14 Susurros
De las muchas cosas que Kaltos había logrado aprender de las mentes humanas, la crema de avellana era algo por que en los tiempos actuales se podía matar. Él venía de épocas en las que el helado, los envasados y los endulzantes artificiales no existían, pero comprendía el gusto por ellos en cierta forma. Cuando él era pequeño, muchísimo tiempo atrás, las golosinas eran hechas a mano, además de un lujo imposible para la gente común, que optaba mayormente por la miel y la leche.
La crema de avellana era un invento relativamente nuevo. Olía muy bien, pero no despertaba ningún sentido en Kaltos más allá de la satisfacción que sentiría cuando se la diera a sus humanos y estos la comieran encantados.
Miró el frasco con una ceja enarcada y lo metió a la mochila luego de encogerse de hombros. Seguro que a Rod le gustaría. Los humanos de la actualidad lo habían tenido todo para deleitar el paladar y también para divertirse. La electricidad había proporcionado incluso la facilidad de preservar la vida. Era una lástima lo ocurrido con la infección. Todo empeoraba si insistía en aquel pensamiento que lo llevaba continuamente a compararse con los susurrantes. Había algo en él que los atraía y, al mismo tiempo, los hacía repelerlo. Era casi como si se extendiera una conexión entre Kaltos y cada enfermo con el que se topaba que lo llevaba a pensar que de alguna manera compartían la misma naturaleza. Entendimiento. Eso era. No podía escucharlos ni leerlos como lo hacía con los humanos sanos, pero podía entenderlos, y ellos a él.
Encontró dos botellas de soda transparente y también las metió en la mochila. El almacén que había encontrado en el borde de la ciudad había sido saqueado a medias. Nadie había tenido tiempo para regresar tal vez por su ubicación en una zona tan expuesta. Para llegar ahí, Kaltos había tenido que cruzar un mar de susurrantes reunidos en las avenidas circundantes. Muchos lo habían seguido, pero la mayoría había continuado inmersa en sus asuntos de mirar al cielo nocturno con ojos ausentes mientras murmuraban sus penas. El rumor de sus voces asemejaba el canto antiguo de los monjes en los templos. No le gustaba a Kaltos.
Por fortuna, había logrado reubicar a sus humanos en un sitio más seguro y esta vez rodeado de una firme barda de cemento que no podría romperse a menos que la impactara una demoledora. O horda de cientos de infectados, lo que solo ocurriría si el grupo de Karin no era prudente con el ruido que emitían.
Kaltos miró la lista de lo que debía conseguir, enarcando una ceja cuando leyó que el artículo número tres eran «tampones». Se jactaba de tener un amplio conocimiento sobre la humanidad a pesar de que había pasado los últimos cuarenta años durmiendo, pero no recordaba haber escuchado esa palabra con anterioridad. Era algo en lo que indudablemente hubiera pedido ayuda si aún existiera el servicio de atención o la red para acceder al internet, que tampoco le había tocado usar de manera directa.
Miró en ambas direcciones del largo corredor flanqueado por repisas semivacías e intercambió una mirada con la susurrante que estaba parada a su lado. La mujer lo había seguido durante los últimos cinco minutos, con el nombre de su marido pegado en la lengua. Básicamente el desdichado la había engañado y ella había cobrado su venganza cuando al convertirse en susurrante le había destrozado el cuello y la cara. Desde entonces deambulaban juntos. Kaltos creía haberlo visto al otro lado del almacén, intentando escalar un anaquel lleno de papel de baño.
-El encargo es de Geneve, y dijo que era algo muy personal. Imagino a qué tipo de personal se refiere, pero sigo sin tener idea del asunto. ¿Sabes tú qué son los tampones?
La enloquecida fémina bufó, arrojando una brisa de sangre pestilente, y estiró sus manos para tocar a Kaltos, que no se lo permitió.
-Supongo que debo seguir buscando por mi cuenta.
-René -gimió ella-. René... Malnacido...
Kaltos echó a andar de nuevo, con la criatura caminando detrás de él. No tardó mucho en volver a distraerse con más cosas encontradas sobre las repisas. Había elegido un almacén cercano a las laderas de la ciudad, a pocos kilómetros de la base militar de la que ocasionalmente brotaban militares como las hormigas, para tener una mejor noción de la zona y de lo que la conformaba. Su fino oído le ayudaba a escuchar más allá de las paredes, y su vista perfecta le impedía a las sombras cegarlo. No temía por sí mismo como sí lo hacía por Damus, que cada vez se sentía más débil a través del nexo psíquico que los había unido prácticamente toda la vida.
En eso estaba, dando vueltas por los pasillos con su repentina acompañante, y descifrando los garabatos de la lista de pedidos, cuando una luz se encendió al final del pasillo y el chasquido de un arma lo amenazó mucho antes de que lo hiciera una voz bastante tensa ordenándole detenerse.
-Levanta las manos lentamente -dijo el humano.
Kaltos distinguió el rostro del soldado detrás del haz de la lámpara. Era un hombre joven, alto, de bajo peso pero mirada fiera. Había que reconocer que había tomado a Kaltos con la guardia baja, pero necesitaba mucho más que enristrar un arma y amenazar con abrir fuego para doblegar el temple de un ser que estaba a poco más de un siglo de alcanzar el milenio de vida.
Terminó de girarse hacia el soldado y levantó lentamente las manos para mostrarse indefenso. La susurrante, por otro lado, tuvo otros planes cuando emergió por un costado de Kaltos y echó a correr a toda prisa hacia el militar, que la abatió tras exclamar un chillido de sorpresa. Para el momento en el que el humano regresó su atención al centro del pasillo, Kaltos ya no estaba.
Su naturaleza era desenvolverse en las sombras, utilizarlas a su favor. A través de ellas llegó hacia el errático militar. Se detuvo a su lado, percibiendo todos y cada uno de sus pensamientos. Su corazón latía frenético, invitando a Kaltos a silenciarlo. Había tan pocos humanos sanos en el mundo que sería una tontería desperdiciar a ese.
-¡No me obligues a buscarte, hijo de perra! ¡Sal con las manos en alto! ¡Haz esto más fácil para ti!
-¿Para mí, o para ti? -preguntó Kaltos.
Levantó la mano para detener el rifle que el soldado volvió rápidamente hacia él. El impulso que llevó al humano a disparar trazó una curvatura de perforaciones en el suelo, la pared lateral de una de las repisas e hizo que un fragmento de techo se desprendiera con un estruendo que levantó una nube de polvo a varios metros de donde ellos se ubicaban. El caos fue suficiente para que a los pocos segundos tres humanos más entraran enristrando rifles con lámparas que apuntaron erráticamente en todas direcciones. Cuando alcanzaron el pasillo donde Kaltos estuvo, encontraron al soldado tirado en el suelo, con el cuello abierto de tajo. Había logrado beber solo un poco de él, pero no había logrado extraer mucha información de su mente.
Eran simples peones. No podían saber más de lo que les informaban sus altos mandos
Kaltos los observó desde distintas zonas del almacén, moviéndose grácilmente en torno a ellos. El terror que emanaba de sus cuerpos era un aliciente para él. Quería matarlos no solo por su sangre, sino por el hecho de simplemente poder hacerlo. No ceder a ello como un impulso, sin embargo, era lo que lo separaba de las bestias, y de otros tantos noctámbulos que, a diferencia suya, habían arrebatado vidas indiscriminadamente solo por gusto. Kaltos jamás había tenido problema con ellos, pero prefería evitar toda relación con seres así. Normalmente terminaban traicionando y atacando por la espalda.
Debía matarlos para protegerse y proteger a Damus. Debía indagar lo que sabían y no dejar testigos de ello.
El soldado más alejado del pequeño grupo pasó a centímetros de la ranura donde Kaltos se ocultaba. Bastó con estirar las manos para tomarlo por la cabeza y tronarle el cuello sin permitirle siquiera exclamar su último gemido. Los demás voltearon al escuchar el sonido del cuerpo al caer. Sus gritos hicieron eco a lo largo del almacén cuando se apuraron a alcanzarlo. Para ese momento Kaltos estaba ya en el techo, acuclillado sobre una viga, desde donde los miró silenciosamente.
Los soldados no tardaron en perder la paciencia. Espalda contra espalda, los rifles en alto, amenazaron con disparar hacia todos lados si el culpable no se mostraba cuanto antes. También advirtieron sobre traer refuerzos, lo que era poco probable. Kaltos los había estudiado durante los últimos días y había descubierto que los humanos no se desperdiciaban entre ellos mismos cuando una situación los rebasaba. Para ello se retiraban, dejando el problema, que normalmente se trataba de susurrantes, para otro momento.
Esperó un poco más. Los soldados caminaron lentamente, apuntando con sus lámparas, sudando. Sus botas repiquetearon contra el suelo, tronando fragmentos de vidrio y metal debajo.
Kaltos se arrojó en caída libre los seis o siete metros que lo separaban del suelo. Cayó justo detrás de uno de los hombres, acuclillado, y al levantarse, lo devanó desde la entrepierna hasta la garganta.
La conmoción se desató enseguida. Disparos, muchos de ellos, rozaron el cuerpo de Kaltos, iluminando su rostro con destellos blancuzcos mientras se deslizaba entre las criaturas como una serpiente. Alcanzó al segundo hombre tomándolo por la mandíbula para con la inercia del movimiento estrellarle el cráneo contra la zona lateral de una repisa. A otros dos los mató con sus propios rifles, que seguían disparando, y a otro más le acuchilló el corazón, deshaciéndose del cuerpo como si de un muñeco se tratara.
Cuando todo se detuvo y el último humano quedó de pie, el silencio fue abrumador. Solamente el fuerte palpitar del corazón, y de la respiración entrecortada del hombre, abotagó los oídos de Kaltos. Las lámparas de los rifles de los caídos habían quedado apuntando en distintas direcciones; una de ellas, inclinada ligeramente hacia arriba, perfiló los rostros de Kaltos y del humano que tenía sometido contra el costado de una de las repisas. El soldado lo miraba de reojo mientras bufaba entre dientes y elevaba plegarias a un Dios, que de existir, no habría permitido que todo eso ocurriera. Quizás tampoco permitiría que seres como Kaltos vivieran y deambularan entre sus maravillosas creaciones humanas.
-Por favor... Por favor, no me mates. Por favor, no me mates -susurró el hombre, con los ojos fijos en Kaltos. Detallaban el brillo anormal de sus ojos y el inexplicable filo de sus colmillos alargados que asomaban sutilmente por debajo de sus labios-. ¿C-cómo es que...? ¿Eres...? ¿Qué carajo eres? -gimió.
Intentó zafarse inútilmente. Forcejó como si fueran cadenas las que sometía sus miembros, y el aullido de terror murió en su garganta cuando Kaltos finalmente le enterró los colmillos en el cuello y comenzó a beber de él. Mientras la consciencia se desvanecía de su mente, el soldado pensó en cosas poco ilustrativas pero sí interesantes. Los otros vinieron a sus recuerdos en forma de rostros que Kaltos reconoció al instante. Esas otras criaturas con grandes colmillos y aspecto humano, de rostros hermosos y cuerpos ágiles y livianos como el viento. Seductores, de voces cálidas, ojos luminosos y manos como la seda.
-Los conoces... Has visto otros -dijo Kaltos, sin soltarlo. Disminuyó un poco la velocidad con la que bebía.
No quería vaciarlo tan pronto.
-Tú y ellos, son la manifestación del diablo -respondió la voz difusa del hombre también en su mente. Sus ojos nublados veían a la nada-. Ustedes crearon la plaga que nos aniquila. Demonios, bestias... Monstruos.
Kaltos dejó de beber y se separó de él para mirarlo a la cara, sintiendo el suave hilillo de sangre que le escurrió por la barbilla.
-¿Dónde? ¿Dónde nos has visto?
-Ustedes son el diablo -balbuceó el hombre aún en sus pensamientos, incapaz de formular palabras.
-¿Dónde? -insistió Kaltos, sacudiéndolo-. ¿Por qué saben de nosotros?
-El diablo... Eres el diablo. Desataste el infierno en la Tierra.
Un violento golpe al otro lado del área de cajas de cobro hizo a Kaltos recular hasta casi soltar a su presa. Una luz le dio en la cara, cegándolo por un momento, y solo eso bastó para que más humanos aparecieran apuntando y disparando en su contra. Dos tiros le dieron de lleno; uno en el costado y otro en el hombro. Un tercero le rozó la cabeza, arrancándole el gorro milésimas de segundo antes de que se arrojara hacia hacia el interior del pasillo más cercano para huir a toda prisa. Cobijado por la oscuridad.
Los haces de las lámparas bailotearon sobre su cabeza, girando en todas direcciones sobre el techo y las paredes. Comenzó a escuchar gritos, maldiciones y pasos frenéticos entrando por todos lados, también el ladrido de perros de pelea y el motor ruidoso de un camión al otro lado de la pared. Pero para el momento en el que los primeros soldados alcanzaron la puerta trasera por la que él abandonó el almacén, se encontraron con un callejón vacío, a excepción del infectado que abatieron sin pensarlo.
Sabía que había cometido un error terrible al dejar vivo al soldado con el que había hablado. Si bien no podía transmitir la sangre oscura a menos que él así lo deseara, sí estaba dejando un testigo, y en ese nuevo mundo, donde los vampiros estaban desapareciendo sin explicación alguna, era un asunto bastante delicado.
No había muchos sobrevivientes en Palatsis, y menos aún con la descripción en la que solamente Kaltos podía encajar. Podía esconder el brillo luminoso de sus ojos no utilizando sus dones especiales, o mantener sus colmillos chatos e inofensivos cuando no se alimentaba, pero el resto de su anatomía era simplemente imposible de cambiar. Además, estaba el asunto del día y su maldición de jamás salir al sol.
Su caso no era como en las películas de ficción, donde la exposición al sol lo desintegraba en el acto y al final no quedaba más que polvo de su existencia. Era por mucho más cruel y terrorífico que eso. Exponerse al sol por tiempo prolongado equivalía a una muerte lenta por graves quemaduras que eventualmente terminaban incinerando su cuerpo, tal cual le ocurriría a alguien que fuera encerrado en un horno crematorio, pero con vida. Y si los humanos comenzaban a buscarlo durante el día, poco podría hacer él por evitar exponerse al sol.
-Mierda -gruñó, deteniéndose una vez que puso una distancia considerable entre él y el almacén.
Se palpó el costado y exclamó un par de maldiciones más al sentir tanto el dolor de las heridas como al mirar su mano llena de sangre. A un humano normal le hubiera destrozado el hígado en el acto. Kaltos tenía suerte de contar con un organismo que podía regenerarse por sí solo, aunque eso no lo hacía menos doloroso y quizás no podría usar su brazo derecho en unos cuantos días mientras se recuperaba.
Y el tiempo no sería un problema para él si no sintiera que a su hermano le quedaba muy poco, y que por primera vez, tras días de dar con el camino correcto, el reloj empezaba a correr de la misma forma en contra de ambos.
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