4.3. Los planes de Mariska
Había cosas difíciles de cambiar, cosas que se mantendrían iguales incluso después de mil años. Tal vez era cierto que las dinastías kiránicas habían caído, que el nombre del Rey Buitre estaba prohibido y las tradiciones kiránicas y solares se habían perdido, pero Istralandia seguía en pie después de mil años. Del mismo modo, estaba seguro de que incluso si se iba, incluso si dejaba ese mundo, la gente en Vultriana seguiría su vida con la misma tranquilidad de siempre.
Ashe recolectó las últimas hierbas que Lekatós le había pedido y alzó la cabeza cuando el viento del mar sopló en su rostro. Abajo y a lo lejos, estaba el mar, con algunos barcos enormes, luego la playa y la ciudad amurallada, y luego el pueblo bajo de Vultriana, su hogar por un año. Mientras veía eso, solo pudo desear que aquella ciudad pudiera mantenerse mil años así de tranquila como en aquel momento, y aunque no supo a quién se lo deseó, quería creer que su deseo se cumpliría.
Descendió las colinas y cuando llegó a Vultriana y se dirigió hacia la boticaria, alguien brincó frente a él y gritó. Por primera vez, Ashe no se inmutó ni dio un respingo y solo miró con los ojos en blanco a Diriske. La niña sonrió ampliamente como si no hubiera hecho nada, y Ashe decidió ignorarla y pasar de largo.
—¿Te asusté? —preguntó la niña emocionada—. Oye, Ashe, ¿recibiste mi regalo? ¿Te gustó? ¿Puedo quedarme con tus cosas cuando te vayas? ¿Ashe? ¿Me traes algo bonito? ¿Ashe? ¡Ashe!
»¡Ashe!
Ashe suspiró y se detuvo cuando ella comenzó a jalar sus mangas amplias, la siguió mirando con los ojos en blanco y la niña sonrió.
—Habías prometido algo...
—¡No! —dijo Diriske—. Esos fueron Lashyn y Sarsen.
Ashe trató de recordar y tuvo que asentir ante lo que dijo. Al final, parecía que ni siquiera en su último día en Vultriana se podría librar de las travesuras de Diriske. Ashe se rindió y retomó el camino hacia la boticaria.
—¿Nos vas a hacer cartas? —preguntó ella y ocultó sus manos detrás de su espalda.
—¿Cartas?
—¡Sí! ¿Nos vas a enviar cartas?
La niña lo seguía con las manos tras la espalda y una sonrisa amplia. No entendía por qué exactamente quería cartas, pero cuando las manos de la niña fueron a su pequeña bolsita, Ashe temió que fuera algún insecto y retrocedió, pero en cambio, ella le mostró un papel, un sobre de carta grueso. Estaba mal cerrada con cera desperdigada por casi toda la hoja. Ella se la tendió a Ashe.
—¡Mándanos cartas! —dijo Diriske—. Promételo.
Ashe miró la carta, en lugar de la dirección y remitente, detrás, en una caligrafía espantosa estaba escrito en letras grandes su nombre. O al menos un intento de su nombre, porque no estaba bien escrito ni siquiera. Ashe trató de contener una mueca y miró a Diriske, que esperaba su respuesta.
—¿Si nos vas a enviar cartas? —preguntó ella.
Ashe sonrió un poco y asintió.
—Está bien.
—¡Y dulces!
Ashe negó con la cabeza, pero antes de poder explicarle, Diriske ya se había echado a correr lejos de ahí para jugar con los otros niños. Los tres se despidieron a la distancia y se alejaron. Ashe alcanzó a alzar la mano y cuando los perdió de vista suspiró y su atención fue a la carta. Decidió abrirla ahí, y al sacar el papel dentro del sobre, sonrió al ver el contenido. Guardó la carta en el sobre y se dirigió a la boticaria.
Había muchas cosas en su cabeza, pero estas simplemente fluían a través de su mente sin chapotear, estaban estáticas, opacadas detrás de todas las posibilidades de los siguientes días. No podía creer que todo eso estaba pasando, que todo estaba cambiando así de rápido, pero no estaba seguro si aquella sensación era por usar el incienso que su mentor le preparó o si estaba emocionado.
Sacudió la cabeza y entró por la puerta trasera de la boticaria. Cuando la abrió, encontró la misma imagen de las últimas semanas: las piernas de su mentor detrás de cortinas en otra habitación con un paciente, mientras que Lidge molía las hierbas con ambas manos en el pistilo del mortero y una mujer esperaba del otro lado de la ventana por su medicina. Lidge alzó la cabeza cuando lo vio llegar y de inmediato sus ojos se llenaron de lágrimas. Hasta los ojos de la mujer brillaron con esperanza cuando lo vio.
—Ashe... —dijo casi a punto de llorar—. No me sale la dosis.
—El señor Lekatós dijo que estaba ocupado y este no sabe nada —dijo la mujer del otro lado—. Llevo diez minutos.
—¡Espere! —dijo Lidge—. Apenas estamos aprendiendo, mujer. Sea paciente.
—¡Lidge! —llamó Lekatós desde el otro lado—. ¡Te pedí ese ungüento hace rato!
—¡Voy! —dijo Lidge y luego miró a Ashe—. Ayuda.
Ashe ya había dejado sus cosas y la carta en una mesa, le sonrió a la mujer y caminó hasta la ventana a pesar de los ojos suplicantes de Lidge. La mujer le pasó el mismo papel que seguramente le había pasado antes a Lidge. Ashe leyó y de inmediato fue a uno de los anaqueles por un frasco, tomó una bolsa de papel y fue a pesar, lo guardó y le entregó el contenido a la mujer.
—Aquí tiene —dijo Ashe y una vez le entregó, la mujer le pagó.
—Gracias —dijo la mujer y se retiró.
Luego de aquello, Ashe se acercó a Lidge, él lo miró a punto de llorar. Ashe inspeccionó el contenido del mortero antes de leer las instrucciones de su mentor.
A Ashe, cuando salió del templo, siempre le había parecido curioso cómo el lenguaje de Istralandia había cambiado tanto al igual que su escritura en mil años, y cómo, durante esos mil años, el templo había preservado esa escritura y parte de un vocabulario que ya era obsoleto. Los glifos que él conocía eran suaves y complejos, pero los que existían afuera estaban simplificados y eran más eficientes, o eso creía él cuando comparaba su letra e incluso su forma de hablar con otros.
Tal vez por esos cambios, su propio nombre sonaba extraño para todos.
Mariska ya le había dicho antes que hablaba como un libro o como un viejo, pero en momentos cotidianos como aquellos, le recordaban a lo que ella se refería y a que todavía no terminaba acostumbrándose del todo. Su excusa cuando preguntaban había sido que la gente con la que vivió antes eran todos ancianos. Lo difícil era cuando tenía que leer la letra de Lekatós y no entendía nada, o no reconocía los ingredientes por esos caracteres.
Sacudió la cabeza para despejar sus pensamientos y leyó con cuidado las instrucciones, sus ojos fueron a cada uno de los ingredientes que Lidge había recolectado y entrecerró los ojos.
—¿Ashe? —preguntó Lekatós desde el otro lado de la cortina—. Ni se te ocurra ayudar a Lidge, o vas a tener que quedarte hoy.
Lidge miró a Ashe con ojos suplicantes, pero él ya se había alejado de la mesa de Lidge, y Ashe solo se encogió de hombros. No era que no quisiera ayudarlo o le molestara hacer dosis el resto de la tarde, sino que necesitaba hacer otras cosas. Y Lidge debía aprender de alguna forma.
—Solo dime si son las cantidades correctas —pidió.
—Ashe, ven un momento —llamó Lekatós.
Ashe miró a Lidge, apretó los labios y asintió antes de señalar una de las hierbas en la mesa y negar con la cabeza. Lidge sonrió, juntó las palmas y asintió con ahínco.
Al dirigirse al cuarto detrás de las cortinas, encontró a Lekatós con los brazos cruzados mientras miraba la espalda de un hombre. Ashe inclinó la cabeza en forma de saludo. El hombre lo ignoró y tomó una pequeña libreta de una mesa antes de hacer anotaciones en una libreta.
—Tu abue-... La señora Geriel vino por las medicinas que les preparé para su viaje luego de que te marchaste —dijo Lekatós—. Incluí algo para que puedas dormir bien.
—No era necesario —se apresuró a decir, pero antes de decir algo más, Lekatós le dio una mirada significativa.
—Una por la noche. Si se terminan, incluí también mis anotaciones e incienso —indicó Lekatós.
—Gracias, Doctor —dijo Ashe.
—Nada de gracias —dijo Lekatós—. Tienes que cuidarte durante el viaje, comer bien, dormir bien, tomar suficiente agua, y estudiar.
»Si no lo haces, me voy a volver un Ashyan para encontrarte y jalarte las orejas. ¿Entendido?
Ashe sonrió nervioso. Jamás había entendido esa costumbre en Vultriana de mencionar a los Ashyan así como si nada en una conversación con gente más joven, pero que fueran un tema tabú en conversaciones importantes.
—Sí.
—¿Tu sombrero sigue sirviendo o te presto uno?
Ashe había desviado la mirada en aquel punto, pero se apresuró a responder eso último.
—Sí tengo, no se preocupe... —dijo Ashe y suspiró.
Lekatós lo miraba fijamente, había un poco de tristeza en sus ojos. Después de un rato, Lekatós abrió la boca:
—Cuídate, Ashe. Y vuelve —pidió.
Ashe se mordió la mejilla y solo pudo decir:
—No se preocupe.
—¿Cómo no me voy a preocupar si mi estudiante favorito me va a abandonar con Lidge? —se quejó Lekatós con una sonrisa—. De verdad que no debí aceptar a ese muchacho idiota.
Ashe se rascó la cabeza cuando mencionó lo de que era su estudiante favorito.
—Está aprendiendo.
Aquello era una mentira, por supuesto. El hombre en la mesa se quejó lastimeramente.
—Deberías irte ya... —dijo Lekatós
»Disfruta el viaje, Ashe, y que las llamas de An'Istene te protejan en el desierto. Recuerda beber mucha agua.
Ashe sonrió un poco, asintió e hizo la reverencia que siempre había hecho: un círculo con los brazos y la cabeza gacha. A Lekatós no pareció importarle mucho a pesar de que Ashe sabía que aquella forma de agradecer era extraña, de hecho, ni siquiera le prestó atención mientras volvía a sus anotaciones.
—Gracias por todo, Doctor Lekatós —dijo Ashe y su mentor solo agito las manos frente a él antes de volver con el paciente inconsciente sobre la cama.
Ashe se dio la vuelta y alzó la cortina, cuando miró a Lidge, estaba pesando la hierba correcta aquella vez y la señaló a Ashe.
—¡Gracias!
—Shhh.
—¿Ashe? ¿Lo ayudaste? —preguntó Lekatós.
—Adiós, doctor —se apresuró a decir Ashe, tomó su bolso y salió por el mismo lugar por donde entró antes de que Lekatós dijera algo más.
Cuando el doctor Lekatós se asomó, encontró a Lidge pesando los ingredientes para el ungüento que le había pedido media hora atrás, además de un desastre en su mesa de trabajo y el olor de hierbas que no deberían de estar en ese ungüento en el aire.
—¿Apenas estás en eso, Lidge?
—¡Estoy tratando, maestro!
—Esto es por consentirte tanto...
La mirada de Lekatós pasó por su boticaria y en una de las mesas, encontró una carta. Lekatós negó con la cabeza y miró a Lidge.
—Te dije que no le pidieras ayuda, niño malcriado —dijo Lekatós.
Procedió a jalarle una oreja a Lidge sin mucha fuerza, él se quejó, dejó de medir e hizo un puchero. Lekatós tomó la carta. En una letra terrible estaba mal escrito el nombre de Ashe, la cera manchaba todo el papel y al abrirla, además de pequeñas flores secas encontró un papel doblado. Cuando Lekatós lo abrió, no entendió qué era lo que veía hasta que Lidge se asomó sobre su hombro.
—¿Lo hicieron los niños?
—Eso parece...
En la carta, había un dibujo y en este había varias personas junto a muchas casas. Todos hechos con figuras sencillas, Lekatós inspeccionó el dibujo y pudo encontrar a Lidge, a Mariska, a Ashe, a los niños, y también a él... Aunque tenía una barba más larga que la realidad. Lekatós sonrió.
—Guardemos esto para cuando Ashe vuelva.
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El cuerpo impuro en el mundo, a las alturas del cielo, el alma se alza con el Sol. Era parte de una plegaria que había rezado toda su vida, se había grabado tan bien en su cabeza que era extraño escuchar una versión diferente antes de partir. Aun así, no dijo nada, ni siquiera cerró los ojos o rezó con ellos la versión que él conocía.
La madre de Mariska alzó la cabeza, con las manos de Mariska entre las suyas, terminó de rezar con:
—Los pecados se entierran en la tierra, en el cielo el alma se alza contigo —dijo y añadió—. Mari, cuídate mucho, y a Ashe.
Ashe salió de su ensimismamiento, y dejó de balancear el peso entre sus pies. Encontró las miradas de los abuelos y la madre de Mariska sobre él, y solo pudo asentir, Geriel sonrió y se acercó a él.
—Cuídate mucho, Ashe —dijo ella—. Necesitas comer bien, dormir bien y beber mucha agua. Si se sienten mal, usen lo que el Doctor Lekatós les preparó.
Ashe asintió, y fue Erden el que se acercó.
—Les voy a escribir —indicó—. Para saber si encuentran algo.
—Tu hermana dice que te espera cuando pases por la ciudad, Mariska —añadió su madre.
—Sí, sí, ya los escuchamos —dijo Mariska y agitó las manos en el aire—. Debemos irnos.
La madre de Mariska asintió y sus ojos se volvieron vítreos y sostuvo el rostro de su hija entre sus manos. Parecía a punto de llorar.
—Pase lo que pase, Mari, Ashe está contigo y tú estás con él —dijo ella—. Prométanme que se cuidaran y no harán nada peligroso.
Mariska sonrió, apartó los mechones del rostro de su madre y asintió, Ashe también se acercó a ellos y asintió.
—Lo prometo —susurró.
—Lo haré, mamá —dijo Mariska en voz fuerte y clara y luego se apartó—. Ya. Dejemos de despedirnos. Vamos a volver, no se preocupen.
Le sonrió a su madre.
—Ustedes también cuídense.
—Mari...
—Nos veremos después de Año Nuevo —aseguró Mariska y asintió.
Sus abuelos inclinaron las cabezas en forma de despedida y Mariska emprendió la marcha, Ashe la siguió y antes de salir del callejón donde estaba su casa, ambos se detuvieron y se despidieron con las manos.
—¡Cuiden a las cabras de Ashe! —gritó Mariska.
Y así, Ashe se despidió de su hogar en el último año, de ese pequeño rincón del mundo que le había brindado calidez y felicidad. Su corazón se apretujó más aquella vez que cuando trató de huir, porque sabía que aquella vez era posible que fuera permanente. Aun así, ajustó su mochila a sus hombros, y siguió a Mariska.
Volvería antes del otoño. Quizá era bastante tiempo viajando y la marca le dificultaría todo, pero quizá para entonces, sabría qué hacer con eso.
Mientras se alejaban, miró a Mariska, y no se sorprendió al ver sus ojos llorosos. No pudo decirle nada en el resto del camino hacia los límites de Vultriana, pero ella, en el fondo sabía que era mejor así. No había palabras, no había nadie que los siguiera y nadie que los rogara para quedarse, como ella hacía con su papá. Mariska se enjugó los ojos y miró a Ashe mientras caminaban entre las calles solitarias.
—Volveremos, no te preocupes.
Ashe sonrió, pero aquellas palabras no eran solo para él, sino también para ella misma. Y en silencio se dirigieron al punto de encuentro.
Cuando llegaron, los primeros rayos del Sol estaban tocando las praderas, y había un grupo enorme de al menos cien personas con animales y alrededor de maquinaria enorme.
Mientras Mariska avanzaba entre la gente, Ashe se detuvo frente a un animal enorme de pelo castaño y frondoso, dos jorobas y una boca amplia. Masticaba algo, y a su espalda llevaba paquetes. Ashe entrecerró los ojos. Jamás había visto a un animal así y cuando Mariska regresó sobre sus pasos y miró en la misma dirección que Ashe, ladeó la cabeza. El animal los miró de reojo mientras masticaba.
—Es un camello —dijo Mariska al ver la expresión de Ashe y frunció el ceño—. ¿Jamás viste uno?
Ashe se rascó la cabeza y dudó en qué responder.
—No...
—¿Ni siquiera en la caravana de mis abuelos?
Lo cierto era que en la caravana de Erden y Geriel cuando lo recogieron y aceptaron ayudarlo, solo había caballos. Ashe negó con la cabeza y Mariska sonrió ampliamente, jaló su mochila y lo colocó cara a cara frente al camello.
—Ashe, camello. Camello, este es Ashe —dijo Mariska y luego le sonrió.
Ashe alzó la mano al animal, pero este solo siguió masticando, no se atrevió a tocarlo y retrocedió. Mariska por supuesto que soltó una carcajada. Después de eso, Ashe siguió a Mariska, aunque no pudo ocultar el asombro al ver los monstruos de metal que estaban atando a unos caballos.
Eran deslizadores de arena. No era la primera vez que los veía, por supuesto, en la caravana con Erden y Geriel habían usado unos más pequeños, y había visto de ese tamaño antes cuando se iba a recolectar raíces o hierbas. Sin embargo, verlos de cerca era completamente distinto, aquellos eran enormes. La parte inferior parecía como un trineo, mientras que arriba la estructura era parecida a un bote, pues tenía velas que en aquel momento estaban plegadas. Para ser de metal y madera, era una bestia y era difícil imaginar cómo lo habían armado.
Los admiró un buen rato hasta que Mariska llamó por él y Ashe se apresuró a seguirla. Mientras se alejaba del deslizador, se preguntó si lo dejarían subirse a este durante el viaje.
Pronto, llegaron al frente de la caravana, donde Jossuknar hablaba con algunas personas, los miró de reojo, pero continuó con las otras personas. Ashe y Mariska aguardaron a cierta distancia mientras hablaban de otras cosas, hasta que Jossuknar terminó y se dirigió hacia ellos.
—Señorita Ebenish, señorito Ashe —saludó.
Ashe miró a Mariska de reojo al escuchar aquel apellido, no era la primera vez que lo oía de ese hombre, pero no dijo nada.
Jossuknar les explicó todos los últimos detalles mientras Mariska anotaba algo en su libreta de campo. La vista de Ashe se perdió en la espada de nudos en la cadera del hombre. Jamás había visto algo así, al menos no en la gente del norte de Istralandia, eran detalles hermosos y se preguntó qué significaban, incluso le recordaron a los tallados que se usaban en las espadas ceremoniales del templo.
—¿Trajiste tu espada, muchacho?
Ashe salió de su ensimismamiento, sintió sus orejas calentarse y asintió rápidamente antes de mostrar la empuñadura de su espada. A pesar de lo que Adhojan le había advertido, no tenía otra opción, pero suponía que todo estaría bien mientras no la desenfundara, y si la necesitaba, nadie más se daría cuenta si era una situación en la que todos tuvieran que usarla. Solo le preocupaba que Mariska la fuera a ver.
Si ella veía el filo, si entendía lo que significaba, ¿qué haría después? La respuesta le aterraba. Era mejor que no lo supiera jamás.
—Bien —asintió Jossuknar—. ¿Saben montar a caballo?
—Sí —dijo Mariska.
Ashe negó con la cabeza y tanto Jossuknar como Mariska lo miraron.
—Le enseñaré —prometió Mariska.
Jossuknar asintió.
—Es importante que aprenda si va a ser tu guardián, Mariska —dijo Jossuknar y luego se dirigió hacia Ashe—. ¿Pensaste en lo de enseñarle phens a los usuarios de Kevseng, señorito Ashe?
—Hmmm —dijo Ashe y desvió la mirada—. No... En realidad no conozco mucho.
»Gracias de todas formas.
—Es una lástima —admitió Jossuknar—. Pero está bien.
Aquello dejó a Ashe con un mal sabor de boca.
—Partimos en media hora, vayan por sus caballos.
Tanto Ashe como Mariska asintieron, agradecieron y se alejaron.
Y así, unas horas después, la caravana entera estaba en marcha. Los caballos tiraban de los deslizadores de arena, y los camellos avanzaban en filas a los lados, la mayor parte de los trabajadores andaban a pie por el momento mientras que los mercaderes andaban en caballos. Al frente, iba Jossuknar y la Dama Inkerne, y unos metros atrás, Mariska y Ashe estaban montados en dos yeguas color castaño. Mariska sostenía las riendas del caballo de Ashe mientras leía el mapa y trataba de no chocar con otras personas.
Ashe miró atrás, Vultriana había desaparecido en el horizonte y solo quedaban pequeñas casas en los límites, y los campos de cultivo. Apretó los labios, no podía creer que iba a abandonar el lugar que lo había acogido así sin más. Cuando pensó irse por sí mismo, había sido un poco tonto, pero si lo hubiera hecho, se preguntó si hubiera sido capaz de alejarse sin sentir que se le estrujaba el corazón.
Al menos, la sensación era completamente diferente a cuando dejó el templo.
Miró a Mariska y sonrió mientras la miraba luchar contra sus notas y el mapa al mismo tiempo. Había dejado todo solo por acompañarlo... Debía agradecerle.
—Gracias, Mariska.
—¿Crees que con un gracias te vas a salvar? —preguntó Mariska—. Vas a tener que aprender a andar en caballo, no se me olvida. También vas a ser mi ayudante, ¿eh?
Mariska alzó la cabeza del mapa y le tendió sus notas a Ashe.
—Toma, y ayúdame —dijo y volvió la cabeza al mapa.
Ashe asintió con una pequeña sonrisa. Trató de revisar sus notas, terminó sin entender nada y miró a Mariska. Todavía se preguntaba si había sido buena idea buscar a su hermano, la única pista que tenía de dónde estaba él era Leifhite, el cabrerizo que conoció años atrás, y la única pista de su madre era el silbato y el mapa que la maestra mayor había mencionado en su diario. Se mordió la mejilla.
—La encontraremos —prometió Mariska.
Ashe la miró, Mariska había alzado la cabeza del mapa, y por un momento Ashe pensó que tal vez había sido demasiado obvio, pero al final de cuentas, Mariska era Mariska. Sonrió y asintió.
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