CAPÍTULO 5: ¿Algo o alguien?

Pasado dejó a la joven fantasma, que miraba por la ventana, y contemplaba el patio de la escuela. Contemplaba sin ver, supuso, porque no veía lo que sucedía en verdad. Veía lo que sus recuerdos evocaban. Caminó de regreso al mural de las imágenes y buscó algún rostro conocido, alguien que pudiera darle alguna otra pista. ¿De qué exactamente? No lo sabía. Pero, tenía que haber alguna conexión entre la chica del bar, el ser misterioso Sin sombra y Mark. Aún no estaba seguro de qué, pero lo estaba. Cansado de ver las tristes imágenes y suspirando, decidió dar un paseo y vagar de vuelta a casa de su... ¿amigo? Bueno, era demasiado temprano para ahondar en ello. Bastante tenía ya en qué pensar.

Antes de rendirse, supuso que no perdía nada por visitar la mansión Rialts, que se citaba en los textos de las imágenes. Por lo que decían, la mansión quedaba en la parte alta de la ciudad. Anduvo concentrado en sus pasos, con la mirada cabizbaja y cruzó la ciudad para enfilar sus calles altas, perdido en sus pensamientos. Los feos y sosos edificios, fueron dejando paso a enormes jardines con piscinas. Casas antiguas y opulentas se abrían a la avenida, y se mezclaban con algunas horteras más modernas. El palacete Rialts quedaba al fondo de la tercera calle a la izquierda. El sol de mediodía no calentaba el duro frío que corría por la ladera de esa amplia avenida.

Vio que el suelo estaba ennegrecido, viejo y gastado, olvidado. Sin duda esa era una de las calles viejas de la alta ciudad. Refugio de los acaudalados ricos del pasado, que ahora languidecían tras los muros de su ruina. El palacete Rialts, comenzaba con una preciosa reja de hierro forjado en motivos florales y con el gran blasón de la familia Rialts. Un blasón que hablaba de tiempos de riqueza y poder. A pesar de la majestuosidad, estaba herrumbroso y lleno de telarañas. Pasado cruzó la verja, y se adentró por el que en otros tiempos fue un fastuoso jardín, pero ahora parecía una salvaje jungla. Correteos y chapoteos indescriptibles le perseguían. Pasado vagó sin rumbo y vislumbró lo que fue una antigua piscina. El agua negra de porquería olía como el fondo de un estanque de lodo. Arrugó la nariz y siguió su camino. Una gran estatua había caído. Lo que fue mármol en su día, estaba lleno de porquería y el blanco impoluto se había llenado de vetas. Pasado anduvo un buen rato antes de vislumbrar la enorme torre que era el palacete Vidal. Por lo que había leído en las crónicas de «El Cigüeñal», Rialts había sido el apellido más respetado dentro de lo que era la burguesía de la ciudad. Relacionarse con ellos era considerado el más alto privilegio del siglo veinte.

La familia Rialts había hecho el dinero, como lo habían hecho todos los ricos de entonces, con la explotación de los trabajadores y el comercio de bienes ilegales. Solamente que, en ese momento, se les tachaba de comerciantes respetables. Habían sido los fundadores de una de las colonias textiles más grandes de la era de la industria. Llamada «La Colonial», todo el mundo quería trabajar en ese pequeño pueblo. La familia Rialts se convirtieron en los más ricos y prósperos comerciantes. Y «La Colonial», un pequeño pueblo que giraba en torno a la fábrica, dónde las mujeres cosían, y la familia Rialts. Sus venerados señores. Los Rialts vivían en la pequeña colina, siendo sus gobernantes y disfrutando de la vida tranquila del campo. El viejo señor Pedro Rialts fue bendecido con cuatro niñas, que le consiguieron una estabilidad financiera inigualable a si hubiera tenido cuatro varones. Aprovechó la juventud, fertilidad y dote de sus jóvenes hijas, para casarlas al mejor postor. Todas ellas consiguieron buenos matrimonios, pero infelices. Aunque eso lo añadía él, desconcía si así había sido. La joven Paula Rialts se casó con un abogado de ciudad, maravilloso para su suegro, y para la colonia. Paula y el abogado Guillermo Reinés, se convirtieron en uno de los pilares de «La Colonial» y todos esos negocios fraudulentos que no querían que se conocieran. Y el viejo Rialts les regaló ese hermoso palacete en la ciudad, donde Paula había anhelado vivir desde que se había marchado siendo niña. Había supuesto algunas de las informaciones veladas que había encontrado en «El Cigueñal» e imaginaba que le había echado mucha acertada imaginación al resto. Paula y Guillermo, eran los padres de Pedro Rialts, y de otros dos hermanos. Pedro habría crecido rodeado del lujo. Y, el bienestar que da el dinero a montones. Además de la tranquilidad de que no se va a acabar.

Pasado decidió que ya puesto a perder el tiempo, entraría a curiosear la casa. Sus pasos no dejaron huellas en el suelo lleno de polvo y suciedad del porche. Traspasó la puerta y se encontró en un amplio vestíbulo. Imaginó que, tiempo atrás, habría dejado sin respiración. Pasados cuadros  de los cuales solo quedaba el marco, ya que la pintura estaba deshecha, adornaban el recibidor. Pensado para parecer acogedor, la carcomida madera seguramente relucía en el pasado. Los ventanales dejaban pasar el preciado sol, aunque no añadían ni una pizca de calor. Pasado recorrió las estancias del enorme palacete lleno de la luz solar; que se filtraba por las hermosas ventanas de vitrales espectaculares, que mostraban orgullosas el emblema familiar. Todo el palacete mostraba la magnitud de tiempos pasados y mejores, dónde el mundo no era más fácil, pero parecía pesar menos con el bolsillo lleno. 

Se sentía frío, casi inseguro de su propia molestia. No sabía que esperaba encontrar, pero no ese cascarón vacío e insustancial. Quizá perseguía unas sospechas tan débiles e insulsas que no podía esperar encontrar más. Decidió marcharse, pero no sin antes revisar la parte de arriba. Quizá ya no era investigación, solo puro y curioso morbo. Pasado subió por la escalera y vislumbró un angosto pasillo. Estaba claro que la magnificiencia de la parte baja, no había querido llegar hasta las zonas más privadas de la familia. Recorrió lo que supuso que eran las habitaciones de los hijos de la familia Rialts y el matrimonio. Todo estaba como debió haber sido hacía tiempo. ¿Que les habría hecho irse? Parecían haber huido de allí, perseguidos por sus deudas, supuso. Subió más por las dependencias de los criados y dejó atrás casi toda la zona de la casa habitada por la familia. Esos cuartos eran pequeños y mal iluminados. Llegó al final del último corredor y vio una pesada puerta de madera. Esa estaba más elaborada y tenía el emblema de la familia. Pasado la abrió y entró. Se veían unas escaleras vistas, de esas de obra que ascendían hacia la fría torre. Encogiéndose de hombros, subió. Supuso que era el desván de la familia Rialts. Había una vieja máquina de coser Singer. Pesados muebles oscuros de madera, cunas y objetos de niño pequeño, se veían dejados por los rincones. Pasado se dirigió instintivamente hacia el ventanal y observó. Desde ahí se veía el jardín por el que había cruzado para entrar al palacete. Y también, toda la ciudad. Pasado suspiró cansado y se giró para marcharse, fue entonces que la vio. La joven estaba tumbada en la cama y tenía aspecto de estar muy enferma. Aunque supuso que lo que veía era el recuerdo de otro tiempo. Otro fantasma olvidado. Ella le sonrío con delicadeza.

—¿Quién eres?

—Podría decirse que un intruso —dijo Pasado, que incómodo movió el peso de un pie al otro—. Supongo que no debería sorprenderme que pudieras verme, pero aún no me acostumbro.

—Yo siempre he visto a la gente cómo tú. Fantasmas...

—Yo...—Pasado decidió que no quería perder el tiempo contándole lo que era en realidad y asintió—. ¿Qué te ha ocurrido?

—¿A mí? Nada que no supiera ya, ni esperará —la chica río entre toses—. No esperaba que la vida posterior sería una prolongación de lo vivido, la verdad. Pero, disculpa mis modales, ni siquiera me he presentado. Me llamo Francesca, Francesca Rialts.

—¿Rialts? —todo eso era casa vez más extraño. Si era de la familia, ¿que hacía allí abandonada?

—Sorprendido, ¿supongo que les conoces? No, a ellos ya no. Ha pasado mucho tiempo, ya. Mis padres fueron Paula Rialts y Guillermo Reinés, pero él nunca me reconoció como su hija, por lo que me dejaron el apellido de mi madre. Bueno, en verdad no me dieron ninguno, pero a mí me gustaba pensar que tenía el de mi madre —musitó la joven, perdida en sus recuerdos—. Fue al poco tiempo de mudarnos aquí. Mi madre detestaba a su feo y viejo marido. Decía que una mujer debía darse algún que otro capricho. Más cuando su padre estaba tan lejos y no podía vigilarla. Guillermo no le había dado mucha importancia a las aventuras y amantes de Paula, hasta que se quedó embarazada de mí. Mi madre estaba feliz con su embarazo, pero Guillermo sabía que el hijo no podía ser suyo, pues no habían yacido aún en la cama. Mi madre nunca dio importancia a eso, hasta que nací. Nací fuerte y sana, pero con un hermoso cabello pelirrojo. Mi madre, morena, igual que toda su familia, y Guillermo, de pelo oscuro, no habían podido tener a una hermosa hija de pelo rojo fuego y ojos azules. Todos sabían que mi padre era el joven jardinero venido de Irlanda. El rumor corrió como la pólvora. Guillermo enfureció y mandó despedir al jardinero. Creyendo que así se acallarían los rumores y risotadas a su paso. Como comprenderás no fue así. Todo el mundo sabía de lo sucedido y... a la que mi rostro aparecía en una sala, todos se reían del cornudo Guillermo. Mi madre sufría las terribles consecuencias con sus brutales palizas y yo con su indiferencia. Pronto, supimos que lo peor aún no había llegado.

Pasado se sentó y escuchó a la joven relatar su historia. Aunque no tenía interés para él, había algo cautivador en ella. Era casi como si fuera la primera vez que se sinceraba para explicarlo a alguien. Para explicar su vida. Y era tan dulce y delicada. Valía la pena escucharla, solo por disfrutar de su compañía.

—Guillermo obligó a mi madre a no mantener ninguna relación extramarital, a riesgo de acabar con la vida que llevaban. Ella, tras mucho sopesarlo, aceptó. Su relación cordial ya nunca volvió a ser la misma. Pasaron a ser enemigos bajo el mismo techo, con un objetivo común: un heredero. En cuanto a mí, todo fue de mal en peor. Guillermo creía que mi sola existencia ponía en entredicho su reputación y le ridiculizaba ante los demás. Incapaz de hacer otra cosa que mentir, me encerró en el palacete y me prohibió salir. Acabó fingiendo mi muerte y diciendo que había muerto por accidente. Había caído por las escaleras de manera trágica —Francesca me miró y sonrío—. Luego, cuando tuve edad suficiente para hacer tareas del hogar, me dejó con el ama de llaves. Me pusieron a trabajar y para ocultar cualquier rastro me obligaban a raparme el pelo —dijo tocando su preciosa calva sin cabello—. Decía que era por las chinches y yo le creía en ese entonces. Todo cambió cuando nacieron mis hermanos. Solamente que ellos no supieron que tenían una hermana. Nunca les veía, ni ellos a mí. Únicamente mi madre me visitaba y me los dejó ver recién nacidos. Ella me compraba ropa y regalos que yo atesoraba en mi cuarto. Viví diecisiete años encerrada en el palacete, disfrutando únicamente de los baños de sol en la terraza. Viviendo como una trabajadora más, pero sin día de fiesta o amigos. Vivía para mí, encerrada en mi torre y soñando despierta. Conforme con las migajas de amor que mi madre me profesaba. Creía que eso era lo peor que podría sucederme en la vida, y que algún día se acabaría. Rezaba cada noche por mi libertad.

—Francesca, es horrible... —musitó Pasado compungido.

—Lo es, lo era. Un día, la nueva ama de llaves, desconocedora del pasado de mi nacimiento, me dejó trabajar en el jardín. Llevaba mi escaso cabello guardado tras la gorra y me puse a trabajar en las plantas. Hacía sol como hoy y era un día hermoso. Mi madre estaba leyendo en el porche y corría una suave brisa. Era casi como si la libertad fuera eso. Piensa que llevaba más de diez años sin ni siquiera pisar el jardín. Puedes imaginar que mi físico no estaba preparado para mucha actividad. Además, la falta de sol me había convertido en una joven bastante enferma. Mi piel se empezó a poner roja y calentar, pero no me importó —musitó Francesca sonriente, los ojos le brillaban de recuerdos—. Era tan feliz. Entonces, fue cuando le conocí. Me dijo que se llamaba Ricardo, era el joven más apuesto y galante que puedas imaginar. Me trajo una sombrilla y me dijo que me quemaría. Lo que él no sabía es que había incendiado mi corazón —Pasado sonrío y se miró las manos, verla relatar su amor le hacía sentir algo incómodo. Quizá porque él no era capaz de enamorarse o porque no podía sentir lo mismo que ella sentía. No podía entenderlo—. Me alejé sin decirle nada por temor a que se desvaneciera de tan perfecto que me parecía. Me escondí durante días, y luego, arriesgándome, volví a pedir el jardín. Ricardo estaba trabajando con las enredaderas y volvió a acercarse a charlar conmigo. Fue entonces, ese día, que supe que me iba a enamorar. Ricardo supuse que era el nuevo trabajador, puesto que no le había visto mucho desde mi ventana. Pronto nos hicimos amigos, y él empezó a cortejarme sin dudarlo. La nueva ama de llaves me dejaba salir algún domingo a pasear con él. Esos paseos me dejaban fatigada, mareada y enferma, pero valían la pena solamente por pasar un rato en su compañía. Fueron los dos años más hermosos de mi vida. Ricardo era todo lo que podía desear, y cada noche rezaba a las estrellas para que me dieran la ansiada libertad —Francesca se miró las manos y dos gruesas lágrimas desbordaron las cuencas de sus ojos, enterrados en su angosto rostro—. De golpe, un día manché sangre, y asustada, corrí a las otras criadas. Todas se sorprendieron de que hubiera tardado tanto en venirme el periodo. Tenía veinte años cuando me convertí en mujer, y todos creyeron que sería conveniente que me visitará un médico. Mi madre Paula me acompañó. El doctor nos indicó que estaba muy enferma. La falta de exposición solar y comida adecuada, había hecho que mi crecimiento fuera anormal. Mi cuerpo llevaba años enfermo, devorándose a sí mismo. Tenía que curarme, y para hacerlo, el doctor creía que me iría bien estar en un hospital

—Francesca, no tienes por qué...

—Ahora que tenía la felicidad en la palma de mi mano, se me escapaba y de nuevo, iba a quedar recluida —dijo como si no me hubiera oído— Los mareos y la debilidad se fueron volviendo más intensos con la llegada de mi madurez como mujer. Se acabó salir al jardín, dejé de ver a Ricardo, que me pasaba notas a escondidas. Un día, incapaz de soportar mi soledad y sabiendo que me quedaba poco tiempo para marcharme, salí a buscarle. Ricardo estaba limpiando uno de los coches y nos fundimos en un caluroso abrazo. Ese día, le conté sobre mi enfermedad y mi marcha a un hospital. Ambos sabíamos que no tendríamos futuro juntos si no me curaba. Pero, también, que había muchos números para que no me curará jamás. Ricardo tenía diecinueve años, yo iba a hacer veintiuno. Podía esperarse dos años a casarse conmigo, pero me confesó que no podía esperar para besarme. Fue todo tan romántico. El beso fue largo, intenso, y abrió paso a otras cosas. Éramos jóvenes y no queríamos esperar —Francesca pareció enrojecer—. Quedaba una semana para mi marcha y aprovechamos todos los días restantes para intimar. Ese domingo, en el garaje, fue la última vez que lo vi. Guillermo nos sorprendió al ir a buscar un coche. Molesto, como nunca en su vida, nos separó a golpes. Gritaba como un loco y nunca fui capaz de entender lo que decía. Paula vino corriendo y cayó al suelo aterrorizada, escapando de sus golpes. Guillermo me cogió del escaso pelo que tenía y me arrastró hasta la torre. Luego, me encerró con llave mi cuarto y me dejó allí confundida. Débil no fui capaz ni de ir hasta la ventana. Si lo hubiera hecho, quizá lo hubiera visto una última vez.

—¿Qué ocurrió, Francesca? —dijo Pasado, incapaz de quedarse callado ante su silencio. Francesca miraba por la ventana.

—Ricardo era mi hermano. Ninguno de los dos lo sabíamos, entonces. Y supongo que él no lo supo nunca después. Solamente le gustaba disfrazarse para jugar, hacerse pasar por jardinero o chofer. Quería sentir lo que era ser trabajador. Esa misma noche Guillermo se llevó a Ricardo y lo alistó al ejército, nunca volvimos a saber de él. Yo esperé a que Guillermo viniera a castigarme, pero él nunca vino a por mí. Fue Paula quien me lo contó, y me dijo que nunca volvería a dejarme salir.

—Pero...no era tu culpa. No lo sabías.

—Eso no importaba. Paula estaba convencida de que llevaba el diablo dentro, por eso estaba muriendo. No hubo hospital, no hubo nada para mí. Paula venía y se sentaba a coser y rezar. Hacía como si nada ante mi estado cada vez más enfermo. Hablábamos, me daba comida y regalos. Supe que me estaba muriendo. Me desperté con un dolor terrible y entre gritos empecé a sangrar por dentro. La perdida de sangre me postró los seis meses siguientes en la cama. Ya no pude volver a levantarme y mirar por la ventana. Ya no recé para salir. Me quedé sin pelo y morí como viví toda mi vida. Encerrada y sin nada más que mi propia soledad silenciosa. Esa soledad que te devora y vacía por dentro. Se llevaron mi podrido cuerpo lleno de sangre y enfermedad, pero yo me quedé atada aquí, sin más.

—Lo siento... supongo que... no sé...

—¿Qué venías buscando?

—No lo sé. Algo, supongo. Algo que me ayudé a comprender y a encontrar a... alguien.

—¿A quién buscas? ¿A alguien o a ti mismo?

—Yo no soy nadie, soy algo. Pero no alguien. Y supongo que empiezo a darme cuenta de lo que eso significa...

—Entiendo. Sé lo que eres. Eres un cuento. Venían algunas a verme, ¿sabes? Por eso me daba miedo conocer a gente, creía que se desvanecerían como pasaba con todas las que conocía.

—¿Viste cuentos? ¿Varias veces?

—Siempre, aunque ninguna me ayudaba ni escuchaba mi historia. Me contaban su cuento, luego se iban y me dejaban como al principio. Solamente uno se quedó a escuchar mi historia como tú; no se ha marchado nunca. Dice que le llamaban: Sin sombra.

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