20 Susurros
-¡Hijo de puta! ¡El cabrón se cargó a Masiel y a Jonás!
El General Abel le dio otro sorbo a su vaso de coñac y miró con un interés un poco apagado cómo la cámara anexada al soldado se movía furiosamente de un lado a otro, intentando seguir los movimientos del hombre que se deslizaba como una liebre de un lado a otro dentro del departamento. Procuraba mantener el volumen bajo porque su nieta, Nimes, estaba descansando dentro de la pequeña habitación anexada a la barraca, luego de que él le leyera su cuento favorito, Aladín y los secretos de la ciudad fantasma.
-¡Está en la habitación lateral oeste! ¡Repito: está en la habitación!
-¡Bloquearé la salida por la cocina!
El sospechoso se ocultó parcialmente detrás de un colchón para evadir los disparos del soldado que lo había seguido. No se le veía especialmente asustado, solo desesperado y quizás furioso. Era evidente cuánto lo afectaba la luz del día y lo mucho que intentaba no pasar frente a las ventanas, que los soldados habían desnudado para que se filtrara el destello del cielo.
-¡Escapó! ¡Se dirige hacia el baño!
-¡Lo tengo!
Más descargas sucedieron a las transmisiones de los soldados. Abel bajó la vista hacia la tablet que tenía entre las manos y leyó brevemente las características especiales que habían resaltado en el sospechoso. Medía alrededor de un metro con noventa centímetros de estatura, como había narrado el soldado Bastián; era moreno, quizás de ascendencia latina, y distintos análisis de la cámara determinaron que en su disfraz humano tenía los ojos cafés, lo que cambiaba a un amarillo antinatural cuando entraba en modo bestial, como sucedió en el momento exacto en el que Abel levantó la cabeza y miró al Noctámbulo saltar sobre un soldado para arrancarle la cara y degollarlo en el acto.
Congeló la toma en la expresión desaforada del individuo. Detalló sus dientes animalescos y sus largos colmillos, con los que ya habría cegado la vida de cientos, sino es que miles de personas.
-¿Qué quieres de nosotros que estás tan interesado en adquirir información? -murmuró Abel mientras bebía otro sorbo de su vaso de coñac.
La grabación volvió a activarse. Cambió de una cámara a otra cuando el Noctámbulo salió al pasillo y fue recibido por más disparos que no podrían quitarle la vida. Abel lo sabía muy bien. Él le había disparado a Dulce directamente al corazón y la había visto levantarse a los pocos minutos, furiosa, pálida y con sangre en la boca y la nariz, pero viva. Tan viva como las billones de personas de pronto enloquecidas y convertidas en caníbales.
El Noctámbulo emitió un gruñido bastante humano para su condición sobrenatural, y regresó corriendo al interior del departamento, donde no le quedó más opción que saltar por la ventana y exponerse abiertamente al sol. Ya llevaba en el cuerpo evidencia suficiente de su condición en forma de carne ampollada y quemada. Bajo una prolongada exposición, sol resultaba ser letal para ese tipo de criaturas, pero Abel podía apostarle su alma al diablo de que ese cabrón estaba vivo.
Las transmisiones de los soldados llovieron con preguntas y órdenes. El primero en asomarse fue el que grabó al Noctámbulo poniéndose lentamente de pie luego de haberse estrellado en el suelo tras caer más de seis pisos de altura. La criatura miró directamente hacia la cámara con un rostro bastante herido. Tenía el ojo izquierdo destruido y llagas en el cuello y gran parte del rostro, pero se curaría. Abel había mirado a Dulce recuperarse tras beber la sangre que los científicos le habían ofrecido en la forma de una cabra que ella había dejado seca en un instante.
-¿A quién te vas a cargar para regenerarte si los pocos hombres y mujeres sanos que quedan allá afuera pueden ser también tu última cena?
A tres soldados, leyó Abel en uno de los informes que abrió en su tableta digital. Tres soldados no habían regresado de la patrulla nocturna. Su último reporte había sido dado desde la estación de tren a eso de la media noche. Había una gran probabilidad de que hubieran sido abatidos por los infectados, pero no se habían comunicado en ningún momento para pedir ayuda.
Abel leyó rápidamente el resto del informe y bajó la tableta para mirar una vez más el rostro de la criatura que debía atrapar. Sabía de otros cinco que estaban en el laboratorio al otro lado del país en ese momento, pero las pruebas eran cada vez más rigurosas y el pésimo estado físico y emocional en el que habían degenerado detenía las investigaciones por días, a veces por semanas. El científico en Jefe, Vince, le había dicho recientemente a Abel, tras enterarse de la aparición de esta nueva criatura, que sería de gran ayuda si lograban capturarla con vida. El desarrollo de la investigación estaba tan avanzado gracias a las otras cinco bestias humanas, que la frescura de un nuevo espécimen haría todo más fácil dada su resistencia inicial.
Tal vez recibiría un trato especial, había añadido Vince, lo que Abel no había entendido ni había querido averiguar.
Sabían que los Noctámbulos eran inmunes al patógeno que causaba la locura y el canibalismo en la gente enferma. Y eso, solamente eso, era el combustible que movilizaba a Abel a gastar sus recientes días en buscar, cazar y atrapar.
Sospechaban, además, que los Noctámbulos (también llamados vampiros por los menos profesionales), eran responsables directos del patógeno. De eso Abel tenía sus dudas. Si bien las criaturas eran ignoradas por los infectados y habían existido ya por cientos o miles de años, como había confesado Dulce en uno de sus estados más agónicos de dolor y hambre, a Abel le parecía ilógico que de un repente alguno mordiera a un ser humano y desatara una infección de semejante calibre. Vince omitía muchas explicaciones al respecto, pero Abel no necesitaba escucharlas para sacar sus propias conjeturas. Alguien había perdido el control de sus experimentos mezclando Noctámbulos, patógenos y ADN humano y allá afuera estaban las consecuencias.
Abel descolgó el teléfono de la base que estaba instalada a un lado de la mesa, presionó un botón y esperó a que su oficial inmediato atendiera la llamada.
-Retira las patrullas de búsqueda, Mariana -dijo tranquilamente, con los ojos fijos en aquellos tan amarillos y brillantes que lo veían de vuelta desde la pantalla-. Que duerman un par de horas y coman. El sospechoso nos lleva ventaja en la noche. En cuanto despunte el alba retomarán la búsqueda empezando por la estación de trenes.
-Sí, señor -respondió su Capitán, Mariana, una mujer por demás inteligente y bastante perspicaz que solía hacer su trabajo con eficiencia.
Al igual que Abel, ella había perdido mucho cuando la infección se había comido al mundo. A diferencia de él, a Mariana no le había quedado nadie para abrazar cuando los recuerdos y la melancolía amenazaban con hacerla flaquear. Sus dos hijos pequeños, de siete y cinco años, habían muerto junto a su marido al inicio de todo. Pese a ello, había aún bastante humanidad en su interior y era muy adepta a conversar largamente con Nimes cuando Abel se reunía con ella de manera extraoficial y llevaba a la niña con él.
-Sabes el protocolo a seguir en casos como este -continuó instruyendo Abel-. El sospechoso puede utilizar la más importante de sus ventajas para amedrentar a los hombres, además de su invisibilidad en la oscuridad, por lo que deben evitar a toda costa que ingrese en el alcantarillado o en cualquier lugar sin ventanas donde no dé la luz del día. Envía un equipo de rastreo para que barran la estación de trenes y estructuren un mapa de búsqueda.
-¿Cree que el sospechoso en verdad tenga el poder de manipular a los infectados?
-¿Manipularlos? No lo sé, pero su inmunidad hacia ellos provoca que pierdan el interés en él y lo pasen de largo. Puede reunir a una gran cantidad de ellos y guiarlos solamente con sonido hacia los equipos de búsqueda... -Abel apagó la pantalla con un movimiento rápido cuando la puerta detrás de él se abrió con un suave siseo mecánico-. Lo sé porque de estar en su lugar es algo que yo haría.
Un ejército de muertos vivientes. ¿Había algo más bizarro que eso?
-Entiendo -respondió la Capitana tras pensarlo un poco :: Así se hará, General.
-Hasta mañana, Mariana.
-Señor -finalizó ella antes de que Abel colgara el teléfono y se pusiera de pie.
Al girarse, enarcó ambas cejas y se quedó mirando a la pequeña niña en bata que le clavó dos juguetones e inocentes ojos verdes encima.
-¿Y ahora? -le preguntó Abel-. Se supone que debías estar dormida desde hace más de cuatro horas. Incluso ya te conté tu cuento. Si no te duermes con eso, estás estafándome, pececito.
Nimes paró los labios en un puchero, motivo justo por el cual Abel la apodaba de esa forma, y terminó de acercarse a él, que no dudó en levantarla entre sus brazos.
-Me despertó Dami -respondió la niña. Abel frunció un poco el ceño. No era la primera vez que Nimes le mencionaba el nombre-. Me dijo que tenía hambre.
-Sueñas mucho con él últimamente, ¿no te parece? -le dijo Abel mientras la llevaba en brazos de regreso a su pequeña habitación, llena de todo tipo de juguetes, cubos de algodón, afiches de las películas favoritas de Nimes, consolas de videojuegos, libros de estudio y equipo de educación que Abel se había avocado en conseguir para ella una vez que había dejado de hundirse en el dolor de sus pérdidas y había comprendido que ese pequeño ser no tenía a nadie más en el mundo que a él, y él a ella.
-Me dice que tiene miedo -murmuró Nimes tallándose los ojos.
-¿De los infectados? -preguntó Abel casualmente.
Nimes meció la cabeza, sacudiendo su corta melena de cabello negro de un lado a otro.
-De que le pase algo malo a su hermanito Kali.
-Ya veo -suspiró Abel, metiendo a la niña a la cama. Esperó a que Nimes se recostara para volver a cobijarla, tal cual como hacía con sus propias hijas cuando tenían esa edad-. ¿Crees que si vuelves a soñar con él y le dices que nada malo le pasará a Kali te deje dormir tranquila?
Nimes lo miró de una manera muy extraña.
-¿Cómo sabes que no le pasará nada malo, Ab? Allá afuera hay gente mala... Se comieron a mis papis y a mi hermanito.
Abel desvió la mirada hacia un juguete que estaba en el suelo. Era una muñeca de cabeza enorme y cuerpo pequeño que vestía colores un tanto extravagantes. Evitando responder a aquello que por el resto de su vida le ocasionaría un nudo en el estomago, levantó a la muñeca y la puso a un lado de la niña, sobre la almohada.
-Tal vez Kali es demasiado inteligente para mantenerse oculto y lejos de ellos y de cualquier peligro. Dami ya debería saberlo.
Nimes asintió.
-Me hubiera gustado que Mane hubiera podido hacer eso.
-Sí, amor... a mí también -suspiró Abel, acariciándole la cabeza. Se reclinó sobre ella para darle un beso en la mejilla-. ¿Quieres que me quede aquí hasta que puedas dormir? Tal vez si estoy aquí Dami comprenda que es hora de descansar y te deje tranquila.
-Sí -respondió Nimes rápidamente, aunque no cerró los ojos como Abel había esperado. En vez de eso, volvió a clavarlos en él-. ¿Crees que podríamos buscar a Kali, Ab? Dami se pondría muy feliz.
-Sí, cariño. Podemos buscarlo más tarde y ponerlo a salvo. Pero por ahora debes dormir.
Nimes sonrió, y ese simple gesto valió la pena continuar viviendo.
-Se lo diré a Dami si vuelve a venir.
Abel esperaba que no. Aun así asintió, se inclinó un poco hacia abajo para sacar uno de los libros de cuentos que estaban en la repisa-base de la cama, y lo hojeó hasta encontrar un cuento corto.
-Te contaré algo para que descanses más tranquila y sueñes cosas tan bonitas como tú.
Porque mientras ella siguiera viva, aún había esperanza.
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