33 Susurros

Palatsis fue quedando atrás rápidamente. Su ventanas negras, sus calles oscurecidas y edificios que se torcían bajo la luz grisácea del cielo parecían despedirse con sonrisas tristes de los únicos dos vehículos que conducían con dirección al Este, hacia la ciudad de Monte Morka. La luz de sus faros delanteros alumbraba la carretera empolvada y ya salpicada de pequeños brotes de hierbajos y flores silvestres. Sería un viaje de al menos tres horas, le había dicho Karin a Kaltos. Al fondo, el horizonte se asomaba despejado, invitándolos a acercarse con un tentador manto de estrellas tan brillantes y distintas de la cobija de nubes que cubría Palatsis.

Era casi como si extendiera una mano llena de esperanza para Kaltos.

-Solo somos tú y yo ahora -le había dicho Damus una noche, más de quinientos años atrás, cuando una procesión de religiosos enardecidos había revelado la identidad de ambos hermanos y había localizado su ubicación.

Damus se había despertado antes que él y lo había ayudado a escapar cuando el fuego que habían prendido la casa bajo la que dormían había alcanzado a Kaltos y había encendido su ropa. Damus había sido apuñalado varias ocasiones por los humanos mientras jalonaba a Kaltos y lo empujaba lejos de ellos para que huyera. Los dos lo habían logrado. No tan ilesos como les hubiera gustado, pero lo habían superado y habían continuado adelante, siempre juntos.

-Como siempre.

-Sí, como siempre. Nunca te librarás de mí, Kali -le había sonreído su hermano mientras curaban sus heridas.

-Bueno... podría ser peor.

Tan peor como no haber estado ahí en el presente, cuando Damus más lo había necesitado. Era así como se sentía el fracaso y los límites de la desesperanza.

Un paisaje de montañas y pastizales se extendió a ambos lados de la carretera, grises y azulados como cincelados en una pintura exótica. Kaltos distinguió movimiento en algunas partes, probablemente susurrantes o animalillos nocturnos que continuaban haciendo sus vidas, ignorantes del caos que la especie dominante había erigido sobre sí misma. En el vehículo, una camioneta cuatro por cuatro robada de algún lado y cargada con gasolina que Kaltos había extraído sin problema alguno de más carros abandonados, viajan él, las chicas y los niños. Fred y Lex iban detrás de ellos en un automóvil más pequeño.

Ahora que conocían la verdadera naturaleza de Kaltos, los hombres habían insistido que las mujeres y los niños viajaran con él al creerlo más seguro así, y Kaltos no se había opuesto aunque le había parecido un poco infantil. Pasara lo que pasara, podía moverse rápidamente para ponerlos a todos a salvo. No era su naturaleza velar por ningún humano después de siglos de evitarlos, pero el grupo de Karin le agradaba. Lex era gracioso, Fred una buena persona, los niños tolerables, Geneve era una chica carismática y Karin era... ella era especial, una mujer fuerte y bastante enérgica cuando sus convicciones se anteponían incluso a su bien personal.

-Estás dudando -la escuchó decir por sobre la suave música que Geneve había logrado reproducir tras conectar su dispositivo de comunicación en el radio. Decía que aunque su celular no sirviera para hacer más llamadas, tenía recuerdos en él. Kaltos volteó hacia Karin y ella lo miró de reojo-. ¿No crees que funcionará porque vamos contigo?

-Haré que funcione -respondió él-. Siempre lo he hecho.

-Alguien olvidó la modestia en casa -se mofó Geneve desde el asiento trasero.

Kaltos sonrió y volvió la vista hacia la ventana. Un panorama de rocas y laderas peligrosas se avecinaba a pocos kilómetros de distancia. Al no haber más electricidad, los postes que adornaban ambos extremos de la carretera eran simples siluetas negras que recordaban lo que alguna vez había existido en la Tierra, y que tal vez ya no volvería a ser. Karin disminuyó la velocidad al enfrentar la primera curva que desvió un poco la carretera a la derecha. A su izquierda, en la cima de una roca tan grande como una casa, una pequeña familia de felinos grandes jugaba a contra luz del cielo.

Los ojos de la madre, una criatura hermosa, refulgieron en la oscuridad y Kaltos se vio reflejado en ellos, deteniendo el tiempo y la velocidad con la que avanzaba el vehículo.

Un grito zumbó dentro de su mente, brotando del interior de esa mirada tan amarilla y mística como la propia y Kaltos se sostuvo la cabeza al tiempo que el leopardo, paralizado, lanzó un rugido que sus crías imitaron.

De pronto el cuerpo de Kaltos estaba en llamas. Sus manos atadas a los antebrazos de una silla metálica, desprovistos de coberturas, burbujeaban mientras eran expuestos a un destello tan potente como la luz del sol mismo. La piel se había escarapelado y la carne se ennegrecía cada vez más deprisa, quemando la sangre y el hueso, que poco a poco se volvía polvo. Se suponía que en una situación así, en la que los nervios habían sido ya destruidos, el dolor no debía sentirse más, pero él lo sentía. Estaba ahí, en todo su cuerpo, y no podía hacer nada por detenerlo.

Levantó la cabeza para intentar mirar en dónde se encontraba. Escuchaba voces en dos o tres idiomas distintos, veía siluetas borrosas. Cuando sus brazos estaban por desaparecer, consumidos por completo, la luz se apagó y quedó en su lugar el silbido desesperado de sus jadeos. Sus dedos alargados y despellejados, temblaban.

-Kaltos -dijo entonces, pero no él. Damus parecía tan lejano y débil-. Kaltos, no hay más tiempo.

-No digas estupideces -gruñó Kaltos, intentando sacudirse de encima la sensación de tener aún el cuerpo en llamas, lo que Damus no podría sanar de ninguna manera en las próximas horas, tal vez en los próximos días-. Sé dónde estás. Finalmente lo sé.

-No...

-Sí, e iré por ti -insistió Kaltos por sobre el chirrido que empezó a escuchar dentro de su cabeza y que lo hizo apretujarse las sienes con fuerza-. Iré por ti aunque no quieras.

-Son... Son capaces de todo. Kaltos... huye en dirección contraria.

-¿No te daría vergüenza saber que moriste en manos de criaturas como ellos?

-Vete, Kaltos.

-Jamás.

-Hazlo.

-No.

-¡No vengas aquí, Kaltos!

Los ojos de su hermano se manifestaron en los redondos y místicos ojos del leopardo, furiosos y determinados, y Kaltos se contrajo de cuerpo completo, gritando cuando su cerebro se sintió explotar dentro de su cráneo. Para cuando recuperó la consciencia, se dio cuenta de que el vehículo en el que iba a bordo ya no se movía, y una voz bastante familiar para él lo llamaba con insistencia desde el hueco donde debía estar la puerta. Al voltear, se topó con el rostro compungido de Karin, y un par de sombras más a ambos lados de ella.

-Kaltos... Hey, ¿qué sucede? ¿Cómo estás? -insistió Karin, poniéndole una mano en el brazo-. De pronto comenzaste a gritar y a retorcerte. Intentamos ayudarte, pero no respondías. ¿Qué está pasando?

-Nada -murmuró él, sosteniéndose la cabeza una última vez antes de aspirar profundamente-. Solo fue... fue un mal sueño.

-Hay de pesadillas a pesadillas, Kal -dijo Lex al fondo. Entre la espesa oscuridad proyectada por el cerro bajo el que se habían detenido, Kaltos pudo distinguir su rostro a la perfección-. ¿Era tu hermano? ¿Soñabas con él?

Fue inevitable sentirse incómodo. Kaltos les había contado muchas cosas ya con respecto a Damus y a cómo estaba él dispuesto a ayudarlo, pero había omitido detalles, como el de que su hermano hablaba con él constantemente mediante conexiones telepáticas que podían llegar a ser tan intensas que a veces sentía en carne propia lo que su hermano sufría en donde quiera que lo tuvieran prisionero. Quizás la única que lo sabía era Nimes, que aunque era aún muy pequeña, tampoco hablaba mucho de su propia comunicación con Damus.

-Creo que no hay que ser indiscretos aquí -espetó Fred también al fondo. Para Kaltos fue imposible descifrar si el humano aún lo veía con aversión o solo estaba en realidad siendo empático. La mente de Fred era un pozo profundo y lleno de pensamientos alebrestados que se contradecían entre ellos-. El... muchacho ya dijo que está bien y que deberíamos seguir, y estoy de acuerdo. Es peligroso pararse en medio de la nada. Podría salirnos algún enfermo, o el ejército podría interceptarnos fácilmente cuando se den cuenta de que no iremos directamente a Bajamia.

Los demás asintieron. Fred y Lex regresaron rápidamente a su propio vehículo. Karin tardó un poco más en moverse. Miró a Kaltos una última vez, esperando que él le contara un poco más.

-Estoy bien, en verdad -reiteró Kaltos-. ¿Quieres que conduzca el resto del camino?

-¿Sabes conducir? -preguntó Geneve desde el asiento trasero.

Él no supo si sentirse ofendido o reírse de la pregunta. Al final, no hizo ni una ni otra cosa cuando Karin cerró cuidadosamente la puerta y rodeó el carro para regresar al asiento del conductor.

El resto del camino transcurrió sin problemas, excepto Kaltos mirando sin volumen los videos cortos de sus hermanos de especie siendo torturados de maneras monstruosas por los científicos humanos.

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