44 Susurros
—Después de todo lo que hemos hecho y tú pretendes entregarte así, sin más —dijo Karin.
Sus oídos retumbaban con la noticia. No podía dejar de repetirla una y otra vez en un bucle infinito. Me voy porque es necesario. Me entregaré, había dicho Kaltos tras reaparecer en la sala sin que ninguno lo escuchara entrar, empapado de pies a cabeza. Su aspecto había cambiado. Las quemaduras y los golpes habían desaparecido casi en su mayoría. El tono de su piel se había vuelto radiante y sus mejillas habían recuperado su firmeza. Incluso sus ojos lucían resplandecientes; no brillaban como lo habían hecho en el cuarto de lavado la noche anterior, pero aun humanizándose al grado de lucir casi mundanos, jamás perdían el humor seductor y pícaro que tanto los caracterizaba.
Esos mismos ojos pardos estaban fijos en ella. Parecían hablarle directamente al alma.
Se preguntó cuántas veces Kaltos había habaldo con ella sin utilizar palabras reales. Se preguntó qué tan lejos sería capaz de llegar una criatura... no, persona como él para cumplir sus propósitos, para proteger lo que consideraba valioso o, en cambio, prescindir de aquello que no le importaba.
No comprendía por qué de pronto lo vería entregarse a sí mismo al enemigo sin oponer la menor resistencia.
—De nuevo estás decidiéndolo tú solo —añadió Karin.
—Enviarán un médico a esta dirección —respondió Kaltos. Lex saltó como si le hubieran pinchado el trasero. Fred, en cambio, permaneció tan impasible como Karin—. Abel y yo establecimos un acuerdo en el que los dejarán a ustedes en paz. A cambio iré con ellos y me llevaré a la niña conmigo.
—¿A Nimes? —balbuceó Rodolfo al fondo—. ¿Por qué?
—Su abuelo quiere tenerla de regreso.
Ahora fue Nimes la que salió del ensimismamiento, reculando. Abrió mucho los ojos y miró de rostro en rostro como debatiéndose si la idea la hacía feliz o la entristecía. Lucía tan cansada y desaliñada como todos, pero en una pieza y aún de pie. El General Abel les debía mucho más que enviarles un maldito médico y dejarlos en paz, pero así era ese tipo de gente: ambiciosa, cruel... traicionera.
Karin bufó. Nadie les garantizaba que una vez que Kaltos se largara el ejército los dejaría en paz a ellos. Si era así como el vampiro pensaba, Karin no sabía cómo carajos había hecho para sobrevivir por tanto tiempo. Hoy en día no se confiaba en la palabra de la gente como único boleto de garantía, menos en la de un hombre como Abel.
Fue un tanto divertida la forma en la que Kaltos giró el rostro hacia ella para analizarla detenidamente. Por supuesto que estaba siguiendo al pie sus pensamientos. Sabía cada pequeño detalle que atravesaba por la mente de Karin y ni siquiera se esforzaba por disimularlo.
—¿Qué es lo que realmente planeas, Kaltos?
El silencio fue la respuesta más reveladora de todas. Los ojos del vampiro viajaron brevemente hacia Nimes, que intercambiaba murmullos con Rodolfo. Solo eso bastó para revelar que hablar en su presencia no era recomendable.
Karin se puso de pie e invitó a Kaltos a seguirla al estudio ubicado al fondo del departamento. Lex estaba a punto de protestar cuando Fred le pidió que aguardara.
—Te importa demasiado tu hermano para simplemente rendirte e intercambiarte a ti mismo por nuestra seguridad —dijo Karin tras cerrar la puerta de la pequeña habitación una vez que ambos entraron—. Estás pensando algo más. ¿Qué es lo que realmente piensas hacer?
—Exactamente eso, Karin, ir por mi hermano —sonrió él. Se sentó en el alféizar de la ventana. La calle se extendía larga y abandonada desde ahí, ascendiendo al infinito en un sendero sembrado de restos humanos y vehículos abandonados —. No puedo huir para siempre. Un día no tendré en dónde más esconderme y mis opciones se limitarán a someterme involuntariamente a los deseos de esos hombres. Mejor hacerlo a mi manera.
—No eres... Sé que lo que sugerí esta mañana estuvo mal, pero no eres un animal de laboratorio. Ni mucho menos tienes ningún deber hacia nadie. Tú mismo lo dijiste, la raza humana se hizo esto a sí misma.
No pudo evitar contrariarse por la sonrisa que él le regaló.
—No me pasará nada. Estaré bien.
—Eso dices siempre. Y también siempre regresas hecho una piltrafa.
—¿Una...qué?
Karin se sentó en el borde del escritorio, cerca de la ventana y de Kaltos. Libros, carpetas, un monitor y un teclado estaban sobre el mueble, cubiertos por una ligera película de polvo que se sacudió ante los movimientos de ella. El agua caía con tranquilidad al otro lado de la ventana. El horizonte rojizo hacía parecer que corría sangre por los suelos.
¿De quién habría bebido Kaltos para haberse regenerado tan rápido? ¿Qué alma desafortunada o lo bastante maltrecha habría servido para vigorizarlo y devolverle la entereza de la que había carecido esa misma mañana?
—Eso que hiciste con los infectados... —dijo entonces. El entendimiento que brilló en los ojos de Kaltos le informó que él, de nuevo, estaba al tanto de sus pensamientos—. Ayer en la noche, cuando los detuviste... Dios. Te miré, Kaltos. No físicamente, no directamente, pero te miré. Eras tú. Fuiste tú el que los controló. Los detuviste de atacarnos, y todos se sometieron.
—Fue solo un instante —respondió Kaltos como restándole importancia.
—Un instante que nos salvó la vida.
Algo pasó al otro lado de la ventana y el instinto obligó a Karin a levantarse para pegar la espalda contra la pared, golpeando libros y figurillas de porcelana con el movimiento. Kaltos, en cambio, permaneció impávido en su lugar. Un infectado que deambulaba sobre el andamio instalado en el lateral del edificio se detuvo al otro lado del mosquitero de la ventana. Su rostro deformado por la rabia y la locura oteó de cerca el rostro perfectamente cincelado del hombre más enigmático que Karin hubiera conocido nunca. Luego de unos segundos, el enfermo se balanceó hacia un costado y echó a andar entre tambaleos y resbalones que lo hicieron caer por el borde y aterrizar en la calle con un golpe seco.
La respiración acelerada de Karin fue el único sonido por algunos segundos.
—Busca a su hijo —dijo Kaltos, refiriéndose al infectado, mientras Karin veía muy sorprendida a la figura ponerse de pie como si la caída hubiera sido de la banqueta y no de un tercer piso, y echar a andar en dirección a la avenida. Sus balbuceos apenas audibles por sobre el siseo de la lluvia—. Él mismo lo mató.
—¿Cómo lo sabes?
—Solo lo sé.
—Puedes leer sus mentes —exclamó Karin con un respingo. La silueta del infectado era ya una mancha oscura que flotaba sobre el espejo rojizo del centro de la calle—. Creí que no... ¿Cómo es posible que sigan teniendo pensamientos? Creí que sus cerebros estaban... tú sabes, apagados. Dios mío, ¿en qué se han convertido esas personas realmente?
—Jamás he escuchado pensamientos —la corrigió Kaltos—. Pero veo lo que son, quiénes fueron. Sé qué los atormenta, y miro lo que hicieron.
—¿Con «hicieron» te refieres a las personas que han atacado y contagiado?
—Tal vez. Ver dentro de ellos es horroroso —reconoció Kaltos con una voz poco usual en él. Se recompuso de inmediato y emitió un ligero suspiro—. No son humanos ni tampoco son como yo. Lo que hicieron con ellos les arrebató todo. No les dio nada. Podrán vagar por el resto de la eternidad tal cual son ahora, buscando comida y devorando a todo aquel que se interponga en su camino. No envejecerán como no lo hago yo, ni morirán con facilidad, pero no disfrutarán de la noche ni del día porque sus mentes, o sus almas, están perdidas. Así es como lo percibo yo. No hay más humanidad en ellos.
La silueta finalmente desapareció en los confines de la ilusión que formaba el río en medio de la calle, dejando detrás de sí una estela de intrigas y temores implantados en Karin.
—No son como tú ni tampoco como yo. ¿Entonces que sí son? ¿Monstruos?
—¿Por ser las víctimas? —bufó Kaltos con una sonrisa que no le pareció graciosa a Karin—. Tus congéneres lo llamarían «el siguiente paso de la evolución humana». Yo no sabría decirlo. Solo me atrevo a especular.
—La evolución no sucede tan drásticamente de la noche a la mañana —resopló Karin—. Quien sea que haya hecho esto atentó contra su propia naturaleza. Nos destruyó como raza... Tú no tienes por qué intentar remediarlo. No te corresponde. Estuve mal al haber sugerido lo contrario —añadió con firmeza—. Si han retenido a tu gente, pueden hacerlo también contigo. Ya hemos visto que, como era de esperarse, las instituciones poderosas sí sobrevivieron. No todos murieron en la base militar, y no te perdonarán que la hayas destruido.
—Es necesario que aquí nos separemos, Karin —fue todo lo que Kaltos respondió—. El médico arribará en menos de media hora. Tú y tu gente ya no pueden ir conmigo. —Se puso de pie y Karin retrocedió un paso al notar lo cerca que de pronto estaban los dos—. Te agradezco todo lo que has hecho por mí, pero debo hacerlo solo a partir de ahora. Damus está... —Meció la cabeza—. Él no podrá soportarlo por mucho más tiempo sin mi ayuda.
—Tu problema siempre ha sido que nos miras como una carga.
—Miro tu humanidad, y lo débil que es. No deseo ponerla más en riesgo.
—Tú eras humano...
—Hace mucho, mucho tiempo —espetó Kaltos—. Si me sigues, solo conseguirás que Lex, Fred y Geneve mueran, y que Rodolfo se quede solo.
Sí, posiblemente.
Karin sabía que él tenía razón y ella estaba siendo irrazonable, pero eso no matizó ni un poco el malestar que burbujeaba en sus entrañas. No podía quedarse sin hacer nada. No podía simplemente mirarlo marchar directo a la trampa del enemigo y conformarse con ser la damisela vulnerable que era dejada atrás a lamentarlo en silencio.
Levantó la barbilla en abierto desafío y entornó los ojos.
—Dije que no estaba dispuesta a permitir que ninguno más muriera, y eso te incluye a ti. Deja de tratarme como a un cachorro indefenso. Deja de subestimarme. La eternidad no te garantiza la inmortalidad, tú mismo lo has dicho —gruñó, mirándolo ladear la cabeza con curiosidad—. Yo tengo debilidades, pero tú también tienes las tuyas, además de un delirio de grandeza inmenso.
Él parpadeó, sorprendido.
—No es delirio de grandeza...
—Sí lo es. Es una arrogancia tan vasta como la cantidad de infectados en la Tierra. —Karin señaló hacia la ventana—. Ellos son mi peligro —dijo, refiriéndose a los enfermos—, pero tú eres el tuyo propio. Llegaste a meterte en la vida de la familia de «humanos» más terca del mundo, Kaltos, porque aquí no dejamos ir a la gente tan fácil, menos si ésta lo hace para cometer suicidio.
No supo si le molestó o solo le confundió el sonido suave, primero distante, después cada vez más nítido y real, que brotó de la garganta de Kaltos; reverberó ahí por un momento hasta convertirse en una suave carcajada. El ceño de Karin se frunció un poco más. La adrenalina se abrió paso a lo largo de su cuerpo como un aguijonazo cuando disparó su mano hacia la solapa de la sudadera del burlesco vampiro para jalarlo hacia ella y ponerlo a su altura.
—Deja de reírte que no estoy bromeando.
—Lo siento. No me rio de ti —continuó él entre risillas. Cerró su mano alrededor de la mano con la que Karin lo asía de la ropa y se inclinó hacia ella—. Ya deberías conocerme mejor para estas alturas, Karin. Detesto muchas cosas de la vida, pero me gusta vivir. Y me gusta vivir siendo libre. — Karin sintió su respiración detenerse de súbito cuando Kaltos levantó su mano, manteniendo sus castaños ojos clavados en los de ella, y la besó suavemente en el dorso. El contacto de sus labios fue cálido, surreal. Le arrebató las palabras y la vehemencia de golpe—. Me iré por ahora, pero volveré a ti, lo prometo. Solo necesito hacer esto. Y necesito que me permitas hacerlo.
Karin recuperó su mano con un movimiento docil cuando él la soltó. La lluvia seguía aporreando el techo con tintineos casi ensordecedores para esas alturas. Pero no más sonoros que el poderoso bombeo de su corazón suministrando calor a lo largo de su cuerpo.
—Te dejaré hacerlo a tu manera... —respondió, por un momento sintiendo que la que hablaba era otra persona y no la Karin de siempre.
Luego cerró los ojos y se obligó a sí misma a reordenar sus pensamientos. La sorprendía un beso en la mano, no lo negaba, pero no la atrofiaba mentalmente. En el momento en el que los hombres del General Abel habían puesto en riesgo la vida de Rodolfo cuando habían secuestrado a Karin, lo habían hecho personal. Que Kaltos estuviera implicado era solo una excusa más. Era casualidad.
Sonrió ampliamente ante la expresión conflictuada con la que él la miró, porque muy seguramente seguía leyendo su mente.
—Karin, en serio necesito que...
—Es tarde ya. Debes irte. —Le puso un dedo en la boca cuando él estaba por hablar de nuevo—. Hace falta mucho más que un beso en la mano para detener a una mujer en estos tiempos, Kaltos, ya deberías saberlo.
-------
N/A: No fue un beso en la boca, ¿pero qué tal, eh? Hay que comprender que Kaltos es de otros tiempos y hay cosas que le son difíciles de cambiar ;-)
Voy a darle una revisión rápida al siguiente fragmento para subirlo también hoy :) ¡Viene lo bueno!
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top