43 Susurros


—No luces muy bien —saludó Abel cuando la fantasmal figura del vampiro apareció al otro lado de la azotea, emergiendo de la oscuridad como un demonio. Tiró la colilla del cigarrillo que había estado fumando hasta ese momento—. Me atrevo a decir que te he pateado muy bien el culo.

Para esas alturas, de lo único que se sorprendió fue de su recién descubierta incapacidad de continuar sintiendo sorpresa o temor por las súbitas apariciones del vampiro hijo de puta. El verdadero miedo le había dado una vuelta a su vida algunos días atrás, cuando no solo había creído que había perdido a Nimes para siempre, sino que podría encontrarla en cualquier momento, convertida en una más de los millares de seres humanos bestializados. Pero después de constatar que estaba viva y a salvo de la infección, su determinación se había volcado únicamente en recuperarla.

Por eso cuando se había enterado que los cabrones malnacidos de sus propios hombres habían abierto fuego contra la camioneta y el vehículo en el que podía haber ido Nimes a bordo la sangre se le había ido del cuerpo y no había podido controlar el impulso de abatir a tiros al oficial que se había hecho cargo de la operación de búsqueda. No creía posible semejante despliegue de estupidez e inutilidad. Desde entonces, la incertidumbre lo tenía en un estado similar al del entumecimiento menta, sin comer, sin dormir y sin escuchar las sugerencias de Mariana sobre ampliar los patrones de búsqueda.

Pero ella no entendía. Ella ya lo había perdido todo y había dejado de comprender la desesperación que Abel sentía. Si había tenido la certeza de que Nimes estuviera viva después de verlo en los videos, todo había cambiado después de escuchar el informe sobre lo acontecido la tarde anterior. Con el rastro de la camioneta volcada y los tres todo terreno saqueados por los infectados, Nimes simplemente se había esfumado. Abel se maldecía una y otra vez por no haberle instalado un rastreador como tanto se lo había aconsejado Mariana. No había querido lastimar a la niña y ahora posiblemente estaba muerta.

Notó, un tanto maravillado, cómo el aspecto de Kaltos cambió drásticamente cuando terminó de acercarse. Al salir de las sombras, los ojos amarillos traslúcidos de la criatura se humanizaron hasta volverse cafés; su piel, segundos atrás abierta y quemada, cerró sus heridas y su pelo carbonizado se alargó hasta cubrir los huecos que habían dejado entrever su cráneo, los mechones cortos se arremolinaron en finas cascadas que no le rebasaron las orejas. Si Abel no estaba equivocado sobre lo que había visto y leído acerca de ellos, juraba que Kaltos acababa de alimentarse.

Se llevó la mano al transmisor que tenía sobre el corazón, conectado con un fino cable a un chícharo dentro de su oído.

—No creo que contesten —dijo Kaltos finalmente. Se acercó hasta detenerse frente a Abel. Parecía un hombre normal. Un joven apuesto y aguerrido, con un gusto rebelde por la ropa y la expresión de tener el mundo a sus pies. Si Abel no supiera que estaba ante un hijo de los siglos, lo tacharía de jovencito imberbe y estúpido—. Tres en el piso de abajo, dos más en las escaleras... No creo que nadie más que tu piloto conteste para estas alturas, —señaló el helicóptero estacionado en el helipuerto del edificio vecino. Ambas torres estaban conectadas con un puente de lámina—. Y si me pongo de un humor caprichoso, tal vez tendrás que pilotear tú mismo de regreso a casa.

—Casa —masculló Abel, conteniéndose para no soltar una carcajada—. ¿Sobre eso viniste a hablarme? ¿Sobre cómo tú y esa panda de cabrones traidores a su raza me arrebataron los vestigios de mi casa?

Kaltos enarcó una ceja. Para Abel fue el gesto más arrogante e insoportable que había visto en toda su vida. Así lo sintió en ese momento. Tenía más de cincuenta y cinco años vividos, y aunque el cabrón frente a él lucía de veinte, era el verdadero amo del tiempo. ¿Qué tenía Abel por enseñarle en cuanto a experiencia? Quizás solo la dignidad de saber vivir la vida con aplomo y aceptar cuando su tiempo estaba acabando, o cuando había llegado el momento final. Y para Abel no era ese. No sería ninguno mientras no tuviera a Nimes de regreso entre sus brazos.

—Te refieres a tus propios soldados, asumo, y a tus propios haceres. O a tu colaboración en la creación de esta nueva tierra pútrida y maloliente —Kaltos se giró hacia el barandal. Muy osado de su parte darle la espalda a Abel de esa forma. Podía ser él un hombre ordinario, pero era uno que tenía a su disposición tecnología capaz de derretir a ese vampiro maldito de pies a cabeza en menos de cinco minutos. La pistola especial que descansaba dentro de su funda casi le rogó por que la desenfundara— ¿Por eso estabas gritando hace un momento? Te escuché, y aquí estoy.

Gritando. Bah.

Abel chasqueó la lengua. Decidió ceder un poco ante lo que se avecinaba como un tira y afloja, y él también se volvió hacia el barandal. Un pequeño desastre ocurría en el edificio al otro lado de la calle. Pudo ver cómo un grupo de infectados corría a lo largo de un pasillo que tenía todas las ventanas reventadas. Parecían perseguir un animal dado que todos miraban hacia abajo y tenían los brazos estirados.

Había estado gritando hasta antes de que Kaltos apareciera, sí. Había ladrado órdenes sobre localizar el vehículo restante donde había viajado el grupo de Karin y Lex, los dos jóvenes que habían interrogado hasta antes de que perdieran la base de Palatsis. No se habían encontrado cuerpos donde la camioneta se había estrellado, pero eso no significaba nada. Si habían quedado heridos y habían alcanzado a ser mordidos, era probable que estuvieran vagando junto a todos los demás infectados para esas alturas. Pensar en Nimes de esa forma le partía el corazón, pero antes de especularlo, había comprendido que debía mantenerse reacio, y que debía comprobar cualquier cosa con sus propios ojos. Solo entonces podría derrumbarse. No antes. Por ella, no podía hacerlo antes.

Cinco hombres habían viajado con él en el helicóptero además del piloto. Ya estaban muertos para esas alturas, asesinados por la misma persona que tenía a su lado en ese momento. Abel no tenía mucho de haberlos mandado a inspeccionar los pisos inferiores del edificio. Se preguntó cómo lo había hecho Kaltos. ¿Los había cazado de uno por uno o los había asesinado juntos, dejándolos mirar cómo bebía de uno mientras los otros aguardaban su turno? El resto de la guardia había viajado en cuatro todo terrenos que ya patrullaba la ciudad, veinte pisos abajo.

—¿Dónde está Nimes, Kaltos? —preguntó Abel a su vez.

No quería entrar en juegos con él. Quería a su nieta de regreso. Sabía, sin embargo, que no sería tan fácil como solamente pedirla y recibirla. Por eso se sorprendió sobre manera con la respuesta que el subnormal le dio. El cielo lo hizo junto a él cuando los deslumbró con un relámpago que dejó mirar a los salvajes infectados del edificio de enfrente jaloneando los restos aún vivientes y ensangrentados de una criatura que aún chillaba. Un perro quizás.

—A salvo. La tendrás de regreso pronto.

—Hoy —espetó Abel. Sacó otro cigarrillo de la cajetilla que llevaba en uno de los bolsillos superiores de su riñonera y lo encendió—. Quiero a mi nieta de regreso esta misma noche.

—Así será, pero antes tengo dos condiciones.

—No parece muy justo para mí si lo pones de esa forma. Pero así es como razonan los monstruos, ¿no? Así es como piensan las bestias de tu calaña.

Kaltos sonrió.

—¿Tu nieta no te parece suficiente botín en este intercambio? ¿Dos sencillas peticiones a cambio de tu niña te parece injusto?

Abel le dio una calada al nuevo cigarrillo que extrajo de su cajetilla y encendió con manos un poco temblorosas.

—Nada en ti me parece justo. ¿Qué quieres?

—Necesito un médico —respondió el vampiro. Levantó la cabeza segundos antes de que lo hiciera Abel. La lluvia empezó con un chispeo suave. La temperatura, cómplice, descendió aún más, apuntalando las viejas articulaciones de Abel—. Una de las humanas que me acompaña está herida. Necesito un médico equipado para tratar heridas de bala. Es grave.

Fue imposible que Abel no experimentara cierto regocijo ante aquello. Si bien Karin y su compañero más joven solo habían actuado con humanidad al salvar la vida de Nimes, se la habían llevado con ellos, la habían puesto en peligro innecesariamente en lugar de regresarla, y ahora la utilizaban como material de intercambio. Actuaban según las circunstancias, así como actuaría el resto de la humanidad en un mundo ya sin reglas ni moral, pero eso no dejaba de ser fastidioso para Abel. Por eso creía justo no sentir la mínima responsabilidad ni lástima por el estado de la «humana» herida.

¿Lo convertía eso en un monstruo también a él? No le importaba. Gran parte de su humanidad había quedado bajo tierra, dentro de las tumbas que contenían los restos de su familia.

—¿Cuál sería la segunda condición? —preguntó Abel, terminando su cigarrillo justo en el momento en el que la lluvia se convirtió en un brisa espesa que lentamente trascendió a aguacero.

Ninguno de los dos se movió de su lugar.

—Que los dejes en paz. No más militares cerca de ellos ni acechándolos —exigió Kaltos.

Fue el turno de Abel para mirarlo con la condescendencia de quien escucha a un niño balbucear tonterías.

—Sabes que no puedo prometerte eso último —se atrevió a decir Abel, arriesgando mucho.

La vida de Nimes estaba en juego, pero por alguna razón, algo le dijo que aunque lo acusaba de ser un salvaje, al final el vampiro no era lo suficientemente despiadado como para dañarla, de lo contrario ya lo habría hecho antes y no hubiera tenido el suficiente cinismo de aproximarse de esa forma a Abel.

Se sentía tan bien darse el lujo de disfrutar del escaso poder que tenía sobre esa criatura tal vez milenaria.

—Mi gente no dejará en paz a la tuya mientras tú no...

—Iré contigo —dijo Kaltos sencillamente.

Tragándose sus propias palabras, Abel no pudo negar que se había sorprendido una vez más. Dos veces en una noche, y por la misma persona que había pensado que ya no podía obtener nada más de él que desprecio y rencor.

Kaltos se giró hacia él. El agua le escurría a caudales sobre el rostro. Le había pegado los mechones de pelo en la frente y había convertido su ropa en una sopa de colores oscuros. Abel debía lucir similar.

—Iré contigo voluntariamente. A cambio dejas en paz a Karin y a su familia. Esta misma noche estaré contigo en el transporte. Nimes también.

Abel lo meditó unos segundos. Con esas criaturas todo podía tratarse de una trampa, de una jugarreta. No tenía más opciones. Tampoco tenía tiempo para escarbar más a fondo en las intenciones de Kaltos cuando la oportunidad que había buscado por meses finalmente se presentaba. Nimes estaría a salvo esa misma tarde, y su futuro también si Kaltos era encerrado en una jaula para empezar a ser experimento de los últimos procedimientos de la cura del canibalismo.

—Tendrás a tu médico en dos horas —asintió Abel—. Dime a dónde debo enviarlo y llegará solo y equipado, y nadie molestará a esas personas nunca más. En cambio tú y Nimes se reunirán conmigo en la plaza alta del reloj —señaló hacia la espectacular torre gótica del reloj que sobresalía por entre los edificios. Había sido diseñada para siempre dar el rostro por la ciudad. Podía vérsele desde cualquier lado— también en dos horas. Asumo que tengo tu palabra de que no habrá ningún truco.

Compartió la sonrisa astuta que modificó el tranquilo rostro del vampiro.

Abel se detuvo por un momento a pensar qué tanto habría cambiado el panorama de Kaltos en las últimas semanas como para de pronto pedir intercambiarse a sí mismo por un grupo de personas que a sus ojos podían ser menos que animales. Los seres humanos normales no vivían ni la tercera parte de lo que una criatura como Kaltos podía hacerlo. Encariñarse con ellos era lo mismo que hacerlo con un gato o un perro.

—Ninguno, Abel. No hay ningún truco.

Abel no le creyó, pero sus opciones eran limitadas. Nulas. Esa noche se saldría con la suya, pero aún desconocía a qué precio, o si viviría lo suficiente para descubrirlo.

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