27 Susurros
Habían asegurado la entrada del contenedor de carga que estaba pegado a la pared, como Kaltos había previsto. No le sorprendía, sino todo lo contrario. Que no lo hubieran hecho habría hablado terriblemente de la inteligencia de Abel y sus hombres. Si la brecha había existido quizás había sido porque nadie se había atrevido a llegar tan lejos hasta ese momento. Nadie que pudiera ser fácilmente infectado al menos. Pero Kaltos no la necesitaba para volver a entrar. Era un ser centenario que aprendía a su propio ritmo, y lo hacía excelente.
No había tardado en conectar la existencia de los túneles bajo los campos de fútbol y los patios circundantes de la base con la línea de tuberías y drenaje que recorría todo el subsuelo de gran parte de la ciudad. Había pasado ahí los últimos días cambiando una y otra vez sus sitios para dormir que inevitablemente se había adentrado a conocer un poco más. Abajo también había infectados. Muchos. Esa había sido una de las principales razones, además de la oscuridad casi absoluta, que había llevado a Kaltos a elegir las cloacas como base de operaciones clandestina.
Ahí estaba entonces, con un séquito de al menos quince infectados caminando detrás de él como si comprendieran que estaban siendo conducidos hacia un festín. Habían seguido fielmente a Kaltos por cada uno de los túneles que él había caminado manteniendo siempre una linterna encendida para ayudarles a mirar. Sus murmullos incesantes habían nublado sus pensamientos, lo habían mantenido alejado de los temores que despertaba en él pensar en el destino de su hermano. Sus manos afiladas rozando su ropa, sus bocas y ojos desesperados oteando en la oscuridad, suplicando por alimento, lo ayudaban a centrarse. No podía estar cometiendo un crimen peor que aquel que habían cometido los humanos al utilizar a los congéneres de Kaltos como ratas de laboratorio para solucionar lo que ellos mismos habían ocasionado.
La infección era culpa humana.
Todo cuanto acontecía en la Tierra era culpa humana.
El tramo había sido rápido, pero no sencillo. Su premio se manifestó en la forma de una puerta compuesta por una barra de lámina cubierta de cadenas, candados y barrotes, Kaltos lo arrancó todo empleando la fuerza necesaria. A su alrededor, los infectados se alebrestaron y comenzaron a gritar, exclamando sollozos o incoherencias. Uno de ellos, un hombre de overol con medio rostro cubierto de vello y sangre, enloqueció y se le dejó ir encima para atacarlo, pero desistió tan pronto hincó los dientes en la mano con la que Kaltos le rodeó la cara para hacerlo a un lado.
El túnel al otro lado de la puerta fue lineal en un rápido ascenso que mantuvo a los infectados pegados a la espalda de Kaltos. El siseo del aire, el frío y la humedad eran más fuertes ahí. El cemento reblandecido se hundía bajo las pisadas del pequeño grupo que pronto le daría fuerza y presencia a Kaltos. Ellos no podrían subir escaleras de manillares, así que el camino fue un poco más largo pero también seguro. No había ningún dispositivo de seguridad, lo que dejaba claro cuánto habían desdeñado la posibilidad de una infiltración más sin importar que Kaltos los había invadido la noche anterior.
Finalmente la última puerta se interpuso en el camino en la forma de una escotilla llena de hierbajos, lodo que casi se había convertido en roca y unas cuantas alimañas casuales reptando entre las ranuras del metal carcomido por el tiempo. Kaltos echó mano del manillar tras arrancar cuatro cadenas sujetas por candados y un par de palancas que bloqueaba otros mecanismos de seguridad, y tiró con más fuerza de la que había previsto. Detrás de él, los susurrantes se inquietaron, atraídos por el sonido, pero ya no intentaron atacarlo. Se quedaron quietos, oteando el aire, esperando.
Un chasquido destrabó la puerta y Kaltos jaló hacia adentro, luchando contra la deformidad del suelo hinchado y las bisagras oxidadas. Se dibujó un forzado semicírculo en el piso, y antes de que él mismo cruzara el umbral, sus acompañantes lo hicieron a un lado para colarse como un grupo de niños ansiosos por alcanzar la zona de juegos del parque. Cuando Kaltos pudo entrar detrás de ellos, todos habían desaparecido en la vastedad del patio sembrado de vehículos militares, maquinaria y gente. Se detuvo luego de unos cuantos pasos sobre la tierra fresca y levantó el rostro hacia el cielo. Justo cuando el primero de los gritos inundó el zumbido de la noche y el tronido de una metralleta precedió al ataque, la primera gota cayó sobre la nariz de Kaltos. El viento levantó un suave aroma a tierra mojada del piso y coreó como una orquesta de fondo el pandemonio que se desató cuando las alarmas se activaron.
Kaltos extendió su mente cuando entró al edificio principal sin esforzarse en lo mínimo por ocultar su presencia. Fue por la puerta principal mientras la tormenta arreciaba detrás de él, inundando el fino suelo de losa del vestíbulo y barriendo la sangre que había quedado rezagada entre las blancas divisiones. Había por ahí un jarrón que se había partido en mil pedazos al caer desde una mesita que alguien había aplastado contra la pared. Kaltos miró su propio reflejo cruzar el largo de la habitación a través de un espejo lateral que tenía una salpicadura carmín que todavía escurría.
Tras haberse disparado las alarmas se había cortado el suministro de luz, víctima de una pequeña explosión en una de las plantas de energía. Un soldado había estrellado su vehículo cuando un susurrante se había estrellado contra su puerta y había traspasado el vidrio con la cabeza para alcanzar a morderlo. Desde entonces los gritos y los disparos se habían potenciado tanto como el grito incesante de la tormenta y sus caóticos truenos sacudiendo la vastedad de la tierra que los rodeaba, de pronto deshabitada de seres pensantes, pero poblada de monstruos que parecían haber reptado desde el mismo infierno.
La primera planta no tenía nada interesante. Kaltos la cruzó si ningún problema. Leía esporádicamente las mentes de quienes aún sobrevivían intactos y fue dibujando su propio mapa del complejo. En el primer piso solo había salones de instrucciones y otro tipo de habitaciones que no servían a sus propósitos. Al llegar a las escaleras se topó con una curiosa desviación hacia el sótano que iba en una hilera de peldaños en línea recta. Cuando Kaltos lo descendió, se topó con una puerta de malla que se abría con un lector de tarjeta y un panel para digitar códigos de seguridad que él rompió sin mucho esfuerzo usando únicamente sus manos para tirar.
No podía detectar a Karin entre tanto ruido mental, pero confiaba en que estaría bien. La humana tenía el entrenamiento suficiente para saber cuidarse sola y lo había hecho perfecto hasta el momento. Damus, por otro lado, estaba incapacitado. Kaltos aún no sabía de qué forma, pero en el poco contacto que había tenido con su hermano, había sentido la infinidad de limitantes y restricciones que sujetaban su cuerpo para impedirle moverse e incluso caminar. Lo exponían al sol, cortaban su cuerpo en partes, extraían su sangre, lo mataban de hambre, jugaban con sus sentidos e incluso habían intentado invadir su mente con métodos bastante extraños que Kaltos no había visto jamás hasta ese momento. Haber dormido los últimos cuarenta años había sido una total estupidez de su parte. La tecnología había avanzado bastante en todo ese tiempo, que era ínfimo comparado a la cantidad de años que él tenía con vida.
Dio vuelta en el primer corredor y ladeó un poco la cabeza cuando las luces del techo se encendieron en serie a pesar de que muchas otras zonas del edificio estaban a oscuras. Una decena de puertas cerradas flanqueaban ambos lados del pasillo. No eran laboratorios, para decepción de Kaltos, pero sí un lugar por dónde empezar después de tantos días de incertidumbre y búsquedas infructuosas. La primera de las puertas tenía una etiqueta de lámina que citaba «sala de juntas». No había nadie adentro... pero había gente cerca. El zumbido de sus pensamientos en masa y el fuerte bombeo de sus corazones era como una dulce melodía arrullando el instinto insaciable de Kaltos por la sangre.
Las otras puertas tenían etiquetas similares a la anterior. No había ventanas por ningún lado que pudieran mostrarle el interior de las habitaciones, solo paredes emplastadas con una fina capa de material amarillento, extintores, cubículos para usarse en caso de emergencia con mangueras y hachas en su interior, tubería instalada en las esquinas del techo y la pared, y pequeñas cajitas con palancas para accionarse en caso de incendio. Kaltos se detuvo en medio de todo eso, para nada alarmado cuando un par de puertas se abrieron detrás y enfrente de él, y por ellas salieron dos escuadrones de soldados que adoptaron formación de asalto al instante. No fue hasta que distinguió que sus armas eran un poco distintas a lo que comúnmente usaba el resto de los humanos que algo en su interior le hizo darse cuenta de que tal vez había sido un poco arrogante y precipitado en su actuar.
-Dices que no eres un monstruo, y es exactamente como un monstruo que actuaste al dejar entrar a la muerte a un recinto lleno de personas sanas -dijo la inconfundible voz de Abel segundos antes de que la rígida formación detrás de Kaltos se rompiera ligeramente para darle paso al General.
Él giró lentamente a verlo.
El rostro adusto y severo del hombre lo miró con un desdén que para el vampiro fue imposible leer dentro de su mente porque no podía entrar en ella. ¿Sería realmente posible que los humanos hubieran encontrado un método de bloquear sus mentes de esa forma? Si bien no todos estaban protegidos, eran aquellos de los que Kaltos podía obtener algo los que lo mantenían fuera, y eso estaba empezando a frustrarlo.
-Te advertí que esto sucedería y decidiste no escucharme. Fuiste tú el que le hizo esto a sus hombres, Abel. Dame la ubicación de mis congéneres y esta absurda guerra que solamente tú peleas terminará.
Abel modificó su expresión de manera que las ligeras arrugas que estaban comenzando a arañar su piel se acentuaron con nada más que indiferencia.
-Quedan tan pocos como tú -dijo el humano, meciendo lentamente la cabeza en una negativa-. Y miles de millones de ellos luchando por nada más que extinguirnos. Deberías ser más empático con la raza de la que desciendes, después de todo.
-Desde hace mucho tiempo que dejé de ser como los tuyos -espetó Kaltos-. No siento la menor responsabilidad por lo que ustedes mismos hicieron al experimentar clandestinamente con poderes que estaban más allá de su comprensión.
La forma en la que el General enarcó una ceja y levantó ligeramente el labio superior anticipó para Kaltos que la conversación había terminado. Lo comprobó cuando sus rápidos reflejos miraron como en cámara lenta el brazo de Abel levantándose al mismo tiempo que los instintos de los soldados altamente equipados y armados chasquearon sus extraños rifles. Fue apenas una milésima de segundo, una partícula de tiempo que él usó para meter la mano dentro de su chamarra y extraer la única granada que había tomado del cuerpo destrozado de un militar que había encontrado apoyado contra la pared del edificio, a un costado de la puerta. Le quitó el seguro con una flexión de sus dedos, alzó su propio brazo, y la arrojó hacia la barrera humana que tenía detrás cuando la última sílaba abandonó los labios de Abel.
El tintineo del dispositivo rebotando sobre el suelo y deslizándose entre los pies de los militares apenas dio tiempo para que se percataran de lo que había hecho. Uno de ellos comenzó a gritar que se trataba de una granada, y el techo se vino abajo cuando el estallido fue lo suficientemente potente para despedazar unos cuantos cuerpos en el acto y reducir a escombros el resto del pasillo. Kaltos se lanzó al suelo entonces, esquivando los disparos de aquellos que aún estaban de pie al otro lado del corredor y que abrieron fuego ya sea por pánico o por la voz de Abel ordenándoles que lo hicieran cuando las luces se apagaron y el fuego relampagueó como la lengua larga y bífida de una serpiente.
Kaltos se movió tan rápido como le fue posible. Corrió directamente hacia los humanos, que disparaban en todas direcciones, esperando atinarle. Uno de los disparos le rozó la pierna y Kaltos se detuvo en seco, apoyándose contra la pared, cuando el dolor fue tan sorpresivo como insoportable, nada que hubiera sentido antes al ser herido por ellos. Alguien se acercó lo suficiente a él para rozar su cuerpo, y Kaltos lo tomó por la solapa del uniforme para acercarlo a su boca y hundir los colmillos en su cuello. El humano gimió, pero se congeló en el acto. Los otros disparaban y gritaban. Algunos gemían, aplastados por los escombros. El fuego que se levantaba en pequeños pozos aislados iluminaba muy poco, sofocándose rápidamente por los sistemas de emergencia de riego. Kaltos soltó el cuerpo sin vida del hombre, revitalizado por la sangre que comenzó a llenar de calor y energía su cuerpo. Se lanzó entonces por otro, al que le partió el cuello en el acto, y por otro más, que disparaba en todas direcciones, presa del horror. Su mente, desprotegida a diferencia de la de Abel, proyectaba imágenes de susurrantes y monstruos de fantasías oscuras.
Kaltos lo golpeó con fuerza, sin saber si llegó o no a matarlo.
-¡Infectados! -gritó alguien en medio del caos-. ¡Infectados!
Los gritos de las criaturas enfermas se sumaron a los chillidos de los hombres sanos, que intentaron dispersarse en todas direcciones en la casi absoluta oscuridad. Kaltos buscó entre los rostros erráticos el de Abel, pero no lo encontró. Tampoco estaba entre los caídos ni en aquellos que estaban siendo devorados por los susurrantes. Otra bala pasó rozando su cabeza y gruñó, llevándose la mano a la frente. Un hilillo de sangre fue rápidamente barrido por el agua. Kaltos esquivó cuerpos, hombres frenéticos y aterrados, e infectados que tanteaban en la oscuridad, buscando a sus víctimas, y pisó algo que llamó su atención. Al bajar la mirada, distinguió un dispositivo de comunicación que levantó al instante. Lo inspeccionó por unos segundos bajo la suave caricia de la brisa proyectada por los aspersores y los empujones ocasionales de susurrantes y humanos, y amplió mucho los ojos cuando la galería de imágenes se abrió, y entre las fotografías apareció el demacrado rostro de una mujer que él reconoció al instante. Dulce Drasson.
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