4 Susurros

Karin echó un último vistazo más allá del filo de la pared y golpeó sutilmente el hombro de Geneve para instarla a caminar a su lado. Pasaban de las seis de la tarde, aunque el tiempo ya no tenía el mismo valor de antes. Las horas se resumían en aprovechar la suficiente luz del día para no toparse con las sorpresas de la oscuridad de la noche. La gente dormía cuando podía y se ponía en marcha de casa en casa, local en local, edificio en edificio. Palatsis estaba perdida. Para esas alturas, quizás el mundo entero se había ido al carajo.

Cuando la vida apenas se inclinaba hacia el caos, Karin había dado las gracias, sentada frente al televisor, porque se había anunciado que el virus (o lo que fuera) estaba empezando a ser controlado y que la mayoría de los casos se habían desatado al otro lado del mundo, en algún país lejano donde las víctimas no habían significado sino números para ella. Lejos habían estado de ser los rostros que ahora veía en la oscuridad, con bocas abiertas, manos estiradas como garras y dientes la enfermedad parecía haber afilado hasta convertir en navajas letales.

De pronto las fronteras de el país de Talis habían cerrado tras un pequeño brote en los aeropuertos, y todo se detuvo. La universidad había suspendido labores a tan solo unos pocos días de que Karin presentara su defensa de tesis ante un jurado que ya la había escuchado con anterioridad y que la había dejado mal parada luego de un ametrallamiento de críticas bastante duras. No era que le alegrara, pero no podía evitar pensar con cierto morbo que muchos de los jueces estarían ahora vagando por las calles en busca de carne humana... como tantas otras personas que había conocido. Ya solo recuerdos de un pasado no muy lejano.

Karin había perdido a sus padres ante una horda de infectados que dos meses atrás había alcanzado su distrito. Solo habían sobrevivido su hermano Rodolfo de ocho años, ella, que afortunada o desafortunadamente había estado de regreso luego de una ausencia de casi tres años por trabajo, y Geneve, una chica de diecisiete años que hasta antes de todo eso había sido su vecina. Al cumplir su tercer año como elemento de las Fuerzas de Operaciones Especiales de la Policía de Taras, ciudad vecina de Paletsis, Karin había decidido que era momento de tomarse un descanso para continuar con sus estudios. Sus padres habían estado felices de tenerla de regreso. Su madre incluso le había hecho prometer que jamás volvería a tocar un arma.

El eco del disparo con el que Karin le había atravesado el cráneo a esa hermosa y cariñosa mujer la perseguiría por el resto de sus días.

La vida, a partir de ese momento, se había reducido a huir y esconderse. Los infectados estaban por todos lados, brotaban de las alcantarillas, de los callejones, saltaban de las ventanas o de los tejados. Cuando se juntaban en hordas derribaban bardas o cercas y entraban como una avalancha a destruirlo todo a su paso. Había que moverse rápido y en silencio. No se podía voltear atrás ni esperar a nadie. Por eso estaba tan desesperada por encontrar a Joseph, el otro integrante del pequeño grupo que habían formado junto a Lex y Fred, dos hombres inofensivos que habían encontrado en el camino.

Aunque a veces creyera que se movería mejor sola, cuidando únicamente de su hermano, comprendía que no podían darse el lujo de desdeñar la vida de nadie. Mientras más personas se libraran de la muerte, habría menos infectados.

-Joseph -exclamó Karin con un susurro que se sintió como una campanada en medio del fúnebre silencio.

Cruzó la calle con pasos rápidos y la espalda encorvada, escuchando a Geneve ir detrás de ella. La chica siempre había sido silenciosa y cauta, cualidades que parecían haberse potenciado después del brote. Geneve había sido rápida para comprender las instrucciones de Karin en el manejo de las armas. Aún no era muy diestra, pero ya había dejado de congelarse al momento de derribar infectados. Era mejor si se les dejaba de mirar como personas.

-Dijo que había una farmacia por aquí cerca, y que no parecía saqueada -murmuró Geneve una vez que llegaron a la pared de un edificio y se recargaron en ella para que Karin pudiera echar un vistazo al interior de un callejón-. Debí habértelo dicho en cuanto se fue.

-No importa. Esto es solo su culpa -gruñó Karin, escaneando todo el panorama con lentitud.

Llevaban dos rifles con ellas, aunque Karin prefería utilizar armas silenciosas. Los cuchillos quedaban descartados en su mayoría porque tendían a atorarse en las cabezas de los infectados, pero los tubos y los palos de madera resistente eran de mucha ayuda cuando se peleaba uno a uno.

-Joseph -susurró de nuevo, levantando tanto la voz que sintió a Geneve contra su espalda.

-¿Entraremos al callejón? -La voz de la adolescente vibró con temor.

-No. Es más seguro quedarnos en la calle. Aunque estamos expuestas, tenemos mejor visibilidad de la avenida. Es más fácil ver cualquier cosa y huir de ella.

Gracias al cielo nublado por ello. El largo de la avenida se abría como el sendero platinado de una postal de bodas. Cualquier cosa que lo atravesara, viva o tambaleante, era perfectamente distinguible. Hasta el momento habían tenido pocos encuentros con infectados, pero habían tenido problemas para espantar una pandilla de perros que habían estado a punto de morder a Karin en una pierna.

Ambas se pusieron de pie y corrieron con silenciosamente a lo largo de la banqueta. Era un camino arriesgado puesto que podían toparse con cualquier sorpresa que emergiera de debajo de los vehículos abandonados o de los aterradores agujeros que conformaban algunas de las entradas abiertas y las ventanas rotas de los locales a lo largo de la avenida, pero era más seguro que ir por el centro de la calle, exponiéndose a infectados o a otros grupos de supervivientes que quitarles sus provisiones sería lo menos dañino que tal vez querría hacer con ellas.

La avenida se expandió ante ellas sembrada de escombros, barricadas y vehículos. Después de un tiempo de mirarlos diariamente, los cuerpos que se pudrían en cada rincón eran parte d emuchasa de las cosas a las que ya se habían acostumbrado. Los había quemados, descuartizados, ejecutados, o tan destrozados que era imposible distinguir lo que los había asesinado. Muchos de ellos estaban apilados al centro de la calle y aún se movían, pero carecían de piernas o de medios suficientes para moverse al encontrarse enredados entre todos los demás. El aroma dulzón de la putrefacción se había asentado en la ciudad para reemplazar el olor acre de la contaminación. Había una cantidad inmensa de cadáveres, pero los había aún más de pie. Y eran invencibles.

-Joseph -llamó una vez más, parapetándose detrás de un vehículo después de comprobar que no había nada debajo-. Jo-... -se interrumpió con un sobresalto cuando, a punto de continuar el camino, un hombre emergió del interior del callejón más cercano, a punto de chocar contra Karin.

El sobresalto fue compartido por Geneve, que no necesitó instrucciones para levantar su arma y apuntar.

-Oh, hey... Hey, no dispares -escuchó la voz joven y ronca del extraño. Se mostró indefenso al instante al levantar las manos, dando un par de pasos hacia atrás para tomar distancia-. Estoy desarmado.

Karin también enristró su arma, con el dedo descansando a un lado del gatillo. Si bien el extraño tenía las manos en alto, ya habían sido muchas las jugarretas similares a las que ella se había enfrentado en su vida como para fiarse de un supuesto inocente. Bastaba un segundo de descuido para verlos sacar sus armas y morir a sus manos.

-¿Quién eres?

-Kaltos -respondió él-. Kaltos Beratis.

Era alto, debía rondar por el metro ochenta y cinco de estatura, era también delgado, quizás de complexión atlética aunque eso no podía verse muy bien dado que vestía una gruesa cazadora; llevaba un gorro de tela cubriéndole la cabeza, botas sobre el pantalón de mezclilla y su piel era una mezcla de matices bronceados y pálidos que hacían resaltar sus ojos cafés. No parecía peligroso y tenía incluso una mirada bastante jovial. Pero Karin mantuvo la guardia en alto, indicándole con una seña a Geneve que retomara la vigilancia del perímetro.

-Las escuché hablando -continuó Kaltos ante la mueca expectante de Karin-. Solo seguí el sonido de sus voces. Me parecieron bastante humanas considerando que...

-Sí -murmuró Karin, sabiendo que se refería Kaltos con ello.

Los infectados también podían hablar, o susurrar.

Karin había sido bastante descuidada al llamar a Joseph de esa forma. No tenía excusa, excepto que de verdad deseaba encontrarlo con bien, y pronto.

Le dedicó otro vistazo al extraño y bajó su arma lentamente. Detrás de ella, sintió a Geneve moverse. Karin le había instruido siempre estar atenta a sus alrededores cuando su compañía se viera distraída.

-Estamos buscando a una persona -dijo Karin sin entrar en muchos detalles-. ¿Tú qué haces aquí? ¿Estás solo?

-Sí -respondió Kaltos luego de mirarla por un momento. Bajó las manos, pero tuvo el acierto de mantenerlas a la vista-. Llevo un par de días solo. Éramos cuatro hace un tiempo.

-Entiendo -asintió ella. También había perdido gente. Sabía del dolor y la amargura que implicaba hablar de ellos-. Comprenderás que es natural que desconfiemos de ti. Antes de permitirte acompañarnos, debemos asegurarnos de que no serás un peligro para nosotros.

-Dime qué puedo hacer para probarlo.

Nada en realidad. Karin no podía arriesgarse a acercarse a él y ser atacada por sorpresa así como no podía prestarse a caer en ninguna trampa. Lo ideal sería dejarlo ahí y ordenarle con firmeza que no las siguiera, pero la sola idea de abandonar a una persona sola, así se tratara de un desconocido, no le caía bien en las entrañas. Si bien buscaba sobrevivir y era práctica para muchas cosas, todavía no aprendía a ser lo suficientemente indiferente como para preocuparse únicamente de sí misma.

-Camina adelante de nosotras por el momento -murmuró, señalando la banqueta con la pistola. Iniciaron con el pie derecho cuando él no tardó en obedecer-. Manténte agachado y no hagas ruido. Los infectados tienen buen oído y aún un mejor olfato.

-Me parece más adecuado llamarlos susurrantes -dijo Kaltos sin levantar ni un poco la voz.

Karin frunció un poco el ceño, mirando ocasionalmente sobre su hombro para cuidar la retaguardia.

-No hay un término específico para referirse a ellos. Son gente enferma y sin salvación.

-Están locos -susurró Geneve.

-Sí, eso parece -concordó Karin con un suspiro-. Sin una cura para aliviarlos o protegernos a nosotros solo nos queda continuar escondiéndonos de ellos.

Le satisfizo que Kaltos no añadiera nada más y se limitó a caminar detrás de él y de Geneve. La avenida era larga. Conforme se acercaron a la esquina, el número de barricadas aumentó y también lo hizo el terrible olor a putrefacción. En esa zona el acceso a los callejones aumentaba, separando los edificios de uno en uno para unirlos todos en un laberinto de pasillos en los que Karin esperaba que Joseph no se hubiera internado. De lo contrario jamás podrían encontrarlo.

-Joseph -se atrevió a llamar una vez más.

No hubo respuesta.

Se detuvieron cerca de la intersección de una callejuela a una orden de Karin, frente a un local de electrónicos saqueado. El dibujo del dron más novedoso aún pendía de un pequeño hilo de la base de un escaparate reventado a batazos, y a su lado, el cadáver de un hombre mayor con el pecho reventado a disparos.

Karin iba a llamar a Joseph de nuevo, cuando el súbito movimiento de Kaltos al levantar la mano la detuvo. En otro momento le hubiera prestado mayor atención al hecho de que el hombre estaba dándole la espalda y no había manera de que supiera que ella estaba a punto de hablar. En ese momento, suu atención fue absorbida por completo en los sonidos que borbotaban del otro lado del filo de la pared. Karin se adelantó a Geneve en total silencio y se situó a un costado de Kaltos, que era más alto que ella por más de una cabeza y tenía cierta aura de misticismo que hacía imposible no mirarlo

El dedo de Kaltos señaló hacia el otro lado de la pared. El tiempo se detuvo para Karin entonces. La realidad fue lentamente succionada como por una marisma de estática y el suelo se abrió a sus pies para que el vacío le helara la sangre. No muy lejos de la entrada del callejón había al menos tres infectados. Tenían el cuerpo encorvado y las cabezas agachadas. Se movían y chillaban como buitres mientras mordían y masticaban un cuerpo inerte. Bastó distinguir los restos ensangrentados de la ropa de la víctima para saber de quién se trataba.

Debemos irnos, les dijo Karin con una seña, incapaz de seguir mirando.

No había más que hacer ahí. Joseph estaba muerto. Con un poco de suerte, habría tenido una muerte rápida. Nadie merecía sufrir un destino tan atroz como el que pendía sobre sus cabezas cada que giraban en una esquina, que podía convertirse en un callejón sin salida en un abrir y cerrar de ojos. ¿Cuántas más vidas se irían del lado de Karin por una enfermedad para la que hasta el momento nadie tenía una explicación razonable?

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N/A: Talis es un país inventado y que va en referencia a Italia. No me tomé la atribución de utilizar el verdadero país ni sus lugares o provincias principalmente porque nunca he ido y no quiero meter la pata :P Por lo demás, quizás aparezcan algunas cuantas referencias y menciones de cierto lugares que sí existen, pero también tendrán el nombre cambiado.

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