2.1. Un pasado distante
Mirar aquella ciudad alumbrada por un festival, no le provocaba nada. Había pasado un año desde su última visita, habían pasado muchos más años desde que vivió ahí como en un sueño, los últimos pedazos de su infancia se habían quedado y se habían roto en ese mismo sitio, pero con esas personas muertas, otras alejadas de su vida para siempre, no podía sentir ni nostalgia, ni felicidad por tiempos mejores... ni siquiera rabia. Las cosas que habían sucedido ahí pertenecían a su yo del pasado, no a aquel que solo regresaba ahí para despedirse para siempre.
Frotó sus manos llenas de astillas de su ballesta, ardieron al tacto, pero no le molestó ni le dio importancia al dolor. No tenía caso curar sus manos si igual seguirían llenándose de madera, llagas o heridas por usar sus dagas. No tenía sentido quejarse por algo momentáneo. Se ajustó la capa y así, una figura vestida completamente de negro se dirigió a la ciudad para despedirse de su pasado, y de aquel país.
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Mientras tanto, en una pequeña casa en los barrios de Vultriana, en aquella ciudad vacía para algunos, Mariska estaba sorprendida de lo mal que se había puesto Ashe con lo poco que había bebido. Ella también estaba ebria, así que no supo contar cuántos vasos llevaba cada uno, pero sabía que eran más de siete entre los dos, y ella había bebido al menos seis, si había contado bien... O tal vez solo habían sido cuatro, no estaba segura.
Mariska había aprovechado en cuando su abuelo sacó una botella de su licor casero. El anciano solía guardarlo con uñas y dientes, y solo lo sacaba cuando decidía que era momento, por lo que aquello era un milagro tan grande como para revivir al Rey Buitre. Así que, por supuesto que Mariska había decidido aprovechar, beber, darle al menos un vaso a Ashe para que lo probara y para molestarlo después.
La sonrisa de la abuela mientras colocaba comida en la mesa por el festival se disipó en cuanto los miró. A Mariska no le pudo importar menos, sabía que ambos se veían igual de lamentables y además, era festival, así que le sonrió ampliamente a la abuela y agitó la mano como saludo.
—Abuelita...
—Ay, Mariska, mira como están.
—Solo fueron unos vasitos.
La madre de Mariska ya les había quitado la botella para esa entonces, sobre todo porque Ashe miraba su vaso mientras cabeceaba y parecía que iba a dormirse en cualquier momento. También estaba segura de que la había regañado, pero no recordaba si eso había sucedido de verdad... Pero no importaba, era el Festival de las Flores, brindar por la primavera con un buen licor no podía desaprovecharse.
—Unos vasitos... —refunfuñó su abuela y miró a Ashe—. ¿Estás bien, Ashe?
Ashe no respondió, giró la cabeza tan lento como un caracol y parpadeó varias veces como si no hubiera entendido la pregunta, o dónde estaba o con quién estaba hablando o quién era él...
—Eh...
Mariska sonrió ampliamente. Iba a molestar a Ashe todo lo que pudiera mientras ambos siguieran vivos solo por esa respuesta. ¿No había dicho que sí resistía bien el licor cuando aceptó? ¿No había insistido después de que el abuelo le ofreciera y Mariska le advirtiera que era bastante fuerte? ¿No había sido él quién hizo cara de morirse cuando probó el licor? ¿Y no fue él quién era tan masoquista para aceptar otro?
—¿Ves? Está perfectamente bien.
—Deberían ir a dormir —dijo su abuela y luego tomó la oreja de su abuelo—. ¡Erden Alerant!
Su abuelo se quejó, y la abuela soltó su oreja.
—¿Qué, mujer? —preguntó su abuelo con una mueca.
—¡Nada de alcohol la siguiente vez!
—Pero es para brindar, abuelita —dijo Mariska, la sonrisa estúpida se propagó por todo su rostro.
—Ashe no tomó mucho —aclaró el abuelo—. Aunque creí que iba a resistir más...
—¡Erden Alerant! —regañó la abuela—. ¡Nada de alcohol para ellos o te pido el divorcio!
El abuelo sonrió un poco, y la abuela bufó y se alejó de nuevo hacia los hornos afuera. Mariska los miró de reojo y procedió a beber del té que su abuela había traído para reemplazar el licor. Odiaba cuando estaba ebria y en lugar de ponerse a hacer tonterías y reírse, se ponía a pensar demasiado, como aquella vez... Los pensamientos realmente eran algo extraños cuando estaba así.
Había pasado un año desde que vio a Adhojan por última vez, y desde entonces no había recibido ninguna carta como acordaron. Sus ojos se humedecieron. ¿Y si ahora le parecía demasiado molesta? ¿Y si jamás le volvía a hablar? ¿Y si algo le había pasado? Antes de poder continuar con sus preguntas, algo golpeó con fuerza la mesa a su lado. Mariska dio un respingo y al mirar, encontró a Ashe en la mesa, dormido. Lo que había golpeado la mesa era su frente.
Mariska soltó una larga risotada, pero ni eso inmutó el sueño de Ashe. El abuelo se levantó se su asiento y se aproximó a Ashe.
—¿Ashe? ¿Ashe? —lo llamó y luego miró a Mariska con gravedad—. Fue mala idea.
Mariska soltó otra risotada. En aquel mismo momento, su abuela entró y se detuvo en seco al encontrarse con Ashe. Ella apretó los platos en su mano, le dedicó una mirada en blanco al abuelo, una mirada en blanco con ansías de violencia, quizá hasta de sangre... Mariska se calló con un sorbo de té, y desvió la mirada porque temía que su abuela se volviera un Ashyan en un instante.
—¿Geriel?
—¡Te dije que no, Erden Alerant!
Su abuelo sonrió, la abuela volvió a bufar y volvió al patio.
—Vamos, Mari, ayúdame a llevar a Ashe a su cama.
Mariska asintió y se levantó. Antes de tocarlo, revisó si seguía despierto, pero al parecer el licor había sido demasiado. Mariska pensó que tenía un buen aguante, porque había bebido ambos vasos como si nada a pesar de su expresión... O tal vez ella los bebió. Se encogió de hombros.
El abuelo colocó el brazo de Ashe alrededor de sus hombros y Mariska lo ayudó. Ambos sabían lo mucho que él odiaba que lo tocaran, pero ocasiones así eran la excepción, porque no podían dejarlo ahí en la mesa como si nada... Sobre todo porque estaría apenado toda la semana, y obviamente, Mariska aprovecharía para molestarlo. Pero antes que nada, ella se consideraba un alma caritativa y no quería que se enfermara, entonces, se disculpó de antemano antes de ayudarlo.
Con esfuerzo lo levantaron, y lo arrastraron escaleras arriba.
—Se dio un golpe feo —dijo el abuelo mientras avanzaban.
Luego subir a trompicones por las escaleras y el pasillo —sobre todo porque Mariska estaba lo suficientemente ebria como para que el pasillo comenzara a girar—, abrieron la puerta de su cuarto y colocaron a Ashe sobre la cama. Ambos se quedaron ahí un rato para recuperar el aliento, y Mariska bostezó mientras lo miraban.
Realmente las cosas habían cambiado en casa desde su llegada, y era imposible negarlo. Mariska sabía lo mucho que sus abuelos se preocupaban por él, casi como si fuera un hijo para ellos, e incluso ella había comenzado a verlo más como un hermano menor. Era extraño lo fácil que se habían adaptado a él. No, hubiera sido más extraño imaginarse un Festival de Flores sin Ashe en aquel año.
—Volvamos —dijo su abuelo y se dirigió a la puerta.
Mariska lo siguió, pero antes de salir escuchó algo que no debió escuchar, al menos no así. Ashe se removió y como un lamento, casi como si fuera a llorar, susurró:
—Perdón... No de nuevo, por favor... No me lastimen.
Ashe se hizo un ovillo y se ocultó con las cobijas. Su abuelo y Mariska intercambiaron miradas de preocupación desde el marco de la puerta. Y ese silencio dijo muchas cosas entre ellos, cosas que no podían decir en voz alta, cosas difíciles de entender, cosas imposibles de pronunciar en voz alta por temor. En momentos así, Mariska se preguntó cuánto tendría que haber pasado una persona para susurrar algo así...
Había tantas cosas que quería saber de Ashe del mismo modo que sus abuelos, pero ambos sabían en ese silencio que presionarlo demasiado no sería bueno para él, que insistir demasiado solo lo alejaría como las semillas de un diente de león arrancado a la fuerza. Aun así, Mariska quería saber, quería ayudarlo, quería mostrarle un mundo donde había gente que se preocupaba por él, un mundo donde podía dormir sin suplicar esas cosas.
¿Existía algo así? Tal vez solo para Mariska y su familia.
En aquel momento, Mariska no pudo hacer más...
Cruzó miradas con su abuelo, y en ese silencio se entendieron. No era la primera vez que Ashe hablaba dormido, no era la primera vez que se removía y se quejaba en sus pesadillas. El abuelo de Mariska salió de la habitación por incienso y Mariska se acercó para quitarle las botas. Luego lo cubrió hasta arriba del cuello para que durmiera bien y procuró no tocarlo.
El abuelo regresó con un quemador de incienso, y lo colocó en una mesita a los pies de Ashe. La fragancia y el humo flotaron por la habitación, Ashe se removió, apretó los labios y se giró, y cuando estuvieron seguros de que Ashe por fin dormía, Mariska cerró la puerta detrás de ella y pensó que tal vez debería ir a dormir también.
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La última vez que se vieron, él prometió escribirle, enviarle una carta, verse de nuevo. A un año, después de ir a la oficina de correos a diario, revisar entre las diversas cartas sin encontrar ninguna de él, Mariska se había rendido. Y aun así, aquella mañana se repitió que había tiempo, que llegaría algo, que esa vez un año atrás no había sido la última que había visto a Adhojan con vida.
Por eso, en lugar de desviarse, fue directo al Gremio de Cartógrafos para entregar avances del mapa que estaba restaurando. Ashe la acompañó esa mañana, ya que debía entregar algunos remedios y medicamentos a algunos de sus compañeros del gremio.
Ambos tenían ojeras por levantarse temprano, pero Mariska estaba sorprendida de ver a Ashe despierto y caminando después de cómo terminó la noche anterior. En el fondo, se alegró de que estuviera tranquilo, y en un acuerdo, ninguno habló del incienso, aunque ella pensó que tal vez debería usar esa mezcla alguna vez para dormir. Después de ver a Ashe bien, incluso si seguía interesada en la dirección a la oficina de correos, prefirió molestar a Ashe para distraerse.
—No me digas que tienes resaca —dijo Mariska—. Apenas si bebiste.
—Shh, Mari —respondió frotándose su sien.
—Te advertí que el licor casero del abuelo era fuerte —dijo Mariska con una sonrisa burlona—. No aguantaste ni dos vasos.
Ashe la miró con una cara lamentable que decía mucho, y Mariska sonrió suavemente, incluso estuvo tentada de darle unas palmadas en la espalda, pero se obligó a contenerse. Sabía que incluso si Ashe sabía eso, volvería a aceptar dos vasos si su abuelo los ofrecía, porque él era así.
—Sabes que no tienes que forzarte así, ¿Ashe?
—Mmm.
—Ve a descansar después.
—Tengo que entregar las cosas y trabajar.
—¡Nadie trabaja después del Festival! ¿De qué hablas? —dijo Mariska y contuvo las ganas de darle un codazo—. No creo que el doctor Lekatós te diga algo si descansas hoy.
—Mari, tengo que trabajar de todas formas.
Ashe desvió la mirada, y eso fue suficiente para Mariska para saber que de nuevo estaba haciendo más de lo que le estaban pidiendo. Había hecho lo mismo cuando trabajaba en la panadería de sus abuelos. Al inicio, Ashe parecía un chico muy responsable, pero si no tenían cuidado, pasaba horas de más trabajando, incluso con cansancio, sueño o hambre, hasta que alguien le rogaba que parara. Lo había visto sobre esforzarse tanto en esa entonces, y del mismo modo, lo había tenido que cuidar todas las veces que terminó en cama por el calor de los hornos y por agotarse hasta enfermarse. Mariska no iba a permitir que volviera a hacer lo mismo.
—¿Ashe?
—No...
—¡Perfecto! Dame la bolsa —dijo Mariska y alargó la mano.
Ashe titubeó, pero al final cedió la bolsa a Mariska. En casos así era mucho más sencillo dejarla ganar que decirle algo más, principalmente porque lo segundo involucraba sermones de media hora por lo menos. Mariska tomó la bolsa y le sonrió.
—Ve a descansar —dijo Mariska y luego remarcó—. Descansar, Ashe, nada de cepillar a tus cabras, o ayudar en la panadería o algo más.
Ashe tragó saliva.
—Los frascos están etiquetados y en la libreta están sus nombres... —titubeó al hablar.
Mariska lo escuchó, pero lo interrumpió antes de que continuara.
—Si cuando llegue te veo fuera de tu cama, yo misma voy a hacer que te duermas —amenazó con los ojos entrecerrados antes de volver a sonreír como si nada.
»Ve a casa, Ashe.
Y sin más Mariska se dio la vuelta antes de seguir hacia el edificio, y abandonó a Ashe en medio de las calles vacías todavía decoradas con guías florales de Vultriana.
El edificio del gremio por suerte no se encontraba dentro de las murallas de Vultriana, porque eso implicaría ser inspeccionado casi a diario en la entrada de los barrios altos, y a nadie le gustaba eso, excepto si vivías ahí. Sin embargo, sí se encontraba en una de las mejores zonas de los barrios bajos de Vultriana. Era uno de los pocos edificios con jardines, quizá no tan pomposos como los de las casas dentro de las murallas, pero sí destacaban entre los caminos de tierra y las casas de adobe y ladrillos. Además, el edificio era de los pocos construidos de areniscas y sales, por lo que era blanco por completo.
A Mariska siempre le había parecido que era demasiado, pero los mecenas y aquellos que contrataban los servicios del gremio pagaban lo suficiente como para permitirse algo así. Además, Mariska sabía que, si ese edificio hubiera sido construido después del crecimiento de Vultriana y de la construcción de la muralla, entonces su diseño y arquitectura sería completamente distinto.
Mariska caminó a través de los jardines hasta las puertas, y luego de entrar y no encontrar al secretario —como siempre—, de que el olor a té de sal, tinta y papel entrara por su nariz, revisó la lista de Ashe y subió al segundo piso.
El edificio del gremio también era ostentoso por dentro, había tejidos supuestamente traídos desde el sur de Istralandia en las paredes, pero nadie pensaba que esa historia fuera cierta, todos sabían que el fundador las había comprado a su propia hija porque nadie más los quiso comprar. También había pinturas en tinta y mapas hechos a mano que estaban obsoletos.
Cuando Mariska llegó al final del pasillo encontró un hombre fornido y mucho más alto que ella aguardando en la puerta de Sibán Etorkén. El hombre le dirigió una mirada feroz con sus ojos castaños, y aunque su cabello era canoso, Mariska no tuvo que adivinar para saber de qué color había sido. Llevaba además un silbato en forma de gavilán en el cuello. Mariska se detuvo en seco al ver la espada que colgaba de su cintura, y los adornos y los complejos nudos de cuero colgando en la empuñadura. Todo eso era suficiente para decir que aquel era un hombre del Confín.
—Buenos días, señorita —saludó e inclinó la cabeza lentamente.
Si sus abuelos y su padre le habían recalcado mucho algo a lo largo de su vida, eso era no juzgar a la gente por donde venían. Mucho menos por sus creencias y sus orígenes, pero era inevitable para ella. Ver a alguien del sur de Istralandia, del Confín, un nómada lejos de sus tierras en un lugar así y con una espada en mano era una escena curiosa. El hombre no le prestó atención y siguió aguardando mientras leía algo entre sus manos.
En Istralandia, en específico en el norte y en los valles centrales, los nómadas no eran comunes, mucho menos los del Confín. Sus tradiciones y costumbres eran totalmente distintas a aquellas de la gente del norte, incluso su religión era distinta, así que mucha gente había llegado a considerarlos ajenos a Istralandia.
En la historia de Istralandia si algo se había quedado más grabado en la gente que los reyes buitre, esas habían sido las Batallas de Nieve. La gente del norte, sobre todo los kiranistas puros las llamaron en diversos textos limpiar la nieve de impurezas antes de ser prohibidas, pero en realidad eran cacerías de nómadas del Confín por el único motivo de que se decía que ellos adoraban como dioses a los Ashyan y no a An'Istene, y porque jamás se habían postrado frente al Rey Buitre. Debido a esas cacerías, una gran cantidad de nómadas huyó a otros países del sur de Caldeniria, otra cantidad de nómadas murió, otra había sido esclavizada y otros habían terminado abandonando sus costumbres y sus nombres para salvarse. Quienes sobrevivían en Istralandia en esa época era porque sus propios ancestros sobrevivieron a esa cacería, y solían alejarse del norte, de sus guerreros, de la política, religión y las ciudades.
Con el cambio de los tiempos ese tipo de cacería desapareció, pero con el cambio de dinastía, había sido prohibida y penada junto a la esclavitud, del mismo modo que el trato a los nómadas en las ciudades era regulado en cierta medida. Pero por más que ese rey y su parlamento quisieran cambiar el mundo con un montón de leyes y reglas, la historia no se borra de la memoria de los pueblos, y las cicatrices mucho menos.
Incluso con las medidas de la dinastía Ganzig para enmendar los errores, para apoyar los pueblos nómadas, conservarlos y promover sus costumbres, ellos seguían manteniéndose alejados del norte y sus asuntos. Y del mismo modo, algunos kiranistas del norte que seguían sobreviviendo, seguían manteniéndose alejados del Confín y de los asuntos de los Ashyan.
¿Debía temer más quien hirió al lobo que el mismo lobo? Quizá nadie en el norte de Istralandia podría responder eso.
Era cierto que Mariska conocía parte de la historia por su educación, pero ella ignoraba muchas cosas de política. Y aunque siguiera pensando que ese país estaba podrido desde sus entrañas, también podía reconocer que había decisiones acertadas y otras que no. El ambiente era tenso en el norte. Había gente que había dejado de creer en Kirán para sobrevivir y que habían aceptado aquella vida y aquellos cambios, pero del mismo modo, había gente que ahora creía mucho más en Kirán y que simplemente ignoraban todo aquello que la nueva dinastía proclamaba, incluso si creer en Kirán les costaba la vida o si terminaban odiando a una cultura entera solo por idioteces del pasado.
Mariska se acercó con todos esos pensamientos en la cabeza, pero el hombre no le prestó más atención luego de saludarse mutuamente, y ambos aguardaron.
La puerta se abrió en aquel instante y una mujer anciana con rasgos severos, pero claramente no del Confín salió frente a Sibán, y este último miró de reojo a Mariska. El hombre del Confín se levantó al mismo tiempo y se acercó a la mujer.
—Justo a tiempo, Mariska —dijo Sibán, su jefe—. Señora Inkerne, ella es Mariska Alerant, una de nuestras mejores cartógrafas.
Mariska se señaló a ella misma con incredulidad, pero Sibán se apresuró para tomarla de los hombros y acercarla a saludar a la dama y al hombre del Confín. La mujer miró a Mariska de pies a cabeza, antes de hacer una mueca. Mariska quiso decirle algo, pero Sibán la apretó antes de que soltara alguna estupidez.
—¿Ebenish ya no trabaja aquí?
—Ah, eso es complicado...
—Soy su hija —dijo Mariska con tono serio y ofreció su mano a la dama—. Mariska Alerant, hija de Kanav Ebenish. Un placer conocerla.
—El placer es mío —dijo la mujer y tomó su mano—. Mi nombre es Erile Inkerne.
Escuchar a una persona con el mismo nombre que su madre cambió la actitud de Mariska por completo. De pronto no tenía tantas ganas de decirle algo por mirarla así y por decir el nombre de su padre muerto en el gremio. Luego, la mujer abrió paso al hombre del Confín, y le tomó la mano.
—Jossuknar —dijo a secas.
Aquello sorprendió a Mariska, había leído que la gente del Confín al presentarse solía mencionar su clan. Negó con la cabeza para ella misma, no podía ser así de curiosa si iban a ser clientes.
La mujer asintió y miró a Sibán con seriedad.
—Esperamos pronto por su respuesta, y sus servicios —indicó la mujer y luego miró a Mariska—. Nos encantaría que colaborara, así que piénselo.
Mariska asintió sin entender de qué hablaban, pero antes de poder preguntar algo, la mujer se inclinó frente a Mariska, miró a Jossuknar, le dio unas palmadas en la muñeca, y se retiró. El hombre del Confín permaneció ahí mientras la dama se alejaba y él habló una vez más.
—Garantizaremos la seguridad del cartógrafo, señor Sibán —indicó Jossuknar y recalcó—. Su seguridad, señorita Mariska Ebenish.
Mariska asintió sin entender qué hablaba.
—La dama Inkerne no dio muchos detalles, pero enviaré una carta con los detalles de la partida y la caravana —indicó Jossuknar—. Hasta luego.
—Hasta luego —dijo Sibán.
Y Jossuknar se dio la vuelta y se alejó como si nada. Después de mirar al pasillo vacío un rato, sin que Sibán pareciera que fuera a hablar, Mariska fue la que rompió el silencio.
—Por An'Istene, ¿me vas a explicar qué acaba de pasar? —preguntó Mariska—. ¿Qué es eso de la mejor cartógrafa? ¿Y lo de la caravana? ¡¿Sibán?!
Sibán suspiró agotado, de pronto, más de cincuenta años de vida pesaron de verdad en sus hombros y en su rostro. Hasta su sonrisa amigable para obtener mecenas había sido reemplazada por la mirada cansada y fastidiada que siempre ponía cuando Mariska iba a su oficina.
—Te estoy consiguiendo empleo.
Ambos caminaron hacia la oficina de Sibán.
—¿Empleo? Pero si ya tengo uno —dijo Mariska y mostró el portaplanos con el mapa que iba a entregarle—. Hicimos un trato, y estoy cumpliendo mi parte.
—Ya sé, Mariska, ya sé —dijo él y cerró la puerta detrás de ella.
—¿Entonces? —preguntó Mariska y se cruzó de brazos—. ¿Alguien se quejó de mí? Dime quién es para visitarlo.
Mariska sonrió, pero no era una sonrisa amigable. Sibán la miró y se dejó caer en su asiento.
—Mari, ya sé que hicimos un trato... pero aceptar un encargo así una vez en la vida no te hará daño —dijo Sibán—. Es fundamental para el gremio.
»Sé que es difícil seguir después de lo que sucedió en el pasado...
Mariska colocó el portaplanos en la mesa de Sibán, recargó los brazos y lo miró con ojos entrecerrados desde arriba. Sibán se calló de inmediato al verla con esa expresión, y no se atrevió a decir nada más.
—Mis abuelos ya están grandes, mamá necesita ayuda, mi hermana ya no vive con nosotros —comenzó Mariska—. Si algo me sucede en el desierto, ¿vas a hacer lo mismo que hiciste con mi padre?
En su voz no había ni una gota de molestia, ni de reclamo, no había nada, pero Sibán no respondió de inmediato y Mariska siguió sosteniendo la mirada en espera de una respuesta. Luego, se enderezó y su sonrisa habitual regresó a sus ojos.
—Bromeaba —dijo y río.
Sibán rio con nerviosismo y tomó el portaplanos. Luego, Mariska metió la mano en una bolsa, sacó una libreta, leyó lo que había, buscó en la bolsa y colocó sobre la mesa un frasco con una pomada amarillenta.
—El doctor Lekatós envía esto —dijo Mariska y sonrió—. Una pomada para hemorroides.
—Creí que la mandaría hasta mañana.
Sibán no dijo nada más y tomó la pomada y la guardó de inmediato en uno de los cajones de su escritorio. Mariska se decepcionó cuando Sibán no pareció avergonzado, ahora no podría molestarlo... Mariska hizo una mueca al ver su respuesta y se encogió de hombros.
—Ashe quería traerlas hoy.
—¿Está bien? Tiene tiempo que no lo veo
—Sí, lo normal, creo que todavía tiene problemas para dormir, le diré que preguntaste por él —dijo Mariska y se encogió de hombros de nuevo—. Bueno, si eso es todo, adiós.
Mariska se despidió, se dio la vuelta y avanzó hacia la puerta, pero antes de que pudiera tocar la perilla, Sibán habló.
—Mariska, tus abuelos y tu madre me pidieron que consiguiera un empleo como este —soltó Sibán.
Mariska se detuvo en seco en la puerta.
—¿Qué? ¿Por qué?
—Eso deberías preguntárselo tú, Mariska —dijo Sibán y luego sonrió—. Piensa lo del trabajo, es una buena oportunidad. Además, estoy seguro de que a tu padre le gustaría que la aceptaras.
—Tal vez sí —dijo Mariska y luego sonrió—. Cuídate, Sibán, y come más fibra, por dios.
En aquel momento, el rostro de Sibán se crispó y Mariska estuvo satisfecha, se rio y cerró la puerta antes de que su jefe pudiera decirle algo más.
Una vez afuera, en ese pasillo solitario, su sonrisa se borró y suspiró pesadamente. Iba a negarse de todos modos a esa oferta. Le agradaba su vida actual, no tenía motivos por los cuales viajar al desierto además de visitar a su hermana, e incluso si la paga era muy buena, prefería quedarse en casa trabajando en los mapas que tener que leerlos o trazarlos sin herramientas en medio del sol. Quienes aceptaban ese tipo de encargos eran todos idiotas. Suspiró y bajó al primer piso para comenzar a reemplazar otro de los mapas de su padre.
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Todos en el Gremio sabían acerca del padre de Mariska, quisiera o no. Había sido un hombre respetado y talentoso desde que se graduó y pisó el gremio por primera vez. Aun así, nadie se atrevía a mencionar su nombre en voz alta por temor al pasado —y a Mariska—, y del mismo modo nadie más que ella y Sibán estaban autorizados para tocar los mapas que su padre dejó.
Por eso hacía esa labor, por eso pasaba noches en vela restaurando mapa por mapa, actualizándose, haciéndolos una y otra vez hasta que el Gobernador de Vultriana estuviera satisfecho, hasta que los trazos de Mariska, los ideales de su padre y lo que Sibán había querido construir en el gremio desaparecieran y solo quedará en papel trazos de un territorio. Era un trabajo sucio, era el trabajo que admitía que su padre estaba en lo incorrecto, era su penitencia por ser su hija, pero prefería hacer eso a que quemaran los mapas y se perdieran para siempre. Su padre había amado esos mapas casi como a ella.
No se quejaba. Pagaban bien, porque el mecenas era el mismísimo Gobernador de Vultriana y uno de los institutos de Floriskitria. Era un trabajo relativamente tranquilo, y porque al menos podía ver los mapas de su padre.
Mientras analizaba el mapa frente a ella, alguien tocó la puerta del taller una vez. Mariska no se movió ni respondió, pero tocaron la puerta con más urgencia. Antes de que pudiera abrir o pedirle que entrara a quien sea que hubiera tocado la puerta, Sibán abrió la puerta por completo y jadeó.
—¿Y ahora qué? —preguntó Mariska.
—Alguien atacó a Ashe —jadeó Sibán.
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