CAPÍTULO 4: El Cigüeñal

Pasado dejó que, Mark y Tristeza, trabajarán en la historia de esta última. Salió del apartamento con la excusa de que necesitaba aire. Anduvo distraído, hasta que pensó que su mente volvía a recorrer el mismo camino, que el día anterior había realizado. Cuando torció la esquina y vio el mismo bar, supo que debía entrar. Solamente para asegurarse de que seguía ahí, nada más. Nostalgia estaba sentada en la mesa, mirando por la ventana con sus ojos fijos y vacíos. Pasado se sintió terriblemente extraño, y sintió ganas de probar a abofetearla y despertarla. Sorprendido se vio cruzando y entrando al local. Parecía que el tiempo se hubiera parado, desde que él cruzó sus puertas el día anterior; aunque había ligeros cambios en el ambiente. Los dos parroquianos seguían sentados, compartiendo sendos cafés con leche,
y pan con aceite. En cambio, algunas mesas estaban ocupadas con gente desayunando, mientras leían el mugriento periódico. Pasado paseó entre las brumas de esa gente, y observó como Nostalgia repetía el mismo patrón, una y otra vez. Atrapada en su eterno retorno. Su mirada vagó por la estancia, para volver a inspeccionar el local. Las paredes, en otro tiempo, de un alegre color amarillo; se habían tornado más oscuras y pesadas, de un tono ocre, debido a la suciedad. Las mesas eran de madera negra, en otro tiempo brillante, pero ahora únicamente mate por el desgaste. La barra estaba hecha de espejos fumados, más sucios por la mugre, que impregnaba casi cualquier esquina del local. Los carteles decorativos hablaban de la transición y supuso que llevaban ahí el mismo tiempo.

De nuevo, dejó de vagar su mirada antes de que su cerebro se diera cuenta, para observar los recortes que el señor había colgado de su bar. Se acercó a la estrafalaria pared y observó las noticias. Todas hablaban de cosas no relacionadas con el local, y supuso que simplemente estaban allí, por la ilusión de dar importancia a ese culo del mundo. Pasado recorrió las noticias pensativo. Su mirada, pareció detenerse largo rato, en una pequeña instantánea. Se hablaba de la visita de una escuela al museo que se encontraba calle abajo. En la fotografía, se veía el bar en la distancia. Desde ahí no podía verse si Nostalgia estaba sentada. El plano principal lo ocupaban un conjunto de niños que entraban al museo. Solamente uno de ellos miraba a cámara, sus ojos le recordaban a... ¿Mark? Parecía más pequeño. Sin pensar cogió el marco y lo separó de la pared. La fotografía llevaba allí tanto tiempo, que al separarse de la pared, dejó la marca. Pasado se marchó de regreso a su hogar a paso ligero. Pero ese pensamiento le detuvo a pocos metros. ¿Su hogar? No, claro que no era así. Él no tenía hogar, no hasta que contará su historia. Ahora solamente tenía nada, y si no se apresuraba, tendría más nada toda su existencia.

La directora se relamió complacida. El devorador había hecho bastante bien su trabajo. Tres historias habían sido eliminadas, las que quedaban lo serían pronto. Pasado se escapaba de su radar, pero, no de su control. El humano se cansaría, tarde o temprano, de él. El devorador omitió algunos detalles y salió del asfixiante despacho para retomar su misión en Mundo. La Directora miró complacida el jardín donde las futuras y positivas historias disfrutaban de los rayos del sol. Sin poderlo evitar sonrió. Pronto se restauraría el equilibrio, el devorador haría su trabajo; y si los cuentos eran tan bobos como creía, todo seguiría como hasta entonces. Pocos habían descubierto la terrible verdad de su mundo, y era mejor así. Se levantó y se dirigió a los archivos. La Primera Archivadora la recibió con alegría. Ella seguía las historias de todos los cuentos de Mundo. Seguía sus pasos, desde que aparecían en la puerta, hasta que llegaban a Mundo. Ella era la única que lo sabía todo, incluso la verdad.

―¡Qué bonita mañana nos aguarda, señora directora! ―musitó la Primera Archivadora.

―Así es.

―¿Viene a por lo mismo de cada día? ―preguntó, solamente con un leve arqueo de las cejas. La directora asintió―. Pasado, ha estado fisgando de nuevo en el bar dónde se sitúa Nostalgia, núm.5793. No ha hablado más con el cuento, y únicamente se ha dirigido a la pared de recortes, dónde ha cogido uno de los periódicos. Luego se ha marchado de regreso al humano Mark Boiméz, y han conversado sobre ello.

―¿Cree que ha descubierto algo? ―preguntó la directora, la Primera Archivadora negó. Ambas se despidieron y retomaron sus respectivos trabajos. Después, más tarde, volvería a preguntar. Desanduvo los pasos hasta su despacho y se sentó tras su mesa. Suspiró aliviada. Si solamente un cuento revelara la verdad a un humano, y éste fuera capaz de contarla: sería su fin. Y sin los cuentos, la humanidad no sería nada. Ella no únicamente dirigía ese colegio, sino que lo protegía de su autodestrucción. A ellos y a Mundo.

Pasado mostró la fotografía a Mark, que le confirmó que él mismo había sido ese niño. Pasado sintió que debía ser sincero; y contarles que había descubierto a una historia extraviada, pero no lo hizo. Esa información no les iba a hacer bien. Mark miró la fotografía y sonrío nostálgico.

―Creo que este chico de aquí, se llamaba Eric, aunque no lo recuerdo seguro. Ha pasado tanto tiempo. Éramos mejores amigos, o eso decíamos. Ya ves... como cambia la vida ―musitó Mark, mirando la fotografía con tristeza―. Ahora ya no recuerdo ni su nombre completo.

―Supongo que es normal aquí, ¿no? ―preguntó Tristeza.

―Sí, lo es. O sea, en nuestro mundo estas cosas pasan claro. Conoces gente, luego la olvidas y otras se marchan ―musitó Mark― ¿Y dices que estaba colgada en un bar de aquí cerca? ―Pasado asintió―. Ya ves, toda la vida ahí colgado y yo sin saberlo. Me pregunto por qué me habré olvidado de él, de mi amigo, digo. Fuimos buenos amigos durante toda la etapa de la escuela, pero un buen día, dejó de venir a clase. Creíamos que estaba enfermo, pero poco tiempo después regresó. Estaba más pálido y delgado, y ya no quería jugar. Una tarde estábamos en el patio y un coche bastante antiguo se acercó ―la mirada de Mark parecía perdida en el pasado, en el recuerdo difuso de un niño―. Bajó un hombre que nos estuvo observando un rato. Eric, estoy casi seguro de que así se llamaba, estaba leyendo. Al cabo de un rato, el hombre le llamó y él salió a su encuentro. Les vi conversar de lejos, yo seguí jugando. Debían conocerse imagino. Cuando volví a ver si seguía ahí, el libro estaba en el suelo y no había rastro ni del hombre, ni de Eric. A los pocos días, cuando pregunté, me dijeron que estudiaba desde casa.

―¿Crees que estaba enfermo? ¿O qué le pudo pasar algo? ―preguntó Tristeza.

―Seguramente estaba enfermo, pero esas cosas no nos la contaban a los niños ―asintió Mark, que regresó a sentarse en el ordenador―. ¿Seguimos, Tristeza?

Tristeza se disculpó con Pasado, y se sentó al lado de Mark, para seguir con su cuento. Ambos trabajaban con celeridad y se compenetraban bastante bien. Pasado, encogió los puños y aburrido, paseó la mirada por los libros. ¿Mark estaba creando un libro con el cuento de Tristeza? ¿Qué ocurriría entonces? ¿Viviría dentro de ese relato? ¿Cómo iba a entrar en él? Las dudas carcomían a Pasado que, molesto, dedicó tiempo a pensar en lo que le había contado Mark. Ese niño había formado parte de su pasado y misteriosamente, desaparecido de él. ¿Qué le habría ocurrido? ¿Estaba enfermo como Mark decía o quizá... se lo habían llevado? Quizá con esa fotografía, podía saber algo más. Vio que el nombre de la escuela era «El Cigüeñal». Ajenos a sus pensamientos y cavilaciones, ajenos totalmente a su presencia, ellos siguieron trabajando. Pasado salió de casa con el recorte en la mano. Además de la extraña sospecha, de que debía haber algo más, con la misteriosa desaparición de Eric.

La Escuela «El Cigüeñal» seguía abierta y funcionando. Aunque el edificio se había modernizado, guardaba cierto aspecto antiguo y decadente. Entró por la puerta principal y el frío vestíbulo le recibió con olor a desinfectante y paredes agrietadas. Una joven con gafas y un jersey de copos de nieve, escribía en un lento ordenador. Pasado caminó por las aulas que aún conservaban pupitres antiguos; tenían tarima y pizarra de hacía algunos años. El suelo estaba desgastado por el uso. Anduvo por las viejas instalaciones y por las nuevas. Tras varios paseos, regresó al vestíbulo dónde un gran cartel contaba la historia de la Escuela «El Cigüeñal».

Decía que la escuela se había abierto en 1923, tras la Gran Guerra, y la depresión económica, con el objetivo de educar a las clases altas. Sin embargo, al poco tiempo tuvo que cerrar. Sus puertas, reabrieron en 1940 como un orfanato para niños que vivían en las calles. Abandonados tras la Guerra Civil española y la Segunda Guerra Mundial. «El Cigüeñal» se llenó de niños huérfanos de guerra. Allí vivían los jóvenes, y también estudiaban. Unas fotografías en blanco y negro acompañaban los textos. La cara de tristeza de los niños y su extrema delgadez daba a entender que no fueron buenos años. En 1952, «El Cigüeñal», sufrió un terrible incendio dónde murieron varias profesoras y un gran número de niños. Tras ello, estuvo cerrada casi diez años, hasta que un gran inversor de la ciudad, en los años sesenta, decidió reabrir como una nueva institución. Pasó a ser un internado privado y así continuaba hasta ahora. El inversor, llamado Pedro Rialts, ayudó a su reconstrucción y llegó a ser alguien querido por las generaciones venideras. Considerando durante años, la escuela, como algo de prestigio para la alta sociedad. Hasta que en los últimos años había vuelto a decaer. Un carraspeo le hizo dar la vuelta.

―Interesado en la historia de nuestra preciada escuela ―indicó la mujer a su espalda. Era una mujer esbelta, de tallo frágil y mirada triste. Iba vestida con un simple vestido blanco y zapatos planos. Pasado miró a ambos lados, para saber si se refería a él. Simplemente, asintió―. Han pasado muchos niños por «El Cigüeñal», pero no recuerdo a nadie como tú.

―No he estudiado aquí. Lo hizo un buen amigo: Mark Boiméz. Estábamos mirando unos recortes antiguos y pensé que quizá le haría ilusión ver que su escuela sigue... en pie ―dijo Pasado con una sonrisa encantadora y seductora― ¿Podría contarme algo más de esta maravillosa escuela?

―Bueno, como habrá leído, «El Cigüeñal» no siempre fue una institución educativa. Nació como orfanato y la guerra le llevó a abrir sus puertas para enseñar a las futuras generaciones. En ese momento, «El Cigüeñal» era un lugar frío y desolador. Dicen que los jóvenes vivían en malas condiciones. Recuerdo que me contaron que se servían gachas para comer y cenar, hechas con papel de periódico. Eran niños olvidados de Dios, y eran épocas diferentes ―musitó la joven, mirando las fotografías, señalando una al azar, dijo―. Vivían todos en pequeñas y repletas habitaciones que se congelaban en invierno. Había muchos muchachos, pero pocas niñas. A las niñas las ponían a servir en la cocina y a trabajar, mientras ellos, holgazaneaban estudiando. «El Cigüeñal» no era un buen lugar para vivir, pero era el único lugar para muchos. Sí quiere acompañarme.

La joven caminó por los pasillos y dejaron atrás esa zona de la escuela. Sus pasos firmes les llevaron hasta el edificio contiguo dónde residían los estudiantes. Allí en esos pasillos el calor del sol mantenía las paredes calientes. El suelo de madera estaba brillante y pulido, aunque se veía gastado. Las paredes tenían algunos parches amarillentos. Las señoras de la limpieza se afanaban por ordenar los cuartos de los residentes que estaban estudiando. La joven andaba a su lado en completo silencio, Pasado vio que sus pasos no hacían ruido. Cómo los suyos propios, por lo que imaginó que cómo él, estaba allí sin estar. Supuso que pertenecía otro mundo distinto. Pero no a Mundo en realidad. Ni era un cuento.

―Supongo que te preguntas cuál es mi historia. A veces también me lo pregunto yo ―insinúo con la mirada fija―. No sé quién eres, o si eres en verdad lo que yo, aunque no lo creo. Creo que somos distintos, de materia distinta. Yo una vez viví, y creo que tú nunca has vivido, o has olvidado que lo hiciste ―Pasado, únicamente la miró perplejo. Pero, con la indiferencia que solamente puede darte el tiempo, ella sonrió―. Creo que ya no importa en realidad. Nací en alguna oscura y mugrienta calle de esta infecta ciudad. Mi madre dolorida y sangrienta me dejó a las puertas de «El Cigüeñal». Viví siempre entre estas paredes y largos pasillos. Las cuidadoras me acogieron y llevaron a sus habitaciones. Allí viví dos años recluida en una habitación, no más grande que este pasillo, con otras dos niñas. Me llamaron Eulalia, pero nunca tuve apellido. Con cuatro años, ya era lo suficiente mayor, como para ayudar. Me llevaron a la lavandería y allí ayudaba a separar las ropas. Luego, ayudé en la cocina, en la limpieza, y finalmente, con quince años, en las aulas ―Eulalia miró el patio, dónde los estudiantes intercambiaban cromos, y se perseguían unos a otros―. Nunca conocí el cariño, ni tampoco la soledad. Las cuidadoras vivíamos en aquella casita de allí, ahora destinada al jardinero ―ella señaló una desvencijada casa con dos ventanas y hecha pedazos―. En invierno el frío era tan crudo que entraba por las rendijas de las paredes, y todas nos dormíamos abrazadas al calor del cuerpo. No nos queríamos, pero no estábamos solas.

―Eulalia, si tan malo era «El Cigüeñal», ¿por qué nadie hacía nada?

―A nadie le importaba lo que ocurría tras las paredes de este lugar, la gente tenía bastantes problemas en las calles. Vivíamos un régimen de miedo y no había ningún lugar de paz. «El Cigüeñal» era un agujero más dentro del tapiz de paz que querían crear. Éramos los olvidados, los despojos, los sin nada. Y lo sabíamos ―musitó. Retomó la marcha y se paró bajo una arcada―. Aquí estudiaban los más avanzados. Me asignaron ayudar a su tutor. Tenía que llevar sus papeles, mantener su escritorio limpio, taquigrafiar sus clases, y esas cosas. Era un buen trabajo y aprendí rápido. Algunas veces se sobrepasaba conmigo y me tocaba, lascivamente quiero decir, pero no importaba ―señaló Eulalia con indiferencia―. Prefería las clases a las cocinas. Con dieciocho años me pusieron a enseñar a los más pequeños. Un privilegio del que aún no soy del todo consciente. Tenía mi aula, y un trabajo, aunque nunca vi un duro de ello. Las mujeres que entraban en «El Cigüeñal», nos quedábamos aquí hasta que moríamos. Los hombres se marchaban, necesitaban dinero. Nunca sabíamos bien a donde, ni porque. El mundo de fuera me parecía incomprensible y solamente entendía el pequeño universo dónde vivía. Me levantaba temprano, desayunábamos en la fría cocina y nos limpiábamos como podíamos en la vieja casita. Luego, con el cuerpo frío y destemplado, levantábamos a los niños, les aseábamos y llevábamos al aula a estudiar. Comíamos las rehogadas gachas, y despiojábamos a los pequeños. Vivíamos en la pobreza y la inmundicia, todo el dinero era para el director y los maestros. A pesar de todo, de la frialdad y soledad, era feliz. Los sábados podía salir por la tarde y me iba al cine. Fueron años buenos, pero como todo algún día debe acabar.

―¿Qué ocurrió, entonces? ¿Qué le ocurrió a usted? ―preguntó Pasado intrigado con la historia.

―Conocí a alguien, como ocurre siempre. Un joven apuesto, dulce y encantador que iba al cine cada sábado. Su nombre era Pedro Rialts. Su padre era un rico inversionista, pero él decía que quería ser artista. Pedro me conquistó a la primera sonrisa, y yo le engañé diciéndole que era costurera en la Condal, una vieja tienda del centro dónde nunca podría comprarme ni unas medias. Vivimos nuestro romance a escondidas, y paseamos por una hermosa ciudad que parecía renacer, olvidando sus cicatrices y heridas purulentas. Entramos en el año cincuenta y «El Cigüeñal» quería dejar atrás su oscuro pasado. El cambio de director a uno más joven y empático, empezó a dar un carácter más abierto a la institución y la gente empezó a conocerla. Pero, ni sus supuestas obras de teatro, ni sus exposiciones de arte, agradaban a la ciudad. Los oscuros pasillos y sus muchos secretos y abusos, hicieron que mucha gente renegará de la institución. Incluso Pedro, afirmaba que la gente de «El Cigüeñal» tenía piojos y la lepra de las malas condiciones en que vivía. Nunca dije la verdad, antes hubiera preferido morir. La ciudad entera veía con malos ojos este lugar ―Eulalia pareció agachar la mirada, como si le escocieran esos recuerdos―. Todos sentíamos mucha vergüenza. Entonces, ocurrió lo peor. Los niños empezaron a delirar, decían que se les acercaba un hombre de oscuros cabellos y ojos como la noche y les prometía salir de allí. Escapar de la horrible vergüenza y el dolor. Al día siguiente, su lecho amanecía frío, ni rastro del niño. El rumor se extendió por la ciudad. Los niños de «El Cigüeñal» estaban poseídos, veían al diablo. Las cuidadoras estábamos asustadas, pues creíamos ver a ese personaje vagando por los pasillos. Sentíamos su frío aliento. Le llamábamos: Sin sombra ―Eulalia se estremeció―. Ese año desaparecieron varios niños, y yo empecé a desear en secreto que Sin sombra, se me llevará. Mis continuas faltas a las citas hicieron sospechar a Pedro que algo ocurría, no pude evitarle y tuve que decirle la verdad. Pedro no me humilló, pero rehuyó mi compañía. Supe que era el fin. La gente asustada por si se trataba de una enfermedad oculta o de algo peor que el diablo, empezaban a clamar el cierre de la institución. Vivíamos en silencio y asustados. Al no escuchar sus protestas, tomaron la justicia por la mano. Era medianoche cuando las llamas lamieron las primeras habitaciones y corrimos a socorrer a los niños. Murieron sesenta niños y catorce cuidadoras. Yo entre ellas, aunque desperté a esta nueva vida. «El Cigüeñal» quedó cerrado durante años, pero Pedro Rialts, entre otros ricos inversionistas, arrepentido por lo ocurrido con su primer amor, quiso resarcirse. También al ser padre había comprendido que sería bueno tener un lugar donde pudieran vivir sus hijos, separados de él.

―¿Así lo cree?

―Así fue. Tras su nueva reforma y constitución como internado, seguí cuidando del único lugar del mundo que he conocido.

―¿Y volvió a ver al Sin sombra?

―Claro, él sigue por aquí ―dijo Eulalia, mirándole a los ojos― Se parece a usted. En el aura quiero decir. Es alguien que no es de aquí, pero tampoco es de allí del todo. Como yo, vive anclado en un eterno retorno.

―¿Conoce entonces a este joven? ―dijo él, tras un largo silencio, señalando la fotografía dónde se veía a Mark y al que él había llamado Eric. Eulalia miró con nostalgia.

―Sí, me acuerdo de todos los que han pasado por aquí. Tengo eterna memoria. Ellos ya vinieron cuando esto era un simple internado. Mark era un imaginativo escritor, siempre llevaba consigo su diario y anotaba cuentos. Eric era callado y tímido, pero le gustaba leer. Hacían la pareja perfecta ―algo en esa expresión le molestó, Pasado apartó ese pensamiento―. Luego, los años pasaron, y el carácter sociable de Mark les distanció. Pero, siguieron siendo buenos amigos hasta último curso. Mark no se dio cuenta, pero Eric enfermó.

―Eso me dijo.

―No le mintió, Eric tenía cáncer linfático. Su madre sabía que no tenía muchas posibilidades. Estuvo un año en tratamiento y pareció mejorar. Regresó y pasó unos buenos meses, yo le velaba por las noches. Pero, de nuevo, volvió a sentirse mal. Se levantaba por las noches a vomitar y fuertes fiebres le aquejaban. Pero Eric, no deseaba regresar al hospital ―musitó triste Eulalia― Un día jugaban cuando él se levantó y fue a hablar con alguien de fuera. Cuando le vi supe que era él, Sin sombra le hablaba, pero por mucho que corrí no le alcancé. Él se lo llevó a ese lugar que nunca supe que era y siempre anhelé.

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