2 Susurros

La cerradura de la puerta de la primera casa estaba abierta. Kaltos había esperado un poco más de resistencia; un arma apuntándole a la cara, el latir frenético de un corazón furioso, la visión escandalosa y atractiva de un ser humano exigiéndole que se marchara. Pero el silencio era tan espeso, los aromas concentrados tan potentes, que no necesitó recorrer de arriba abajo la propiedad para saber que estaba vacía. Que todas lo estaban.

No había nada, no había nadie. Solo humedad, frío y soledad.

Necesitaba urgentemente alimentarse. El hambre de decenas de años había despertado junto a él tan demandante como su necesidad de volver a escuchar la voz de su hermano. Sentía los dedos de las manos entumecidos y las piernas torpes. Caminaba con pasos lentos y tímidos que afectaban su equilibrio, y su visión, normalmente perfecta en la oscuridad, lo enceguecía por momentos. No estaba seguro de poder defenderse si surgía un contratiempo, y la debilidad estaba afectando también su capacidad de extender sus alcances telepáticos hacia donde pudiera encontrarse su hermano.

Antes de entrar a la casa, echó un último vistazo hacia la calle detrás de él y se detuvo por un momento a apreciar la nitidez del cielo amarillento sobre su cabeza. Era una noche deprimente, pero ni la hora más tardía justificaba la total ausencia de personas. Sabía que algo tenía que ver aquella vorágine telepática que había detectado algunos meses atrás y que lo había golpeado en un violento tropel de imágenes mientras intentaba mantener su mente vacía; sangre, gritos, dientes, manos que tomaban y arrancaban como garfios, armas, gemidos, súplicas. Gritos. Muchos, muchísimos gritos que aún ahora hacían hecho en su cabeza. Gritos que por momentos lo habían sacudido con tanta potencia que en un punto lo habían hecho despertar.

La casa era elegante pero sencilla. Kaltos entró a un vestíbulo con escasa decoración. La única mesa que estaba a la vista tenía una gruesa película de polvo que evidenciaba el desuso. Las flores del jarrón que acomodaba el centro estaban tan secas que bastó la suave ráfaga de aire que entró del exterior para convertirlas en polvo. Era una casa grande. Habría al menos diez habitaciones en la planta baja y otras decenas más en la parte de arriba. Kaltos decidió primero merodear por ese piso, amigándose con las sombras que por momentos ennegrecían completamente los pasillos de paredes en mejores tiempos blancas.

Su corazón latía con prisa, hambriento y desesperado por reabastecerse de sangre para volver a irrigar el calor de la vida por todo su cuerpo. ¿Dónde estaban las personas, el alimento? No estaba muy seguro de dónde se encontraba él mismo. Había ido a dormir en un mundo lleno de almas y había despertado en el silencio de una civilización erigida por estructuras frías y calles vacías. «¿Esto intentabas decirme antes de guardar silencio, Damus?», pensó mientras andaba con pasos cortos y los oídos zumbando dentro de un silencio que ni siquiera las ratas se atrevían a romper.

Encontró el baño sin mucho esfuerzo y suspiró con alivio cuando giró la manija de la regadera y el agua comenzó a brotar en una cascada suave y generosa. Le hubiera encantado que estuviera caliente, pero no puso más objeción que una mueca contra la frialdad que le aporreó la piel de por sí ya helada. Se lavó con prisa y sin cuidado, tallando las zonas donde la mugre se había encostrado. Su cabello fue la parte más difícil, también los pies. Se le marcaban los huesos de todas partes y la textura de la piel se le había acartonado, lo que cambiaría una vez que se alimentara. No solo recobraría su esteticismo, sino su fuerza y su vitalidad.

Terminó de higienizarse aplicando especial atención en su zona íntima, y salió de la regadera escurriendo agua sobre las baldosas enmugrecidas del suelo, que quedaron perfectamente impresas con las huellas de sus pies. Con un poco de suerte, algún varón habría vivido por ahí y Kaltos podría usar su ropa. En el intertanto, mientras auscultaba de cuarto en cuarto analizando objetos sin valor para él, intentó entablar comunicación con su hermano una vez más, lo que fue inútil. Damus se había esfumado, y con él, la esperanza de Kaltos de encontrar respuestas pronto.

Al final del pasillo estaba la habitación conyugal. La cama desecha y las colchas salpicadas con gruesas manchas oscuras que el olfato de Kaltos distinguió como sangre seca y muy vieja le dieron una idea macabra de lo que podía haber sucedido por ahí. Se apresuró a hurgar entre los cajones de una cómoda de un diseño exquisito hasta que encontró un pantalón de mezclilla que se caló al instante, sintiéndolo flojo de la cadera antes de arreglarlo con un cinto. Un halo de luz entraba por el amplio ventanal lateral y daba hacia el espejo del tocador, frente al que Kaltos se quedó de pie, observando su rostro macilento. Lucía terrible. Tenía los ojos hundidos, la piel, que normalmente era de un aspecto bronceado (aunque pálido por su naturaleza sobrenatural), estaba seca y acartonada, y sus huesos saltaban por todos lados a la vista, amenazando con atravesar su pellejo.

Era tan desagradable verse de esa forma.

Se dio la vuelta y resumió su búsqueda de ropa, encontrando una camiseta y una sudadera dentro del vestidor que estaba al otro lado del pequeño pasillo que conducía hacia un baño. Por lo demás, la gran variedad de calzado le quedó apretado y prefirió dejar sus pies libres. Tampoco hurgó mucho en las restantes habitaciones o en la cocina, donde otros habrían corrido a buscar comida. Su alimento no lo encontraría dentro de gavetas o en anaqueles de despensa. Necesitaba sangre. Sangre humana, y la ausencia total de seres vivos a su alrededor lo espantaba.

Se quedó de pie frente al amplio ventanal de la habitación. Un cuadro de luz opaca se dibujaba perfectamente entre el suelo y el borde de la cama, distorsionado por la sombra del vampiro que auscultaba silenciosamente a la calle. Debían ser las tres o cuatro de la madrugada. El sol saldría en pocas horas más, tomando en cuenta que se encontraban en estación de invierno, o eso creía. La ropa seca y acolchada cubriendo su cuerpo era un consuelo minúsculo en comparación a la desolación tan grande que lo abatía.

Como hijo maldito de la noche, eran pocas cosas las que podían afectarlo a nivel físico, y el frío siempre había sido una de ellas, aunque Damus solía insistir que era un asunto más bien psicológico. Le desagrada el frío. En ese momento odiaba sentirlo en su carne colgante, en sus manos huesudas, en cada cosa que tocaba y que no hacía sino reafirmar lo que el mundo entero pensaba de él. Era un monstruo. Un ser imposible de existir y que, sin embargo, ahí estaba, respirando contra todo pronóstico de la ciencia.

Solo había ido a dormir por unas cuantas décadas, cansado de la monotonía de la existencia y del paso tan acelerado con el que los humanos se movían, excluyéndolo de su sociedad porque no encajaba en sus costumbres nocturnas y en el día era poco más que un cachorro indefenso para ellos. Dormir le había traído alivio por un tiempo. Le había permitido descansar, enfriar su mente y replantear su vida, y lo que podría ser el resto de esta, con un nuevo enfoque. Hasta que la nueva era de la humanidad lo había despertado más tarde de lo que habría esperado.

Gracias a eso había perdido a Damus. También a algunos otros, congéneres de la noche con quienes casi no había tenido contacto en su larga vida sobrenatural pero que de alguna manera siempre había sentido a su alrededor. No había nadie para preguntar. Ningún otro vampiro. Se encontraba solo por completo.

Su aguda visión barrió con cada pequeño detalle de la calle frente a él. Se concentró a pesar del hambre, expandiendo sus sentidos más allá de lo que su cuerpo y sus ojos podían ver y sentir.

Escuchó por sobre el suave susurro de la noche y se distrajo por unos segundos con el traqueteo de una parvada de lechuzas surcando el cielo frente a la ventana. Un ratón dentro de las paredes roía un pedazo de madera. Una ardilla bipeaba en el jardín, llamando a su pareja. Las nubes se movían demasiado aprisa, trayendo con ellas un viento pesado que revolvía ferozmente las copas de los árboles.

No había nada.

Pero cuando estaba a punto de dar la vuelta para salir de la casa, el súbito movimiento de algo al otro lado de la calle lo hizo regresar sobre sus pasos para volver a clavar los ojos al otro lado del vidrio de la ventana. La suerte apareció entonces, sonriéndole en la forma de dos rápidas siluetas que se deslizaron detrás de la glorieta. Se movían como escondiéndose de alguien. Kaltos se apresuró a invadir sus mentes, pero sus pensamientos carecían de sentido.

Los Infectados, pensaban.

Que no nos vean.

Que no nos escuchen.

Por Dios, que no nos atrapen.

Kaltos descorrió uno de los vidrios del grueso ventanal y se lanzó sobre la hierba alta con la ligereza de un felino, atraído por los humanos como el néctar seducía a las abejas. El olor que emanaban era intoxicante, el poderoso latir de sus corazones apabullante. Se adentró entre los helechos y los arbustos del descuidado jardín, olfateando el aire. La lengua comenzó a picarle, las encías donde sus colmillos crecieron le cosquillearon, y una sensación general de excitación estremeció su cuerpo. Rodeó un árbol grueso, lleno de frutos, cuando los humanos, ambos varones, cruzaron la calle y alcanzaron el jardín, y se cernió sobre ellos aún cobijado por las sombras que proyectaba la gruesa copa del árbol.

Tomó al primer hombre por el cuello, comprimiendo su garganta para impedirle gritar, y lo arrastró detrás del enorme tronco mientras el otro humano continuaba su camino hacia la casa. Tal era la desesperación de Kaltos que no gastó tiempo en hacer preguntas. Resumió su voraz instinto en apoyar a la criatura contra el árbol para hincarle los dientes el cuello y comenzar a beber el mágico elixir que habría de regresarle los bríos y la juventud.

Los ojillos azules del humano bailoteaban en todas direcciones, horrorizados, mientras pataleaba y sus manos luchaban con todas sus fuerzas por alejar a Kaltos de él, hasta que sus energías terminaron de menguar, y su corazón se detuvo, silenciando su mente, su alma, y extinguiendo su existencia tan rápidamente como había llegado al mundo. Solo entonces Kaltos lo soltó, dejando caer el cuerpo sin mucha ceremonia, y se volvió hacia donde escuchaba al otro hombre llamar a susurros agitados a su compañero.

La sangre le había hecho mucho bien a Kaltos, pero no era suficiente. No sería suficiente hasta que su cuerpo se revitalizara por completo y su energía se restableciera. Pero ya estaba en su interior, reviviéndolo, irrigaba hacia cada una de sus extremidades como la caricia suave de un amante. Podía sentirla reconstruyendo sus músculos y ensanchando sus carnes flácidas para ocultar sus huesos puntiagudos y deformes. Pero aún necesitaba más, solo un poco más para recuperarse por completo.

Para el momento en el que salió de las sombras, el otro humano caminó directamente hacia él, enceguecido por la oscuridad, y tampoco opuso mucha resistencia cuando la fuerte mano de Kaltos se cerró en torno a su cuello. Sus ojillos oscuros se ensancharon con terror cuando dos ojos brillantes aparecieron frente a él, y abandonó la vida con la misma rapidez que su compañero cuando los dientes del vampiro profanaron su piel y secaron su cuerpo.

La locura de la sangre enajenó a Kaltos con tanta voracidad que para el momento en el que vació a la criatura se dio cuenta de que lo había sujetado con tanta fuerza que le había triturado los hombros y fracturado la espalda. Al soltarlo, el cadáver cayó sobre el otro. Kaltos los miró desde lo alto, sabiéndolos nada más que presas en ese mundo donde devorar a otros para sobrevivir era una costumbre milenaria. Por fortuna, su hambre había retrocedido. La sangre llenó de calor su cerebro y esparció un agradable cosquilleo al resto de su cuerpo reformado.

Al ver sus manos bajo la opaca luz del cielo, notó con satisfacción que sus dedos eran nuevamente carnosos y sus uñas estaban sanas y parecían estéticamente cortadas. Sus brazos eran fuertes de nuevo, también sus piernas. Podía pasar por un hombre común otra vez, y la primera prueba para ello ocurrió en ese mismo instante, cuando un grupo de siluetas desgarbadas perfiló la calle a contra luz del horizonte rojizo, oteó en su dirección, y al distinguir a Kaltos al otro lado de la cuadra, echó a correr hacia él. Sus gritos y chillidos bestiales acompasando el tropel de sus pasos hizo retroceder a Kaltos, que por un momento fue bombardeado por los más absurdos y confusos pensamientos.

Venían todos de ellos, y se hacían cada vez más fuertes, dementes y ruidosos conforme se acercaban. Kaltos intentó bloquear su mente, pero la sorpresa le hizo imposible deslindarse de todas esas imágenes grotescas que se negaban a dejar de entrar en su cabeza. Escuchó gritos desesperados y llanto, llanto agudo, mientras se debatía entre manos que luchaban por despedazarlo al mismo tiempo que él despedazaba a otros; se miró a sí mismo destrozando gente a mordiscos, masticando la carne aún palpitante entre sus dientes toscos como lo haría un perro y no un vampiro; miró rostros ensangrentados, vísceras brotando de vientres destajados, llamó por muchos nombres a mucha gente que no conocía y deseó con todas sus fuerzas comer, comer y comer. Deseó tanto comer que la ira de no tener nada al alcance de su mano para mordisquear lo hizo proferir un rugido histérico hasta que logró recuperar el control de su mente, bloqueó sus sentidos, hiperventilando, y dejó de apretarse la cabeza para volver a abrir los ojos y encontrarse de frente con un rostro deformado y cubierto de sangre al que le hacía falta la mejilla derecha y al menos la mitad del cuero cabelludo.

La criatura, que presumía ser humana en apariencia (al menos por principio básico), lo miraba fijamente con ojos saltones, y ladeaba de un lado a otro la cabeza, como intentando dilucidar lo que era Kaltos para ella. Había sido un varón en sus mejores tiempos, ahora presumía de no sentir el mínimo ápice de dolor por la condición de su rostro. Lo mismo ocurría con todas aquellas otras siluetas ensangrentadas y pestilentes que rodeaban a Kaltos. Decenas de ojos desorbitados estaban fijos en él. Los rostros de algunos se alzaban para olfatear el aire, y otros, los más osados, intentaron incluso tocarlo, lo que Kaltos evitó haciéndose a un lado.

—¿Qué carajo pasa con ustedes? —murmuró.

Las criaturas parecieron alertarse con su voz, mas no hicieron más que recular y gruñir. No bien perdieron el interés en él, regresaron a su propia miseria y procedieron a desperdigarse por la zona, rodeando los cadáveres recién plantados por Kaltos para, ante el asombro del vampiro, comenzar a desmembrarlos a mordiscos y tirones de ropa y vísceras.

—¿Qué está pasando aquí? —preguntó Kaltos de nuevo, dirigiéndose al hombre que aún estaba frente a él y que no dejaba de mirarlo como si a pesar de su enloquecido estado pudiera comprenderlo, o al menos lo intentara—. ¿Puedes hablar? ¿Quiénes...? ¿Qué son ustedes?

La criatura se dio la vuelta y se alejó entre tambaleos y gruñidos, después se unió a la cacería de un gato que cruzó corriendo la calle en ese momento. Sus gemidos angustiados se entremezclaron con los de otros tres humanos que perseguían al animal.

Kaltos los observó ir y venir por un rato. Después de fracasar en encontrar una explicación razonable por su propia cuenta, se animó a tantear la mente de algunos de ellos, procurando no extender mucho el alcance de su telepatía, y volvió a toparse con las imágenes desbordadas de asesinatos encarnizados, canibalismo, gritos y desesperación que ya no lo tomaron por sorpresa pero que lo preocuparon, sobre todo al recordar el último mensaje que había recibido de su hermano, advirtiéndole sobre un peligro desconocido.

Querían carne humana y ya la habían obtenido un par de veces según lo que él podía ver en los escasos pensamientos que podía pescar de algunos enfermos, pero no la de Kaltos. Quizás detectaban en él el hedor de la muerte, que no era tan palpable como el de ellos, pero que había sido tatuado en su alma el día que había sido maldecido por su creador.

Lo que sea que había pasado en Palatsis, o quien fuera que lo hubiera hecho, la había liado grande, y Kaltos solo estaba unos cuantos meses atrasado en noticias, y con un hermano desaparecido.

Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top