3 Susurros

Los matices rojizos del crepúsculo aún no terminaban de difuminarse del cielo cuando Kaltos salió del edificio donde se había ocultado para pasar el día. No le gustaba dormir en lugares desconocidos, pero al no tener noticias de su hermano y no haber planificado su futuro antes de hibernar por cuarenta años, no tenía muchas opciones ni conocidos en los cuales confiar. Era difícil descansar cuando las opciones se limitaban tanto, pero mejor que morir a la intemperie.

Por los humanos enfermos no se preocupaba. Solían dejarlo en paz después de olfatearlo. Había ocasiones en las que, sin embargo, reaccionaban a sus movimientos y lo seguían, mirándolo con una curiosidad casi infantil en sus voraces ojos nublados.

Kaltos estaba perdiendo la paciencia rápidamente. Habían pasado varias noches desde su primera y última comida después de salir del conservatorio de música y la necesidad por alimentarse de nuevo estaba convirtiéndose en una urgencia. Damus continuaba en silencio, las criaturas enfermas no decían mucho cuando él se adentraba en sus mentes, y los humanos sanos se ocultaban durante la noche, aterrorizados por la desventaja que suponía la oscuridad para ellos. Podría encontrarlos si extendía lo suficiente el poder de su telepatía, pero eso también suponía un gasto de energía que podía extenuarlo y dejarlo vulnerable ante los peligros a los que aún no sabía ponerles nombre.

Había vagado sin rumbo fijo a lo largo del sector sur de la ciudad de Palatsis, uno de los barrios más prolijos hasta antes de que todo se fuera al traste. La última vez que Kaltos había estado en ese lugar los automóviles no tenían sistemas cibernéticos integrados ni las inteligencias artificiales hablaban, expuestas al uso de cualquiera. Lo había recorrido fugazmente en ese entonces. Ahí había cazado su última presa antes de dormir por cuatro décadas y se había despedido de Damus, su hermano, que había prometido no marcharse de la ciudad ni del país durante el tiempo que Kaltos durmiera. Aunque él jamás se lo había pedido así.

El área alrededor del conservatorio de música se había mantenido limpia a pesar de los hechos más recientes. Las hileras de vehículos de lujo perfectamente aparcados a lo largo de las calles indicaban que la mayoría de la gente no había tenido tiempo suficiente para escapar. Lo que sea que había convertido a todo el mundo en un susurrante, había tomado por sorpresa a la humanidad.

Bajo la escasa luz del ocaso, Kaltos retomó la marcha para finalmente abandonar el barrio de lujo del sector sur. Palatsis era una ciudad grande y próspera. Estaba seguro de que aún tenía supervivientes. Los necesitaba. La única vez que había intentado alimentarse de un susurrante la repulsión que había sentido al detectar y oler el estado de su sangre casi lo había hecho vomitar. No eran alimento. No para él al menos.

Además de alimentarse, su prioridad era localizar a su hermano. No había momento del día (mientras intentaba dormir), ni de la noche en el que no intentara establecer comunicación con él. La mente de Damus era muy difusa al respecto. Kaltos lograba sentirlo, escucharlo, pero tan pronto se entablaba algo similar a un enlace psíquico entre ellos, el dolor que recorría su cuerpo era tan insoportable que él mismo se veía obligado a cercenar la conexión.

Damus estaba sufriendo.

Y él no podía ayudarlo.

El paso incesante de las horas sin encontrarlo atormentaba a Kaltos con la sensación de estarlo traicionando. Habían estado juntos desde el inicio, más de ocho siglos atrás. No era solamente el hecho de que la misma madre los hubiera alumbrado, era que de todas las pruebas que la vida les había puesto a los dos, la única constante que habían librado con éxito era tenerse el uno al otro. Estar juntos.

El egoísmo de Kaltos lo había hecho dormir por los últimos cuarenta años, y la lealtad de Damus lo había hecho a él quedarse a su lado.

Siempre juntos, Kali.

Hasta que una nueva estupidez humana había volteado el mundo de cabeza y Damus había desaparecido.

Su creador se llamaba Raizill. Era todo lo que ambos hermanos sabían de él. Había engañado a Kaltos con mentiras sobre pagarle verdaderas monedas de oro a cambio de reparar un tejado averiado para atraerlo hacia un callejón donde lo había atacado. En su lecho de muerte, Kaltos recordaba la silueta que había aparecido al otro lado del callejón; el rostro asustado de Damus, que intentó defenderlo en cuanto procesó lo que había sucedido. Después el forcejeo entre el hombre de piel nacarada y Damus. Los gritos. Los gruñidos... La calma.

Kaltos había flotado en una suave alfombra de nubes mientras la vida se escapaba de su cuerpo. Se había olvidado de su hermano, del atacante, de la madre que los había regalado como esclavos a cambio de unas monedas, de los amos, de las penurias y las alegrías. Se había olvidado de cada gramo de vida que había mantenido su cuerpo humano, hasta que su corazón había dejado de latir.

Cuando había abierto los ojos a un mundo nuevo, la existencia por sí misma había cambiado todo su significado. Desde entonces hasta ahora, el único amo era la eternidad, y su látigo la necesidad de sangre que torturaba a los instintos de Kaltos cuando no la bebía.

Una comitiva de susurrantes pasó a su lado, oteando el aire en busca de alimento, tan cerca que el hedor de sus cuerpos sucios y sus heridas enconadas le revolvió el estómago. Kaltos los miró con desagrado y se internó en un callejón, mimetizándose entre las sombras. No era posible que hubieran acabado con todos los humanos sanos. ¿Siete mil millones de criaturas pensantes erradicadas en un lapso de pocos meses? ¿Qué era esa insignificancia de tiempo comparada a los milenios que el hombre había caminado sobre la Tierra?

Los susurrantes, como había empezado a llamarlos al escucharlos hablar solos y con voz tan baja que costaba entenderles, eran una competencia férrea por el alimento. La noche anterior habían cercado a un joven humano en un callejón sin salida, lo habían atacado y despedazado antes de que Kaltos pudiera salvarlo. Los había mirado asesinarlo rápidamente, reflejándose en los ojos saltones y aterrados de la víctima.

Caminó callejón arriba hasta llegar a una intersección donde una mujer con las piernas destrozadas lo miró tranquilamente desde el rincón nauseabundo donde se pudría. A diferencia de los demás, su tranquilidad era envidiable. No movió un solo músculo cuando Kaltos entró en su rango de visión; tenía media cara destrozada y sus dientes asomaban como si estuviera sonriendo. Sus ojos negros como la noche lo miraron pasar de largo. Solo su mano se estiró al final, mientras la baba sanguinolenta caía por su barbilla al intentar formular palabras que le eran imposibles.

Kaltos se detuvo en la salida del callejón, frente a una avenida sembrada de vehículos de todo tipo, barricadas hechas con costales de arena y muebles, un helicóptero derribado que había destruido la mitad de un edificio, y una pila de cadáveres quemados que obstruía el centro de la calle. Había basura por todos lados, además de ropa y calzado. Fue curioso, pero no atisbó a ningún susurrante en las cercanías. Sus mentes estaban siempre llenas de episodios traumáticos, de rostros que recordaban sus épocas previas a la enfermedad y de datos que él no podía computar con lógica.

Era mejor mantenerse alejado de sus pensamientos. Entrar en ellos era sumergirse en una vorágine de locura y bestialidad que amenazaba con consumirlo también a él. Quizás había una línea muy delgada que lo separaba de ellos, y a la cual se aferraba con fuerza. La consciencia. El raciocinio. Kaltos los necesitaba para encontrar a Damus, para saber qué carajo había sucedido con él.

Pero primero debía encontrar sangre limpia. Si no localizaba pronto a un ser humano sano, su cuerpo comenzaría a degradarse de nuevo. Normalmente podía soportar varias noches sin probar alimento antes de que eso ocurriera, pero en su actual estado, después de despertar de un sueño que había durado décadas, su cuerpo exigía alimentarse con puntualidad.

Iba a dar el primer paso fuera del callejón cuando sintió un aguijonazo eléctrico sacudiendo su cerebro. Kaltos disparó una mano hacia un costado para sostenerse de la pared y evitar caer aparatosamente. Con la otra se sujetó la cabeza, doblándose sobre sus rodillas hasta llegar al suelo. Imágenes, cientos de ellas, entraron en hecatombe a su mente. Desfilaron una por una como agujas clavándose en su carne y moliendo sus lóbulos cerebrales hasta convertirlos en papilla. Ahí se sintió a sí mismo tendido sobre su espalda, amarrado. Focos enormes enfocaban su cuerpo y deslumbraban su visión para impedirle captar nada más allá de los halos blancos que a veces se movían y contorneaban siluetas negras que movían brazos sobre él.

Las sombras hablaron entre ellas, irreconocibles. Sus voces se distorsionaron hasta adquirir tonos guturales y después, como el arrullo del viento, se desvanecieron para dar paso a jeringas enormes que se encajaron en sus brazos y extrajeron un liquido espeso y guinda que más tarde reconocería como sangre.

Su sangre. Estaban tomando su sangre.

Kaltos se sacudió, encontrando sus manos restringidas, y gritó, rebasado por la furia y, sí, el miedo. Un miedo que no había sentido en muchos años, quizás siglos. La luz no era ultravioleta ni podía dañarlo, pero habían puesto algo en sus ojos que interfería con su aguda visión. Velaba las figuras, quemaba sus retinas.

Dolía.

Hacían cosas con su cuerpo que dolían.

Dolía demasiado.

-¡Abre la boca, monstruo!

¡No!

Ese último grito, que sintió salir de su propia garganta pero resonó con la voz grave y juvenil de su hermano, lo hizo recular y encorvar el cuerpo hasta caer sobre sus manos y sus codos. En esa posición respiró agitadamente hasta que recobró su visión perfecta y regresó a la calle, tirado sobre el suelo húmedo y a un costado de un contenedor de basura que olía mejor que los susurrantes. Levantó la cabeza para mirar el cielo cargado de nubes de textura amarillenta y algodonosa.

Un chasquido detrás de él lo sacó de su ensimismamiento. Al voltear con tan rápido que un ser humano normal se habría fracturado el cuello, sus ojos se deleitaron con la figura fornida y regordeta de un hombre que a todas luces estaba sano. Su estado físico era impecable y llevaba un arma entre las manos que tenía enristrada mientras la mitad de su cuerpo se cubría con las sombras. De haber sido Kaltos un humano normal como él, se habría aterrorizado.

-Uhm... ¿Estás bien, amigo? -lo escuchó preguntar con la voz temblorosa.

Kaltos se enderezó lentamente. El olor de la criatura era exquisito. El aire frío y fétido del callejón no era competencia suficiente para opacarlo.

-No eres... No eres una de esas mierdas, ¿o sí? -preguntó de nuevo el hombre, animándose a dar un paso al frente-. Me... eh. Me llamo Joseph y... ¿Estás bien?

Kaltos se aseguró de que los susurrantes dejaran de ser un problema para Joseph cuando se impulsó sobre los fuertes músculos de sus piernas para abalanzarse contra él. Fue tanta su velocidad que el hombre solo alcanzó a proferir un gemido desinflado antes de encontrarse con la mano de Kaltos alrededor de su cuello, y sentir su nuca y su espalda rebotando con un chasquido contra la pared de cemento del edificio que estaba detrás de él.

Kaltos se aseguró de absorber los pensamientos de su víctima uno por uno mientras bebía de ella, y descubrió cosas por de más interesantes que al mismo tiempo terminaron de corroborar sus sospechas.

Según sabía Joseph, el mundo se había ido por completo a la mierda.

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