7 Susurros

El cielo aún estaba difuminando los últimos destellos del atardecer cuando Kaltos salió a buscar alimento para los humanos. Tenía poco más de una semana haciéndolo. Gracias a ello, Karin y sus acompañantes habían recuperado fuerzas y Kaltos había podido alimentarse discretamente de ellos, haciéndolo tan rápido e indoloro que nadie había notado nada. El niño era el único al que no tocaba debido a su pequeño tamaño.

El cielo aún destellaba de rojizos y purpúreos, almidonado apenas con unas cuantas nubes solitarias que se deslizaban suavemente al ritmo del viento que las empujaba. Kaltos se vio reflejado en un charco que evitó pisar. Había llovido con fuerza toda la tarde. Las corrientillas de agua aún corrían por las canaletas de la banqueta y el asfalto estaba inundado donde las trincheras y las explosiones habían formado boquetes. Los cadáveres despedían un olor peor ahora que estaban atiborrados de agua. Algunos incluso habían perdido sus facciones y yacían expuestos a la intemperie, desfigurados por las aves de rapiña que durante los últimos meses se habían dado un festín.

Kaltos había retomado sus costumbres de no dejarse ver por los humanos. Había sobrevivido así durante sus primeros años como ser de la noche, más de setecientos años atrás. En aquellos siglos, la gente había sido muy susceptible a las maldiciones y las leyendas. Se habían abocado en cazar y destruir a todo aquel que consideraban diferente. Luego la historia se había repetido doscientos cincuenta años después, con el inicio de la inquisición. Hoy solo no quería mostrarle a nadie que podía caminar en medio de la calle sin llamar la atención de los susurrantes.

Karin se veía constantemente interesada en obtener respuestas. No desconfiaba de él tanto como al inicio, pero no concebía que Kaltos desapareciera la mayor parte del día para regresar en la noche cargado de provisiones y suministros que le habían facilitado la vida a su familia. Había ocasiones en las que la atrapaba pensando en todo lo que podía ser él y cómo podía representar un peligro para su vida. Por su mente humana jamás cursaba el pensamiento de lo que sí era. Un vampiro. Un ser maldito. Una fantasía escrita en libros y filmada en películas cuya existencia era muy real, pero no tan fantasiosa ni romántica.

Se alimentaba de sangre y era susceptible al sol. Lo primero era asqueroso para cualquiera. Lo segundo solamente deprimente.

Ese día, los susurrantes estaban más inquietos que de costumbre. Kaltos los evadía con presteza, eligiendo callejones alternos y calles no muy infestadas al buscar locales abandonados. Los que lograban acercarse, lo hacían con la esperanza de darse un bocado con su carne, pero desistían tan pronto lo olfateaban y detectaban eso en él que les era tan desagradable como para evitar comérselo. Por mucho que lo pensaba, era incapaz de encontrar la respuesta. Aunque sus sospechas lo habían llevado a pensar aberraciones que implicaban tanto a los humanos científicos y a su hermano desaparecido.

Quizás Damus no era el único extraviado de su especie, pero sí era el único que a él le importaba encontrar.

Un grito al otro lado de la calle lo llevó a mirar algo curioso. Dos susurrantes estaban enzarzados en un torpe intercambio de manotazos y forcejeos. Quizás ni siquiera eran conscientes de lo que hacían, pero no desistieron hasta que uno de ellos, un hombre robusto de brazos largos, tropezó y cayó sobre su espalda, donde se retorció como un gusano expuesto al sol. Lo más sorprendente ocurrió cuando los que veían la escena, alrededor de diez o quince de ellos, se le lanzaron encima y comenzaron a devorarlo. Kaltos miró con asco y fascinación cómo las vísceras y los miembros del susurrante eran lentamente arrancados de su cuerpo hasta que solamente quedó el tronco, de donde continuaron arrancando pedazos.

Increíble. Podían comerse entre ellos entonces. La pregunta era por qué no lo habían hecho aún. ¿Qué los frenaba de extinguirse entre ellos ahora que los humanos sanos escaseaban?

La noche anterior Kaltos se había enfrentado a un dilema similar, cuando en búsqueda de víveres y artículos de limpieza, se había encontrad con un alcohólico que huía despavorido de los susurrantes. Lo habían arrinconado en un callejón sin salida, finalizando la persecución bajo una fina capa de lluvia que lo había humedecido todo al instante, solo para terminar perdiendo su presa ante el vampiro que se lanzó a capturarla primero. Kaltos no lo había pensado, ni siquiera se había molestado en averiguar su nombre. Había sujetado al humano entre sus brazos para saltar con él hacia el andamio de lámina que colgaba del segundo piso de uno de los edificios, y ahí se había alimentado de él, tomando hasta la última gota de su sangre.

Se había sentido bastante bien después de eso, y había optado por no alimentarse de ningún miembro del equipo de Karin.

No podía ponerlos en riesgo diariamente, por lo que debía esperar días antes de volver a alimentarse de ellos. Esas esperas solían ser exasperantes. Molestas. No podía pensar en nada más que en la sangre que su cuerpo aclamaba a gritos mientras se debatía contra la urgencia por seguir buscando a su hermano.

Damus había logrado comunicarse muy poco con él en todo ese tiempo. La mayoría de sus conexiones mentales eran difusas y bastante escalofriantes. No mostraba sitios en específico ni respondía preguntas, solo manifestaba el dolor que sentía, que alguien más le estaba causando, mientras susurrante al fondo de la mente de Kaltos, suplicando por que todo se detuviera. Sus deseos de morir eran tan apabullantes que Kaltos regresaba a la consciencia frenético, sin saber cuál dirección tomar para echarse a correr y ayudarlo.

Después de eso, Damus no volvía a comunicarse por él a veces por días, dificultando un poco más triangular su ubicación. Había unas cuantas cosas que Kaltos podía distinguir de las imágenes que su hermano le transmitía, sin embargo. El ambiente médico era una de ellas. No veía rostros en específico, pero sí instrumental médico. Había también lámparas, manos enguantadas y batas. El terror se reservaba aparte, cuando las luces se encendían y la carne de Kaltos, que sentía a través de su hermano, comenzaba a quemarse.

Kaltos ya había investigado Palatsis de arriba abajo en las últimas noches mientras buscaba suministros, pero no había encontrado instalaciones científicas por ningún lado. Había incluso sondeado las mentes de algunos infectados para intentar localizar algún sitio entre sus recuerdos. Lo más lejos que había llegado había sido el descubrir una clínica clandestina de cirugía plástica donde habían muerto algunas personas y nadie lo había sabido. Lo demás estaba plagado de recuerdos violentos donde abundaba la sangre, el odio y la bestialidad.

Salió a la calle tras unos cuantos minutos de deambular entre los callejones de las zonas más pobladas de Palatsis, y entró a un local de refacciones cuya puerta estaba abierta. Adentro, una mujer con el cabello enmarañado y la ropa desgarrada le daba la espalda. Habría pasado por una persona normal leyendo los anuncios de la pared de corcho, de no ser por el terrible estado de su cuerpo y el hedor que expelía. Al escuchar que Kaltos se acercaba, la criatura se convulsionó y torció la mitad del cuerpo hacia él, mostrando un rostro desfigurado que ensanchó su boca y que escupió sangre mientras los murmullos abandonaban sus labios. Fue solo un momento en el que ningún entendimiento brilló en sus ojos velados, después, tal y como sucedía con los demás, perdió el interés en él y regresó el rostro al frente.

-¿Trabajabas aquí? -preguntó Kaltos tranquilamente. Se dirigió al estante donde estaban enrolladas las cadenas. La mujer reculó ante el sonido de su voz, levantó la cabeza y gimió. Sus manos, llenas de sangre seca, se estiraron al frente para comenzar a arrancar los anuncios-. Quizás podrías ayudarme diciéndome dónde están los candados... ¿no?

-Ssss... los niños... -susurró la fémina, tirando un par de dentelladas al aire-. Cuida a los niños... los niños...

Kaltos giró el carrete de la cadena más gruesa que encontró y comenzó a tomar medidas antes de tomar unas gruesas pinzas para cortar. Otros dos susurrantes, atraídos por el ruido, entraron en carrera a la ferretería y se le lanzaron encima. Kaltos apenas los miró de reojo cuando se detuvieron, gimieron casi con decepción arrojándole un humor nauseabundo a la cara, y se pusieron a merodear dentro del local, murmurando tonterías.

-Están durmiendo... los niños -continuó susurrando la mujer.

-Es mejor que los recuerdes así, durmiendo.

-Shhhh, los niños duermen... shhhh...

Kaltos guardó la cadena dentro de la mochila que cargaba en los hombros, buscó los candados y salió del local en cuanto consiguió todo, seguido por los dos intrépidos susurrantes no mayores de veinte años que echaron a correr en dirección al graznido de un cuerpo que voló al otro lado de la avenida. Pocos segundos después, también la mujer del interior de la ferretería siguió el sonido y la calle se quedó sola.

Kaltos se topó con varios de ellos durante su búsqueda, algunos descansando inmóviles entre las sombras. Otros, los más frenéticos, se le lanzaban encima en cuanto lo veían aparecer. Ninguno lo atacó, aunque un par de ellos se acercaron tanto que al empujarlo lo hicieron tropezar. La mayoría de los locales y casas en el centro de Palatsis ya habían sido saqueados, aunque no en su totalidad. Kaltos era bueno encontrando las cosas que habían dejado atrás y aún funcionaban. Así fue como encontró un pequeño mercado que milagrosamente aún tenía vidrios en las ventanas y la puerta giratoria intacta. Entre los estantes aún había varias latas y envoltorios que habían escapado al ojo humano. Para esas alturas eran pocos los que se atrevían a internarse a esa zona dada la gran cantidad de susurrantes, por lo que quizás nadie regresaría a husmear.

Bajo la atenta mirada de los susurrantes que habían empezado a acumularse al otro lado de los vidrios, Kaltos llenó la mochila con lo más indispensable, incluidas dos pequeñas botellas de agua que localizó debajo de un estante derribado. Miró por ahí un paquete de gomitas de azúcar que pensó rápidamente para Rodolfo, y analgésicos que llevó para Fred. El resto fue arrojándolo al interior de la mochila sin detenerse a inspeccionarlo mucho.

Puso una mueca al mirar el reloj en su muñeca. Estaban por dar las ocho de la noche. Tenía el tiempo contado para regresar al refugio, responder las interrogantes de los humanos y volver a salir a merodear en busca de pistas que lo llevaran a su hermano. Había por ahí un par de lugares que aún no visitaba, como la base militar en las afueras de la ciudad y el centro de investigación marina, que tenía casi descartado al haber visto por fuera las hordas de susurrantes que deambulaban por sus patios.

Estaba a punto de salir del local cuando el ronroneo de un motor, y el posterior alumbramiento de unos faros detallando la mugre de la ventana, lo hizo detenerse. Se ocultó parcialmente detrás de una de las repisas para mirar. Agudizó el oído y esperó. Lo primero que ocurrió fueron las explosiones de las cabezas de los infectados que dejaron gruesas espirales y salpicaduras de sangre en los vidrios, después vino el sonido de pasos toscos atronando sobre el cemento terregoso de la banqueta y el murmullo de vida sana. Al menos seis hombres hablaron entre ellos mientras Kaltos auscultaba su alrededor en busca de una salida alterna.

Para el momento en el que los humanos entraron a la tienda, él se deslizó silenciosamente hacia la bodega, desde donde observó, oculto entre las sombras. Podía ver perfectamente a través del plástico salpicado de sangre que separaba el almacén del área de refrigeradores de cuyo interior emanaba uno de los hedores más insoportables para alguien que, como Kaltos, tenía el olfato tan fino.

-¿Hola? -dijo uno de los invasores. Era un hombre alto, de piel oscura, complexión fornida y vestimenta militar. Podían pasar los años, pero ese tipo de indumentaria rara vez cambiaba-. ¿Hay alguien aquí?

-Creí que sí porque los cabrones locos estaban mirando hacia adentro -dijo alguien más, una voz femenina. Era más baja que el resto pero vestía igual. Tenía el cabello rojo, la piel clara y unos cuantos kilos de más que ensanchaban su cuerpo de manera agraciada-. ¡Hola! -exclamó con un chillido-. No te haremos daño, puedes salir.

Kaltos no descubrió nada interesante en sus mentes tras comenzar a leerlas. Venían de un refugio organizado y grande. La base militar de Palatsis. Justamente uno de los lugares que Kaltos quería visitar en busca de su hermano. Lo curioso era que no recogieran civiles para ponerlos a salvo. Karin le había contado vagamente a Kaltos que preferían evitar relacionarse con el ejército. Las pocas veces que lo habían hecho, habían tenido que ceder sus posesiones y huir para evitar que los militares varones se propasaran con las mujeres.

Eran despreciables, pero humanos en su imperfección.

-Carajo, dejaron muy poco -dijo un tercero. Tomó una lata de soda para arrojársela a la mujer, que la atrapó en el acto y la guardó en uno de los bolsillos de su pantalón de camuflaje-. Iré a investigar la parte de atrás. Si hay alguien escondido...

Lo mataré rápidamente, leyó Kaltos en sus pensamientos.

El humano levantó el rifle, dejando a los otros dos inspeccionando la parte frontal de la tienda. Sus pasos fuertes y seguros rechinaron el material de sus botas sobre la sangre y la mugre secas del suelo. Kaltos siguió uno a uno sus movimientos desde la oscuridad. Podía ver cada uno de sus rasgos perfectamente, y escuchar el poderoso latido de su corazón.

El hombre entró a la bodega después de encender una lámpara que se colgó en el pecho y otra más que encendió en la frente de su casco. Muy atento a los sonidos, presto a distinguir siluetas y formas entre las repisas semivacías que atiborraban los pasillos, pasó frente a Kaltos, dejando en el aire la estela de su humor a miedo y el sudor de días. Sus cuerpos a punto de rozarse tomaron direcciones diferentes cuando Kaltos dejó su mochila oculta en un rincón y lo siguió desde el otro lado de los estantes, amoldándose a la oscuridad para evitar los destellos de la lámpara. Leía los pensamientos de la criatura como un libro abierto. Nada interesante.

Una gota de sudor resbaló por el cuello del humano y fue a perderse en el cuello enmugrecido de su uniforme, bajo el apretado tirante de su chaleco antibalas. Estaba perfectamente entrenado, pero su humanidad ralentizaba sus pensamientos. Los traicionaba. Kaltos se sentía extasiado por el miedo que podía sentir en él. Lo atraía como el dulce aroma de la muerte a las bestias.

Salió de su escondite, cerniéndose sobre la espalda del humano. El rifle apuntó a la izquierda, contra una pila de galones vacíos, y luego a la derecha, contra un refrigerador sin puertas en cuyas rejillas interiores descansaba el cuerpo seco de una rata. La mano de Kaltos se congeló a milímetros de tocar el hombro del humano cuando este se giró de imprevisto. Sus sorprendidos ojos verdes se ensancharon con tanta sorpresa que la mano se le paralizó en el gatillo del arma y no atinó a nada más que abrir la boca en una exclamación muda antes de que una sucia boca de dientes chuecos se cerrara en torno a su cuello para arrancarle un pedazo entero de carne.

Kaltos se vio tan sorprendido como él cuando la sangre le salpicó el rostro. Detrás del humano, apareció la expresión deformada de un susurrante. Sus manos delgadas, de dedos alargados como garras, se aferró a su cabeza para sostenerse mejor, hasta que el humano finalmente reaccionó. Gritó primero, forcejó después, sacudiéndose ante Kaltos para quitarse al susurrante de encima. Cuando lo logró, lo arrojó al suelo, donde lo pateó un par de veces antes de descargar todo el parqué de su rifle sobre él.

El escándalo atrajo rápidamente a los otros dos soldados. Para el momento en el que entraron, Kaltos estaba de nuevo oculto. Podría matarlos a todos sin problema alguno, pero decidió esperar.

-Oh, Dios mío, Dan -murmuró la mujer, mirando el reguero de sangre que brotaba de la herida del cuello del otro soldado. Kaltos merodeó alrededor, humedeciéndose los labios para limpiar la sangre que lo había salpicado-. Es...

-Estoy jodido, ¿crees que no lo sé? -gimió Dan, el soldado herido, con una mano cubriendo su herida. Sus pensamientos, aunque frenéticos, comenzaron a ponerse muy interesantes. Hicieron a Kaltos detenerse-. ¡Estoy jodido! ¡Y todo es culpa de ese cabrón!

-¿Qué cabrón? ¿De qué hablas? -continuó preguntando la mujer. El otro soldado se mantuvo en silencio. Pensaba en la mejor manera de acabar con su compañero infectado y largarse de ahí cuanto antes-. ¿Dan, qué pasó?

-¡Apareció un cabrón de la nada y me distrajo! ¡Eso pasó! ¡Tenía los putos ojos más raros que he visto en mi vida! ¡Brillaban, estoy seguro de ello! ¡Y quería joderme! Pero el cabrón caníbal le ganó y... Dios... Dios... estoy jodido... Estoy jodido. ¡Estoy jodido, mierda!

Los dos soldados sanos intercambiaron una mirada entre ellos que no pasó desapercibida para Dan ni para Kaltos. Como si de pronto supieran que él estaba ahí, levantaron la guardia y activaron sus rifles, pero no hicieron ningún movimiento más allá de mirar a su alrededor, como si sus ojos mortales pudieran penetrar las sombras. Por un momento, los ojos de la humana se cruzaron con los de Kaltos, pero eso solamente él lo supo.

Habían creído en su existencia al instante, sin más explicaciones que una breve descripción de lo que Dan creía haber mirado. Kaltos esperó un poco más, resistiendo la urgencia por salir a auscultar sus mentes a detalle. Había ocasiones en las que las criaturas hablaban mejor sin presión de por medio.

-¿Qué otro cabrón era ese, Dan? -preguntó la mujer con más tranquilidad-. ¿Puedes describirlo?

-No lo sé. Era alto... No pude ver su cara muy bien porque la luz se reflejó en su cara y me deslumbró, pero estoy seguro de que sus ojos eran los malditos ojos del diablo. Iba a atacarme, pero algo me dijo que volteara y pude verlo antes de que lo hiciera. Ahí fue donde la otra puta mierda me agarró por la espalda y me mordió, y... Oh, Dios mío, estoy jodido -repitió Dan entre gemidos y sollozos-. Estoy jodido.

-Dan, concéntrate -dijo la mujer-. ¿Te dijo algo?

-No, solo se esfumó antes de que ustedes llegaran.

Kaltos sonrió. Volvió a moverse silenciosamente entre los bultos, las repisas y las cajas cuando los otros soldados se dieron la tarea de alumbrar en cada rincón. Al no encontrar nada, devolvieron rápidamente su atención hacia el herido. El vampiro se detuvo justo detrás de ellos, sobre la base de uno de los refrigeradores alineados.

-¿Creen que sea una mierda de esas, pero evolucionada? -preguntó Dan con un gimoteo.

-Algo así -respondió el hombre de piel oscura.

Después levantó su arma y disparó. El relámpago iluminó la figura de Kaltos, que Dan alcanzó a mirar antes de proferir un chillido ahogado y caer al suelo sin vida. Una lástima el desperdicio de sangre.

-Debemos informárselo al General -dijo el asesino, colgándose el rifle en el hombro, mirando a su compañera recuperar el rifle de Dan-. Si es otro de esos cabrones chupa sangre nos darán una recompensa enorme por la información.

-Sería mejor si pudiéramos llevarlo al cuartel nosotros mismos -chistó ella.

Kaltos se contuvo de saltarles encima ante eso último escuchado. Y por mucho que intentó escarbar en la mente de ambos, no encontró nada importante excepto breves avistamientos de lugares a los que normalmente iban a cazar susurrantes, calles que patrullaban día y noche, rostros que añoraban volver a ver, y las instalaciones del cuartel donde vivían, que no eran para nada similares al sitio donde Kaltos había a Damus encerrado en sus alucinaciones. Sí miró, sin embargo, la figura alta y elegante de un hombre vestido con uniforme de oficial que generó un rápido interés en él.

-Quiso atacar a Dan y el zombi le ganó -dijo la fémina, mirando con pena el cuerpo sin vida de su compañero-. Sé que asesinarlos una vez que se infectan es lo más prudente, pero cada vez se hace más difícil.

-Prudente no, es piadoso -gruñó su compañero, echando a andar hacia la salida después de arrancarle el casco al soldado muerto-. Vámonos. Sea lo que sea que Dan haya visto, lo descubriremos en las grabaciones.

Dejarlos ir fue difícil. Kaltos se debatió entre interrogarlos a fondo o simplemente asesinarlos para alimentarse de ellos, pero decidió por lo que le pareció más sensato en pos de generar un interés en él que podría llevarlo a averiguar sobre su hermano. Si los humanos creían ya en los vampiros como seres tangibles y no invenciones salidas de cuentos de fantasía, era probable que estuvieran implicados en la desaparición de Damus.

No lo sabía a ciencia cierta, pero lo sospechaba. Todo aquello que había visto en las mentes de los soldados una vez que habían comenzado a pensar en él habían inyectado más dudas que respuestas en Kaltos.

Se caló la mochila y salió a la parte frontal del local, desde donde escuchó el motor del vehículo encenderse. Las luces de los faros frontales del todo terreno volvieron a destellar contra la película de sangre impregnada en las ventanas y se alejaron. Solo entonces, Kaltos salió a la calle e ignoró el paso apurado de los susurrantes que se acercaron a olfatearlo. El vehículo pasó de largo dos cuadras y dobló a la derecha en una esquina, dejando atrás a la horda de criaturas que se vio inmediatamente atraída por el ruido.

Una gota le cayó en la mejilla. Kaltos se maravilló de la velocidad de la naturaleza para manipular sus estaciones. La tarde despejada era ahora una noche cargada de nubarrones amarillos. Un rayo formó un zigzag en el aire, perdiéndose al otro lado de las figuras tenebrosas de los edificios, y el rugir de un trueno sacudió la tierra, haciendo recular a los susurrantes.

Pocos segundos después, la tromba que se desató sobre la ciudad de Palatsis empapó a Kaltos de pies a cabeza. Odiaba el frío y la humedad, pero sobre todo la sensación de vacío que le quedó en las entrañas al darse cuenta de que los humanos estaban un paso adelante de él.

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