41 Susurros

Se sentó cuando sintió un peso sumiendo el colchón sobre el que no recordaba haberse acostado. Había estado soñando con dientes, carne desecha, vísceras y pisos sembrados de cráneos perfilados por horizontes rojos y violetas. Había estado con la mente en blanco en ocasiones, y la desesperación de estar atrapado por las mismas cadenas con las que había aprisionado a los susurrantes para facilitar la huida de Karin en otras.

Karin...

Fue su rostro el que miró al otro lado del colchón cuando se talló los ojos y enfocó su borrosa visión. Su piel pecosa, sus ojos aceitunados y entornados en él, su cabello rizado que ella misma había tenido que cortar algunas noches atrás. Ya no tenía sangre en la cara ni en la ropa, solo raspones y un golpe que le había hinchado la mejilla derecha. Al verlo despertar, Karin se acomodó mejor y se acercó, lo que causó un despunte de sensaciones para nada placenteras en él. El olor de su cuerpo, de su piel, de su sangre, era avasallador. Era excitante a la par que escalofriante. Podía soportar varias noches sin beber, pero los acontecimientos de los últimos días lo tenían drenado.

Debía lucir tan mal como se sentía, y ese aspecto normalmente solía asustar a la gente.

—Fred y Lex te encontraron en la calle poco después de que nos ayudaras a huir —dijo Karin con voz queda.

El cuarto estaba oscuro casi en su totalidad, excepto por la pequeña hilera de crayones que ardían sobre un platito en una mesita de noche. Aun sin ellos, Kaltos hubiera podido distinguir perfectamente el rostro de la humana. Era una suerte que ella no pudiera verlo muy bien a él.

Notó que no había ventanas. Repisas y anaqueles llenos de rollos de tela, botellas de plástico y bandejas eran lo que conformaban las paredes en su mayoría. Karin volteó hacia donde él veía y suspiró.

—La noche pasó muy rápido. Huimos hacia las laderas de la ciudad, opuestos a la carretera 23 que va hacia Bajamia. Nos alcanzó el amanecer mientras buscábamos dónde escondernos, y no despertabas —explicó mientras intentaba poner orden en sus pensamientos, que Kaltos no quiso intervenir porque estaba cansado de escarbar en mentes ajenas.

Quería quedarse solo y aislado por un tiempo. Estaba harto de ver y sentir el temor ajenos como propio, de percibir el hambre y compartirla, de entender pero no comprender lo que la maldad humana, conocida como naturaleza, era capaz de hacer, porque él mismo la sentía burbujear en su interior, como parte de un instinto muy arraigado al que jamás había querido ponerle nombre. Damus tenía siglos insistiendo que debía aprender a controlar mejor sus dones telepáticas para no verse afectado por todo lo que percibía. Kaltos jamás lo había creído tan necesario como hasta ese momento. La humanidad siempre le había parecido predecible y aburrida.

—No recuerdo por cuánto tiempo caminé después de que tú y los niños lograron huir —murmuró Kaltos.

Se sentó, bajando los pies al suelo.

Hasta ese momento no había confiado en nadie más que su hermano para pasar el día. Como cada miembro de su especie, tendía a ser receloso con su privacidad y seguridad. Cualquiera podía lastimarlo mientras dormía. El sol era su principal enemigo. Si alguien lograba exponerlo en su momento más vulnerable no solo moriría, sino que lo haría de la manera más terrible.

—¿A dónde vas? Aún te ves... Pues te ves un poco desmejorado.

—Debo verme fatal, y me sorprende que aún no hayas salido corriendo —sonrió él. Se miró las manos, ambas tan lastimadas que por un momento se le antojaron idénticas a las de los miles de susurrantes que poblaban las calles—. La mayoría de la gente huye para estas alturas.

—Sé que puedes anticipar todo lo que pienso —dijo Karin de la nada—. Pero creo saber también lo que tú estás pensando. No te tengo miedo, Kaltos. Eres distinto a nosotros, lo sé. Lo sabemos. Pero aunque has hecho muchas cosas que... No. Es de hecho por todas las cosas que has hecho que también te considero humano. Utilizarnos o no para beber nuestra sangre y alimentarnos en el proceso es un comportamiento hasta cierto punto razonable en tu situación. Por burdo que suene, me atrevería incluso a llamarlo «típico» de estas épocas. Los militares te quieren a ti para hacer algo similar contigo. O mucho peor.

—Mi hermano sigue siendo su prisionero.

—Son las siete de la mañana. —Karin se puso de pie—. Te trajimos a un pequeño cuarto de lavado. Lex retiró las máquinas, y Fred y yo metimos una cama. —Señaló los alrededores—. No hay una sola ventana aquí adentro y la puerta está a más de un metro retirada de la cama. Las paredes son de concreto —continuó puntuando lo obvio—. No hay manera de que nadie entre por esa puerta y te haga daño sin que tú lo anticipes, o sin que nosotros lo impidamos. No hay forma de quemar el concreto y atraparte adentro. No podemos traer el sol aquí para herirte, y he de constatar que si esa hubiera sido nuestra intención desde el inicio, te habríamos cortado los brazos y las piernas mientras aún estabas inconsciente y te habríamos amarrado al techo de un carro para que te quemaras en cuanto amaneciera. Quizás Lex lo hubiera conducido.

Kaltos la miró con ojos grandes por un momento. De las muchas maneras que la cultura popular enumeraba para matar a un vampiro, no había escuchado nada similar a esa última.

—¿No torturabas animales cuando eras niña? —se mofó tras dar un largo suspiro.

Karin se encogió de hombros.

—Me sorprendes en verdad. No eres muy listo para haber vivido ya por tanto tiempo.

—Damus dice lo mismo, pero mira, he sobrevivido.

Karin lo miró por un momento. Kaltos anticipó la pregunta sin necesidad de leer su mente.

—¿Qué harás ahora, Kaltos?

—Lo que no hice desde que desperté y por lo que en verdad merecería ser expuesto al sol. Ir por Damus.

—¿Y después? ¿Qué harás después con el mundo hecho mierda?

Se hizo un pequeño silencio. El crepitar de las crayolas producía una pequeña flama que chispeaba graciosamente. Afuera se escuchaban pocas cosas. Ya no había más días llenos de humanidad. Los claxones se habían ido, los gritos de júbilo, las voces animadas, los pasos con prisa o las caminatas bajo la lluvia, el motor de los vehículos, las líneas eléctricas zumbando, el siseo de los trenes, las aves piando. Todo había sido reemplazado por simples pensamientos oscuros, miles de ellos, enfocados en todo, casi siempre en matar.

Seguían teniendo sangre, sin embargo, y corazones que latían aunque ya no compartían naturaleza con los humanos sanos. Kaltos había intentado beber de los susurrantes alguna vez. El infectado elegido no había opuesto resistencia. Pero en cuanto la sangre corrupta había descendido hacia su estómago, Kaltos había vomitado sin control, se le había contraído el cuerpo como en una pequeña explosión y su corazón había golpeado con violencia hasta que había encontrado sangre fresca con la cual curar su malestar.

Desde entonces no había vuelto a intentarlo jamás.

—Continuar sobreviviendo —repuso Kaltos cuando uno de los crayones chispeó y las pavesas se mecieron en el aire hasta esfumarse—. Mientras exista humanidad, existiremos nosotros.

—Es una manera muy cruda de verlo.

—Es la única manera de verlo —reiteró él. La miró por unos segundos y soltó un bufido que acompañó con una sonrisa amarga—. ¿Quieres que continúe permitiendo lo que hacen con mi hermano? ¿O quieres que me ofrezca de voluntario para reemplazarlo a él? No me llevaré la mejor parte en ese convenio, te recuerdo.

—Tiene que haber una mejor manera que simplemente tirar por la borda la posibilidad de encontrar una cura —dijo Karin. Frunció el ceño—. Si es verdad que todo esto partió de la gente que es como tú, de igual manera puede solucionarse.

Esto partió a raíz de que la gente que es como tú quiso jugar con la gente que es como yo —puntuó Kaltos un tanto molesto. La indignación de Karin hubiera sido graciosa en otro momento—. No tengo pruebas, pero tampoco dudas. Ninguno de nosotros lo pidió, ¿sabes? Y no me refiero a la infección, me refiero a esto—, se señaló a sí mismo con ambas manos. Se palmeó el pecho un par de veces—. A ser lo que soy. Yo debí haber muerto hace más de siete siglos, Karin. Debí... no lo sé. Tal vez hubiera comprado mi libertad de alguna forma, conocido a una mujer, tenido familia y hubiera envejecido, o...

—O hubieras muerto como los millares de esclavos que por siglos y siglos continuaron existiendo y perecieron en el anonimato —dijo Karin crudamente—. Si todos supiéramos nuestro destino, nada como ahora lo conocemos...

—Karin, basta —la interrumpió Kaltos con brusquedad—. No argumentes por lo indefendible. Tus... Los humanos hicieron esto por ellos mismos. Jugaron con cosas que estaban más allá de su control y de su conocimiento y desataron el infierno en la Tierra. No me siento en lo absoluto culpable por que hayan secuestrado a mis congéneres y a raíz de experimentar con ellos, con su sangre, hayan creado esos monstruos que ahora poblan las calles e intentan comérselos. Mi hermano es inocente. Mi gente es inocente —Kaltos meció la cabeza y recargó la espalda en la pared—. Las historias y los mitos pueden decir muchas cosas de nosotros, pero mientras tengamos un cuerpo y nuestro corazón palpite, estamos vivos, y como todos los vivos sentimos y sufrimos. Mi gente, como la llamaste, está sufriendo. Tu gente es la culpable de eso.

Se cerró a percibir nada más que sus propios pensamientos. Bloqueó cada uno de sus sentidos para dejar a Karin fuera. Tampoco quería acercarse a ella más de lo necesario. El cansancio y el hambre podían enloquecerlo en cualquier momento. Derrumbarían su temple y lo harían convertirse en algo peor que aquello de lo que acusaba a los hombres que lo perseguían. Un monstruo, una bestia, que actuaba por instinto y se cegaba a sus impulsos.

—No quiero que te pongan las manos encima —dijo Karin tras suspirar—. Jamás lo propondría ni lo aprobaría. Pero sé que podría haber alguna manera de que ayudaras a la humanidad a solucionarlo. Algo que tú quisieras hacer por tu cuenta. Algo que... nos ayude a quienes no hicimos nada malo.

—Miles de millones de seres humanos están condenados a vagar eternamente en busca de carne y sangre humanas. Humanos que ya no son como tú ni tampoco como yo. No mueren y no viven, ni tampoco desfallecen sin alimento —dijo Kaltos parcamente—. No hay mucho que arreglar ahí. Mi sangre y la de mis hermanos está maldita y de alguna manera lograron obtenerla, modificarla y utilizarla en personas sanas para convertirlas en esas cosas que vemos afuera. Como dije anteriormente, no tengo pruebas de ello, pero estoy seguro de lo que hablo. Sé que esa no era su intención, pero no se podía esperar algo mejor considerando la aberración que estaban cometiendo —Kaltos señaló hacia la puerta—. Esta es la nueva humanidad, Karin. Es lamentable... pero no por quienes la ocasionaron.

—¿No? ¿Y por quién sí? —preguntó Karin con amargura—. Si a esto estamos condenados entonces, pues ya no tiene mucho sentido continuar luchando, ¿o sí? Me niego a pensar así.

La suave carcajada que salió de la garganta de Kaltos sorprendió a Karin. La molestó incluso. Fue inevitable no volver a entromerterse un poco en su mente para tocar sus pensamientos. A su parecer, Kaltos se burlaba de la mortalidad porque era incapaz de comprenderlo desde su pedestal de inmortal.

—De nosotros dos, Karin, tú tienes mejores oportunidades que yo para ver la luz del mañana... literalmente. He vivido toda mi existencia sobreviviendo, solo escondiéndome; del sol, de la gente, de la evolución humana, del hambre, y ahora de la tecnología que han inventado para hacerme daño. Mis opciones de alimento se redujeron drásticamente de millares a unos cuantos. —Suspiró, cerrando los ojos—. Ahora saben que existo y no me dejarán en paz hasta que me encuentren. Mírame ahora, escondido porque allá afuera es de día. Estoy incapacitado a hacer nada hasta que llegue la noche.

—Pues no permitiremos que te atrapen —gruñó Karin—. Carajo, eres tan voluble. Eres como un niño de siglos de vida. Un momento te pavoneas creyéndote intocable y al siguiente te echas en un rincón a lamentar tu existencia porque las cosas ya no son como antes. Dios, Kaltos. Las cosas ya no son como antes para nadie. Puedo tener únicamente una mínima parte de los años que has vivido tú, pero en ese ínfimo fragmento de tiempo también he perdido cosas, he perdido gente que amé. Lo he perdido todo. Lo menos que necesito ahora es que un ser sobrenatural y eternamente joven venga a decirme que estoy jodida porque... Sí, lo estoy, pero... —Golpeó el colchón con la mano y después señaló a Kaltos—. Lo estoy, pero antes de que me llegue la mierda al cuello voy a poner a ese niño a salvo. Rodolfo merece algo mejor. Es lo que mis padres querían para él. Es lo que yo quiero para él.

Es lo que Kaltos quería para Damus, y no estaba teniendo muy buenos resultados para conseguirlo.

—Entiendo. Encontraré la forma de ponerlos a salvo y que permanezcan así —fue todo lo que dijo él.

Ahora fue el turno de Karin para reírse.

—Encuentra la forma de ponerte a salvo tú primero.

Se miraron por un momento, tensando tanto el ambiente que las crayolas parecieron percibirlo y contestaron con otro chisporroteo que arrojó más pavesas al aire. Después el sonido fue lentamente invadido por la risa que compartieron y el ambiente se aligeró.

—Eres...

—¿Fascinante? —sonrió él con muy mal ensayada galantería.

—No te creas tanto... Aunque lo que hiciste con los infectados sí fue... —Karin hizo una pausa—. Jamás había visto nada así.

—Hasta hace unos meses no creías que existieran los vampiros, y los infectados, o zombies, como los llaman mucho, eran temas de ficción, ¿o me equivoco?

Karin entrecerró los ojos.

—Sal de mi mente, entrometido, o te llenaré la boca de ajo mientras duermes.

Kaltos amplió un poco más su sonrisa.

—Cierto, según tus congéneres, se supone que eso debe matarme.

—¿A quién no? El ajo es terrible —rezongó ella con ligereza, luego se talló la frente con un poco de brusquedad. Se le percibía agotada—. Deberías descansar. Tú mismo lo has dicho; hay poco que puedas hacer mientras sea de día. Fred está vigilando que no se acerque nadie mientras Lex cuida a Geneve. Ella... está herida.

Kaltos lo sabía. Podía percibir el olor de la sangre aun a través de las gruesas paredes y la puerta cerrada. Podía escuchar, además, los pensamientos erráticos de la chica, que consumida por la fiebre y el dolor, era incapaz de controlar su mente y su cuerpo. Kaltos podía sentirla revolverse sobre su lecho, sudar a caudales y balbucear el nombre de sus padres con desconsuelo. El saber que no podría reunirse con ellos en muerte la atormentaba puesto que los dos seguían aún en la Tierra, vagando entre los que no podían morir.

—Estamos en un sitio seguro. Bueno... —Karin levantó los brazos con un poco de exaspero—, lo más seguro que se pueda considerando que todo y todos son nuestros enemigos ahora.

—De nada —murmuró Kaltos—. Tú quisiste seguirme.

—No voy a contestar a eso, señor pesimista.

—Duerme un poco tú también —le dijo Kaltos cuando la puerta se abrió y él no pudo evitar tensarse, imaginando que el sol se filtraría y lo alcanzaría.

No sucedió así. De lo poco que alcanzaba a verse del pasillo, también estaba oscuro.

—Estamos muy adentro de la casa —reiteró Karin al notar su alarma—. La ventana más cercana está a unos tres metros y Fred la tapió con periódico y unas mantas. —Lo miró por el rabillo del ojo y sonrió—. Pero sigue jodiéndome y tal vez yo misma saque tu pálido trasero al sol cuando estés durmiendo, Kali.

—Me gustaría verlo.

—Cierra la puerta por dentro si con eso dormirás más seguro y tranquilo, pero descansa —le insistió ella una vez que las bromas quedaron de lado—. Te ves fatal.

Nos vemos —la corrigió él.

Le gustó la sonrisa que volvió a adornar el rostro de Karin antes de que la puerta se cerrara detrás de ella, reemplazándola por completo con el barniz blanco de la madera. Haciendo exactamente lo que ella sugirió, Kaltos se puso de pie y cerró la puerta con seguro. Arrastró además un mueble que estaba contra la pared y lo puso debajo de la perilla, asegurándose de que nadie podría entrar una vez que él comenzar a dormir. Después revisó las paredes, golpeándolas en diversos turnos para calcular el grosor del concreto. Por supuesto que la luz no las traspasaría, pero no quería llevarse más sorpresas con algún ataque inesperado que pudiera destruirlas.

Una vez que estuvo seguro de que podría descansar sin morir en el intento, se sentó en el suelo, a un lado de la cama, y jaló la cobija para echársela sobre el torso. Debía mantener libres sus piernas para actuar rápidamente en caso de que fuera necesario. Era la segunda vez que dormía rodeado de los mismos humanos. Las costumbres e instintos, sin embargo, eran infranqueables. Había sido precavido por cientos de años. No lo podría cambiar en un segundo, ni tampoco quería hacerlo. 

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