CAPÍTULO 5: La expresión de la soledad
—¿Se puede saber que...? —dijo Abigor confundido. Eric ya levantaba el otro puño, y estampándoselo en el labio, dijo:
—Ese ha sido por mi madre. Este es por mí y este... —dijo conectando con su otro brazo en el hombro de Abigor, que se estampó contra la pared—, por ocultarme ser mi padre.
Ailén abrió los ojos sorprendida. Mirando de uno a otro. ¿Abigor su padre? Eso era imposible, ¿no? Sin embargo, Eric ya volvía a golpearle, cuando oyeron pasos entrar. Vio como, dos fuertes y tatuados brazos, cogían a Eric entre los suyos y lo apartaban. Ailén se levantó para retener a Abigor que se levantaba con los puños en alto. Miró de uno a otro confundida. No se parecían, claro que no. Ambos eran seres inmortales como ella. Creados de cero, sin pasado ni genética. Ya tampoco ella se parecía a nadie.
—Si no te lo dije fue por tu bien... no estaba seguro de que entendieras lo que había ocurrido. Sé que es duro comprender, pero... —empezó Abigor.
—Me parece que no piensas nada más que en tu propio bien. Siempre fuiste así. Un Rialts egoísta y soberbio. Me has condenado a ser un Rialts como tú —le gritó Eric—. ¿Cuándo pensabas decirme que ni siquiera soy como tú o ella? Tarde o temprano, volveré a envejecer. ¿Cuánto tiempo podías guardarte la verdad? —Ailén miró frenética hacia ambos. Se estaba empezando a agobiar, le habían dicho que era inmortal. Ahora no. Confundida, explotó.
—¿Alguien puede contarme qué está pasando? —Eric la miró como recordando que estaba allí. Arrepentido, suspiró, y la miró fijamente.
—Ailén, lo siento. Si fueras algo más lista, huirías de esta sabandija egoísta y mentirosa. Lo único que hará será dañarte —dijo con tono despectivo.
—Me vas a tener un respeto —musitó Abigor cuadrando los hombros molesto—. No soy una sabandija, ni un mentiroso, ni un egoísta. Y, jamás, dañaría Ailén. Ella es muy especial para mí —ambos se miraron y Eric se sintió como un intruso. Se removió incómodo—. No me correspondía a mí contarlo.
—Pues bien, alguien debe contármelo. Porque lo que estoy imaginando es horrible... —murmuró Ailén. Pasos apresurados les hicieron darse la vuelta, para dejar entrar a una mujer algo más mayor que ellos. Vestía con elegancia y comodidad. Su rostro era una máscara triste cuando sus ojos se cruzaron con los de Abigor. Este se tensó. Ailén supo quién era antes de que nadie se lo dijera. Era Anna, la mujer rayo, la madre de Eric y... el amor de Abigor. Por lo que había podido llegar a entender, Abigor era el padre de Eric. Por tanto, era una reunión familiar. Ella estaba de más. Todo eso era demasiado para ella. Más con lo que casi había pasado hacía unos instantes. Soltó a Abigor e indicó—: Creo que debería marcharme para que podáis hablar esto en... familia —murmuró la última parte dolida, su tono envenenado. Antes de que el brazo de Abigor pudiera agarrarla ya corría escaleras arriba.
La situación en el comedor se volvió helada y tensa. Todos evitaron mirarse. Mark carraspeó soltando a Eric.
—Yo también debería marcharme —se le notaba incómodo y algo avergonzado. Como si se sintiera culpable de la situación.
—No, quédate. Necesito que te quedes —murmuró Eric, cogiéndole de la mano. Mark negó con una sonrisa.
—Debes hacerlo solo. Ya sabes donde estoy —ambos se besaron y Mark le dejó en el salón. La cena enfriándose en los platos. Eric miraba las velas, derramando cera, sobre la bonita mesa. Sintió el enorme peso del desconocimiento en la boca del estómago. Se arrepentía de lo ocurrido. Sin embargo, de malas maneras, se sentó y les miro.
—¿Se lo has contado todo? —preguntó Abigor hacia Anna, ella no le quitaba la vista de encima.
—Casi todo —murmuró ella, con su preciosa voz. Anna le observaba con detenimiento. Abigor tenía la boca seca, aunque el cuerpo sudado.
Hacía veinte años que se habían separado, pero él seguía igual. Ella seguía siendo igual de hermosa, aunque el tiempo hubiera pasado por su rostro. Ambos se observaron a los ojos. Esos ojos que nunca les dejaban mentir al otro. El tiempo les golpeó, dándose cuenta de lo que les había acabado separando. El carraspeo de Eric, le hizo apartar la mirada, para colocarla sobre la romántica mesa. Abigor enrojeció, sintiéndose extraño y distante, de la persona que la había preparado. De la persona que había esperado besar a Ailén. Sentir su cuerpo contra el de ella. Sanando tras veinte años sin conocer a nadie de esa forma. Hacía un instante que todo había sido posible, pero como en un parpadeo, se habían acabado las posibilidades.
—Mi madre me ha contado que eres mi padre. Y... que debido a eso, puedo volver a ser... humano. Como Mark —musitó Eric acelerado y nervioso. Obviando muchos detalles, yendo a lo esencial, lo que le importaba— ¿Es eso verdad? —Abigor asintió—. ¿Cuándo pasará?
—Verás, cuando enfermaste tuvimos que tomar muchas decisiones. Lo primero fue hablar con la Escuela. Habías heredado mi enfermedad, era algo genético. No podía salvarte. Era mi culpa, todo debería haber acabado conmigo. Pero... me enamoré. Debes saber que amaba a tu madre —Eric le silenció con un gesto obsceno, Abigor se encogió—. La Escuela fue benevolente con la situación. Podrías ser un cuento, no morirías. Garantizaban darte una nueva oportunidad. Eso me ayudó a ganar tiempo.
—¿Para qué? —musitó Eric confundido.
—Para conseguir que el gran Mythos te diera otra oportunidad. Tiempo para poder hablar con los guardianes—Abigor se dejó caer en la silla, haciendo un gesto para que Anna se sentará. Ella se sentó, evitando cruzar la mirada con él—. No hay ningún antecedente. Nadie hizo lo que nosotros habíamos hecho, por lo que no sabían que era posible. Ni tampoco, como castigarnos. Les convencí, para que vieran que el castigo de Anna, sería perderte. Moriste con once años. Pasaste quince en la Escuela del Cuento y ahora eres un Mythos. El Gran Mythos me prometió que cuando se cumplieran treinta ocho años de tu nacimiento, hubieras sido cuento o Mythos como yo, volverías a vivir como humano. No nacerías de nuevo. Tendrías una segunda oportunidad y sabrías la verdad. No perderías tus recuerdos—todos guardaron silencio. Eric levantó la mirada— Lo cumplirá. Te lo aseguro.
—¿Cuál fue tu castigo? —Abigor negó con la cabeza y apartó la mirada asqueado—. Dimelo, ¿o también es un secreto?
—No importa —Anna le miró con tristeza. Eric dio un golpe en la mesa y le miró molesto. Abigor no se había ni intentado curar. La sangre de la nariz empezaba a coagularse, el labio partido, parecía dolerle. Sin embargo, sus heridas sanarían rápido. Ventajas de ser lo que eran. Eric se levantó furioso para marcharse, solo entonces dijo—: Nunca podré cruzar. Mi trabajo nunca acabará.
—No solo eres inmortal, eres eterno —musitó Eric—, como el Gran Mythos. Lo que ningún otro antecesor deseaba —Abigor asintió. Un escalofrío pareció recorrer el cuerpo de Eric. Su inmortalidad había sido como una losa en el pecho. Pensar que todos los que amaba algún día desaparecerían y él seguiría allí. Todos lo sentían así. Sin embargo, sabían que había una posibilidad de acabar con eso: pedir al Gran Mythos cruzar. Supuso que se imaginaba sin tener eso. Un hueco se abrió en su cuerpo, un absoluto rechazo. No quería sentir su compasión. Y él no pensaba dársela. No a quién le había mentido. Eric tenía mucho que procesar y Abigor leía todo eso en sus expresiones—. ¿Hay algo más que deba saber?
—Eric nunca tuve intención de engañarte. Quería decirte la verdad cuando estuvieras preparado...
—Cuando lo estuvieras tú, no yo. Querías esperar a qué sería mejor para ti. Eres como una mancha de tinta que emborrona cualquiera cosa. Todo oscuridad y tristeza. Lo único que has hecho por mí o mi madre ha sido estropearnos la vida —Abigor quiso negarlo, pero en el fondo, sabía que tenía parte de razón. Había esperado a estar preparado, a que esa verdad, no resultará un peso que le anclará al fondo. Sin embargo, todo había salido al revés. Como siempre en su vida—. Me quedan doce años como Mythos, ¿entonces? — Abigor asintió y con ello, Eric se fue de la sala dando fuertes pasos. A lo lejos se oyó un portazo. Pasaron varios minutos antes de que Anna rompiera el silencio.
—Debería marcharme. Lamento haberle contado la verdad, yo... creía que ya lo sabía. Lo siento...
—No debes lamentarlo. Es tu hijo, estabas en todo tu derecho —Abigor la miró a los ojos. Parte de él se estremeció, como siempre le pasaba, con ella. Su corazón se reblandeció— ¿Cómo estás?
—Bien —ella sonrió, pero la alegría no acabó de llegar hasta sus ojos—. Se ha convertido en un hombre hermoso, de noble corazón. Me gustaría decir que es gracias a nosotros, pero no es así. Se ha construido él mismo —Abigor asintió, dándole la razón—. Me casé, ¿sabes? Es también un buen hombre, se llama Enrique. Tiene dos hijas. Tuve otra oportunidad, gracias a ti. Pensé que podría olvidar, pero no es así, simplemente vivo de recuerdo en recuerdo.
—Como todos —Abigor se sirvió un poco de vino y cuando bebió le picó el labio. Notaba la cara hinchada y dolorida.
—¿Hay alguien para ti? —Anna miraba significativamente la mesa, pero Abigor simplemente negó con la cabeza. Ella se levantó y se acercó hasta él. Le dio un beso en la frente—. Deberías compartir la soledad con alguien, se soporta mejor —le dejó en el comedor, solo y angustiado, frustrado. Tiró la copa contra la pared. Vio el cristal, hacerse añicos, la mancha de vino deslizarse por la pared. Anna le había hecho sentir pequeño, infantil, estúpido. Casi como si envejecer, le hubiera llevado a un lugar, donde él nunca iba a estar. Por muchos años que pasarán. Una sabiduría que nunca lograría poseer. Asqueado se levantó para curarse las heridas. Sin embargo, se quedó quieto observando la estropeada cena y las velas derritiéndose. Podía no estar solo, pero él acababa envenenado todo lo que tocaba. Si se acercaba a Ailén, tarde o temprano, la luz que ella emanaba, desaparecería tragada para siempre por la oscuridad de él mismo. Eric tenía razón en ello. Toda su vida era una prueba fehaciente de ello. Tomó una determinación.
A la mañana siguiente, Ailén bajó nada más salir el sol. Estaba segura de que, Abigor se levantaría, y charlarían de lo sucedido. Ella se había quedado cotilleando, claro que sí. Ya se había hecho una idea de lo ocurrido, y sabía qué responder para animarle. No era cotilleo, era anticipación. Preparación para ser lo que necesitaba. No se sentía para nada culpable. Se preparó café y esperó, mientras observaba salir el sol; sin embargo, no fue hasta bastante más tarde que escuchó pasos. Sin embargo, quien entró en la cocina fue Eric. Él se dio cuenta de su mirada.
—¿Esperabas a Abigor? —ella asintió e indicó:
—¿Estás mejor? —Eric negó y se sentó a hablar con ella. Se lo contó todo. Su muerte, su renacimiento como cuento, su historia con Mark, sus descubrimientos, todo. Cuando acabó Eric se sentía vacío, pero ella extrañamente también. Sin poder evitarlo dijo—. Sabes que no puedes culparle. Abigor no tuvo la culpa de todo. Él es una víctima igual que tú —Eric asintió y asqueado, murmuró.:
—Lo sé, pero necesitaba descargar parte de lo que sentía. Mi frustración, mi rabia, mi miedo. Todo lo que sentí, en parte, fue por él. Pero, sé que también es gracias a su sinceridad con quién debía, que podré volver a vivir. En fin, no me importa que me mintiera, si al menos fue sincero con quién debía serlo —Ailén lo entendía. Luego, ella le miró divertida y señaló.
—¿Sigues teniendo alergia a las camisetas? —él rió. La risa de Eric tenía la cualidad de iluminar una estancia y dar calidez a los corazones. Eso pareció relajarlos a los dos. Ailén no pudo evitar decir—: ¡Que lejos quedan los días de la Escuela!
Ambos subieron a vestirse. Seguros de que, cuando bajarán, Abigor les daría instrucciones para su día. Al fin y al cabo, ellos eran sus inferiores. Sin embargo, cuando bajaron la casa seguía igual de vacía y silenciosa. El mismo café tibio en la cafetera. Ailén se preocupó. Quizás hubiera salido, pero tenía un mal presentimiento. Convenció a Eric y tocaron la puerta de la que era su habitación. Entraron, al frío lugar, para encontrar la cama pulcramente hecha. La luz se filtraba por la ventana abierta. Los armarios habían sido vaciados, su ropa no estaba. Igual que ningún otro elemento que delatará la presencia de Abigor en ese lugar. Todo excepto un libro a medio leer, una botella de whisky medio vacía y un bote de colonia. El resto de él se había esfumado. Bajaron al salón, pero estaba todo recogido y limpio. Ni una nota, ni una explicación. Nada. Se había ido sin más. Ailén miró derrotada, Eric ya salía por la puerta para irlo a buscar. Sin embargo, ella lo sabía, Abigor se había marchado para no volver.
Eric corrió por las calles, hasta darse por vencido. Había ido a casa de los Rialts, a su anterior piso, al piso que visitaron hacía tanto tiempo con Mark, a la librería de Carol. A todos lados de la ciudad que había recorrido con él, pero no había rastro de Abigor. Su corazón se encogió al pensar en lo duro que había sido con su padre. Porque eso era. Fue hasta casa de Mark y este le escuchó relatar lo sucedido la noche anterior. Mark que era su roca, su calma, su hogar. Necesitaba estar a su lado. Antes de acabar, le besó. Le devoró. Le necesitaba dentro de él mismo, para sentirse seguro y anclado. Mark río contra sus labios.
—Entonces, cuando pasé el tiempo, seré doce años mayor que tú —musitó divertido, enarcando una ceja.
—Muchas parejas se llevan eso —murmuró. Mark río otra vez contra sus labios.
—Seré más sabio. Más que tú —dijo.
—Yo lo eres —indico Eric con dulzura—. Infinitamente, más sabio —acarició su espalda, Mark arqueó una ceja.
—Eso ya lo sé, por eso sé donde está Abigor —dijo con superioridad. Eric abrió los ojos sorprendido. Cayó en la cuenta de donde estaría. La colonia. Había ido a la torre de «La Colonial», pero ¿por qué? ¿Porque se había ido? No era posible que su discusión le llegará a afectar tanto como para que... Eric recordó la cena preparada, las velas, la proximidad con Ailén. «Eres como una mancha de tinta que emborrona cualquier cosa. Todo oscuridad y tristeza. Lo único que has hecho por mí o mi madre ha sido estropearnos la vida».
—Se ha ido para estar solo, porque cree que... por mi culpa cree que... es dañino. No quiere hacerla infeliz.
—¿A quién? —le preguntó Mark confundido.
—A Ailén. Ayer le había preparado una cena. Parecen próximos. Se entienden. Supongo que se atraen. Yo le dije... le dije que era como una mancha de oscuridad que todo lo emborrona. Se ha alejado, para no hacerla infeliz. Porque... —la culpa le tragó por dentro.
—Porque es lo que sentía cuando era un Rialts. Por eso intentó... intentó borrar todo lo que sus antepasados habían hecho. Él buscaba ser su propia luz, cariño —musitó Mark. Eric asintió.
Las piezas del puzle cuadrando en su cabeza. Su triste infancia, su enfermedad, la muerte de su hermano, su vida hasta su adultez, su padre. Su muerte, su renacimiento como Mythos, el amor por Anna, la culpa y el castigo por su nacimiento. Eric llamó a Ailén. Le musitó lo que creía y que pasarían a recogerla al día siguiente. Ella debía ir. Debía ir a buscarle. Recordó la noche anterior, su brazo extendido hacia ella. Su mirada. Esa mirada que tienen dos personas que se están enamorando. Eric se estremeció. Había estado ciego. Ciego por su propia soledad, su propia rabia, sus propios miedos, para ver los de alguien más. Alguien que no le había hecho nada malo. Alguien a quien había castigado injustamente por todo lo ocurrido. Alguien que le quería y lo había sacrificado todo por él.
Al día siguiente, Eric le presentó formalmente a Mark. Ailén supo que le caería bien en el primer instante en que cruzaron miradas. Ella escuchó todo lo que le contaron, aunque parte de muchas de esas cosas, ya las conocía de las novelas de Mark. Únicamente, que no hubiera creído que el personaje protagonista fuera real. Ese del que ella llevaba enamorada desde la primera vez que leyó el primer libro. No podía creer que fuera Abigor. Sin embargo, ahora tenía más sentido. Esa unión que sentía cuando le miraba. Lo que sentía cuando le veía sonreír de medio lado. Él era especial, la hacía sentir especial. Hacía que el ruido de fuera, esa luz cegadora que siempre la mareaba, fuera soportable.
Claro que iría a buscarle. Claro que no quería dejarle atrás. No le conocía de hacía meses, ni años, ni tenían un pasado en común. Se podía decir, que hacía tres días que se conocían, y sería cierto. Pero, Ailén sentía que, toda la vida, se habían estado esperando. Ella nació para él. Se convirtió en cuento por él. Despertó como Mythos por él. El destino, era más poderoso que el Gran Mythos, que el Mundo en sí. Las historias que latían bajo Mundo, esas que solo ellos podían escuchar, eran más fuertes y verdaderas. Ellas le habían guiado hasta él. Su destino era cuidarle, darle lo que todos le habían arrebatado. No tenían un pasado, pero tenían la eternidad. Y, ese era demasiado tiempo, para estar solo.
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