11.2. Quien regala una flor blanca

Mitra, el brillo de los cristales en el suelo cuando la luz del sol daba contra ellos, una palabra perdida en una civilización de mecanismos complicados de hierro y luz, de una civilización muerta. Mitra, el nombre de quién destruyó el cuerpo de muchos Ashyan. Mitra, el nombre de quien clavó la primera espada en mi pecho.

Tal como los Ashyan que Kirán le ordenó destruir, llevaba una máscara. La diferencia era que estaba hecha de obsidiana, para ocultar su rostro, para evitar el reflejo de la luz en su cuerpo, para que nadie reconociera quién fue antes de caer en la arena.

Quien diría que su estoque negro algún día terminaría deshaciendo los milenios que en otra vida protegió, quien diría que se perdería a ella misma en esa espada, que se convertiría en nada, que olvidaría aquella verdad difícil de comprender por los humanos, que olvidaría las canciones que los humanos, que los In'Khiel le dedicaron, que olvidaría por qué sus pies trazaban phens al moverse. Que se volvería la espada de doble filo de Kirán.

Mitra. Un nombre que quedó grabado en mi mente, en la oscuridad, que no traía odio, sino nostalgia. No era como Kirán, lleno de violencia, lleno de luz que arrasaba todo a su paso, lleno de ansías de eternidad. No. Ella nunca fue así. Era cálida, como las fogatas en una noche de luna. Diligente como la luz en los cristales cargados con el Sol.

Mitra. Era un nombre que Kirán no pronunció, que nadie recordaría, un nombre que dos personas con sonrisas más extensas que los desiertos y el Confín le dieron. Un nombre del idioma de Sansavi. Un nombre que tanto ella como Ameret pronunciaron con cariño cada vez, como una amiga, como una humana más que como una herramienta.

Ambos se volvieron nada.

Solo quedamos Kirán, ella y yo.

Y luz. Cálida. Luz.

Como el primer día con sol en Oscuridad Menguante, fin de invierno... pero era solsticio. Era solsticio de invierno, la noche más oscura en el mundo, y la noche eterna a la que Kirán nos condenó a todos en Oscuridad Menguante.

Maldito arrogante, elegido de An'Istene...

Pero había luz.

Entre la consciencia y la nada, entre algo y la ausencia, en el odio latente nacido de la herida de una espada blanca todavía enterrada en su cuerpo, mientras la sangre escurría en el metal lentamente hasta el suelo helado, con las cadenas repiqueteando en sus piernas y brazos, alargó las manos a quien resguardaba esas puertas.

Cabello oscuro, ropa oscura, espada oscura, alma desterrada del Sol por un dios, alma cálida que olvidó todo, y una máscara de obsidiana que ocultaba sus quemaduras y cicatrices. Mitra.

—Mitra.

La voz era débil, moribunda. Seguía muriendo y seguiría muriendo hasta desaparecer en la oscuridad.

Ella no miró atrás. Ella misma lo había prohibido.

—Mitra.

La figura de negro no miró atrás.

—Mitra...

No iba a mirar atrás. Pero necesitaba que lo hiciera... Necesitaba recordar.

—Mitra, no pudiste proteger a Sansavi. No pudiste salvar a Ameret.

La mujer de máscara de obsidiana apretó el agarre de su espada y no miró atrás.

—Mitra, Mitra, ¿dónde está tu rey? ¿Qué le hizo a Sansavi? ¿Qué le hizo a Ameret? ¿Qué te hizo a ti?

La máscara giró lentamente, y entonces, el estruendo ahogó la luz, y sumergió al espíritu dentro en la oscuridad por otro año más. La sangre siguió derramándose lentamente, permeando cada rincón de aquel lugar lentamente hasta volverlo de sí mismo, para volver nada en las montañas. Para susurrar el pasado.

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Faltaba una semana para el inicio del verano y dos para fin de año, pero a Mariska no le podía importar menos. En aquel momento, agitó una y otra vez una espada contra un tronco, pero solo dejaba cortes superficiales, no podía ni siquiera arrancar una astilla. El sudor ya le estaba perlando la cara. Se estaba fastidiando de ni siquiera poder hacer eso. Se preguntó si era así como los Ashyan se sentían respecto a Kirán.

—¡Con cuidado! —exclamó Jossuknar desde lejos—. ¡Así no se usa una espada! ¡Señorita Mariska!

—Mejor despídete de esa espada —dijo Mires resignada.

—Es la única que tengo...

—No debiste prestársela.

—Señorita Mires, no pensé que Mari estuviera tan molesta.

—Yo no hubiera mencionado a Adhojan.

—Mmmm —gruñó Jossuknar.

No escuchó las palabras a lo lejos. Le había pedido a Jossuknar que le enseñara a usar la espada, porque se negaba a tener que pedirle el favor a Adhojan, y si quería proteger a Ashe, necesitaba aprender. Lo que Jossuknar no esperaba fue que mencionar de nuevo el hecho de que Adhojan se había ido en la madrugada para ver cómo estaba Ashe sin decirle la iba a molestar de nuevo, tanto como para ignorar cada instrucción, y tanto como para que quisiera destruir aquel tronco.

Mariska apretó los dientes, agitó la espada de nuevo y esa vez se clavó en la madera. Trató de jalarla, pero fue en vano. Gruñó y volvió a tratar sin éxito. Jossuknar aprovechó aquello para ir con ella. Mariska retrocedió entre jadeos y se limpió el sudor. Odiaba sudar, odiaba hacer ejercicio, pero agotarse así le aclaró la mente un poco como para darse cuenta de lo que había hecho.

Jossuknar sacó la espada sin mucho esfuerzo y miró la hoja con una mueca en su barba.

—Ay, señorita Mariska...

—Perdón, Jossuknar —dijo ella arrepentida—. ¿Hay manera de repararla?

—Su técnica es tan mala que no necesita reparaciones, solo una vez la enterró —dijo Jossuknar y la miró—. Señorita Mariska, una espada no es un cuchillo para partir carne.

»Si no escucha mis instrucciones, ¿piensa que va a poder aprender algo?

Mariska aceptó el regaño resignada. Ambos caminaron hacia Mires.

—Mejor elija otra arma si lo que quiere es usar fuerza a lo bruto, señorita Mariska —terminó Jossuknar y se sentó de nuevo.

—Pero quiero aprender a usar la espada —dijo ella.

—No tiene remedio, mejor déjelo.

Mariska hizo un puchero, luego su vista cayó en Mires, ella se recargó hacia atrás.

—Muy buen técnica, Mari. Solo te falta un poco de práctica y serás una maestra espadachín.

Mariska la miró con ojos en blanco, estaba agotada y toda la ira de antes se había drenado, así que no pudo pensar en nada inteligente para responderle. Se resignó a sentarse en la hierba para recuperar el aliento, y le sacó la lengua.

Gruñó y se cubrió los ojos. ¿Qué se suponía que debió hacer? ¿Qué se suponía qué debía hacer en aquel momento? No podía ayudar a Ashe, no podía ni siquiera hablar con él, ni siquiera podía protegerlo en caso de que aquel horrible príncipe le hiciera algo. Ni siquiera podía ayudarlo a buscar a su hermano.

Y luego, Adhojan... Oh, de nuevo quería golpearlo tan fuerte en la nariz...

—Señorita Mariska, ¿nos puede ayudar?

Mariska descubrió sus ojos. Jossuknar le tendió una mano desde arriba. Mariska la tomó a pesar de que sus brazos protestaron.

—Que conste que te ayudo porque me lo estás pidiendo y no porque estoy preocupada.

Jossuknar soltó una carcajada alta y sonora y le dio un golpe en la espalda que la hizo trastabillar hacia el frente, por supuesto su cuerpo protestó y se quejó, pero Jossuknar solo se dirigió al otro lado del suelo. Mires le sonrió ampliamente, estaba sentada con las piernas cruzadas, y con un cuchillo pelaba algunas raíces.

A pesar de que había pasado tanto tiempo, aquella escena le recordó a cuando era solo una niña, a aquellos tiempos en los que siempre seguía a Adhojan o a ella, cuando la obedecía diligentemente para hacer cualquier estupidez. Aunque conservaba algunas de sus facciones, sin duda se parecía mucho a su madre.

Mariska se sentó, le pasaron un cuchillo, un montón de rábanos y comenzó a pelarlos en silencio. Mientras movía el cuchillo y sus manos se manchaban de tierra, su mente vagó de nuevo a Ashe. Había muchas cosas que ni siquiera le explicó, ¿por qué aceptó quedarse con Altan? ¿Por qué aceptó ir con Adhojan? ¿Por qué seguía sintiendo que no sabía nada de él? Sus ojos se humedecieron y bajó la cabeza para no llamar la atención.

Eran amigos, ¿no? Entonces, ¿por qué no confiaba en ella?

—¿Está bien, señorita Mariska?

Mires ladeó la cabeza en su dirección, y Mariska se enjugó rápidamente las lágrimas.

—No estoy llorando. Solo son los rábanos —dijo Mariska—. ¿Qué van a cocinar, Jossuknar?

Jossuknar no apartó su mirada, y Mariska terminó confesando todo.

—¿Y si ese príncipe idiota le hace algo?

Cortó la cabeza del rábano con más fuerza de la necesaria. Jossuknar sonrió y le dio unas palmadas en la espalda.

—¿Confías en Ashe, Mariska?

Mariska se mordió la mejilla.

—¿Sí?

Jossuknar ignoró la duda en su voz.

—Bien. Ashe es un adulto, tomó sus decisiones y sabe defenderse. No hay de qué preocuparse.

—Lo sé —dijo Mariska y dejó cortar los rábanos—. Pero... No sé. Me preocupa.

Su cabeza fue a su última discusión, había tantas cosas que no pudo decirle, tantas cosas que necesitaba hablar con él. Bajó la mirada. Era su amigo y lo que menos quería, era ver de nuevo a Ashe cubierto en lodo y arrastrándose, llorando en un puente solitario o anteponiéndose para protegerla. Realmente era incapaz de protegerlo, no sabía cómo, no sabía cómo ayudarlo... Y aquella verdad le amargó la boca.

—Altan no le hará nada, de eso estoy segura —dijo Mires del otro lado y sonrió—. Tu amigo estará bien, Mari.

Mariska miró los rábanos y el cuchillo en su mano. De eso no podía estar segura con simples palabras, no significaban nada. Sibán alguna vez le dijo algo similar, pero mintió, y él mismo perdió a su mejor amigo.

—Nunca me dice las cosas...

Había cosas que Ashe no le dijo, decisiones que él tomó solo, cosas que sin duda lo hirieron y Mariska solo podía observar, sin poder realmente ayudarlo. Era como ver a un ave arrancarse las propias plumas. Temía que preguntarle hiciera que se alejara, temía que su ayuda no fuera suficiente. Temía que Ashe viera aquel decreto del rey e hiciera una decisión estúpida. Temía que el mundo le arrebatara a Ashe si seguían buscando a su madre. Se mordió más la mejilla.

—Señorita Mariska, el señorito Ashe no necesita decirle todo.

—Pero es que no sé cómo ayudarlo. Siempre toma decisiones sin decirme.

»Se supone que somos amigos... pero es como si no conociera nada de él.

Jossuknar y Mires intercambiaron miradas sin saber exactamente qué responderle.

—Señorita Mariska...

Mariska sacudió la cabeza para cambiar de tema.

—Mariska, no puedes salvar a alguien que no quiere ser salvado —dijo una voz conocida detrás de ella.

Mariska dio un respingo, y estuvo a punto de girarse para discutir con él, pero se obligó a detenerse. Pretendió que no le interesaba y de nuevo comenzó a pelar rábanos. Adhojan caminó hasta el otro lado.

—¿Cómo te fue? —preguntó Mires.

—¿Bien? Aunque creo que Ashe sigue molesto conmigo.

Mariska hizo una mueca y cortó la cabeza de un rábano.

—Yo también.

Adhojan carraspeó y fue a sentarse entre Mires y Jossuknar. Mariska desvió la mirada cuando sus ojos se encontraron con los de Adhojan, pero al final cedió.

—¿Cómo está él?

—Bien, Mariska —dijo a secas—. Altan mandó a hacer un retrato en tinta de su hermano ayer.

—¡¿En serio?! —preguntó Mariska.

—Ese idiota... —susurró Mires—. ¿Ves, Mari? Te dije que no le hará nada.

Adhojan asintió y pasó una mano por su cabello con cansancio.

—Al menos ya tenemos una pista para encontrarlo.

Entonces, Mariska se levantó, dejó los rábanos y el cuchillo.

—Entonces tengo que ir a buscarlo.

—Espera, Mari —dijo Adhojan y también se levantó.

—Solo dame el retrato —dijo Mariska—. No quiero lidiar contigo ahora.

—¿Puedes escucharme solo un segundo?

Tanto Jossuknar como Mires volvieron a intercambiar miradas y fingieron que no estaban escuchando mientras volvían al trabajo.

Mariska sonrió con una mueca y cruzó sus brazos.

—¿Para qué? Ya sé qué quieres decir.

En aquel momento, Jossuknar levantó la cabeza.

—Señorita Mariska, no hay que pelear, ¿está bien? Al menos no cerca de mi casa, por favor.

—No quiero pelear —dijo Adhojan—. Solo quería decirte que no necesitas resolver todos los problemas de alguien cuando te los cuentan, sobre todo si haces que tu vida gire alrededor de ellos.

Mariska bufó.

—No estoy haciendo eso, Adhojan —dijo Mariska—. Dame el retrato. No quiero seguir hablando contigo.

Jossuknar en aquel momento se levantó.

—Señorita Mariska...

Adhojan dio un paso al frente.

—Adhojan —llamó Mires desde abajo entre dientes.

—No planeabas irte de Vultriana hasta que dijo que quería encontrar a su madre.

—Es mi amigo, Adhojan.

—Lo sé, Mari —dijo Adhojan y se golpeó la frente—. Lo que quiero decir es que...

Mires se levantó.

—Lo que Adhojan quiere decir, Mari —interrumpió Mires y miró a su hermano de reojo—. Es que a veces solo puedes escuchar y estar ahí para él, y eso es suficiente.

Mariska iba a replicar, pero al ver las miradas serias en los rostros de los tres, desistió. Inhaló profundo para disipar su ira, realmente no quería seguir hablando de eso. Las palabras de Adhojan sonaban como si quisieran hacerla desistir de seguir en aquel viaje, pero sabía que él no dijo nada de eso... Ni Mires ni Jossuknar lo hicieron. En sus ojos encontró preocupación genuina, y al verlo así, solo quiso darse la vuelta.

—Mariska...

—Hablamos después —dijo ella y se alejó de ahí.

Sabía que la miraban, sentía sus miradas, pero mantuvo la espalda recta. Necesitaba estar sola, necesitaba calmar su rabia, necesitaba que su cerebro dejara de decirle que ellos estaban equivocados, que en parte tenían razón, y entre más pasos daba más, más se preguntaba: ¿me estoy entrometiendo demasiado? De verdad quería ayudar a Ashe, pero no sabía cómo...

Se alejó lo suficiente de la casa de Jossuknar y cuando la perdió de vista detrás de una colina, se echó entre la hierba y cerró los ojos. El sol le dio en la cara, pero no era lo que esperaba. No era como aquellos rayos cálidos que en su infancia se sentían como un abrazo y como la promesa de un mundo brillante. En aquel momento, solo eran molestos.

No recordaba mucho de esas épocas, antes de que cayera la dinastía kiránica, cuando su padre y Sibán la llevaban al desierto. No recordaba para qué, y cuando Sibán le contaba esas historias, ella no solía preguntárselo. A veces se preguntaba incluso si podía recordar el rostro y la voz de su padre, pero era difícil recordarlo a la perfección.

Lo que jamás podría olvidar eran sus chistes, los regalos que traía a casa, el olor a tinta y papel, la luz en su oficina cuando trabajaba con un mapa, aquella sonrisa que iluminaba habitaciones enteras, y como la cargaba en su espalda cuando regresaban del desierto.

Los primeros años después de su muerte fueron difíciles en todos los sentidos, en especial para la gente a su alrededor. Su ausencia era demasiado grande, había dejado cicatrices permanentes en su corazón, pero no se comparaban con las de su madre, con las de su hermana, profundamente marcadas, y tenía que ser fuerte para ellas dos. Y si no fuera por sus abuelos y por Sibán, quizá no lo hubiera logrado.

Estar en casa era sofocante esos primeros dos años. Algo faltaba. Algo se había perdido para siempre, y con su madre no queriendo salir de cama, con su hermana llorando en la noche, Mariska hacía lo posible. A veces sus abuelos iban a esa gran casa —antes de decidir mudarse—, y hablaban por horas con su madre. Era la única manera para que Mariska respirara.

Solía ir a la biblioteca del Gremio para hacer sus tareas, y aunque era una adolescente, el resto de los cartógrafos y académicos la dejaban en paz. Sibán aparecía de vez en cuando, le llevaba algo de comer, aunque estuviera prohibido. Cuando la sala de reuniones estaba vacía, le sugería ir a sentarse ahí, sola, rodeada de vitrales de colores y miles de mapas. Había días en los que se quedaba hasta tarde y Sibán la acompañaba a casa.

A pesar de su puesto y de su propia vida familiar, estuvo ahí para ayudarles con el papeleo con el que una niña no podía lidiar, incluso se aseguraba de que Mariska y Élona no bajaran sus calificaciones.

Mariska nunca cuestionó su presencia y nunca pudo negarle su ayuda. Y aunque pensó en cómo repagar aquello de muchas formas, solo podía sonreírle y dar las gracias. Después de todo, era el amigo de su padre y de su familia.

—Voy a pagar la matrícula de tu hermana y la tuya, Mariska —soltó Sibán un día.

Mariska estaba en la biblioteca del gremio, y aquellas palabras la tomaron por sorpresa. Luego de la muerte de su padre, el dinero fue un problema, y aunque Élona trabajaba a medio tiempo, y ella también, no era suficiente. Sabía que no podría estudiar como su padre.

—¡¿Qué?! —gritó Mariska.

—Shhh.

—Sibán, tu hijo es pequeño. Sabes cuánto cuesta.

—Lo discutí con mi esposa y tengo un buen puesto en el gremio, es lo que quiero hacer.

—Pero...

—Es lo que él hubiera querido. Es lo que él hubiera hecho en mi lugar...

Mariska no pudo replicar. No entendía la mirada de Sibán cuando dijo aquello.

—Si todavía quieres estudiar cartografía, yo te ayudaré en lo que necesites.

—Pero mi madre...

—Te ayudaré también con eso.

¿Por qué alguien iría a tales extremos para ayudar a los hijos de un amigo? Mariska no lo entendía en aquel entonces, era muy joven. Se preguntó si Sibán todavía recordaba a su amigo, si recordaba otras cosas de su padre, pero nunca se atrevía a preguntar y rara vez hablaban de él.

Se preguntó si él recordaba con más claridad esos paseos al desierto. Si para Sibán, la risa de su padre era una memoria más que un concepto, un recuerdo en lugar de algo que había desaparecido para siempre en el mundo.

Después de su graduación, Sibán se embriago tanto que su esposa sacudió muchas veces la cabeza. Los ojos de Sibán se perdieron en el vaso de agua frente a él y en su boca se dibujó una mueca. Mariska estaba divertida y pensó en cómo molestarlo con eso al siguiente día.

—Tu padre era un gran hombre y mi mejor amigo, Mari...

Mariska lo observó en silencio. Se quedó estupefacta.

—Si tan solo...

Mariska temió lo que diría, pero no se atrevió a moverse. Quiso escucharlo.

—Si él estuviera aquí, creo que podría perdonarme por no ir con él. Por no protegerlo.

Un nudo se ató en su garganta.

—Sibán, por favor...

—También estaría orgulloso de ti.

Mariska no pudo decir nada más. Sus ojos se humedecieron y las ganas de molestarlo con eso al siguiente día desaparecieron. Cuando el hombre se cubrió los ojos y comenzó a sollozar, Mariska entendió a la perfección sus palabras.

—No pude proteger a mi mejor amigo...

Mariska lo consoló con palmadas en la espalda y lo llevó hasta su casa. Cuando llegó ahí, su esposa negó varias veces con la cabeza y la invitó a pasar. No recordaba de qué hablaron, si repitió las palabras de Sibán o le preguntó algo de su amistad con su padre, pero su esposa sonrió mientras le servía té.

—Las amistades son tan preciosas y valiosas, Mari —le dijo ella—. Los buenos amigos son raros y hay que protegerlos.

»Sibán no te ayuda por lástima, sino porque se lo prometió a su mejor amigo.

No recordaba el resto de sus palabras, pero escuchó tintineos, pequeñas campanas y repiqueteos. Mariska abrió los ojos lentamente. No había lágrimas. Era raro que hubiera lágrimas, pero los tintineos seguían todavía en sus oídos, como las carcajadas de su padre, las palabras de Sibán o las de su esposa.

Mariska miró al cielo. El celeste infinito se convertía en naranjas y azules profundos, colores preciosos, mientras la hierba alta siseaba a su alrededor. Había pasado tiempo desde que tenía un momento a solas, pero ahora entendía por qué a Ashe le gustaba tanto recostarse en la hierba bajo un árbol en Vultriana. Solo había memorias, viento, el ocasional vuelo de un ave y los chirridos de los insectos.

No sabía cuánto tiempo llevaba durmiendo ahí, pero al incorporarse, dio un respingo al ver una forma humana hundida en la hierba junto a ella. Frunció el ceño, se inclinó hacia la persona, la hierba alta picó en sus manos al apartarla. Al ver a Adhojan, frunció más el ceño.

¿Cuánto tiempo llevaba ahí?

Adhojan abrió los ojos y Mariska gritó. Adhojan se incorporó de inmediato, pero no tuvo cuidado y su frente chocó contra la de Mariska. Ambos se quejaron y cayeron hacia atrás.

Ambos volvieron a incorporarse.

—¿Te picó algo? ¿Por qué gritabas?

Mariska seguía frotando su frente y lo miró con una mueca.

—¡¿Qué mierda?!

—Perdón... —dijo Adhojan—. ¿Te lastimé?

—¿Por qué me estás siguiendo?

—Perdón —repitió Adhojan—. Es que no sabía a dónde fuiste...

Mariska frunció el ceño aun más por una explicación.

—No quería que te picara una víbora o algo.

Mariska suspiró.

—Deberías preocuparte más por las garrapatas.

Adhojan plegó las piernas hacia él.

—¿Garrapatas?

Adhojan trató de disimular su terror. Mariska terminó carcajeando, y al verla así, Adhojan se unió y rio un poco. Mariska lo miró. Tenía tiempo que no había escuchado su risa, se quedó sin palabras.

—¿Qué?

—Nada.

Mariska le dio la espalda. No tuvo el coraje para decirle que se fuera, tal vez ni siquiera para seguir molesta con él.

—¿Qué vas a hacer ahora, Adhojan?

—Esperar a que tengas hambre para ir a comer —dijo él—. Nos están esperando.

—No me refiero a eso.

Mariska se dio la vuelta, Adhojan había tomado uno de los pastos y jugueteaba con él. Al verlo bajo la luz del atardecer, le recordó a aquellos días de antaño en la que se escapaban para ver los atardeceres mientras comían dulces de la tienda del señor Cherhá. Esos días en los que no había muchas preocupaciones, y se sostenían la mano sin entender ni un poco del mundo ni del futuro.

Su corazón se estrujo y se preguntó si él recordaba aquello. Él la miró.

—No lo sé, Mari... Ya veremos.

—No vas a volver con los kiranistas.

Adhojan hizo una mueca, negó suavemente.

—Incluso si lo hiciera, Mires me arrastraría de nuevo lejos de ahí —dijo Adhojan y sus ojos se encontraron con lo de Mariska—. Sé que lo que hice antes...

Mariska alzó la cabeza un poco.

—Sé que estuvo mal —admitió él—. Pero lo último que haría es relacionarme con ellos de nuevo, en especial después de huir.

Mariska lo observó.

—¿Fue difícil?

—¿Qué cosa?

Mariska titubeó. ¿Estaba bien si le preguntaba aquello?

—¿Vivir ahí después de cambiar?

Adhojan sonrió con comprensión ante su pregunta. Asintió y sus ojos se perdieron en las llanuras y en las montañas más allá.

—Lo fue —admitió Adhojan y replegó sus piernas—. En especial después de lo que pasó en el desierto.

Mariska no dijo nada.

—Muchos se referían a mí por otro nombre pese a que les corregía —continuó Adhojan—. Tuve que probarles que era Adhojan una y otra vez, pero fue una estupidez. Para ellos, siempre sería esa otra persona...

A pesar de sus palabras, no eran tristes ni las dijo con molestia. Era como si no estuviera hablando de él.

—¿Por eso decidiste que querías irte?

Adhojan sonrió sorprendentemente y negó.

—Sí había gente que conocía mi nombre, que me respetaba —dijo él—. Pero nos fuimos por otros motivos.

Mariska giró por completo y pegó sus rodillas a su pecho, sus ojos seguían en él, aguardó para que hablara, pero Adhojan decidió cambiar de tema.

—¿Y tú Mari? —preguntó Adhojan.

—¿Yo qué?

—¿Qué harás después de que encontremos a la madre de Ashe?

Mariska se quedó sin palabras. A cualquier otra persona le hubiera respondido que su vida continuaría igual de normal que antes. Que volvería junto a Ashe a Vultriana, a trabajar bajo las órdenes de Sibán en aquel sótano del gremio para corregir mapas, pero no pudo decir nada de aquello. Adhojan notó la duda en sus ojos, pero ella compuso una sonrisa y respondió sin sinceridad:

—Volver a Vultriana, ¿qué más?

Adhojan asintió y bajó la mirada al pasto.

—¿Qué?

—Solo recordé algo —dijo Adhojan—. Cuando eras niña decías que irías a más aventuras que tu padre cuando fueras cartógrafa.

Mariska se quedó sin palabras, lo miró fijamente. ¿Recordaba la promesa que hicieron cuando se fue? No se atrevió a preguntarlo.

—¿Qué?

—¿Yo decía eso?

Preguntó con una sonrisa nerviosa. Luego de aquella aventura con Ashe en el desierto, cuando se despidiera de Adhojan, no estaba segura de qué quería hacer después.

—Sí, y luego nos metías en problemas a todos los que te seguíamos.

Mariska sonrió ampliamente en un intento para olvidar sus pensamientos.

—¡Pero siempre te defendía!

—Como si ir a explicarle a un adulto porque decidiste subir a seis niños a un tejado fuera a salvarme del regaño...

—Dime que no valía la pena y me disculpo.

—¿Siquiera te regañaban?

Mariska carcajeó alto y claro. Por supuesto que sí, su madre la ponía a barrer y limpiar toda la casa y le prohibía salir, su padre era más permisivo y fingía que la castigaba al llevarla a su oficina al gremio a preparar la tinta para Sibán y para él. Mariska sonrió.

—¿Qué te decían tus papás, Adhojan?

Él sonrió.

—Pues decían que eras una niña con mucha energía y que tenía facilidad para meterse en problemas.

Mariska carcajeó.

—Pero que eres una buena persona, Mari —dijo él y bajó la mirada—. Me dijeron que debía ser más como tú.

Mariska se detuvo y sonrió a Adhojan antes de negar.

—Tú también eres una buena persona, Adhojan —dijo ella y le dio unas palmadas—. Sé que tus padres pensarían lo mismo.

Adhojan no pudo sostenerle la mirada. Y antes de poder reaccionar, él la envolvió en un abrazo, impulsó su cuerpo hacia ella y la aferró. Mariska se quedó estupefacta y no supo qué hacer, al final, devolvió el abrazo. Adhojan enterró su cara en su hombro.

—¿Adhojan?

Silencio. Ni lágrimas, ni sollozos, solo el calor de su cuerpo envolviéndola y su pecho alzándose y bajando contra ella. Mariska no lo soltó. Ni siquiera una década y media, y lo que fuera que vivió, podían cambiar su carácter. Le dio palmadas en su espalda.

—Mari...

—¿Estás llorando?

Mariska quiso ver su rostro, como hacía cuando eran más jóvenes, cuando él lloraba, cuando los problemas lo agobiaban y no había muchas formas de regresarlo al presente, pero él la aferró con tanta fuerza que se resignó.

—Me da miedo perderte como a ellos. No quiero extrañarte a ti también.

—¿Eh?

Adhojan no repitió sus palabras, y no era necesario que lo hiciera. Mariska se detuvo, apretó los labios. Había mil cosas que pudieron ser diferentes en su vida, miles de cosas que sucedieron en esos quince años que sin duda los cambiaron, miles de cosas que no volverían a ser lo que eran.

Adhojan continuó sin verla, de hecho, se aferró para no alzar la cabeza y se enterró más en su hombro. Mariska sintió humedad, pero lo permitió.

—Tu papá me salvó, Mari. Quiero ser una buena persona —dijo con su voz ahogada en su hombro—. Quiero protegerte, es lo menos que puedo hacer.

Mariska alzó la cabeza al cielo. El recuerdo que Dayan le mostró en el templo era una maldición y a la vez una bendición, algo que no podría olvidar y que ahora conocía. Había visto a su padre morir, pero eso no importaba. También vio a Adhojan sobrevivir.

—No le debes nada a mi padre y menos a mí, Adhojan.

Por fin Adhojan alzó la cabeza, no había lágrimas, pero sí una mirada lastimera que decía mucho, todo lo que no le dijo desde que se vieron en el Festival de Flores de un año atrás. Amargura, arrepentimiento, preocupación.

—Me preocupa que te pueda suceder por ayudar a Ashe.

—Lo sé, lo has dicho muchas veces —dijo ella y suspiró—. Pero es mi decisión hacer esto, Ashe es mi amigo.

Adhojan dejó que siguiera.

—Sé que quizá... quizá debería pensar más en mí —dijo ella—. Pero tengo miedo, Adhojan.

Él apretó los labios y Mariska acercó sus dedos a su mejilla. Él se recargó contra ella y tomó su muñeca. Mariska se sintió mareada y tuvo que pensar de nuevo lo que estaba diciendo.

—Tú tienes miedo a perderme, lo entiendo. Pero yo tengo miedo de perderlos, de perderlo a él y de perderte —admitió ella y Adhojan la soltó—. Sin duda nos vamos a enfrentar a otras cosas, y las superaremos.

»Pero, cuando acabe este viaje, ¿a dónde irá Ashe? ¿A dónde irás tú?

Mariska soltó a Adhojan.

—Sé que es tonto, pero me gustaría que todos volvamos a Vultriana y vivamos ahí.

—Mariska...

Ella suspiró, sonrió ampliamente y se levantó. Sacudió sus pantalones y le tendió una mano a Adhojan.

—Vamos a comer, nos están esperando.

Adhojan aceptó la mano y lo ayudó a ponerse de pie.

—Sigo molesta todavía, ¿eh? Que eso quede claro.

Adhojan sonrió un poco y se dirigieron a la casa de Jossuknar.

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