8.2. Aquello perdido en el desierto
Después del caos de la última semana, de desvelarse escribiendo el reporte final para el gremio y de redactar el reporte para la Dama Inkerne por días en el desierto, Mariska quería arrancarse la cabeza. Y lo hubiera hecho sino fuera porque la ayuda del gobierno comenzaba a llegar de poco en poco al templo y la necesitaban.
Quien fuera el general que estaba lidiando con el asunto, envió médicos, usuarios del Kevseng, soldados, y carretas en lugar de deslizadores —por el terreno— para ayudar a transportar a todos los afectados que seguían inconscientes y trasladarlos a Tiekarnan.
A pesar de que ya estaba un poco más libre y por fin podía quemarse en el sol desértico, Mariska no tuvo respiro. La cantidad de veces que tuvo que explicar la misma historia le hizo considerar arrancarse la cabeza de nuevo. No solía agobiarse así de fácil, pero después de días sin poder dormir de verdad, también consideró arrancarle la cabeza al siguiente capitán que le pidiera repetir lo que ya estaba en los reportes.
Justo en aquel momento, mientras Jossuknar explicaba la versión falsa que habían acordado junto al líder de los guardias, la conversación volvió al mapa de su padre, el mapa que Jossuknar y el líder de los guardias usaron. Mariska quiso patear al general frente a ella con fuerza.
—Entonces, sin el mapa de ese tal Ebenish, ¿no hubieran encontrado este lugar? —preguntó el general y suspiró—. Por algo todos sus mapas se quemaron, ¿no lo pensaron?
»Aquel hombre era un traidor y un kiranista. Saben cómo era esa gente —. Se dirigió a Jossuknar—. Especialmente tú sabes cómo eran los kiranistas.
Jossuknar se removió en su asiento con una mueca por las heridas. Mariska de verdad deseó tirarle la mesa encima, pero se contuvo. Fue el líder de los guardias el que habló.
—Su mapa es completo y fácil de usar —dijo él—. Todas las caravanas lo utilizan.
—Es irresponsable. Existen los mapas del gremio, ¿no es así, señorita Alerant? —preguntó él.
Todos miraron a Mariska, ella se quedó en silencio.
—¿Para qué usar los mapas de un hombre que sin duda era un peligro? ¿No saben de la tragedia del desierto? —cuestionó el hombre.
Mariska no se contuvo más.
—Los mapas del Doctor Ebenish fueron un legado importante para la cartografía de Istralandia. No podemos quemarlos y perder conocimientos solo porque ustedes lo consideran un traidor, cuando solo trató de salvar gente inocente de su rey.
El líder de los guardias carraspeó cuando la mirada del general comenzó a agriarse.
—Este mapa está más completo que el del gremio —dijo el líder de los guardias—. No sabíamos que era de...
—¿Por qué no tomaron otro camino?
—La señorita Alerant ya dejó en claro por qué no tomamos otra ruta —dijo Jossuknar—. No sabíamos que aquí había un templo.
—Un traidor obviamente iba a ocultar algo así... Seguro también tenía tratos con los Ashyan.
Mariska quiso levantarse a golpearle la nariz al hombre, pero Jossuknar le tomó la mano y el líder de los guardias se levantó.
—Mire, General Iokerés, ya enviamos los reportes necesarios, ya explicamos esta historia a todos sus subordinados, llevamos días en el desierto y estamos cansados —dijo y el general alzó una ceja—. ¿Podemos continuar esta conversación después?
El general hizo una mueca, pero terminó asintiendo. Mariska aprovechó y se levantó. El general añadió justo entonces:
—Hablaremos después sobre los Ashyan y del cartógrafo de reemplazo asignado por la dinastía Ganzig para su viaje.
El general se levantó, los miró de reojo con semblante serio y salió de la carpa en la que estaban con su capa agitándose a su espalda. Mariska se quedó sin palabras. Miró a Jossuknar y al líder de los guardias por una explicación.
—Tranquila, Alerant —dijo el líder de los guardias—. Tu contrato sigue en pie, solo es cosa de la dinastía.
—Entonces...
—No te preocupes. Ve a comer. Mañana partimos a Tiekarnan así que empaca.
Mariska asintió rendida a pesar de querer añadir algo más. Se despidió de ambos y salió de la carpa. Realmente las cosas iban de mal en peor, solo esperaba que el gremio no fuera a descontar una parte de su salario por lo que había pasado, y más importante, esperaba no tener que leer el regaño de Sibán.
—Mari.
Mariska miró detrás de su espalda, y vio a Ashe apresurándose hacia ella con comida en las manos. Ella compuso una sonrisa y caminó de vuelta en su dirección.
Por supuesto, en cuanto comieron lejos del campamente y del templo, el ánimo de Mariska regresó. Solo podía agradecerle a Ashe por encontrar un lugar así, donde podían ver todo el movimiento de los soldados y de la caravana, y donde no la buscarían por un buen rato. Así, Mariska se puso a juguetear con una roca para distraerse, se la tendió a Ashe, y ella le explicó que era. Al terminar de comer, se estiró y suspiró.
—¿Estás bien, Mari? —preguntó Ashe.
Ella asintió, y prefirió preguntar ella misma.
—¿Terminaste de empacar? Mañana partimos nosotros.
—Faltan algunas de tus cosas —dijo Ashe y desvió la mirada—. Perdón... Es que me dio curiosidad y se me olvidó.
Mariska enarcó una ceja. Ashe se rascó la cabeza un poco incómodo. Desde que habían hablado, las conversaciones solían ser un poco tensas entre ambos. Sabía que le costaba trabajo a Ashe hablar, pero si ella aguardaba lo suficiente, él cedía al final.
—Hoy fueron los ritos funerarios para Dayan...
—¿En serio le hicieron ritos funerarios?
Mariska preguntó con una sonrisa que era más una mueca de incredulidad y amargura. Por supuesto se guardó su comentario en cuando Ashe titubeó e hizo una mueca.
—Sí... —comenzó Ashe y luego añadió con nerviosismo—. Allá los ritos eran diferentes. Quería saber si su alma era purificada... Ver cómo era...
«Allá».
El templo de Kirán del que Ashe había huido. Cuando Mariska pensaba en eso, no sabía cómo sentirse al respecto, qué decir, qué hacer. Ella misma había visto la espada, conocía los mitos, él mismo se lo había dicho, pero por algún motivo, no lograba a comprenderlo del todo bien. ¿Qué significaba que fue un guardián? ¿Qué significaba que hubiera vivido su vida en aquel lugar?
—¿Fueron muy diferentes a lo que vivías?
—Sí.
Mariska no pudo contener sus palabras.
—Ashe, ¿de verdad crees que Dayan merecía ritos funerarios? ¿O purificación? ¿O un funeral digno?
Ashe apretó los labios, sus ojos lo decían todo. Mariska borró cualquier rasgo de burla y carraspeó.
—Pensaba que no creías en ningún dios.
—Ya no creo en ningún dios, Mari —repitió Ashe, su tono era firme, pero sonaba apagado—. Solo creo que si existen los dioses, no deberían tener poder sobre la paz del alma de alguien al morir...
Mariska lo miró. Al escucharlo decir aquello se dio cuenta de que en realidad conocía muy poco de Ashe. Sabía que tenía razón en cierta medida, pero no podía perdonar a Dayan o quizá no se podía perdonar por lo que le obligó a hacer y lo que ella misma hizo. Casi, como un reclamo para Ashe, en un susurro, dijo:
—Después de todo lo que hizo...
Ashe miró a Mariska con preocupación, había una pregunta en sus ojos castaños que no se atrevía a decir. Mariska trató de olvidarse del asunto o al menos de lo que dijo, y sonrió.
—¿Cuáles son esos ritos, Ashe?
—Mari...
—Estoy cansada —admitió ella por fin y se levantó—. Vamos a empacar lo que falta. Puedo escucharte en el camino.
Ashe también se levantó, se sacudió el polvo de los pantalones y ambos descendieron en un silencio incómodo hacia el campamento. Ashe no dijo nada y solo siguió de cerca a Mariska sin apartar los ojos de ella. Cuando llegaron al campamento, Mariska le dijo que iba a empacar sola y sin despedirse, se alejó de Ashe. Una vez que llegó a su carpa, colapsó del cansancio en el suelo y durmió todo lo que no había podido dormir.
Había deseado soñar con su padre todos esos días, deseó recordar su rostro o su voz, o su forma de ser, tenía miedo de volver a ver la escena con el Ashyan, pero simplemente durmió. Estaba agotada.
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El último grupo de la caravana partió al siguiente día por la tarde. Para entonces, solo quedaban algunos de los guardias, usuarios del Kevseng y mercaderes que no habían quedado inconscientes con el Ashyan. Jossuknar había sido trasladado ese mismo día por la mañana debido a sus heridas, así que solo quedaba el líder de los guardias para organizar la caravana, y los soldados y el general para guiar y protegerlos en el camino.
Esa vez, mientras andaban, Mariska pudo despejarse un poco y perderse en las vistas que el desierto le ofrecía.
De cierta forma le recordó a su época de estudiante. En esa entonces estaba demasiado enfocada en convertirse en cartógrafa a toda costa, así que apenas si recordaba al resto de sus compañeros. Era su sueño de toda la vida, en parte por su padre y por la insistencia de Sibán disfrazada con cartas de recomendaciones. La ilusión de representar un camino e Istralandia, hacerlos legibles para los viajeros y recorrer el mundo con solo un trozo de papel siempre había sido algo que la ilusionó. Ahora se preguntaba lo mismo que su madre le preguntó desde que entró a escondidas a estudiar y una vez que terminó: ¿valió la pena?
Mientras recorría aquellos caminos, mientras rememoraba esos años sin recordar los rostros de sus compañeros, mientras pensaba en toda la semana pasada, en su padre y en Ashe, supo que no tenía una respuesta certera.
Era cierto que se sentía de mejor ánimo después de descansar, pero seguía cansada, y con cada día, era difícil olvidar lo que Dayan le mostró: su padre, Adhojan, Ashe... A veces la sensación de la espada en su mano, pesada a través de la carne seguía ahí.
Tal vez si Ashe estuviera con ella, podría recordarse que eso no había pasado, pero él estaba atrás en la caravana y no se habían hablado desde la noche anterior. Sabía que Ashe le estaba dando espacio, pero sabía que era ella la que tenía que disculparse por decir algo que no debía. Al final, supo que, si seguía avanzando, no iban a resolver nada, así que se detuvo en medio de la caravana y se apartó.
Cuando por fin vio a Ashe, no esperó estar totalmente equivocada. Él la saludó con su mejor ánimo posible considerando el calor del desierto, y se aproximó a ella con un trote ligero. Antes de que Mariska pudiera disculparse, Ashe se apresuró y sacó de su bolso una roca en láminas con escamas brillantes y vetillas de cuarzo.
—Mira, Mari, ¿esto es oro? —preguntó Ashe.
Apenas escuchó aquella pregunta, Mariska miró la roca en la mano de Ashe y se cubrió la boca para no carcajear. Ashe ladeó la cabeza como hacia siempre que algo despertaba su curiosidad. Mariska sonrió y tomó la roca.
—Solo me buscas para saber si te volverás rico —se quejó Mariska en un tono dramático.
Ashe la miró con los ojos en blanco, negó con la cabeza y sonrió. Ambos retomaron el avance. Unos segundos después, le volvió a tender la roca y concluyó:
—Es un esquisto de mica.
—¿Qué es eso? —preguntó Ashe mientras arrancaba algunos cristales de mica y los miraba brillar en el sol.
Después de explicarle qué era y cómo se formaban, le explicó para que los usaban los nobles. Mientras Ashe escuchaba con atención, Mariska se pudo relajar. Muchas cosas habían cambiado, pero parecía que las cosas se mantenían igual y aquello le alegró un poco. Al mismo tiempo se preguntó si era justo sentirse así, tanto por Ashe como por Dayan como por lo que había visto respecto a su padre.
—¿Qué pasa, Mari?
—Perdón por lo que dije ayer —comenzó ella sin mirarlo a los ojos—. Fui grosera contigo.
»Tenías razón.
Ashe ladeó la cabeza, apretó los labios y la escuchó.
—Dayan fue un humano antes... merecía una muerte en paz incluso si se volvió un Ashyan.
En aquel punto, Mariska trató de contener las lágrimas y el nudo en su garganta. La realización le cayó como un golpe de agua helada. «Maté a alguien». Lo susurró sin darse cuenta.
—Yo lo maté...
Mariska apretó las riendas de su caballo para que Ashe no notara que sus manos no estaban temblando. Trató de disimular lo que dijo, de pensar que no lo dijo, para que las lágrimas no brotaron, pero su boca se volvió una mueca y un lamento la delató. Ashe de inmediato acercó su caballo con dificultad.
Las palabras correctas eran difíciles de soltar, de pensar, a veces ni siquiera tenían el impacto que uno quería y jamás solucionaban nada. Aun así, Ashe trató de esforzarse por su amiga.
—Lo hiciste para sobrevivir.
—Estoy segura de que había otra forma de hacer las cosas...
Apenas lo dijo y su voz se rompió.
—Hice lo mismo que esa gente... Lo que le hicieron a mi papá... Creí que fue un monstruo...
»Lo maté del mismo modo.
Ashe no sabía cómo o qué decirle. Él mismo se preguntó qué habría hech0 si Mariska y él hubieran cambiado lugares. Se relamió los labios.
—No hiciste nada malo —dijo Ashe con una firmeza que ni él entendió de dónde salió—. Era tu vida o la suya.
»Si hubiera un modo de evitar que esto pasara... Si hubiera... —. Su tono cambió a uno más melancólico—, no había forma de que lo supieras mientras tratabas de sobrevivir.
Mariska detuvo la marcha. Miró a Ashe, a su espada envainada en su cintura y luego a sus ojos castaños. Todavía podía verlo cayendo con una herida en el pecho, todavía podía ver sus ojos llorosos mirando al techo, todavía recordaba el tacto helado. Fue una ilusión y aun así...
—Pero sentí alivio, Ashe —dijo ella con una mueca—. Sentí alivio de que todo acabara, de que murió y de que se estuviera desangrando como un animal...
No le dijo lo que Dayan le mostró, ni que le había dicho que Ashe murió, ni que solo había bastado la espada, desesperación y la ayuda de Jossuknar para terminar con su cabeza rodando en el suelo.
Cuando ella dijo eso, y el brillo travieso en sus ojos se apagó, Ashe temió. No supo qué decirle, no supo qué hacer o cómo consolarla. Él mismo entendía aquel alivio que ella mencionaba, lo había sentido él mismo cuando la maestra mayor murió, y aunque trató de ocultarlo, todavía estaba el phen en su mano, los ojos de Kirán en su estatua y los rayos lánguidos del sol. Sabía que era sucio, que era su pecado, que había sido su deseo...
Pero también podía ver que Mariska no había hecho nada malo, y no deseaba verla con esos mismos sentimientos. No quería que ella viviera aquella escena una y otra vez, un sueño de arena en la noche...
Nunca había sido bueno con las palabras, las evitó toda su vida, calló para sobrevivir, aceptó el silencio para ahogarse, pero aquel no era el templo, y él mismo había elegido jamás volver a ser un guardián. Ashe la miró, le tendió la roca a Mariska, pero no la soltó.
—Desear sobrevivir, sentir alivio por hacer no te hace una mala persona, Mari —dijo Ashe—. Tú no eres una mala persona.
Soltó la roca y le sonrió con aquella calidez reservada para unos cuantos. Mariska lo observó. Quiso creer en sus palabras, decidió aferrarse a ellas como se aferró a su espada. Los ojos de Mariska se humedecieron de nuevo ante sus palabras, y se enjugó con el dorso de su mano.
—Ashe...
—Perdón por lo que dije antes —dijo Ashe—. Si te hice sentir...
—Tú tampoco eres mala persona, Ashe —replicó Mariska—. Así que deja de disculparte de una buena vez o te... o te...
—Mari.
—No me mires así —dijo ella y obligó su caballo a avanzar por fin. Ashe la siguió de cerca—. Ya sabes que odio que te disculpes por cualquier cosa.
Ashe terminó asintiendo.
—Voy a tratar.
Con eso, Mariska se enjugó una vez más el rostro, y cuando estuvo más tranquila, apresuraron la marcha para alcanzar al resto de la caravana. Con cada metro, con cada bocanada de aire caliente y espeso, un peso se levantó de sus hombros.
Se permitió admirar el paisaje mientras se dirigían a Tiekarnan, a disfrutar de aquellos cielos azules y de olvidar un pasado que ella no vivió. Solo pudo pensar: «Debería aprender a usar una espada».
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Tiekarnan era una ciudad en medio del desierto que servía como punto de encuentro y de canje entre viajeros y mercaderes. No era ni la mitad de grande que otras ciudades de la costa norte, pero tenía un importante movimiento de mercancía del sur al norte de Istralandia y viceversa a través del desierto de Buitres.
La ciudad estaba rodeada de molinos de vientos usados para extraer agua subterránea, de edificios con tejados inclinados para que la arena se deslizara, y de casas y comercios con paredes gruesas que regulaban la temperatura y rompían el viento desértico. Por supuesto, estaba repleta de viajeros y caravanas que montaban campamentos a las orillas o en cualquier lugar donde existiera un espacio para mostrar sus productos y hacer negocios.
La última vez que Mariska viajó a Tiekarnan había sido dos años atrás, y solo había sido por la boda de su hermana, pero lo que más recordaba de su visita era que las calles parecían vivas. Comerciantes de todo el mundo, nómadas del Confín y de los valles, viajeros de Miriasia y de aguas lejanas se movían a través de las entrañas de aquella ciudad. Todavía recordaba lo que su abuelo dijo de aquella ciudad: «Como si estuvieran de fiesta en las tripas del lobo».
La única diferencia era que aquella vez, los lobos esperaban fuera de la ciudad. Lejos de las carpas de las caravanas en las orillas, había varias carpas, cada una de ellas con una pequeña bandera de color negro con dorado que ondeaba como una advertencia. En la entrada de la más grande, a cada lado de la entrada había un tapiz bordado con un caballo de las llanuras del Valle de Serpientes, el animal de la dinastía Ganzig.
Eran soldados y alguien de la dinastía.
Antes de ingresar a Tiekarnan, el líder de los guardias le había advertido que alguien importante estaría aguardando la llegada del resto de la caravana, pero que con sus reportes era suficiente, que era mejor separarse de la caravana al llegar e ir a buscar a la Dama Inkerne cuanto antes. En cuanto Mariska vio aquella carpa tan ominosa, no quiso averiguar si iba a tratar con alguien cercano al rey, y no iba a arriesgar el cuello de Ashe y el suyo por eso, así que mientras el resto de la caravana se acercó a la ciudad, Mariska sostuvo las riendas de Ashe cuando seguían lejos.
—¿Qué pasa, Mariska? —preguntó él confundido.
—Es mejor que nos separemos por el momento —dijo Mariska y su vista fue a la bandera sobre la carpa—. ¿Sabes qué significa esa bandera?
Ashe negó con la cabeza y Mariska guio los caballos hacia otra entrada de la ciudad.
—Es de los descendientes directos de la dinastía Ganzig —explicó Mariska.
Ashe la miró por un buen rato hasta que ella suspiró.
—Es de uno de los príncipes de Istralandia, Ashe —dijo ella—. Y si es Dawá, es mejor que nos alejemos.
Ashe ladeó la cabeza.
—Pero...
—Tu espada resalta mucho y no va a tardar en averiguar quién era mi padre —explicó Mariska.
»Ellos tienen los reportes, así que no me requieren por ahora. Es mejor ser precavidos.
—Entonces ¿en dónde nos vamos a quedar? —preguntó Ashe.
—Por eso no te preocupes, pero primero tenemos que recoger unas cosas.
Dicho eso, Mariska dirigió ambos caballos a través de las calles de Tierkarnan. En otras circunstancias, se hubieran detenido a ver qué baratijas encontraba entre los puestos de los mercaderes para llevarle a su familia, pero aquella vez estaba tensa y necesitaba apresurarse. Entre la multitud en la que apenas avanzaban, miraba sobre su hombro cada cierto tiempo para verificar que no había nadie con armadura o con el sello de la dinastía.
Era entonces cuando podía ver a Ashe detrás de ella, a un lado de su caballo, luchaba para seguirla, pero cada vez que se movía, alguien terminaba tocándolo y él hacia una mueca. En cualquier otro momento, Mariska lo molestaría con un sermón de cómo debía plantarse ante la gente, pero como apenas si podía girarse, asentía solo al verlo, y trataba de apresurar el paso para salir lo más pronto posible de esa calle.
Después de un rato, llegaron a la plaza central, mucho más espaciosa y sin comercios, donde se erigía una estatua de un hombre montado en su caballo. Llevaba una armadura escamosa típica de Istralandia, no llevaba casco, por lo que sus facciones eran claras a pesar de la erosión, y además, su espada apuntaba al cielo, no como un desafío, sino como adulación. La placa descriptiva había sido removida con la caída de la anterior dinastía, pero las viejas historias, incluso prohibidas, incluso modificadas por el tiempo y las memorias de la gente eran difíciles de olvidar del colectivo...
Mariska siempre se preguntó por qué la dinastía Ganzig no quitó la estatua también, y después de lo que sucedió en el desierto lo entendió. En un lugar donde existían los bandidos, donde los Ashyan seguían vagando y aterrando a la gente, era necesario un símbolo que recordara que el cielo era el mismo sobre ellos.
Ashe se quedó otro rato mirando la estatua incluso cuando Mariska se alejó. Al mirarlo, encontró algo en sus ojos que no esperó ver. No era el vacío que había visto en sus ojos tantas veces antes, ni la tristeza en su confesión por lo que dejó de ser. Era como si no fuera Ashe. Había una mueca sutil de desdén en sus labios, había fuego en sus ojos... Era rabia aletargada.
—¿Ashe?
Llamarlo fue suficiente, porque cuando él la miró, su expresión cambió de inmediato a aquella mirada gentil, y ella dudó si lo de antes había sido una ilusión de su cabeza. Quiso preguntar, pero las cosas de un pasado abandonado que él había tratado de enterrar y que le había confesado a duras penas, seguramente eran difíciles de cavar. Tal vez otro día podría saber por qué él abandonó el templo.
Se dirigieron a la oficina de correos y una vez adentro, Mariska presentó el sello de su nombre y el de Ashe para obtener su correspondencia. Unos minutos después, había al menos diez cartas en sus manos. Salió leyendo los destinatarios y se sorprendió al ver varias para Ashe. Esos mocosos habían tenido el descaro de escribirle luego de todo lo que lo torturaban en Vultriana.
Entre las que eran para ella encontró cuatro: una del gremio, una de Sibán, una de su madre y una solo con su nombre, sin remitente y sin sello fuera. Sostuvo aquella carta por un buen rato y pensó si era buena idea abrirla ahí. Miró a su alrededor y encontró a Ashe luchando con los caballos para que no se comieran su cabello. Ella guardó las cartas de inmediato y se apresuró a tomar las riendas.
—Solo les di un poco de comida...
—Ashe, Ashe, Ashe —dijo Mariska negando con la cabeza.
Ashe se apartó y soltó un largó suspiró antes de que Mariska comenzara su sermón, Mariska no pudo ocultar una risa. Pero a pesar de aquella escena, la carta sin nombre regresó rápidamente a su cabeza. ¿Quién la había enviado? Tenía una sensación vaga de quien la había escrito, pero no era posible... No tan rápido, no así.
Guio a Ashe entre las calles para llegar a la casa de alguien a quien no había visto en un tiempo mientras su cabeza pensaba en el remitente de la carta. Era de Adhojan.
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Élona y Mariska. Ninguno era un nombre de Istralandia, o siquiera del gran continente del sur de Caldeniria. Eran nombres del norte, de aquellas tierras de colinas verdes, máquinas de vapor y de metal de fuego que rompía el aire como trueno. Eran dos nombres comunes ahí, y los nombres de los picos más altos en Caldeniria. Montañas imposibles de escalar cuyas cimas estaban sumidas entre nubes, donde respirar era difícil y pararse unos minutos ahí significaba morir.
Fue en un viaje de niño a Fluorencia, luego de ver aquellos picos cubiertos de nieve, que Kanav Ebenish se enamoró de la geología y de lo que significaba que aquellas montañas existieran en ese tiempo, tuvieran esas formas y esas rocas. O era lo que su padre trataba de contarles a sus hijas cada vez que ellas preguntaban por qué se llamaban así, hasta que su madre irrumpía sus conversaciones y les decía que Kanav jamás vio los nombres en un mapa y como era un vago y un egocéntrico terminó llamándolas así.
—Mariska es el pico más grande en Fluorencia, y Élona es el segundo —solía decirles su padre cuando su madre se alejaba por fin.
Y luego, su padre les explicaba por qué la gente del norte los llamaba así. La montaña Mariska se llamaba así porque en días despejados, se lograba ver el Mar de Cambranis hasta el otro lado del mundo, mientras que si subías al Élona se vería el bosque de Fluorencia y las torres de conocimiento. Cada vez, su padre terminaba contándoles la historia de cómo se formaron esas montañas.
Élona para entonces se iría a jugar con los niños del barrio, quizá con Mires y Adhojan como siempre, o iría con la abuela a escuchar algún cuento de los Ashyan, mientras que Mariska se quedaba a escucharlo hasta que su padre se daba cuenta de que le estaba explicando cosas difíciles a una niña que apenas si distinguía al este del oeste.
El mar y el bosque, Mariska y Élona, a pesar de lo diferentes que eran, Mariska no podía imaginar un mundo en el que su hermana no existiera, pero desde que ella se había casado y se mudó en medio del desierto, se dio cuenta de que incluso las montañas, por más que se hubieran originado de la misma forma, seguían separadas por distancia.
La última vez que Mariska vio a su hermana y a su esposo fue en Fin de Año. Y aunque solían escribirse con frecuencia, ver a su hermana de nuevo era completamente diferente, así que tocó emocionada la puerta del negocio de textiles.
Ashe sostuvo las riendas de los caballos a su espalda mientras observaba los alrededores del lugar, era un vecindario tranquilo, pero el resto de los negocios lucían lujosos. Mariska no quiso explicarle, principalmente porque estaba más concentrada aguardando en la puerta y pensó que sería una buena sorpresa.
La puerta se abrió y una cabeza se asomó, ojos somnolientos, misma nariz que Mariska, pero distintas facciones. En cuanto sus ojos se encontraron, Mariska alzó las manos para abrazarla.
—¡Elonita!
Antes de poner un pie dentro, su hermana cerró la puerta en la cara de Mariska, y ella terminó estrellándose. Ashe se aproximó para ver si se encontraba bien, pero Mariska lo apartó con su brazo, una sonrisa maniaca y golpeó con más fuerza la puerta.
—¡Élona! —gruñó Mariska—. ¡Sé que vives aquí!
Al final, la puerta se volvió a abrir, ahora por completo, pero en la entrada había un hombre alto que suspiró al mirar a Mariska. Luego, su hermana se asomó mientras negaba con la cabeza.
—Mari, ¿en qué te metiste ahora?
Pero a pesar de sus palabras y del tono, ella salió de inmediato y fue a abrazar a Mariska.
—¡Élo! —gritó Mariska y la apretujó antes de que su hermana pudiera moverse.
Se abrazaron hasta que su hermana comenzó a retorcerse entre sus brazos.
—Mar, me estás ahorcando —. Se quejó audiblemente y obligó a Mariska a soltarla.
Mariska sonrió en todo momento, alargó la mano para saludar al esposo de su hermana.
—¿Para mí no hay abrazo? Yo no muerdo —dijo Erasyl, su esposo.
—A ti te toca odio por llevarte a mi hermanita bebé.
—¡Mariska!
Ambos sonrieron de todos modos y luego sus miradas vagaron hasta Ashe, que veía todo desde lejos con cierta incomodidad. Mariska le hizo señales para acercarse.
—No creo que los recuerdes porque estabas totalmente ebrio cuando llegaron.
Sus mejillas se enrojecieron.
—Mari... Pero si tú...
—No, no, tú fuiste el que seguía aceptando vasos del abuelo.
Bajó la mirada con resignación.
—Ella es Élona, ya sabes, la favorita de mamá.
Ashe asintió, pero no le dio la mano.
—Y él es su esposo Erasyl —dijo Mariska.
—Hola —dijo Ashe y apretó los labios sin saber qué hacer con sus manos o con las riendas de los caballos.
Élona lo miró, entrecerró los ojos antes de abrirlos, mirar a Erasyl, darle unos golpes en el brazo y luego hablar con Mariska.
—Oye, el abuelo no me dijo que Ashe era el niño que encontraron hace un año.
Ashe ladeó la cabeza, Erasyl abrió los ojos con sorpresa. Mariska frunció el ceño, confundida también.
—El abuelo siempre omite cosas en sus cartas —concedió Mariska—. Creí que no lo conocieron antes.
—¿No nos recuerdas? —preguntó Erasyl un poco dolido.
—Estaba enfermo esa vez, ¿cómo nos va a recordar?
De pronto, Ashe alzó las cejas e hizo una mueca casi de dolor, sus orejas enrojecieron y quiso huir de ahí de inmediato, pero en cambio, miró a Élona y a Erasyl y se preguntó se debía pedirles perdón o fingir idiotez. Mariska enarcó una ceja ante su reacción.
—Yo sí recordaría después de lo que pasó... —dijo Élona con la misma mirada que ponía su hermana cuando quería molestar a alguien.
Ashe negó con la cabeza.
—Perdón.
—¿Qué pasó aquí? —preguntó Mariska divertida.
—Yo te diré —dijo Élona con diversión.
—¡No! —gritaron Ashe y Erasyl al unísono.
Mariska sonrió divertida ante sus expresiones, sobre todo porque Erasyl era un hombre serio y pocas cosas lo agitaban así. De verdad quiso saber qué cosas habían sucedido entre ellos y que su abuelo omitió. La tentación de saber más hurgó en su cabeza, pero decidió no presionar más el asunto por el cansancio y porque todavía necesitaba hacer otras cosas.
Ashe pareció aliviado cuando ella no insistió, pero Mariska sonrió porque sabía que había algo con que molestarlo después...
Le pidió alojamiento a su hermana y por supuesto que ella aceptó, no por ser hermanas, sino porque temía a su madre. Erasyl guio a Ashe al patio interior por una puerta trasera para atar a los caballos y alimentarlos, y les dieron un cuarto sin cama, pero sí con una mesa, sillas, telares y pilas de telas. Los cuatro los apartaron a los costados para hacer un espacio para poner las mantas que usaban para dormir a la intemperie y una vez terminaron, antes de ir a cenar, Mariska le dio sus cartas a Ashe y procedió a leer las suyas.
Mientras ambos leían, iluminados por la lámpara solar en el techo y con ayuda de cristales solares, Mariska abrió primero la carta de su madre. Al principio le decía lo de siempre, no molestarse con los soldados, no ocasionas problemas, no beber y no llevar a beber a Ashe, cuidar a Ashe... Mariska ya estaba rodando los ojos cuando leyó la última parte y su corazón se saltó un latido.
«Mari, aguarda por Adhojan en Tiekarnan. Vino a casa buscándote a ti y a Ashe unos días atrás para acompañarlos».
Mariska frunció el ceño. Aquel presentimiento de la tarde volvió, y tuvo miedo de que estuviera en lo correcto, aun así, no se animó a abrir la carta sin remitente. La siguiente carta era del gremio, como esperaba, era su pago, lo contó y aunque ver dinero le alegró, sus ojos vagaron a la carta extraña.
Abrió la de Sibán. Por supuesto, comenzaba su carta con formalidades del gremio y de su puesto, cosas del contrato y otras aburridas que no sonaban a él, pero además de eso, añadió una carta personal donde no paraba de regañar a Mariska por hacer algo imprudente, luego la regañaba por ir al templo y por haber aceptado el trabajo, continuaba diciendo que extrañaba su presencia en el gremio y que su esposa enviaba saludos. Mariska bufó, pero la alegría duró poco cuando leyó la última parte.
«Mariska Ebenish, ¿por qué no me dijiste que estás saliendo con alguien? ¿Cuánto tiempo llevas con él? Creí que era como tu familia... Bueno, si sigue siendo secreto, no le diré a tu mamá y tus abuelos.
Ese muchacho se ve como un hombre muy serio. Vino a preguntar por ti hace varias semanas».
Mariska se quedó estática, miró el papel por un buen rato sin saber qué estaba leyendo, si era una broma de mal gusto o qué. Volvió a leer aquel fragmento con horror y sus orejas se calentaron igual que sus mejillas. Ahogó cualquier sonido y miró a Ashe, pero él estaba ocupado con sus propias cartas con una sonrisa ligera en los labios.
«Maldito suertudo», pensó Mariska antes de seguir leyendo.
«Espero que lo encuentres en Tiekarnan. Me preguntó a qué ciudad irías primero y pidió que lo esperaras... Espero que se hayan encontrado. Parece un buen muchacho, pero no le diré a tu madre, no te preocupes».
Mariska releyó una y otra vez. No. No podía ser cierto. Adhojan se había marchado de Istralandia para siempre, debía ser un malentendido, una broma, así que comenzó a reírse mientras llevaba una mano a su frente. Ashe alzó la cabeza de sus cartas. Mariska no dudó ni un segundo, se la pasó.
—Sibán se las da de bromista, ¿verdad?
Ashe tomó la carta y frunció el ceño al leerla, él alzó la cabeza y Mariska supo que necesitaba quemar esa carta y la carta sin remitente. No, de hecho, también pensó que era mejor huir de Tiekarnan antes de ver a Adhojan de nuevo.
—¿Mari?
—Quémala. Vamos a quemarla —dijo ella.
—Pero Adhojan dijo que se iría...
—Hay que quemarla, vamos a quemarla con la otra carta.
—¡Mari! —dijo Ashe e interrumpió sus pensamientos—. ¿Tienes otra carta?
Mariska miró la carta sin remitente, de verdad no quería abrirla ahora que tenía todas las sospechas. Miró a Ashe, pero no supo si dársela o no para que la leyera por él. Al final se resignó, era algo que tenía que hacer ella, pero se sentía como clavarse un puñal en el corazón... ¿Y si no era de Adhojan? ¿Y si lo era?
Ashe le tendió la otra carta. No importaba.
Abrió la última carta, y buscó el nombre firmado al final. Contuvo su respiración cuando sus sospechas se confirmaron, pero era peor... a un lado estaba un sello que cualquiera podría reconocer: era un caballo. Miró aquello por un buen rato y se obligó a leerla.
No era lo que esperaba. No. De hecho, hubiera preferido cualquier otra cosa a lo que comenzó a leer. Aferró la carta en sus manos.
Adhojan lo sabía. Adhojan sabía sobre Ashe. Adhojan, un asesino que pertenecía a aquella vieja dinastía...
«Es peligroso...».
«Espero no encontrarnos cuando llegue el momento, Mariska».
«Pero si nos vemos, no tengo otra opción».
Antes de que Ashe preguntara, ella se levantó con las cartas y fue a la planta baja. Su hermana estaba cocinando, así que no fue problema arrojar las cartas a la leña.
—¡¿Qué mierda estás haciendo, Mariska?! —gritó su hermana y trató de sacar las cartas.
Mariska la detuvo.
—Debo salir —le indicó—. No dejes que nadie se entere de que Ashe está aquí, y no lo dejes salir por ningún motivo.
—¿Mariska?
—Tienes que prometerlo. Es importante.
—¿Por qué?
Ella sonrió un poco. No era su sonrisa habitual de felicidad o travesura, era una sonrisa que enmascaraba muchas cosas. Cuando las cartas se quemaron por completo, Mariska le avisó a Ashe, y aunque él quiso acompañarla, no se lo permitió, le dijo que aprovechara para descansar y le prometió que volvería. Así, Mariska se internó en los callejones oscuros de Tiekarnan con una parte de la carta de Adhojan resonando una y otra vez en su cabeza.
«Ashe es un guardián de Kirán, como la Dama Obsidiana que mató a Kirán, Mariska. Lo lamento, pero no puede seguir viajando contigo.
Temo que se esté convirtiendo en un Ashyan como todos los que abandonaron el templo de Kirán también. No tengo otra opción más que llevarlo conmigo».
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