6.4. Un eco persistente en primavera
En Istralandia, dicen que la tumba de un rey es la cuna de otro, pero existían excepciones. Cuando el último rey kiránico fue asesinado el mismo día que nació el Tercer Príncipe de la nueva dinastía, su madre supo que su hijo moriría ese mismo día si alguien se enteraba. Después de todo, Altan, a diferencia de otros príncipes y reyes nacidos el día de la muerte de un rey, no tenía sangre kiránica para tener el derecho a nacer ese día.
Y aunque su madre ocultó su fecha de nacimiento desde entonces, cuando llegó su Segunda Ceremonia y ella confesó, más de un noble, todos los sacerdotes de los templos de An'Istene y una buena parte de los ciudadanos que todavía creían en la antigua dinastía, demandaron la cabeza de Altan. Un príncipe hijo de un asesino, de un ladrón de tronos nacido el mismo día que murió su último rey kiránico, era blasfemo y un mal augurio para Istralandia.
Ese año, a pesar de que el desfile por su Segunda Ceremonia estuvo lleno de abucheos, pedradas, huevos y plegarias con otras intenciones, el Tercer Príncipe mantuvo una sonrisa amplia todo el trayecto. Nadie esperó eso, ni siquiera el rey cuando lo recibió en la entrada al castillo. Lo que más sorprendió a todos, especialmente a su séquito, fue que el príncipe llevó a escondidas una bolsa con huevos debajo que no dudó en usar.
Quien diría que era ese tipo de niño.
Las cosas se apaciguaron con el tiempo para Altan, porque, aunque era el Tercer Príncipe, todos sabían que con su actitud y con sus capacidades jamás llegaría al trono. Y aquella paz la disfrutó hasta que su padre anunció el veredicto de los sacerdotes acerca de en qué consistiría su Tercera Ceremonia.
Un año después, el caos resultante continuaba.
Altan, frente a la entrada a la fortaleza de Istralandia, detuvo a todo su séquito y giró en su caballo para ver al resto. Miró a Dijike, al general Caecer Sorken, a sus soldados, todos en armaduras. Todos tenían la misma cara de resignación. Altan carraspeó antes de hablar.
—Sorken, ¿trajiste lo que pedí? —preguntó Altan con la barbilla alzada.
—Así es, Alteza —respondió el general—. Pero mi esposa me dijo que-...
—Cómprale otro —interrumpió Altan y luego se dirigió a Dijike—. Dijike, ¿y Mir-... el pájaro que atrapé?
—Está en un lugar seguro, Alteza —dijo ella, alzó la mirada y con toda seriedad agregó—: También conseguí algunos... Algunas defensas para usted.
Altan asintió y miró al resto de los soldados.
—Espero que estén preparados —dijo él—. Los ataques podrían venir de cualquier lugar entre la multitud, y su deber es protegerme, por supuesto. Soy el Tercer Príncipe de esta nación.
Algunos soldados suspiraron entre la multitud, y Altan los miró uno a uno para encontrar una víctima. Uno de ellos que llevaba sirviendo a Altan por años, con el rostro cansado y el cabello con canas nuevas cada mes, alzó la mano antes de que Altan decidiera elegir a uno de los nuevos.
—Tú.
—Alteza, ¿no es mejor idea entrar por una de las puertas secundarias?
—¿Cómo te atreves? —dijo Altan claramente ofendido—. Soy el Tercer Príncipe, la entrada principal es la única entrada que conozco.
El soldado suspiró.
—Solo por ese suspiro vas a tener que protegerme la cara.
El soldado suspiró con total desgana y así, el séquito volvió a avanzar. Mientras se dirigían a la puerta de la fortaleza, dos de los soldados más nuevos se mostraban tensos. Sostenían las empuñaduras de sus armas y miraban alrededor con precaución. Uno de ellos decidió acercarse al soldado que había hablado con el Tercer Príncipe.
—Oiga, ¿los intentos de asesinato son comunes para el príncipe?
El otro suspiró con cansancio.
—Cuida tu cabeza —dijo él, luego miró la mano del joven soldado—. No necesitas tu espada.
Los soldados jóvenes fruncieron el ceño y siguieron al resto de los soldados sin soltar las empuñaduras de sus espadas a pesar de la advertencia. Después de todo, ellos presenciaron el incidente del año pasado antes de unirse a su ejército y no podían permitir que asesinaran al príncipe al que servían, incluso si se trataba de Altan Ganzig.
Apenas atravesaron la muralla, encontraron algo a lo que muchos ya estaban acostumbrados, especialmente Altan: nada. No había gente aguardando por su llegada, así que continuaron. Cuando la gente que transitaba por ahí notó al grupo y reconocieron a Altan, se detuvieron para abuchear e insultar.
—¡Vete a una zanja a morir!
Altan por supuesto siguió sonriendo el resto del recorrido, con la cabeza en alto sin siquiera molestarse en mirar a los ciudadanos. Al principio, los jóvenes soldados pensaron que el príncipe tenía una vida difícil, conforme avanzaron, pensaron que era un idiota y que en su cabeza no había ni un solo pensamiento de vergüenza o de molestia ante los comentarios, y por último, que el príncipe estuvo aguardando ese momento por días.
Cuando el primer huevo voló sobre sus cabezas y se estrelló directo contra la armadura del general Sorken, Altan sonrió y estiró la mano hacia Dijike. Ella le pasó un objeto blanco y antes de que cualquiera pudiera entender qué sucedía, el príncipe arrojó con todas sus fuerzas un huevo a la frente de una persona.
—¡¿Qué diablos?!
—Hijo de p-...
Justo en ese instante, el general Sorken abrió un paraguas y cubrió un costado del príncipe. Apresuraron la marcha, pero los huevos, verdura y rocas de la gente no se detuvieron, como del mismo modo, Dijike continuó suministrando huevos al príncipe por cada objeto lanzado a la comitiva.
—Maldito blasfemo, ¿cómo pudiste entrar al templo de Kirán? —gritó una mujer antes de lanzarle a Altan un huevo por el frente.
Para sorpresa de todos, Altan lo atrapó en su mano sin romperlo y sonrió con sorpresa al mirarlo intacto en su mano. La mujer abrió tanto la boca que parecía que se le iba a desencajar la mandíbula, el general Sorken y Dijike también lo miraron con sorpresa.
Altan borró la expresión de su rostro y sonrió con altivez, hizo que su caballo avanzara hacia la mujer y desde arriba del caballo la miró y mostró cada uno de sus dientes.
—¿En dónde estabas para cuidar el templo de tu dios?
El ceño de la mujer se crispó, y Altan continuó con tono burlón:
—¿Siquiera sabes en dónde estaba?
La mujer hizo una mueca de disgusto, se arremangó su ropa y se aproximó a Altan para bajarlo de su caballo, pero al final, otra mujer se acercó y la obligó a apartarse del camino. Altan alzó la barbilla al verlas retirarse y cuando se orillaron, arrojó el huevo a los zapatos de la mujer antes de volverse a su séquito:
—Vamos al castillo, esto se está poniendo aburrido —dijo y avanzó como si todo lo que había pasado solo fuera un juego para él.
Unos minutos después, cuando llegaron a las puertas del castillo, la mitad de los soldados estaban llenos de huevo y fruta podrida, entre todos ellos, el General Sorken lucía peor. Su armadura escamada, su capa, el paraguas de su esposa y su caballo estaban cubiertos de claras de huevo secas y jugo de fruta echada a perder. El hombre suspiró resignado al mirar el paraguas.
—Ya, ya, los paraguas no son caros —dijo Altan mientras entraban por la puerta del castillo.
—Pero se lo regalaste a mi esposa.
—¿Te dije que trajeras ese paraguas?
—Alteza...
Altan hizo una mueca y el General Sorken decidió callar al verlo así, trató de limpiar un poco el paraguas, pero estaban entrando por fin al castillo así que se detuvo.
Contrario a lo que los jóvenes soldados esperaban ahí en la fortaleza, las risas de los soldados no tardaron en escucharse junto a los murmullos sobre el príncipe, que eran más descarados que secretos. Los dos jóvenes fruncieron el ceño, pero al ver que nadie decía nada, ni el general, ni Dijike, ni el príncipe, y que tampoco estaban tratando de limpiarse, callaron también. Sabían que su reputación no era la mejor, pero no esperaban que en la capital de Istralandia fuera a plena luz del día, frente a todos los demás nobles.
En esa explanada, además de algunos soldados patrullando que ni siquiera se molestaron en saludar, había una mujer de pelo castaño claro recogido en una media coleta, ojos ambarinos sin alguna emoción y labios sin expresión. Llevaba pantalones angostos oscuros, y una camisa blanca con detalles negros. Era sin duda vestimenta sobria y sencilla a comparación de cualquier persona en el castillo, por lo que cualquiera hubiera pensado que se trataba de una persona común, quizá la hija de un mercader o una profesora en alguna academia. Y cualquiera en el castillo hubiera sacado su espada ante aquella afirmación.
Cuando sus ojos se encontraron con los de Altan, él apresuró el trote de su caballo, descendió sin preocuparse de las riendas y corrió hacia la mujer. De inmediato, la expresión de ambos cambió y se abrazaron.
Aquella mujer, era Narantse, la primera princesa, el Pilar del Norte de Istralandia y la hermana mayor de Altan. Todo el séquito de Altan inclinó la cabeza cuando estuvieron frente a ella. Aquel fue un abrazo largo, en el que ninguno de los dos dijo nada, había pasado mucho tiempo desde que se vieron por última vez, pero para ninguno fue necesario decir nada.
Cuando por fin se apartaron, Altan habló con su hermana solo con señas, sin decir una sola palabra y con una sonrisa que le llegaba hasta los ojos. Ella respondió también con señas antes de volver a abrazarse. Altan se apartó, todos en su séquito seguían con la reverencia, y alzaron la mirada a destiempo y sin orden justo cuando él carraspeó.
—Estos tontos —dijo Altan.
Ella por fin habló:
—Altan —dijo ella en voz alta y con lenguaje de señas—. Sabes que hay entradas más seguras.
El General Sorken después de bajarse de su caballo, hizo un círculo con las manos y al alzar la cabeza, por supuesto no desaprovechó la oportunidad para relatarle todo a Narantse con señas. Con cada palabra, ella arrugaba más su entrecejo, y entonces, Altan se quejó en voz alta y rodó los ojos.
De inmediato el general se calló, pero solo inhaló profundo y se resignó.
—¡Altan! —regañó su hermana y luego se dirigió al general, habló en voz alta—. Lo lamento, Caecer. Gracias por cuidarlo.
—Tratamos... pero ya sabe cómo se comporta.
Ella asintió y le dio un codazo a Altan, y como respuesta, él se cruzó de brazos y ladeó la cabeza.
—De verdad que eres...
—¿Qué? —preguntó Altan solo con señas.
—Puede retirarse, general —indicó ella—. Estoy segura de que... que quiere limpiarse.
—Alteza —dijo el general y se dirigió al séquito.
Una vez se retiraron, Narantse y Altan caminaron hacia la sala del trono. Y no desaprovecharon esa oportunidad para hablar de todo lo que no podían mediante meras cartas. Altan le contó cómo atrapó un huevo y ella sacudió la cabeza sin creerle. Hablaron sobre asuntos oficiales, sobre su familia y lo que estaban haciendo en esos días. Y por supuesto, Altan omitió por completo lo que había estado haciendo en Vultriana a escondidas... Solo por las dudas.
En un punto, Narantse se desvió y le indicó que la siguiera.
—El camino estaba por allá, Naran —dijo Altan—. No me digas que estás perdiendo la memoria también...
Ella se detuvo, parpadeó lento y cruzó los brazos. Aquello fue suficiente para que Altan sonriera, se encogiera de hombres y la siguiera por ese camino sin cuestionarla. A diferencia de lo que esperaba, ella habló todo el tiempo con lenguaje de señas, sus labios no se abrieron y Altan supo que debía imitarla.
—Temo por tu futuro, Altan.
—¿El mío?
—¿No leíste mi carta? ¿En serio? ¿No te llegó? —preguntó ella frunciendo el ceño.
—Si no la hubiera leído, no estaría aquí, obvio la leí —dijo Altan.
Narantse miró a Altan. Ella era meticulosa al manejar cualquier clase de asuntos, y por ese motivo, su padre la designó sus puestos actuales. Sin embargo, en aquel momento dudó si sería capaz de mantener aquella posición. Se olvidó de una parte importante al manejar asuntos de su familia: Altan era un cabeza hueca.
Si la primera carta había sido la de huir, entonces, Altan solo leyó la última: la de ir al castillo. No, incluso si había leído ambas, habría ido ahí. No... Estaba equivocada, incluso si hubiera leído solo la de huir, hubiera ido ahí.
Narantse apretó el puente de su nariz. Quería golpear su cabeza contra un pilar, porque estaba segura de que sus otros hermanos tampoco le dieron importancia a sus cartas.
Narantse decidió explicar lo más rápido que pudo con señas:
—Altan, escúchame bien. ¿Recuerdas la profecía del Ashyan?
Altan frunció el ceño.
—Nuestro padre se obsesionó con ella, quiere solucionarla rápido. Y los sacerdotes le dijeron que hay una forma de hacerlo.
—¿En serio? ¿Por eso nos convocaron? —dijo él y alzó una ceja—. Él ni siquiera cree en An'Istene, ¿crees que va a creer en eso?
—Escúchame, Altan. Es importante —dijo Narantse y continuó—. Le dijeron a mi padre que necesitamos encontrar un guardián de Kirán para sacrificarlo.
Altan no reaccionó y la miró con aburrimiento.
—¿Solo por eso? —preguntó Altan—. ¿Solo por eso nos convocaron? Sabe que tengo cosas mejores qué hacer como príncipe.
Narantse tomó su mano.
—Altan, tú estuviste en ese templo.
Él hizo una mueca.
—Sé que no viste a nadie —dijo ella y suspiró—. A mí también me parece una tontería. Ellos no existen, pero si no encontramos a uno, nuestro padre está dispuesto a sacrificar a uno de nosotros.
Altan la miró con sorpresa fingida, y negó con la cabeza con una sonrisa en los labios.
—Ay, Naran, Naran, Naran... —dijo él—. Ya sabes cuánto nos ama nuestro padre. ¿Crees que nuestro benevolente padre haría algo así para conservar su sillita en ese cuarto oscuro?
Narantse suspiró rendida, conocía a Altan y cuando se ponía así, era imposible hacerlo razonar.
—Si te pide algo, cuenta conmigo —indicó ella y le dio palmadas en la espalda—. Vamos, nos esperan en la sala del trono.
Altan odiaba mentirle a su hermana, porque sabía bien a qué carta se refería, del mismo modo que él conocía lo del guardián, pero realmente lo que menos deseaba era darle motivos al rey para que pidiera su cabeza él mismo. Y es que había sido un hecho difícil de aceptar, al rey solo le importaba el trono e Istralandia, y sin duda lo detestaba a él en específico.
Sus forma de tratar a cada uno de sus hermanos lo demostraba. Con Naran siempre había sido estricto, poco permisivo y siempre esperó perfección de su parte. Con su hermano mayor, Dawá, había sido estricto y volátil, siempre esperó fortaleza de él ante cualquier cosa. Con Toirén, como era el menor de todos y como el único nacido durante su reinado, recibió atención y palabras de orgullo. Con Altan, jamás le pidió nada, jamás le hablaba a él en privado, y siempre lo trató como a uno más de sus súbditos,. Casi como a un desconocido.
Algunos dirían que era normal del hermano menos importante, del que ni siquiera tendría permitido participar para ascender al trono, y también, del más incompetente de los cuatro. Otros pensaban que era desafortunado que ni siquiera se hablaran más que para asuntos oficiales, como su Tercera Ceremonia. Incluso había gente que decía que el rey detestaba a Altan y buscaba una manera de limpiar su reinado de la mancha más evidente.
Altan por su parte se consideraba afortunado por no tener tanta presión en sus hombros. Al menos así había sido hasta el año pasado, cuando anunciaron su Tercera Ceremonia y cuando el Ashyan apareció en su retorno. No quería pensarlo mucho, pero temía que el rey por fin decidiera tomar su espada.
Fuera lo que fuera, ya se enfrentaría a eso. También pensaba que Narantse exageraba. Su padre jamás había sido un gran creyente, por lo que pensar que una profecía y las palabras de los sacerdotes de An'Istene lo habían alterado era extraño.
Cuando llegaron a la sala del trono, un montón de sacerdotes aguardaban en la entrada, todos con sus velos cubriendo solo sus ojos y las túnicas con transparencias en la espalda. Ninguno se inclinó al verlos, e incluso algunos murmuraron y no ocultaron su disgusto al ver a Altan. Él sonrió satisfecho. Solo eran ancianos que se la pasaban tramando y lloriqueando porque no vivían con los mismos lujos que antes. Frente a la Sala de los Reyes eran imitaciones de los guardianes de Kirán.
Y es que los guardianes de Kirán eran impresionantes. Sabían blandir una espada con movimientos precisos casi como si danzaran, eran rápidos, eran firmes, tenían una fe inquebrantable que no se doblegaba ante ningún rey y la voluntad de un mito. Si ver un guardián de Kirán era como ver a un buitre en el cielo, ver a un sacerdote como era como ver un simple pollo.
—Bastardo profano —susurró uno de los sacerdotes.
Narantse siguió su camino porque no estaba leyendo sus labios, pero Altan se detuvo justo frente al sacerdote y trató de encontrar sus ojos a través de su velo negro. Quiso decirle algo, pero su hermana lo notó, así que Altan sonrió de lado y siguió avanzando.
Los sacerdotes seguirían siendo hipócritas incluso si mil reyes cambiaban su dinastía, incluso si alguien reemplazaba a su preciado An'Istene. Estaba casi seguro también de que, si tomaba el trono, se inclinarían frente a él, pero escupirían a su espalda, como siempre hacían.
Las puertas de la Sala de Reyes estaban abiertas de par en par. Narantse miró a Altan antes de entrar, y solo bastó asentir para que ambos entraran. Adentro, ya estaban Toirén y su madre. Ambos saludaban al rey colocando las manos en círculo y bajando la cabeza, y cuando ellos llegaron a sus respectivos lugares también los imitaron. Se mantuvieron en silencio con la cabeza baja, y fue su madre quien habló:
—Su Majestad, aguardemos un poco para la llegada del Segundo Príncipe Dawá viene en camino.
—El Segundo Príncipe debe enfrentarse a las consecuencias de su impuntualidad —dijo el rey—. No podemos tener príncipes que flaqueen en momentos así, mi Dama. Sin embargo, será excusado solo por su petición.
—Gracias, su Majestad.
En ese mismo momento, escucharon pisadas metálicas y el Segundo Príncipe entró. Tenía la armadura recién pulida y los ojos serios de siempre. Los cuatro lo saludaron al entrar, pero su hermano los ignoró y directamente saludó al rey.
—Su Majestad, disculpe mi impuntualidad, las palabras profanas contra su nombre se extendían por las calles de Istralandia, no podía dejar que continuaran.
Altan quiso rodar los ojos, pero se contuvo solo por estar frente a él. Antes, cuando era más pequeño, aquellas excusas le sorprendían porque las creía, pero con los años aprendió que su hermano las inventaba o las torcía. Quizá sí había matado a una o dos personas en el camino, pero dudaba que fuera porque hablaron mal del rey o porque mencionaron algo relacionado a Kirán o a los Ashyan. De hecho, estaba seguro de que lo había hecho solo para tener una excusa para impresionar.
—Segundo Príncipe —dijo el rey asintiendo—. Podemos comenzar.
Dicho eso, los sacerdotes por fin entraron. Eran sombras silenciosas que solo siseaban con el movimiento de la tela. Ordenados, se distribuyeron a los lados de la Sala de Reyes. Posteriormente, entraron cuatro soldados sin armadura, dos se colocaron a los lados del trono y dos al fondo, para cerrar las puertas con un estruendo.
Para entonces, las orillas de la Sala de Reyes estaban en penumbra a excepción de la luz que entraba por el ventanal detrás del rey. Así, a contraluz, nadie podía ver sus facciones.
Altan pensaba que era una tradición ridícula conservada desde hace mil años: era una tradición kiránica que los reyes pudieran ver a sus súbditos y sus reacciones al hablar en esa sala, pero nadie podía ver la expresión del rey. Decían que el honor de un rey venía de la toma de decisiones y de su estoicismo al hacerlas, por lo que nadie podía ver lo que el rey pensaba cuando la gente se reunía en esa sala. Naran solía quejarse de eso frecuentemente, y decía que cuando ella tomara el trono, cambiaría eso. ¿Cómo se podía confiar en un rey que tomaba decisiones de una nación entera sin mostrar su rostro?
—Príncipes de Istralandia —dijo el rey—. Sacerdotes de An'Istene. La reunión hoy en esta sala, las palabras habladas y los acuerdos concretados no deberán hablarse fuera de aquí a menos de que yo dé la orden.
—En el cielo, el alma se alza contigo. La orden del rey, es la orden del Sol —repitieron todos al unísono.
—Príncipes de Istralandia, recordarán la profecía de un año atrás durante el Festival de Flores —comenzó el rey—. Es una profecía que amenaza con la caída de este reino y de esta dinastía, y por tanto, es importante entenderla y apaciguarla.
»Los sacerdotes de An'Istene han sido iluminados con una forma de lidiar con esto.
Con esas palabras, uno de los sacerdotes se alejó del grupo y caminó hasta estar a un lado del rey. No le dio la espalda y habló con voz fuerte y clara.
—El Sol nos ha iluminado, An'Istene nos ha hablado con la verdad del mundo —dijo el sacerdote—. La manera de apaciguar a los Ashyan, y de apaciguar al Ashyan encerrado por mil años nos ha sido revelada.
»Recordarán que mil años atrás, cuando el Rey de Reyes, el Rey...
El rey en el trono golpeó el suelo y ahogó todas las palabras, todas las respiraciones y todos los pensamientos por un momento. Luego, el sacerdote carraspeó y corrigió lo que iba a decir:
—Recordarán que mil años atrás, la Dama Obsidiana decidió abandonar la tarea encomendada por An'Istene y atacó a su elegido.
»Después de ser sacrificada por sus crímenes, tuvimos mil años de prosperidad sin rastros de los Ashyan.
Altan trató de no hacer una mueca ante aquellas palabras. Narantse no había exagerado después de todo, y al buscar la expresión del rey ante aquello, no pudo ver nada más que luz. La mancha en su pecho se revolvió como el agua y tuvo que parpadear para enfocarse en lo que el sacerdote decía.
—An'Istene nos ha confirmado que existe un último guardián en el mundo, un guardián del Templo de Kirán, del mismo lugar que esa asesina.
Algunas miradas cayeron sobre él, pero no se molestó y siguió mirando al sacerdote. Cuando supo que los ojos del rey estaban sobre su cabeza también, resistió la urgencia de mirar en esa dirección.
—Ese guardián no solo huyó y traicionó a An'Istene y a su elegido, sino que fue él quien liberó al Ashyan encerrado por mil años.
»El guardián traicionó a esta nación, por lo que su sangre debe correr en estos castillos, en el templo o en el Confín para detener la caída de este país.
»Su corazón debe dejar de latir, y ser devorado por los Ashyan antes de que repita las acciones de su ancestro.
»Gracias, Su Majestad —terminó el sacerdote.
Después de aquello, solo se escuchó la tela mientras el sacerdote regresaba a su lugar. El silencio inundó la sala, un instante que se volvió una eternidad, hasta que el rey habló.
—¿Alguien tiene algo qué decir al respecto?
Altan lo sabía, los ojos estaban todos sobre él. No le importó. Nada de eso importaba. Nadie de ellos importaba.
En su mente, lentamente se dibujaron los sucesos en el templo en invierno un año atrás. Como el hastío en los ojos castaños del guardián, en su voz, en sus movimientos. Había visto demasiadas cosas en ese lugar, todas grabadas en su pecho de manera permanente por la mancha del Ashyan, pero entre todo aquello, no podía olvidar la amabilidad del guardián, la diferencia en su mirada cuando lo sacó de las puertas negras. ¿Por qué se había arriesgado así por él cuando pudo marcharse sin más? ¿Por qué después lo alimentó y lo curó a pesar de que Altan lo hirió? ¿Por qué dibujó phens de fuego a su alrededor y lo cubrió para mantenerlo caliente?
¿Por qué durmió aquella noche frente a él, sin preocuparse por el suelo helado, sin preocuparse por los ataques de antes? ¿Y qué soñó?
Altan se sentía como un idiota en aquel momento. Ese guardián no conocía el mundo exterior, no tenía a dónde ir y de todas formas lo abandonó. Un año atrás, pensó que era lo mejor para ambos: nadie pensaría que lo ayudaron durante su Tercera Ceremonia, nadie sabría que todavía quedaban guardianes y él podría irse sin problemas.
¿Quién diría que An'Istene era un dios que quemaba todo a su paso? ¿Quién diría que An'Istene quemaría aquello que ya no era suyo?
Debió llevar al guardián con él y ocultarlo el resto de su vida, así también se habría ahorrado el intento de asesinato, encontrarse con el asesino y quizá, la maldición de Ahrim no estaría avanzando tan rápido.
—Deseo decir unas palabras, Su Majestad —dijo una de los sacerdotisas.
—Adelante.
Avanzó desde el fondo de una de las filas y caminó hasta el lado del rey. Entonces, dirigió su mirada detrás de un velo hacia Altan.
—El Tercer Príncipe Altan fue al Templo de Kirán hace un año, y la profecía apareció en su retorno a Vultriana. Significa que el príncipe debió encontrarse con el guardián —terminó ella—. Y no lo detuvo de liberar al Ashyan dentro.
Solo bastaron unas palabras para que la sala se llenara de caos, voces y voces de sacerdotes discutiendo sobre él, acusaciones graves. Altan no escuchó nada de eso, pero pudo escuchar el susurro de Toirén a su madre, una pregunta simple e inocente:
—¿Entonces su Tercera Ceremonia no es válida, mamá?
Y sin embargo, todos la escucharon. La sala entera se llenó de gritos y discusiones entre los sacerdotes, entre la reina, Naran y Dawá se mantuvieron al margen, pero sus ojos cayeron en Altan. Aquello fue suficiente para que Altan diera un paso al frente para responder todas las acusaciones, y entonces, entre todas las voces, un sacerdote de An'Istene dijo:
—Si el Príncipe Altan no hubiera nacido ese día nada de esto hubiera pasado. ¡Profanó el templo de nuestro Rey! ¡Es hijo de los Ashyan!
El silencio inundó la sala por completo, y hasta Altan tuvo que retroceder con la cabeza baja. Aunque esas palabras no fueran reales para él, frente al rey tenían otro peso. Altan no se atrevió a mirar al rey, sabía que en ese momento, su cabeza estaba debajo de su espada.
—Tercer Príncipe
Solo bastaron aquellas palabras para que dejara de controlar su cuerpo. Su capa ondeó en silencio y una vez frente al trono, se arrodilló, hizo un círculo con sus brazos e inclinó la cabeza. Permaneció con el suelo frío colándose a través de su ropa, con el peso de la armadura sobre sus hombros, y los ojos de todos sobre él. Pero ¿qué importaba?
—Levántate, Altan.
Eran raras las veces que lo llamaba por su nombre, así que de inmediato obedeció y retrocedió dos pasos sin alzar la cabeza. Desde ahí, podía distinguir algunas sombras del rostro del rey, y así, pudo discernir una mueca de molestia en sus labios.
—Quien haya dicho esas palabras, repítalas frente al Tercer Príncipe —ordenó el rey.
Altan no se movió, pero escuchó la tela del sacerdote, no se atrevió a mirarlo ni de reojo cuando estuvo a su lado. Altan solo siguió con la cabeza baja, la vista fija en las botas del rey cubiertas por su túnica negra. Uno de los dos iba a morir frente al rey ese día.
La maldición del Ashyan en su pecho se agitó como las ondas en el agua.
—Altan, ¿no verás de frente a quien te habla? —dijo el rey con voz severa—. Repítalas.
Altan tragó y dio la vuelta. Encontró un anciano con piernas temblorosas. Altan no podía ver nada a través del velo, pero sabía qué expresión tenía. Era terror, era arrepentimiento, era rabia, era asco. En cualquier otro lugar, se hubiera reído de él, pero frente al rey, solo lo observó con desgana. El anciano carraspeó y controló los espasmos.
—Su Alteza —comenzó—. Usted profanó el Templo del Rey Kirán. Debe hacerse responsable. Además de matar al guardián, debería apaciguar la ira de Kirán con su...
Sangre.
Salpicó a Altan en el rostro. Altan parpadeó dos veces y encontró a uno de los soldados del rey frente a él, con una espada. Altan cerró los ojos un instante, pero solo escuchó las pisadas alejándose. El soldado se retiró con la espalda en alto mientras el sacerdote caía de rodillas hacia él, la cabeza rodó hasta atorarse con la capa de Altan y quedó a un lado de sus pies.
Los ojos del sacerdote estaban sobre él, bien abiertos, muertos. El velo se había caído.
La sangre había manchado a Altan por completo, pero no se atrevió a limpiarla con los ojos del soldado fijos en él.
—Tercer Príncipe, ¿tiene algo qué decir acerca de las acusaciones?
Altan se giró, su capa se enredó con la cabeza y su pie chocó con el cuerpo caliente a su lado.
—En mi Tercera Ceremonia no encontré rastros de alguien viviendo en el templo —indicó—. El guardián no estaba ahí.
—Regresa a tu lugar, Tercer Príncipe.
Altan hizo una reverencia de nuevo, sus rodillas se mojaron con la sangre caliente, y regresó a su lugar sin darle la espalda y con la cabeza baja. Los ojos de Narantse cayeron en él, pero los ojos de Altan estaban en el cuerpo del anciano. Los soldados en la entrada lo recogieron, y otro más, recogió la cabeza y el velo.
El resto de la reunión transcurrió como siempre solía. Palabrería, acuerdos de cómo buscarían al guardián y cuando comenzaron a discutir quiénes lo buscarían, Altan estaba agotado y solo quería salir de ahí para limpiar la sangre. Las cosas se habían complicado demasiado, pero esperaba que Adhojan fuera más rápido.
Entonces, los sacerdotes se retiraron, evitaron murmurar, pero sus ojos estaban sobre Altan. El rey les dio instrucciones a cada uno de sus hijos, y así, fue pidiéndoles que se retiraran.
A Toirén solo le pidió continuar con sus estudios y salió con su madre. A Dawá le ordenó seguir en el desierto, que vigilara los caminos y siguiera buscando bandidos. A Naran le pidió revisar cosas de burocracia, ella asintió con diligencia y se retiró con una mirada preocupada. Solo quedó Altan en aquel salón oscuro.
—Ha pasado tiempo desde que te asigné algo importante, Tercer Príncipe —pronunció el rey—. Hay un asunto que confío que atenderás. Necesito que partas de inmediato.
Desde ahí, su padre le dio instrucciones, le habló sobre el asunto y con cada palabra que escuchaba en silencio se preguntó cómo iba a hacer todo aquello. Cuando terminó, Altan asintió, y el rey se levantó del trono por primera vez. Salió de la oscuridad y caminó hacia él. Altan no lo miró ni dijo nada... Había pasado tiempo desde que veía sus facciones.
Severas como siempre, salvajes como las de la gente del Valle de Serpientes. Sus ojos miraban algo que él no podía ver.
—Limpia tu rostro, Altan —dijo—. No puedes mostrar manchas de sangre si quieres cambiar este país.
Le dio unas palmadas en el hombro, palmadas frías, distantes y regresó a sentarse en el trono. Altan hizo una reverencia y salió. Al avanzar una mueca de molestia fue dibujándose de poco en poco y al pasar sus dedos en su rostro, notó que la sangre ya se había secado. Quería buscar a Caecer o a Dijike, los necesitaba después de lo que había sucedido ahí, pero necesitaba limpiar la sangre.
Mientras caminaba hacia su vieja habitación, en el pasillo, vio la figura de Naran, quiso darse la vuelta, pero ella lo notó y no tuvo opción más que avanzar. Ahí también estaban sus hermanos y su madre. Y los cuatro miraron en la misma dirección en cuanto lo escucharon. Altan alzó la barbilla y sonrió como siempre.
Antes de alcanzarlos, su madre corrió hacia él y lo envolvió en un abrazo.
—Creí que de verdad te iba a hacer algo.
Altan le devolvió el abrazo y suspiró.
—Ya, ya, ya. Ya sabes cómo es tu esposo, mujer —dijo Altan y su madre le dio un golpe en la cabeza.
—¡Soy tu madre, mocoso ingrato!
Después de eso, se separaron, pero su madre no lo soltó de los brazos, rebuscó un pañuelo entre sus bolsillos, y a pesar de que Altan trató de zafarse de su agarre, no pudo huir cuando ella comenzó a limpiar su rostro. Mientras ella refunfuñaba diciendo cómo iba a hablar con su padre, Narantse habló en señas por detrás de su madre:
—Debiste leer mi carta...
—¿Que querías que hiciera?
Altan la miró con una mueca y cuando su madre notó que su hermana estaba hablando a sus espaldas, soltó a Altan. Antes de que ella negara, su madre comenzó a regañarla con señas, Narantse solo suspiró y aguardó. Fue Dawá, recargado en una pared quien las interrumpió.
—¿Mentiste allá? —preguntó su hermano alzando una ceja.
Las miradas de los cuatro cayeron sobre Altan, él alzó la barbilla y cruzó los brazos.
—¿Cómo voy a mentir con algo así? ¿Por qué crees que mentiría? No soy como tú —dijo Altan—. ¿Otra vez buscaste inocentes para salvarte el pellejo? ¿O pediste que te pulieran la armadura a último momento? ¿Eh? ¡¿Eh?!
—De verdad que tú eres...
—¿Qué? ¿Quieres pelear aquí? — preguntó Altan con una sonrisa engreída—. ¿Así el rey te va a asignar a Floriskitria?
Antes de que Dawá se abalanzara sobre Altan, su madre se interpuso.
—¡Necesitan comportarse! ¡Son los príncipes de esta nación!
—Toirén es el príncipe de la nación —dijo Altan con mordacidad—. Nació con la dinastía
Su madre le dio una mirada asesina, pero eso no evitó que Altan se callara.
—Por eso el rey lo protege tanto. Pero, ¿cómo quiere todo el mundo que un rey que no sabe limpiarse los mocos gobierne?
—¡Altan! —gritó su madre.
Toirén hizo una mueca indignada ante aquello.
—No voy a hablar con gente que solo vive de su título. Tu ceremonia ni es válida.
Altan sonrió al verlo marcharse después de eso. Seguía siendo un mocoso de trece años, y por supuesto, su madre quiso seguirlo. Altan asintió para que fuera detrás de él, y ella suspiró con cansancio.
—Altan...
—Ve con él —indicó Altan—. Te veo después.
Ella se mordió la mejilla, abrazó a su hijo obligándolo a inclinarse hasta su altura y lo apretujó. Altan trató de no quejarse mucho. No veía a su madre tan seguido, así que disfrutó aquello. Su madre se separó, le dio una mirada de preocupación y corrió detrás de Toirén.
Cuando solo quedaron los tres mayores, Altan le indicó con señas:
—El rey me dijo que me darás la información para partir a Erdene —dijo él y sonrió—. Me voy hoy en la noche.
La cara de Narantse cambió el aquel momento, alzó las cejas y lo miró fijamente, Dawá hizo una mueca de disgusto que satisfizo a Altan. Antes de que pudieran preguntar o lamentarse por él, Altan habló de nuevo.
—Voy a cambiarme —indicó Altan y se dio la vuelta.
Y así, Altan se alejó de ellos con la cabeza lejos de la sangre en su ropa, lejos de los rumores de siempre, de las órdenes de su padre para que fuera al sur, solo había una cosa en su cabeza. Se detuvo y en aquel pasillo solitario, miró al cielo, el sol se veía desde ahí, pero los rayos no llegaban a él.
Si An'Istene estaba molesto, ¿los castigaría a ambos? Esperaba que no. Al menos deseaba que el guardián estuviera sano y salvo, que nadie lo pudiera encontrar jamás además de Adhojan y de él.
No creía en dioses, no tanto como sus hermanos. Pero rezó a An'Istene para ser capaz de cumplir su promesa y darle al guardián una vida larga y feliz.
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