8 Susurros

Cocinar el contenido de las latas era lo más desagradable que Karin había tenido que hacer en los últimos meses, sin tomar en cuenta el asesinar personas infectadas, por supuesto. El olor a químicos, a rancio y a miles de cosas más que estaban lejos de parecer naturales pero que habían sido inventadas para conservar el alimento, se le metía en las fosas nasales y se quedaba ahí por horas.

Había elegido cocinar un guiso de verduras enlatadas al sentir que Rodolfo, su pequeño hermano, y Geneve, necesitaban los nutrientes. El nuevo refugio que habían elegido tenía gas por tanque y había querido la suerte que el cilindro estuviera casi lleno, por lo que podrían racionarlo con cuidado para que durara algunos meses más, al menos hasta que acabara el invierno. De los tres adultos (cuatro, si se tomaba en cuenta a Kaltos, que siempre desaparecía en el día), Fred era el cocinero estrella; decía haber trabajado en los mejores restaurantes del país y haber recibido cientos de elogios y estrellas por parte de críticos importantes. A Karin, sin embargo, no le gustaba sentarse a mirar cómo los demás hacían las cosas y se había ofrecido a ayudarlo esa tarde.

-Agregas el puré de tomate al final -estaba indicando Fred cuando Karin dejó de mezclar las verduras dentro de la cazuela-. Lo que daría por vegetales frescos.

-Y yo -suspiró ella-. Pero es lo único que hay.

-Gracias a Kaltos.

Sí, gracias a él. A que se desaparecía todo el día para buscar suministros y rara vez aceptaba comer junto a ellos. Kaltos decía que merendaba durante sus búsquedas y que no veía justo tomar de más, pero Karin sentía que era otro el motivo, solo que no sabía cómo averiguarlo ni interpretarlo. Había algo extraño en él que cada noche se acentuaba en su manera de hablar y de actuar, pero sobre todo en la forma en la que veía y escuchaba con la templanza de un felino al acecho. Estaba siempre un paso adelante de lo que la gente pensaba. Era misterioso, con pies de aire y una actitud espontánea que aligeraba los ambientes tensos. Rodolfo y Lex se llevaban muy bien con él y Fred parecía encantado con sus temas de conversación. A simple vista, podía pasar por cualquiera y al mismo tiempo brillar por su unicidad. Y, había que admitirlo, tenía un rostro muy atractivo. Aunque eso era lo menos le importaba a Karin en ese momento.

No estaba para pensar en cosas como esas.

-Le he dicho que no es necesario que se vaya todo el día y se exponga al peligro de esa forma -continuó hablando Fred mientras hacía su magia sobre la sartén.

Karin se hizo a un lado para observarlo trabajar. Desde ahí tenía vista al patio de la casa que habían elegido tomar como refugio temporal. Había sido la mejor opción por estar rodeada de una gruesa cerca de madera de casi dos metros de altura y tener cancel de metal, además de que la zona había tenido el menor número de infectados merodeando luego de que Karin memorizara los sitios con más actividad en sus últimas incursiones. No se sentía segura, y no pretendería lo contrario, pero si se mantenían en silencio y salían lo menos posible, quizás podrían disfrutar un poco más de las pequeñas delicias que ahora hacían de la vida un paraíso, como el gas para cocinar, una habitación para cada uno y poder sentarse en el porche de la entrada a tomar el sol durante la tarde. Solo debían ignorar los gemidos y los susurros de los infectados, que durante la noche se volvían algo verdaderamente espeluznante.

-Es muy raro -dijo Karin, ofreciéndole el bote de sal a Fred cuando lo miró buscarlo. Kaltos -añadió tras notar cómo la miró el hombre-. Jamás quiere comer con nosotros y siempre parece estar inmerso en su propio mundo. La única vez que habló de sí mismo, mencionó que estaba buscando a su hermano, pero que no sabía por dónde empezar. Por lo demás, es como una caja fuerte.

Fred asintió.

-Me comentó que tenía algunos años sin verlo. Sus motivos tendrá para ello. Es comprensible que después de lo que ocurrió quiera reencontrarse con él. El mundo se fue al carajo y no queda más que aferrarse a lo único que nos queda, y eso son las personas.

Karin torció un poco la boca, contemplativa. La comida olía estupendo gracias a las especias que Fred había encontrado y añadido como todo un maestro, pero el malestar que Karin sentía en el estómago le hizo imposible disfrutar de ese pequeño lapso de complicidad y calma.

-Es probable que esté muerto -dijo sin tacto alguno-. Si no sabía de él antes de la pandemia, no creo que averigüe mucho ahora que... tú sabes, todo se fue al carajo.

-Sí, también lo pienso así, pero no debemos ser nosotros quienes le arrebatemos la fe -opinó Fred mientras batía la cuchara de madera sobre el guiso.

Karin suspiró, acomodándose el cabello detrás de la oreja.

-En este caso, su fe es peligrosa. Podría conducirlo a la muerte. Tantas excursiones. Tanto misterio y riesgos. Llegará el día en el que no tenga tanta suerte ni sea tan rápido como él cree y... Dios, esos monstruos están por todos lados. -Se recargó en el filo de la mesita de la alacena, cruzándose de brazos-. No sabemos de él por horas. ¿Qué hará si un día necesita ayuda?

No le gustó la miradita de reojo que Fred le lanzó, mucho menos su sonrisa.

-Ya te preocupas por él, ¿eh?

Karin torció los ojos con fastidio.

-No de la manera en la que estás implicando. Ni siquiera lo conozco. Me parece un hombre extraño y demasiado arriesgado. Aparece de la nada y siempre adivina lo que estamos pensando, pero no quiero que le pase nada malo, aunque sea espeluznante.

Fred se rio y apagó el fuego.

-Sí, con respecto a eso último, también siento algo igual. -Se encogió de hombros-. Solo es un muchacho bastante intuitivo y muy inteligente, es todo. Y también temerario. Salir todo el día para conseguir suministros para una bola de extraños no lo hace cualquiera.

-Hola. Hasta antes de que él llegara lo hacía yo. De nada -refunfuñó Karin con una sonrisa un tanto tiesa.

El hombre ensombreció un poco su expresión.

-Sí, y Rodolfo la pasaba todo el día mal de los nervios. Ese pobre niño está a una ausencia tuya más de tener un ataque de pánico.

Pero no tenían más opciones, ¿o sí? Si no se salía a buscar comida, se moría de hambre, y si se salía a buscar comida, se podía morir devorado por la gente enferma. La diferencia entre una y otra cosa radicaba en que se podía morir luchando por sobrevivir, o morir por derrota moral y emocional. Rodolfo debía entenderlo en algún momento, y para ello Karin se propuso hablar de nuevo con él.

Miró de nuevo por la ventana mientras Fred le daba los toques finales a su platillo, y puso una mueca. En el patio estaban Geneve y Lex, que era solo un poco mayor que ella, sentados en el porche. Karin les había dejado perfectamente claro a todos y cada uno de ellos que no debían salir al patio para hablar. Los infectados tenían muy buen sentido del oído y podían escuchar hasta el mínimo crujir de una rama a decenas de metros. Además de que le alarmaba la cercanía que Lex y Geneve estaban desarrollando. Si bien no había mucha diferencia de edad entre ambos, Lex seguía siendo más grande que ella por tres años, y también mayor de edad.

Aunque no fueron los muchachos sonriendo como tontos en el porche lo que sacudió y activó las alarmas de Karin en ese momento, lo fue la pequeña figura peluda de color anaranjado que brincó hacia la cima de la barda de madera y que se pasmó a mitad del movimiento, clavando sus fríos ojos amarillos en la joven pareja. Fue como si el tiempo se detuviera en un segundo y el mundo comenzara a girar en torno a Karin y el gato. El viento dejó de soplar y sacudir la ventana, la voz de Fred se perdió al fondo y el trino de los pájaros se silenció, sembrando una quietud de camposanto alrededor del que hasta hacía unos minutos había sido un hogar de fantasía.

El grito se atoró en la garganta de Karin, incapaz de romper el nudo que casi le impidió respirar. Atinó a dar únicamente un par de pasos hacia un costado, escuchando de soslayo el rumor rasposo de su propia respiración y el palpitar violento de su corazón retumbarle como un martillo en las sienes. Entonces una mano convertida en garfios torcidos atrapó al gato y los maderos de la barda explotaron en una lluvia de pequeñas astillas.

Para el momento en el que Geneve y Lex se pusieron de pie, la figura encorvada y amoratada de un hombre con facciones deformes estaba ya en el interior del patio, triturando al agonizante gato entre sus manos; masticó con fuerza al pobre animal, chorreando sangre y vísceras hacia el suelo, mientras balbuceaba tonterías ininteligibles.

Fue ahí, cuando la criatura antes humana, miró al cielo para proferir un alarido bestial, que Karin recuperó el sentido con un sobresalto. Las sensaciones de su cuerpo pulsaron de regreso, sus sentidos se espabilaron. La adrenalina dio un golpe tan poderoso en cada uno de sus músculos que el tiempo se ralentizó a su alrededor cuando en medio de una larga exhalación miró a Geneve y a Lex retroceder lentamente hacia la puerta aún abierta de la casa. Dieron un paso por cada gota que chorreó del cuerpo que el infectado trituraba entre sus fauces, un respiro por cada segundo de silencio en el que se acercaban más y más a la posibilidad de salvar la tarde esfumándose discretamente.

Hasta que otro golpe hizo estallar los restos de la barda en una lluvia de clavos, lodo y astillas, y más y más infectados entraron al jardín en tropel, empujándose unos a otros; gruñendo, gimiendo, gritando. Sus manos viajaron rápidamente hacia el cuerpo del gato para empezar a forcejear por él y lo destrozaron en el acto, disparando una brisa de pelusa dorada que se adhirió al aire y los distrajo por un momento de voltear hacia la casa, donde los adolescentes continuaron retrocediendo mientras una gruesa gota de sudor resbalaba por la sien de Karin.

Entonces una madera rechinó bajo el pie de Lex, varias cabezas con expresiones deformadas, fauces ensangrentadas y ojos enloquecidos se volvieron hacia ellos, y todo se fue al carajo.

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