🐜EPÍLOGO: HASTA SIEMPRE, POR SIEMPRE

Pasaron varias semanas de su regreso. Abigor y Ailén regresaron a la preciosa casa de la ciudad, Eric se marchó a vivir con Mark. Ambos estaban felices e ilusionados, trabajando en la última novela de Mark. A pesar de su intimidad, Abigor y Ailén, la aparente cercanía entre ambos se había esfumado. Ninguno de los dos había vuelto a hablar sobre sus sentimientos. Como si temieran romper algo que aún no habían llegado a construir. No estaban preparados para asumir lo que deseaban hacer con su eternidad. Ailén pensaba mucho sobre ello. Demasiado, se repetía. Abigor parecía estar feliz, pero se le notaba inseguro. Sobre qué hacer, cómo seguir, sobre que sentía. Ella le estaba dando tiempo. Así volvieron a su rutina, a su trabajo, a su manera de funcionar. Mientras él se encargaba de informes y otros asuntos, que requerían su continua asistencia, a la Escuela del Cuento; ella hacía su trabajo como Mythos. Y los días, fueron pasando, en silenciosa y cómoda compañía. Aunque, por la noche, Ailén se encontraba deseando que él cruzará esa puerta. Que la abrazará y consolará de algo que aún no sabía como expresar. La acunará para indicarle que la eternidad pesaría menos a su lado. Sin embargo, suponía que Abigor, aún necesitaba procesar todo lo ocurrido. Entender que tenía una nueva oportunidad. Y, Ailén, simplemente aguardaba. Cada mañana se levantaba temprano. Compartían su preciada salida del sol. Esperando con ilusión, que él, por fin la besará. Ese día no fue diferente. 

—Debo ausentarme un tiempo esta vez. Asuntos urgentes requieren de mi asistencia en la Escuela —Ailén asintió sin mirarle, sorbió su caliente café—.¿Estás bien?

—Sí, es solo que... —su expresión pareció cambiar en el último momento, cambiando su discurso—. ¿Seguro que tú lo estás? Bien, me refiero.

—Por supuesto —Abigor suspiró y le indicó—: El perdón de Eric me ha hecho entender que he podido enmendar parte de los errores de mi vida pasada. Entender que, a veces, hice cosas mal, otras bien. Que es parte de lo que uno es. Y, también, que no tengo por qué estar solo. Quiero empezar de nuevo y... —él la miró. La intensidad de sus ojos, el ardor. Eso era difícil de fingir, ¿verdad? Ailén sintió una punzada en el corazón—, quiero empezar contigo.

—Yo... —él se levantó y sonriente, le acarició la mano. Luego, se marchó. Dejándola como siempre, deseosa de ese beso que no llegaba, de ese abrazo que se le escapaba. Quizás él pensará que teniendo toda la eternidad, que importaba esperar un poco más. Pero, Ailén necesitaba tanto ese cariño, como respirar. La soledad le pesaba en el corazón.

Abigor estuvo fuera más de unos pocos días. Ailén intentaba mantenerse distraída. Hacía su trabajo, cocinaba, limpiaba, leía. Sin embargo, la soledad la perseguía. Le hacía sentir ganas de llorar. Ailén pensaba sobre su pasado.  Echaba de menos las risas y el calor de su hogar. Mark le envío el manuscrito de su última novela, antes de que la editorial lo publicará. Pasó dos días sin salir de casa. Leyendo, apasionada, el último retazo de la vida de Abigor. La historia de Eric, la historia de su perdón. Con lágrimas en los ojos cerró la última página. El sol despuntaba por el horizonte, cuando subió de dormir. Mark había plasmado, todo el amor que sentía por Eric, en esa novela. Era toda una declaración a la historia que habían compartido. El amor entre un cuento y un escritor. A la luz del alba, cerró sus agotados ojos, y se preguntó si Abigor, alguna vez sentiría tanto afecto por ella. O sí, quizás, ella había dado demasiado de sí misma, para que ahora él tuviera esa consideración. ¿Qué podías dar cuando la otra persona te indicaba que lo tenía todo? ¿Era necesario, enamorar a alguien que ya estaba enamorado de ti, sin ni siquiera llegar a conocerte? Quizá, su marcha significaba que él no la amaba realmente, aunque sí la deseará. Quería darle tiempo para que ella entendiera que su vida podría estar unida, pero quizá, no unida como Eric y Mark. Con la cabeza dándole vueltas e insegura,acabó durmiendo con lágrimas en los ojos. No sabía por qué lloraba, pero era porque echaba de menos. No algo o alguien, sino a sus propias ilusiones. 

Mark se levantó con una sonrisa. Cogiendo una camiseta arrugada, se levantó y se la puso. Salió al pasillo para encontrarse con Eric, que preparaba el desayuno en la cocina. Le agradó verle cocinar en su hogar. Su gato reclamaba mimos desde la silla reluciente de sol. Lo cogió entre sus brazos y achuchándole, se sentó a observar a su amigo, a su amante. Eric se giró con el paquete entre las manos.

—La primera edición ya está disponible en todas las librerías —Mark cogió su libro. Su tercer libro. Un cosquilleo le aguijoneó el estómago. Desenvolvió el paquete. La portada era simple, preciosa y le encogió el corazón. No iba a leer su última novela, otra vez. Ya la había releído, mínimo tres veces, tras la última corrección. Eric se sentó pasándole un café. Ambos se miraron con alegría, ilusión, confianza—. Carol ya ha vendido todas las entradas para la presentación. Dice que se agotaron en menos de doce horas. ¿Harás más presentaciones? 

—Por supuesto —musitó Mark bebiendo el espeso y caliente café, sintiendo un enorme orgullo y agradecimiento—. Me debo a mis lectores. ¿Qué sería en sin ellos? —riendo, Mark señaló algo avergonzado—. Muchas veces siento que no escribo realmente para ellos, por ellos. Es decir, a pesar de que nadie comprará o leyera mi obra, seguiría escribiendo. No sé ser otra cosa que un escritor, pero... que me lean es algo que no puedo explicar. Algo que me sobrecoge de tal manera, que me deja sin palabras. Estoy muy agradecido —Mark agarró la mano de Eric y sonrió—, como debo estar agradecido a ti, por ser mi inspiración.

—Deja de decir eso. El mérito es tuyo. Lo que has hecho, lo que haces con las palabras... es increíble. En las manos de cualquiera son solo letras conjuntas que describen algo. Pero, tú las conviertes, les das sentido. Nunca hubiera sido un cuento, la mitad de bueno, de lo que lo he sido gracias a ti —Eric acarició la portada. Mark se estremeció al pensar en esas manos acariciando otras partes de él. Seguro, confiado y sonriente, lo agarró de la mano, le guió al dormitorio. Eric como siempre, perezoso y divertido, se dejó llevar. Compartiendo sus caricias, su amor. Entre ellos ya no había barreras, ni límites, ni miedos. Ambos se acariciaron, se tentaron, se mimaron allí donde sus cuerpos buscaban placer y liberación. Mark gruñó contra sus labios y Eric le dijo—: Te quiero. 

—Yo sí que te quiero —se hicieron el amor con pasión, necesidad y premura. Ambos sudorosos y agotados, miraron el techo, divertidos. Se preguntaron entre risas, cuando se acabaría esa desesperada necesidad por el otro. Esperaban que nunca. Mark se incorporó rebuscando en sus bolsillos. Luego volvió a la cama, observado con suspicacia a su amante—. Eric, cada día de mi vida, doy gracias al mundo porque esa tarde te quedarás en el parque a esperarme. Me siguieras hasta mi hogar. Allanarás mi piso. Me hicieras dudar de mi cordura. Cada día doy gracias por qué el destino, o el gran Mythos, o Mundo, te pusiera en mi camino. No solamente una vez, sino dos. Primero, como mi mejor amigo, cuando éramos niños. Ese niño que nunca pudo conocer a nadie como a ti. Y, luego, como amante. No puedo imaginar una vida lejos de ti. Por eso, y por todo lo que aún quiero vivir a tu lado, ¿me harías el favor de casarte conmigo? —Eric rió mirando el anillo. Pidiéndole un segundo con la mano, rebuscó en la mesilla de noche, y sacó un estuche parecido. 

—Mi respuesta siempre será que sí. Tú fuiste la luz en mi vida, como niño, como cuento, como Mythos y como hombre. Te encontré cuando menos esperaba encontrar a nadie. Y de nuevo, de todas las personas del mundo, tú fuiste el único que logró verme. El único que ha logrado verme en toda mi vida. Como soy, con mis luces y mis sombras, incluso cuando no sé quién soy. Como dijiste una vez, somos amigos, y siempre lo seremos. Pero me gustaría, que además de mi amigo y mi amante, seas mi esposo —Mark le miró emocionado y asintió. 

Ambos se besaron. Se tomaron el día libre para disfrutar de su amor, de sus éxitos y de su alegría. Celebraron el éxito de Mark como escritor. Comieron con Carol y los tres recordaron viejos y alegres tiempos. Las sombras se alejaban de sus vidas, no para siempre, claro. Solo por un tiempo. Un preciado tiempo dónde podía brillar el sol. 

Había pasado un mes entero. Un mes donde Abigor no había aparecido, ni sabía nada de él. Ni un solo mensaje, ni una llamada en todo el mes. Había respetado el silencio, aunque no lo entendiera. No estaba enfadada por él, solo desconcertada. No estaba enfadada, ya que cuando Eric y Mark vinieron a darle la feliz noticia de su matrimonio, ellos le dijeron que Abigor estaba bien. Solo que necesitaba tiempo. Algo que ella ya sabía. Le pidieron que confiará en él, y ella así lo iba a hacer. Aunque estuviera confusa y asustada.

Conoció a Carol en la presentación del libro. Conectaron y se hicieron rápidamente amigas. Cada viernes iban a comer juntas. Era casi lo mejor de su rutina. Todos le aseguraban que no ocurría nada con Abigor, que sus obligaciones le retenían. Sin embargo, estaba claro, que su acercamiento se había enfriado radicalmente. Ailén no le culpaba, quizá se sentía presionado, cuando él necesitaba asimilar otras cosas. Quizá lo que menos necesitará ahora, fuera a su lado, a alguien roto como ella. Frustrada, insegura y algo preocupada, los días volvieron a pasar. Estaba decidida a que quizá cuando él regresará, fuera ella la que necesitará marcharse. Quizá le vendría bien conocer mundo, como le decía Eric. Ese mundo que aguardaba tras las puertas de su eternidad, y que, quería conocer más allá de leerlo. Aunque el mundo estuviera vacío sin quien compartirlo. Pero, necesitaba sanar. No se puede amar cuando no se ama a uno a mismo.

Sin embargo lo posponía. Aunque se pasaba el día pensándolo. Ese día también lo pensó y, había llegado a casa, igualmente agotada. Cansada de sus paseos buscando cuentos. Parecía que las últimas semanas, el número se hubiera reducido, casi como su propia sensación de poder. Sus problemas internos, seguramente, la estaban entorpeciendo. Pero, no podía dejar de preguntarse sobre su debilidad. ¿Por qué les daban una tarea mágica, aunque mente y cuerpo humano? Con sus debilidades y preocupaciones. Era absurdo. Con esos turbios pensamientos, no se fijó en que su hogar estaba iluminado. Ni tampoco, en el calor cuando entró. En su hogar iluminado, que indicaba que había compañía. Sin embargo, sí que abrió los ojos cuando vio las velas que iluminaban el camino hacia el patio. Era precioso y dulce. Con el corazón encogido, miró alrededor, hasta que una voz dijo a su espalda.

—Lamento haber tardado, Ailén —musitó Abigor, su voz ronca la estremeció. Su corazón latió con fuerza—. Quizás estés enfadada, pero debía correr ese riesgo. Tenía que hacer las cosas bien. Me dijiste que estabas vacía, hueca. Que no tenías nada. Que tu don, tu nuevo despertar, te había arrebatado todo. Que, por tanto, yo nunca te podría quitar nada más —Ailén se giró y le miró a los ojos. Su expresión mostraba algo parecido a la tristeza, aunque había alegría debajo—. Sabes, no quiero que te quedes a mi lado, porque no tienes nada. Quiero que te quedes porque lo tienes todo, y aun así, eliges quedarte —Ailén arqueó una ceja confusa y él río. Una risa auténtica, dulce y feliz—. Como me han sobreavisado de tu temperamento y no quiero que esto acabé mal. Solo decir que ahí fuera esta tu familia. Les busqué y les conté lo que te había sucedido. Bueno, lo que se podía contar. Ellos... les costó entenderlo. Tuve que mostrarles mucho para que entendieran, pero parece que, aunque no entienden y tengan miedo, quieren volver a verte. Ailén, tu hermano Antonio, me ha pedido hablar contigo antes. Te espera en la cocina. Si me dices que no deseas verle, les echaré a todos. Pero...

Ailén no dijo nada, solamente caminó a la cocina, con Abigor cerca. Conmocionada, asustada, con el cuerpo deshecho. Aun sin saber qué sentir. Él la dejó entrar. Se quedó fuera, aunque ella le mantuvo la puerta abierta. Abrió los ojos sorprendida. Su hermano ya no era joven como cuando se separaron. Él ya era un hombre mayor, debía rondar los cincuenta. El cuerpo ya no era ancho y musculoso, tenía barriga y barba. Ni un solo pelo en su morena cabeza. Ella vio lo que él debía ver, a una joven desconocida, con la mirada de su perdida hermana. Ambos se observaron, hasta que él carraspeó. 

—Durante al menos treinta años no he pasado ni un solo día pensando en aquella noche. Fuimos tan estúpidos, tan inocentes, tan ciegos —musitó. Su voz no había cambiado, seguía siendo como ella la recordaba, lo que le acarició con calidez. Le humedeció los ojos—. Yo era tu hermano mayor y no te protegí. No te cuidé. No te entendí. Te perdí y mi vida se perdió contigo. La de nuestra familia. La alegría nos abandonó. Nos quedamos huecos y perdidos. Vivíamos, pero no vivíamos realmente. Casi como si... esperáramos despertar de la pesadilla. Eso fue lo que sentí, cuando ese hombre entró en nuestro hogar, hace unas semanas. Nos dijo la verdad, bueno, nos dio una esperanza —Antonio apartó la mirada—. Con él vino una señora, que nos dijo que no podíamos decir nada, pero que era el pago de una deuda que tenía con ese hombre. No sé si lo que dicen es verdad, pero viendo tus ojos, no dudo de que seas mi hermana. Tu mirada me ha perseguido más años, de los que llevaba vividos, cuando te perdí.

—Antonio... yo.... Lo siento. Siento haber sido diferente. No quería que...

—No fue tu culpa —dijo él mirándola, con evidente cariño. Con tanta tristeza que dejaba mudo—. Perdóname. Perdónanos a todos por seguir sin ti. Si aún lo deseas, tienes ahí fuera una familia que te espera. Alfonso se ha casado con Martinica, ¿la recuerdas? Tienen dos hijos: Eduardo y Luis. Fernando sigue soltero, pero creo que nadie va a poder pescarle, todos hemos perdido ya la fe en él. Y yo, me casé con María, la hija del carnicero. He tenido cinco maravillosos hijos. Lucía, Pedro, Alba, Óscar y Ailén —los ojos de ambos se llenaron de lágrimas—. No nos han contado qué eres ahora, ni nada más. Abigor dice que no es necesario que lo sepamos, y la verdad es que no me importa. Solo quiero... enmendar mi error. Que puedas estar con nosotros, con los tuyos y ser feliz. Ese hombre dice que no lo eres y creo que...

Dos gruesas lágrimas corrieron por su rostro. Ailén se acercó temblando, y él la abrazó. Por un instante, se sintió como cuando era pequeña. Un día se había caído jugando, cuando fue a buscar la pelota. Se raspó tanto las rodillas que sangraban. Se asustó mucho. Antonio la cogió entre sus brazos y eso la curó más que las tiritas. Ambos dedicaron un tiempo a observarse, a perdonar lo sucedido. Ailén se giró para ver a Abigor, observándola desde el pasillo. Su corazón se hinchó. Ese hombre, le había devuelto, contra todo pronóstico, lo que había perdido. Asintió y él se acercó. Ambos hombres se saludaron con un fuerte apretón de manos. 

—¿Y mamá y papá? —preguntó ella con voz ronca. Antonio resopló.

—A mamá, ahí la tienes, dando órdenes a diestro y siniestro. Si no fuera por ella, en verdad, creo que nunca hubiera sido capaz de perder el miedo y venir. Ella nos sentó a todos frente a este hombre, y dijo que no le importaba si era un vampiro, o el mismo diablo, que ella le daría un chancletazo si se atrevía a mentirnos. Y a mí, un doble pescozón, si no me atrevía a pedirte perdón. Ella ya me perdonó hace tiempo —Antonio rió y dijo más serio—. Papá murió hace diez años. Un cáncer se lo llevó muy rápido. ¿Deseas conocer a tus sobrinos?

—Ahora mismo salimos, Antonio —respondió Abigor. Antonio les dejó un momento a solas, Ailén observó a Abigor y lentamente fue sonriendo—: ¿Estás bien?

—¿Qué pasará luego? ¿Se irán? —Abigor asintió—. ¿Qué has dado de ti para conseguirlo? —no la engañaba, ese regalo no podía ser gratis. Sin embargo, Abigor rió divertido y astuto.

—La directora me debía un favor. De momento, eso es lo único que debes pensar hoy. ¿Vamos? —Ailén asintió y salieron al pequeño jardín. 

La mesa ya estaba llena de gente. Sus hermanos, sus mujeres, su arrugada madre. Ella no pudo evitar correr a sus brazos. Entre lágrimas, se dejó acunar por sus huesudas manos. Ella recordaba a su madre joven y fuerte, pero su pelo gris, no dejaba lugar a dudas de su avanzada edad. Sin embargo, su fortaleza no la había abandonado. Mientras, el sol se escondía por el horizonte, Ailén comió con su ruidosa familia. Sonriente, relajada, feliz. El ambiente la evocó a su preciada infancia, a sus juegos. Cuando sus hermanos se pusieron a recoger junto a Abigor, su madre le dijo:

—Así era nuestro hogar antes de tu partida —musitó, cogiéndola de la mano—. Intenté que todo siguiera igual sin ti. Aunque eso me pesaba el corazón. Me dolía vivir, a pesar de tu ausencia. Pero más, el haber perdido a Antonio, contigo. Él cambió tanto, hasta que se casó y fue padre. Parece que logró perdonarse. No sé qué eres ahora, ni lo que soy yo. Mi vida se ha escapado entre mis dedos sin darme a penas cuenta, pero ya no tengo miedo. Tengo noventa y dos años. Perdí a tu padre, pero el Mundo me ha dado el regalo de volver a verte. Puedo irme en paz, sabiendo que iré a un lugar maravilloso. Y que tú, estarás aquí, para cuidarles. Por lo que me han dicho, incluso cuando ya ninguno de nosotros quedemos —Ailén asintió, convencida de que cuidaría de sus raíces para siempre. Habían sido sus padres semillas para que el resto florecieran. Y así seguirían, ella se encargaría de que así fuera—. La vida me dio un regalo cuando naciste. Tener una niña, una amiga. Hoy me lo ha vuelto a dar. Pero, no ha sido la vida, sino ese maravilloso hombre. No sé qué os une, pero espero que nunca se rompa. 

Ailén observó a Abigor con sus hermanos. Riendo, bromeando, relajado. Ella tampoco sabía que les unía, pero era más que amor. De eso, estaba segura. Abigor les acompañó al hotel. Regresó una hora más tarde, mientras ella contemplaba feliz, el cielo estrellado. Le oyó entrar. Sin girarse, como si no hubieran pasado horas tras su conversación a solas, le dijo:

—No te elegí porque no tuviera nada. Te elegí, porque sabía que eras el único, que podrías dármelo todo —se miraron a través del patio. Él se acercó y se sentó a su lado, ofreciéndole su abrazo—. Nunca podré agradecértelo suficiente, Abigor.

—Ailén tú... —empezó él, sin embargo, ella le puso un dedo en los labios. Él se estremeció. Ailén negó y él lo entendió. Sobraban las palabras, Abigor se inclinó y la besó. Ambos labios se tocaron con premura, con dulzura, con decisión. Su unión era correcta. Eran dos piezas que encajaban sin problema. Ambos se besaron, se acariciaron y se dejaron llevar por ese momento. Ese momento que solo les pertenecía a ellos. Se desnudaron y se hicieron el amor bajo las estrellas. Disfrutando de su tiempo, de su piel, de su cuerpo. Luego, durmieron en su hogar. Por la mañana, cuando se levantó, Abigor ya estaba en la cocina y volvió a hacerle el amor, mientras salía el sol. Sonrientes desayunaron en el pequeño jardín. 

  —¿Qué favor te debía la directora? —preguntó Ailén recordando su conversación del día anterior.

—Estás ante el nuevo director de la Escuela del Cuento —musitó Abigor. Feliz le cogió de la mano e indicó—, y ante la nueva jefa de estudios.

Así empezó su nueva vida. Una vida como docentes, de ese maravilloso y fantasioso, lugar. La directora quería cruzar, pero sin sustituto, no había posibilidad. Abigor deseaba una nueva vida. Así, pasaron a vivir en los límites del Mundo, en un precioso hogar lleno de flores y amor. De música y ruido. Y cada seis meses, una ruidosa cena familiar. 

Habían pasado once años. Los once años prometidos. Once años en los que Eric no había envejecido ni un solo día, pero Mark, había pasado a ser un cuarentón muy atractivo. Se habían casado un año después de prometerse. Una boda íntima, solo sus madres. No necesitaban más. Ese día cumplían diez años de casados. Y era el día en que Eric volvería a envejecer. Donde su reloj parado se volvería a encender. Eric se preparaba en soledad. Iban a celebrar su aniversario renovando sus votos. Se miró al espejo y sonrió. ¿Quién le hubiera dicho, que se casaría dos veces, con el mismo hombre? Bueno, ¿qué se casaría? No había bodas en su cuento, o al menos, no lo recordaba. La puerta se abrió y entró Abigor. Como siempre, demasiado atractivo, pero eso ya no le ponía nervioso. 

 —¿Preparado hijo? —ambos se miraron emocionados. Su padre seguía igual de joven, que el día que le conoció, que el día que supo la verdad. Con un estremecimiento, Eric pensó que alguna vez, sería más mayor que él. Pero, eso no importaba. Lo que importaba era el amor que se tenían. Su madre le había llevado al altar la primera vez, ahora sería su padre, quien le acompañará. Estaban en la preciosa torre, réplica de los Rialts, en los límites del Mundo. Donde Ailén y Abigor vivían y eran los directores de la Escuela del Cuento. Hicieron el pasillo rodeado de las personas que importaban. Su madre se secaba las lágrimas, al lado de la madre de Mark, que le sonreía con afecto. Carol, también lloraba de la mano de su marido, que llevaba en brazos a su tercer hijo. Sus otros dos niños no podían parar quietos, Eric les sacó la lengua y rieron. Ailén también le miraba con lágrimas en los ojos. Aunque su mirada se detuvo en Abigor, que le devolvió un guiño con diversión. Ella era su mitad. Y siempre sería así.

Sus ojos le buscaron, Mark estaba de pie, al final de ese pasillo y le miró con amor. La misma mirada que le perseguía desde su despertar. Todos ellos eran su familia, su hogar, su comunidad, su hormiguero. Todos ellos eran cuentos diferentes, de vidas diferentes, de mundos diferentes, que habían elegido amarse. El amor hinchó su corazón, lo doblegó y lo llenó del regusto que deja la felicidad. En el mundo seguía habiendo sombras. Seguía habiendo tristeza. Seguía habiendo cosas infelices. Pero, solo gracias a la oscuridad, se podía llegar a la luz. Solo de esos momentos infelices, se podía valorar los que eran felices. Un equilibro perpetuo, eterno.  Hasta siempre, por siempre. 

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