5.2. Interludio: Petición de enemigos

Contrario a lo que Adhojan había esperado, Mires no se veía mal pese a los días que llevaba detrás de esos barrotes. Solo que sí se veía ansiosa y estresada, y cuando lo miró entrar al conjunto de prisiones, ella se frotó los ojos antes de levantarse.

Adhojan se apresuró hacia ella en cuanto la vio.

—Mires.

—Idiota —soltó ella.

Pero eso no le importó a Adhojan y la inspeccionó de pies a cabeza, y al ver que no había nada para preocuparse suspiró y alargó su mano a través del barrote. Ella no la tomó y cruzó los brazos.

—Prometimos algo.

—Prometimos hacerlo juntos, Mires, no seas así —dijo Adhojan—. No podía dejarte aquí.

—¿Y ahora también te van a encerrar?

Adhojan negó con la cabeza.

—Hice un trato para sacarte de aquí.

Mires alzó las cejas y abrió la boca, pareció atónita al hablar, y entonces habló a la persona detrás de Adhojan: Dijike, la guardia personal de Altan.

—¡Te dije que no dejaras que ese loco le hablara a mi hermano! —le gritó Mires a la guardia.

Ella solo se encogió de hombros, sonrió y se dio la vuelta antes de despedirse con la mano.

—Tienes diez minutos, Adhojan —indicó y desapareció, pero Adhojan pudo escuchar cómo cerró la puerta de las prisiones.

Mires se golpeó levemente la cabeza contra los barrotes antes de suspirar y mirar a Adhojan.

—¿Qué tienes que hacer? ¿Qué te prometió.

—Ayudarlo a encontrar a alguien, a cambio de ayudarnos a escapar.

—Está mintiendo. No lo va a cumplir, Adhojan, despierta... Fue una tontería lo que planeamos.

Adhojan negó la cabeza.

—Todo marchó bien, nadie en la cabaña sabía en dónde estábamos...

—¿Fui yo? —preguntó Mires e hizo ojos de animal lastimado—. Es que...

—¿Mires...? ¿Qué hiciste?

—Tal vez maté a uno o dos guardias...

Adhojan se dio una palmada en la frente. De verdad hubiera sido mil veces mejor que la llevara a ver a los Alerant en lugar de dejarla sola, pero había esperado demasiado de ella... Y en realidad, llevarla tal vez no habría sido tan buena idea con Ashe ahí.

—Es que creí que algo te había pasado...

—Te dije que estaba con Mariska, pudiste haber venido conmigo.

—Te dije que no quería ir a verlos, no después de... de eso.

Adhojan negó con la cabeza.

—Mires...

—¡No ayudes a ese príncipe! —pidió—. Huye cuando salgas y no vuelvas...

Adhojan negó con la cabeza.

—Mires...

—Si te quedas más tiempo en Istralandia, ¿crees que nuestro tío no te va a buscar? ¿Crees que podrás salir de Vultriana sin que el enano ese no te note?

—Mires...

—Adhojan, puedes ser libre e irte. Nos tomó mucho tiempo, no importa si solo te vas tú...

—Sí importa porque tú también estás en peligro.

Mires se frotó la frente y negó con la cabeza al mismo tiempo antes de dar una vuelta a su celda y regresar con él.

—Vale, digamos que lo ayudas y cumple su promesa... ¿Nos protegerá de nuestro tío? ¿De sus hermanos? ¿De su padre cuando se enteren quienes somos?

Adhojan asintió.

—Lo hará.

Mires lo miró por un buen rato sin ninguna expresión en su rostro.

—Adhojan... ¿cómo supiste en dónde estaba?

—Fue bastante obvio.

—¿Volviste con ellos?

Adhojan cerró los ojos. Siempre se le había dado bien mentir, era sencillo mantener la cara adecuada y el tono de voz para decir una mentira, pero cuando se trataba de su hermana, era casi imposible. Ella lo miró con tristeza y bajó la mirada.

—Perdón...

—¿Por qué te disculpas?

—Porque no estaríamos aquí si no fuera por mí.

Adhojan negó con la cabeza y limpió sus lágrimas antes de acariciarle la cabeza.

—No te disculpes. Vamos a resolverlo rápido y marcharnos cuanto antes.

—Entonces prométeme que no les volverás a hablar.

Adhojan se mordió la lengua y apartó la mano, enderezó la espalda y asintió.

—No les volveré a hablar.

Pero aquello era una verdad a medias. Quisiera o no, ya había decidido algo, y era la manera más eficiente para poder ayudar a Mires y proteger a Mariska. Después de hablar por un rato con Mires, de pedirle que comiera bien y no dijera nada imprudente, Adhojan partió junto a la guardia del príncipe por una de las puertas traseras del castillo y lo guió a través de la ciudad amurallada.

Le habían dado ropa para el desierto y un sello del Tercer Príncipe para usarlo, además de dinero. Y cuando estuvieron en la muralla, Dijike señaló un agujero.

—Esto va a conducirte al Barrio Bajo —dijo ella y luego le tendió una bolsa—. Hay un ave mecánica para enviar mensajes al príncipe, dinero, comida y un arma.

Luego, ella descolgó su bolso y sacó su ballesta y se la tendió. Adhojan la miró confundido y ella se encogió de hombros.

—Seguramente la necesitaras —dijo ella y luego susurró—: No digas ni una sola palabra del guardián. Ni una.

Y con eso, se despidieron y Adhojan caminó entre los barrios bajos. Cuando creyó que estaba lo suficientemente lejos, se escabulló, dio varias vueltas entre las calles y cuando creyó que nadie más le estaba siguiendo, decidió dirigirse a la casa de Mariska.

Para su sorpresa, cuando tocó la puerta, fue la madre de Mariska quien abrió y lució igual de sorprendida al verlo. Incluso retrocedió. Adhojan inhaló y decidió terminar aquello en cuanto antes.

—¿En dónde está Ashe?

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La ambición desproporcionada de un rey también era su tumba, esas eran palabras que cualquiera que fuera a sentarse sobre un trono de hueso y una corona de luz debía conocer, pero lo cierto era que la mayoría de los reyes la ignoraban. Por eso había más tumbas de reyes en Istralandia que palacios y bibliotecas con el nombre de estos, y por eso Narantse no había sido más ambiciosa de lo que debía.

Su sueño era el trono. Su padre había luchado por él, había derramado sangre y limpiado la corte para que el país sanara. Quizá nació antes de eso, pero era la primera en línea, más capaz que sus hermanitos a pesar de haber recibido su educación como gobernante demasiado tarde, más capaz que cualquier otro buitre queriendo arrebatar el trono, más capaz que incluso su propio padre.

¿Eso era ambición desproporcionada? No. No era ni siquiera ambición. Era algo suyo por derecho, porque se lo había ganado. Sería suyo porque aquel país debía cambiar. En cualquier caso, era egoísmo, pero era la única forma de terminar con costumbres que pudrían día a día al Istralandia.

Pero su padre no entendía aquello, y era un hombre ambicioso. Por eso, cuando escuchó que había tenido una reunión con los sacerdotes de An'Istene, tuvo que dejar los papeles y salió de su oficina lo más rápido. Recorrió los pasillos oscuros de roca del castillo de Istralandia casi corriendo, y a su paso solo vio a los sirvientes inclinarse, pero si hablaron o no, no pudo saberlo, no tenía muy buen oído y no le pudo importar.

Narantse se apresuró a la Sala de los Reyes, y en el camino, había un montón de sacerdotes alineados en dos filas y aguardando frente a la puerta. Llevaban sus típicas túnicas negras con transparencias en la espalda y velos que cubrían sus ojos. Ninguno de ellos se inclinó al verla, y ella tampoco los saludó.

Quienes sirvieron a la sangre de un muerto y quienes odiaban la sangre de ese mismo muerto no se inclinarían frente a otros, pero se mantendrían al margen solo para poder vivir. Eso no era ambición, ni egoísmo, era supervivencia. Los sacerdotes querían seguir viviendo a pesar de estar en contra del rey, y el rey los necesitaba por su fe. Narantse por su parte se mantenía al margen porque que su vida dependiera de servir al rey no impedía que tramaran algo contra sus descendientes. Si no hay descendientes para el trono, Kirán podría volver.

Se aproximó a la entrada, pero antes de abrir las puertas, uno de los sacerdotes tomó su muñeca sin moverse, y ella se detuvo y se giró para leer sus labios.

—Alteza, será mejor que no entre —dijo—. Anoche An'Istene nos iluminó sobre la profecía.

Narantse alejó la mano, y se giró hacia él antes de hablar.

—¿Qué fue lo que dijo? 

Pero no escuchó respuesta, y al ver los labios de cada sacerdote, no vio a ninguno de ellos hablar. Entonces, se dio la vuelta a las puertas y aguardó un rato. Cuando se abrieron por fin y tres sacerdotes con tiaras plateadas salieron, ella los pasó de largo y entró a hablar con su padre.

Los sacerdotes le dieron miradas extrañadas, pero ella no les prestó atención y no trató ni siquiera de leer sus labios. Al entrar, su padre la miró con los ojos severos y cansados de siempre y ella se arrodilló frente a él, hizo una reverencia con un círculo en sus manos y se levantó. No lo miró a los ojos, pero miró sus labios.

—¿Aguardaste mucho tiempo?

—No —dijo e hizo señas con las manos.

—Llegaste justo a tiempo, convoca a tus hermanos.

Narantse frunció el ceño. No sabía si su padre le dejaba esas tareas por haber nacido antes de que tomara el trono, o si era por su condición, pero seguía siendo molesto igual que siempre. Hizo un recordatorio mental para avisarle a un mensajero.

—¿Por qué, Su Majestad? —preguntó ella con señas y hablando—. ¿Es por la profecía?

—¿Te contaron?

Negó con la cabeza.

—Me dijeron que le dieron información de la profecía.

El rey asintió y dejó salir un largo suspiro. Narantse había temido desde un año atrás, que su padre terminara escuchando a los sacerdotes, y ahora que lo había hecho, no sabía de lo que sería capaz. Pero la mejor opción de Narantse en aquel momento era esperar que su padre no fuera demasiado ambicioso y callar sus pensamientos.

—¿Puedo saber? —dijo Narantse.

—Hay una manera de librarnos de la profecía.

Narantse no reaccionó. Sabía que aquella supuesta profecía era solo una mentira para causar conflictos en el reino ahora que el país se había estabilizado. Incluso sonaba a una conspiración tramada por Aheylerte para recuperar su territorio perdido cincuenta años atrás, o para tener una oportunidad y rebelarse. Incluso pensó que pudo haber sido una trampa de los sacerdotes de An'Istene para poder ayudar a la dinastía kiránica a regresar al trono. Pero no dijo ninguna de sus preocupaciones en voz alta.

—Ya veo.

Su padre hizo una mueca.

—¿No te interesa saber?

Lo cierto era que no, cualquiera que fuera la forma para librarse de una supuesta profecía no tenía relevancia para ella o para Istralandia. Los reyes estaban muertos, los Ashyan eran mitos y los tiempos habían cambiado... Las profecía eran simples juegos, palabras vacías dichas por ancianos en libros de ficción, palabras arrojadas al pueblo y a los reyes para volverlos locos. Quizá todo pasaría si se resolvía sacrificando a algunos, tal vez dando algo a cambio, y esperaba que la solución no fuera mucho más drástica.

—¿Y si eso involucrara tu vida o la de tus hermanos?

Ella leyó sus labios y lo miró directamente a los ojos justo después.

—Una profecía solo son palabras. No hay forma de corroborar que sea cierto.

—Pero tomaré una decisión igual. Lo que tú creas o no no tiene relevancia para lo que el pueblo y los nobles piensan, Narantse —dijo él—. Deberías saber esto si quieres estar aquí un día.

Ella se mordió la lengua y calló, y aguardó por sus palabras.

—Necesitamos encontrar un guardián de Kirán y sacrificarlo como la Dama Obsidiana —dijo su padre.

Narantse no dijo nada de nuevo, y aunque quiso replicar que ya no existían los guardianes de Kirán desde la Dama Obsidiana, decidió callarse para escuchar por qué ella y sus hermanos estaban involucrados.

—O tendremos que sacrificar a un príncipe de cualquier dinastía —dijo su padre.

Narantse por fin volvió al mundo, y miró a su padre con incredulidad. La crueldad dibujaba en sus facciones y en su rostro, el resultado de tomar el trono, las ansías de que su nombre se marcara por siempre en la historia... Conocía a este hombre. Era capaz de matar a sus padres, a sus amigos, y si lo requería, Narantse estuvo segura que también a sus hijos. Si se lo estaba diciendo a ella... no era buena señal.

—Narantse, ¿qué has hecho por este reino que pueda salvarte la vida?

Pero Narantse no respondió de inmediato, y aunque su corazón estaba a punto de acelerase hasta estrellarse contra algo, habló con la mayor calma del mundo el resto de esa tarde en la Sala de Reyes.

No iba a morir, y no iba a permitir que sus hermanos murieran. Por eso, cuando terminó de hablar con su padre, mandó tres cartas a diferentes partes de Istralandia pidiéndoles a sus hermanos regresar, y en secreto, mandó otras tres cartas a sus hermanos pidiéndoles huir. Ninguno de ellos escuchó a pesar de que la carta tenía las palabras:

«Uno de nosotros va a morir si no encontramos al guardián o si no encontramos a los descendientes de Kirán».


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