con una marca blanca y con una sola abertura en los ojos que mostraba un abismo. Además, llevaba un casco que caía hasta la base de su cuello con un penacho de cola de caballo cayendo como listones. No miraba a nadie en la plaza, ni siquiera a la luna, su vista estaba fija en el mar.

Nadie tuvo que cuestionarse que era cuando la oscuridad se volvió espesa, mucho menos cuando la temperatura descendió.

—¡¿Qué es lo que quieres, Ashyan?! —alzó la voz el gobernador de Vultriana como si estuviera hablándole a un sirviente—. ¡Vuelve al Confín!

El Ashyan desvainó su espada y la alzó frente a él antes de limpiarla con un paño. Ni siquiera se molestó en mirar abajo.

—¡Vuelve al Confín! —gritó de nuevo.

—Las puertas negras fueron abiertas —susurró el Ashyan y rio, su risa impregnó la noche como si fuera lluvia—. Traigo una profecía.

Su voz estridente resonó en la tierra como un eco. El silencio permeó el aire por una eternidad, y hasta las respiraciones desaparecieron.

—¡Lárgate al Confín! —gritó alguien más.

El Ashyan no escuchó y alzó su espada oscura y apuntó hacia el mar.

—Habrá guerra en estas tierras. El suelo se teñirá de carmín y la arena se volverá cristal. Hierro contra hierro. Sangre vieja contra sangre nueva. El país de los buitres colapsará desde sus intestinos.

—¡No lo escuchen! ¡Está mintiendo! —gritó uno de los soldados.

—Los herederos del antiguo trono quieren reclamarlo de nuevo —continuó el Ashyan sin escuchar las voces de abajo y rio—. Ahrim, ahora que eres libre, ven cuando la sangre de los descendientes de Kirán o de los usurpadores se derrame. Será un regalo para ti.

—¡Soldados, apunten! —gritó el general.

Mariska salió de su trance en aquel momento, y pudo escuchar los murmullos a su alrededor. Aquello era más una sentencia que una profecía, todos sabían qué sucedería con Istralandia. La mayor parte de la gente conocía de la profecía de Kirán y su muerte, y cómo un Ashyan medio muerto, encerrado y alejado pudo lograr que se cumpliera mediante una mujer con máscara negra.

Los Ashyan habían vuelto para recordarle a la gente que no eran solo cuentos, que por más reyes y regentes se sentaran en el trono de Istralandia, que por más sangre cayera en la tierra, que por más que uno rezara, ellos jamás desaparecerían de la tierra.

—Disfruten la sangre hoy, los In'Khiel no vendrán —dijo el Ashyan antes de darse la vuelta y saltar a otro edificio.

La luna fue cubierta por nubes en aquel instante, la luz de las lámparas de sol volvió de golpe y cegó a todos, y cuando la visión de Mariska se ajustó de nuevo, algunos soldados corrieron a la dirección en la que huyó el Ashyan. El general miró en aquella dirección también antes de volverse hacia el resto de los soldados que rodeaban al príncipe.

La gente a su alrededor había palidecido y algunos comenzaron a recitar plegarias a An'Istene. Otros comenzaron a retirarse en sigilo, aunque sus miradas iban al grupo rodeando al príncipe.

Adhojan jaló de su mano, pero Mariska desistió de nuevo y volvió a mirar hacia la comitiva ahora que había menos gente. Un soldado le sostenía la cabeza al príncipe, estaba inconsciente, otro soldado atendía a su caballo agonizando, y aunque el príncipe no lucía como si fuera a morir, el soldado que lo sostenía tenía sangre en sus manos.

El general suspiró, los soldados alrededor del príncipe susurraron algo que Mariska no pudo escuchar. Ella se mordió la mejilla y entonces, decidió que era tiempo de marcharse y se dejó arrastrar por Adhojan. Después de todo, las costumbres de aquel gobierno salían a relucir con situaciones como esas. Mariska comenzó a correr con Adhojan y mientras se alejaban, escuchó las órdenes del general:

—¡No dejen que nadie huya! Capturen a cualquier persona que se vea sospechosa —ordenó—. ¡Alguien trató de asesinar a Su Alteza el Tercer Príncipe!

Mariska por fin miró a Adhojan, lucía completamente concentrado y no dudó ni un segundo en correr en dirección contraria. Mariska dejó llevarse por la corriente, y luego sacudió la cabeza. Necesitaba sacarlo de ahí, no podía permitir que se repitieran las cosas.

—Conozco un camino —dijo ella y se detuvo—. ¡Rápido!

Mariska lo guio a través de un pasadizo, pero aquello no era suficiente, así que no dudó e inmovilizó a Adhojan contra la pared de un pasillo. Miró de reojo a los soldados ir hacia el frente. Mariska le sonrió a Adhojan, que había desviado la mirada y ocultó su rostro con su mano, y ella le tomó la otra mano. Lo obligó a girar y a girar una vez más hacia otra calle. Su cerebro solo le decía que corriera y ella iba a obedecer sin pensarlo, pero salir por las puertas principales del muro mientras Adhojan iba vestido así de sospechoso y ocultaba algo entre su capa no era buena idea cuando estaban buscando a quien intentó asesinar al rey.

—Mariska... No podemos ir a las puertas.

—¡Lo sé! No te preocupes.

—Te juro que yo no fui.

Mariska mordió su mejilla, porque aunque sabía que esas palabras eran verdaderas, ocultaban otra cosa.

—Te creo.

Y lo guio hasta el muro, había una ranura lo suficientemente grande para una persona. Alguien más atravesó sin problemas antes que ellos, y Mariska obligó a Adhojan a pasar primero antes de pasar también. Y siguieron corriendo mientras se alejaban de los muros. Cuando estuvieron lo suficientemente lejos, se detuvieron a tomar aire.

—¿Cómo sabías de esa entrada?

—Mi hermana lo usaba para verse con su esposo —jadeó Mariska, y aunque quiso contarle aquella historia y sonreír un poco, no se animó luego de lo que había sucedido.

Secó el sudor de su frente con su manga y se sentó en la tierra, recargada en una pared, cerró los ojos y encontró la vista del Ashyan y la sangre del príncipe grabada en sus párpados.

—Te dije que tenías que irte, Mariska... Si me hubieras escuchado...

—¿Por qué viniste a Vultriana, Adhojan? —preguntó Mariska—. Pensé que te habías ido para siempre.

«Que habías muerto».

Adhojan cerró la boca y se sentó junto a ella, algo repiqueteó debajo de su capa y Adhojan movió los brazos por debajo para acomodar ese algo. Mariska pretendió que no vio nada y lo miró.

—Es complicado, Mari... —dijo él—. Tiene que ver con...

Mariska negó con la cabeza. No era necesario que lo dijera. Tocó su brazo y sonrió un poco.

—Está bien, lo sé... Pero no supe nada de ti, estaba preocupada.

Suspiró.

—Me alivia verte bien...

Adhojan abrió la boca y las palabras titubearon en sus labios.

—¿Gracias?

Mariska rio y le dio un golpe en el brazo.

—¿Y tu hermana? ¿Ella está bien?

—Mires... Mmm, quiero creer que sí.

—¿Por qué?

—Estaba también en la plaza.

—¡¿Por qué no me dijiste antes?! ¿Y si algo le pasa?

—Creo que estará bien. Es lista —dijo Adhojan—. Seguro huyó antes que llegara el Ashyan

Mariska frunció el ceño, pero nada fue a su cabeza. Su corazón se aceleró con miedo, y desvió la mirada. Aunque en el mundo había pocas cosas que a Mariska le daban miedo, los Ashyan le aterraban, y estaba segura de que todos en Istralandia también les temían. Eran como desastres naturales, eran imparables, impredecibles y peligrosos. Eran la muerte misma, la guerra, la pérdida de cultivos y las plagas... ¿quién no les tendría miedo al saber lo qué significaban?

Se quedaron en silencio un buen momento mientras ella pensaba. Mariska aprovechó para tratar de recordar, para pensar en algo qué decir, algo para ver a Adhojan más tranquilo luego de aquello, pero nada fue a su cabeza. Ni siquiera los recuerdos de cuando eran niños, y los que sí vinieron eran demasiado vergonzosos como para mencionarlos en voz alta luego de volverse a ver.

—Jamás había visto un Ashyan —murmuró Adhojan.

Mariska pegó sus rodillas a su pecho y comenzó a juguetear con su cabello.

—¿Crees que lo de la profecía sea cierto?

Adhojan desvió la mirada y tragó. Obviamente no tendría respuesta para aquello, y ella lo esperaba, pero si era sincera, quería escuchar un no.

—Estás cansada, Mariska. Deberías ir a casa —dijo Adhojan y se levantó—. Es peligroso seguir afuera después de esto.

Pero a pesar de sus palabras, no ofreció acompañarla, ajustó lo que tuviera dentro de la capa y miró a Mariska. Si tan solo había una forma de asegurarse de que él tampoco estuviera en peligro después...

—¿En dónde te quedarás tú? —preguntó ella.

Adhojan no sonrió, colocó una mano en su cabeza y suspiró.

—Eso no deberías saberlo, Mariska —dijo él—. Fue bueno volverte a ver.

—Espera...

—¿Qué?

—¿No quieres...?

Adhojan apretó los labios y negó con la cabeza, pero no se movió, miró a Mariska de pies a cabeza por un buen rato. Tal vez en otra vida, Adhojan hubiera seguido viviendo en Vultriana, tal vez en otra vida lo que fuera que él sabía de lo que pasó en el desierto no sería un motivo por el cual Mariska le pediría quedarse, tal vez en otra vida, no le pediría ver a su familia. Pero lo había hecho.

—Vive una vida larga, Mariska —dijo Adhojan—. Rezaré a An'Istene para que no nos volvamos a ver.

—Espera —dijo Mariska y lo detuvo—. Solo escríbeme, solo una vez, ¿está bien? No supimos nada de ti todos estos años.

Adhojan la miró y asintió, pero no prometió nada. Mariska soltó su capa y él caminó en dirección contraria a donde estaba su casa. Quiso seguirlo, quiso detenerlo y darle un zape para que se retractara y no dijera cosas como aquella, pero luego de lo que había pasado esa noche, tal vez era mejor así.

Pero mientras veía su espalda, no pudo dejar de pensar que quizá en otra vida, él se habría quedado un rato más, tal vez hubieran crecido juntos, tal vez hubieran disfrutado ese festival en paz antes de que se marchara. Quizá en otra vida...

Se dirigió a casa, sus abuelos no tardarían en llegar de su viaje al desierto.


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