5 Susurros
Kaltos siguió a ambas mujeres hacia su refugio. Con su sed saciada tras beber la sangre de Joseph, sus mente pudo enfocarse en trazar un plan que lo mantendría vivo y alimentado en lugar de lanzarse a la yugular de las humanas. Se preguntaba constantemente si la infección tenía en realidad familiaridad con la maldición que los había condenado a él y a su hermano a la oscuridad de la noche. Hasta antes de que todo se fuera al carajo, Kaltos había sabido de la existencia y el nombre de muy pocos como él. Casi todos se ocultaban. Pasaban desapercibidos. Nadie confiaba en nadie.
Los susurrantes, en cambio, tendían a formar manadas. Lo devoraban todo a su paso... excepto a él. Era difícil no pensar que había un motivo muy turbio detrás del por qué lo pasaban de largo cuando lo olían. Se acercaban a centímetros de su rostro y posaban sus ojos velados en él para decir más con su acechante silencio que con los pensamientos violentos y desordenados que proyectaban sus mentes desechas.
Kaltos los había mirado destrozar personas con la misma facilidad de una manada de hienas. El chasquido de la carne abriéndose ante el poder de los dedos que como garras la destajaban era impactante aún para él. No era algo que una persona condenada a la noche eterna como él y sus congéneres hiciera ni siquiera en sus momentos más oscuros.
Pero si había una ventaja en la obnubilación de las criaturas enfermas, era su falta de atención y su incapacidad para enfocar sus sentidos como lo hacían los cazadores. Seguían los sonidos por instinto. Atacaban y mordían cuando lo que olían les gustaba, pero no eran capaces de planificar. Habían perdido la capacidad de pensar.
Evadirlos mientras se dirigían al refugio del que había hablado Karin fue fácil. Kaltos colaboró para mantener a ambas humanas lejos de las calles y avenidas más infestadas metiendo pequeñas ideas en la mente de Karin. Sutiles pensamientos que avivaban la potencia de sus instintos y la hacían elegir correctamente el camino. Kaltos había decidido que las quería con vida para aprovechar su sangre en el futuro. Podía no matarlas si no quería, solo debía beber con cuidado y alimentarlas muy bien. Podría encontrar más rápido a Damus si dejaba de preocuparse por la sangre.
No le gustó la ubicación del refugio. Las calles se hacían cada vez más ruinosas y oscuras conforme avanzaban. Entendía la lógica de esconderse en sitios inhóspitos para evitar la intrusión de los infectados o de otros sobrevivientes indeseados, pero eso también complicaba la ruta de escape. Kaltos podía hacerle compañía al grupo durante la noche. En el día tendrían que valerse por su cuenta.
Miró a Karin mientras caminaban por la banqueta, encorvados y silenciosos. Ambas mujeres respiraban con agitación. Su transpiración perlaba ligeramente sus rostros. Su premura a mantenerse serenas era admirable. Aun en Geneve, que tenía poco más de una década en el mundo. Lamentaban la pérdida de Joseph y se preguntaban constantemente si llevar a Kaltos con ella no sería una mala idea.
Sí, lo era, pero no les costaría la vida. No mientras él lo quisiera así.
Evadieron una calle rebosante de criaturas enfermas al pasar por el interior de un autobús que había quedado varado en el centro de una intersección. El conductor se pudría en su asiento, devorado hasta el centro de la cabeza, lo que muy seguramente había impedido que se reanimara como los demás. De un momento a otro, los susurrantes estaban por todos lados; oteaban el aire al levantar sus cabezas, torcían los ojos como ningún ser humano normal podría, y agitaban sus brazos en el aire mientras aclamaban nombres y lugares a los que jamás volverían.
Kaltos sostuvo a Karin del brazo para evitar que cruzara la siguiente calle. Se la llevó en volandas, a ella y a Geneve, hacia un montículo de bolsas negras apiladas, donde las enterró hasta el fondo mientras él trepaba ágilmente por el borde suelto de un andamio. Tres infectados caminaron con torpeza por la calle en ese momento, frente a la entrada del callejón. Uno de ellos se detuvo y Kaltos se deleitó con el fuerte retumbar del corazón de ambas chicas golpeando con fuerza dentro de sus pechos. La criatura dio un paso al frente y gimió un nombre. Su voz enronquecida pidió perdón hasta que se quebró.
-Estela.
Estela.
Estela
-Mi amor...
Y golpeó una de las bolsas con un pie, atrayendo a los otros susurrantes.
Habrían descombrado el escondite si una varilla metálica no hubiera golpeado el suelo al otro lado de la calle. Cuando los tres se alejaron (y otros más brotaron de todos lados para atender el estruendo), Kaltos regresó al suelo de un salto, tomó a ambas humanas por los brazos y las llevó por el interior del callejón, guiándolas diestramente en la más absoluta oscuridad.
-No veo un carajo -susurró Karin, aferrada a su mano. Geneve lo tenía sujeto del brazo-. ¿Cómo es que sabes por dónde ir?
-Conozco este lugar -respondió Kaltos con simpleza-. La salida está cerca.
-Sí, creo que veo la luz del cielo al otro lado de esa silueta oscura.
Un contenedor de basura. Eso era la silueta. Kaltos las llevó con prisa y le regresó el liderazgo a Karin una vez que estuvieron a salvo. Sabía ya en dónde estaba el refugio, pero no se adelantó a realizar más actos heroicos. Debía pasar desapercibido para no levantar sospechas en nadie.
Llegaron a otra esquina bajo el suave aporreo de la lluvia. después de que Karin los condujera por las calles principales para evitar la oscuridad de los callejones. No había enfermos a la vista. Solo sus voces permanecían como un arrullo suave y siniestro. Se escuchaban en todos lados, amplificadas sus voces por los sentidos sobrehumanos de Kaltos.
-Hoy hay más actividad de lo normal -murmuró Karin, apretando su rifle con fuerza.
Geneve estaba apoyada contra ella, vigilando la retaguardia con un temple en verdad admirable.
Kaltos miró por sobre el filo de la esquina. Un grupo de niños marchaba por el centro de la calle. Sus pequeñas siluetas cinceladas por el matiz amarillento del cielo. Repetían una tonada infantil que habían aprendido en el jardín de niños. Al levantar sus cabecitas para mirar más allá de Kaltos, sus ojos velados se desviaban en ángulos anormales.
Mamá, murmuraban.
Mamá, mamá, mama.
Karin retrajo la cabeza y apoyó la nuca contra la pared para evitar continuar mirando la escena. Para llegar al refugio, debían cruzar esa calle. Existía la posibilidad de que no los miraran, pero eran tantos niños que bastaba que uno solo los descubriera para que el resto se lanzara en tropel contra ellos. Las inocentes criaturas tenían piernas cortas pero rápidas, y eran tantos que la desesperación que Kaltos comprendía perfectamente el temor de Karin.
La respuesta al problema llegó en la forma de una campana de viento que habían colocado afuera de una pizzería al otro lado de la calle, muy cerca de los niños que, para haber sucumbido a una más que horrorosa enfermedad, conservaban cierto comportamiento humano que le haría agua la boca a cualquier científico. Estaban jugando. Y reían. Reían mientras corrían.
Uno de ellos gritó con un chillido que levantó el vuelo de una parvada de aves negras y las humanas se tensaron tanto que Kaltos pensó que saldrían corriendo. Para evitarlo, tocó suavemente el hombro de Karin y señaló hacia la campana de viento con una mano, mientras con la otra recogía piedras del suelo.
-¿Qué? -susurró Karin.
-Los distraeré -murmuró Kaltos. Lanzó la piedra en el aire y la atrapó con presteza-. Haré que el ruido los atraiga como hace un momento y aprovecharemos para correr. Tendremos unos cuantos segundos antes de que más de ellos broten de todos lados, así que tenemos que hacerlos valer.
O si fueran como él, podrían simplemente salir por la calle, pasar por en medio de la muerte misma y mirarla directamente a los ojos.
-¿Estás seguro de que funcionará? -preguntó Geneve. Su pequeña mano hurgó dentro de su mochila y extrajo un tubo alargado que Kaltos tardó un poco en reconocer-. Creo que tienen cierto grado de inteligencia. Esto nos dará más tiempo. Es una bengala.
-Funcionará. Gracias -asintió Kaltos, tomando la bengala.
Se arrimó hasta la esquina, hurgando secretamente en las mentes de ambas para tranquilizarlas. Verlas a los ojos mientras hacía eso solía facilitarlo, pero Damus había sido un excelente maestro. Le había enseñado tantas cosas a Kaltos sin importar que él mismo estuviera aprendiéndolo todo, careciendo de un mentor experimentado. Raizill los había abandonado desde el inicio. Aún ahora no sabían mucho de él, excepto que siempre estaba a un continente de distancia de donde quiera que ellos se encontraran.
Su mirada aguda pudo detallar con exactitud la ubicación de la campana de viento a unos veinte o veinticinco metros de distancia. Los niños habían dejado de jugar. Su silencio sospechoso los condujo lentamente hacia donde Kaltos y las humanas se ocultaban. Sus cabecitas se mecían en el aire de arriba hacia abajo. Sus mandiles de cuadros, salpicados de sangre, ondeaban con la derrota de una bandera hecha jirones. Uno de ellos señaló hacia el cielo cuando relámpago iluminó las calles, cegándolos por un momento.
Alguien se rio al fondo. Tan alto que su voz terminó por desgañitarse en un alarido largo y agudo.
-Listas -dijo Kaltos.
Una gota de sudor recorrió el rostro de Karin. Trazó una suave curvatura hasta perderse en su cuello, de donde Kaltos apartó la mirada para volver su atención hacia la calle.
Hizo un rápido conteo regresivo en voz alta, se levantó y arrojó la piedra. Esperó al que el estruendoso tintineo sacudiera la tranquilidad de la noche para después arrojar la bengala y echarse a correr detrás de las humanas. El efecto fue inmediato. Los susurrantes se detuvieron en seco, congelados en masa, y volvieron sus cabezas tan rápido que el chasquido de sus cuellos fue gutural.
Un trueno sacudió la ciudad y el suelo vibró bajo los pies de Kaltos mientras cruzaba la calle junto a las humanas. Para el momento en el que se internaron en el primer callejón a la vista, los infectados habían inundado la avenida.
-Por aquí -indicó Karin, jalando el cordón que pendía de un andamio.
Kaltos la ayudó y bajaron juntos una escalera de mano que ellas se apresuraron a escalar. Él fue a la siga, sacudiendo el pie cuando la mano huesuda de un susurrante lo sujetó por el tobillo. Kaltos volteó a mirarlo. El tiempo se ralentizó cuando sus ojos se cruzaron con aquellos otros tan grandes y velados que un único halo de luz iluminaba con una franja. El hombre, que en mejores tiempos había sido alto y fuerte, contrajo su mortífera expresión y abrió la mano lentamente.
Kaltos tomó la mano que apareció ante su rostro para terminar de subir. Karin lo veía con bastante interés.
-Eres bravo. Tienes valor.
-Puedo decir lo mismo -sonrió él.
La humana entrecerró los ojos, también sonriendo, y levantó un poco la barbilla.
-Podemos seguir por aquí. Las azoteas están relativamente cerca unas de las otras. Tendremos mejor visibilidad.
Tuvo razón. El resto del camino hacia el refugio transcurrió sin problemas.
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