CAPÍTULO 3: La Colonial

—Está bien. Vamos a comprar la hipótesis de que, quizás Abigor, tenga alguna conexión con los Rialts. ¿Qué vamos a descubrir exactamente? ¿Y por qué queremos descubrirlo? —indicó Eric escéptico.

—La verdad es que no lo sé —comentó Mark, rascándose la cabeza. Pasó descuidadamente un brazo por encima de la silla que ocupaba Carol. Eric se removió incómodo, con esa muestra de afecto entre sus amigos, aunque no supo definir por qué—. ¿No te molesta convivir con alguien con tantos secretos? ¿Con alguien que parece saberlo todo de ti? Y, sin embargo... tú únicamente...

—Abigor está dispuesto a contarme lo que sea —inquirió Eric cortante. Aunque parte de su mente, dudaba que eso, fuera cierto. Abigor no le iba a contar nada, o le contaría cosas sin sustancia, que no iban a tranquilizar sus dudas. Pero, no quería dar su brazo a torcer con sus amigos.

—¿No te extraña que no sepas su apellido? —musitó Carol, dando en el clavo—. Es raro. Ni tampoco, qué relación tenía con tu madre, o contigo. Ni quién era tu padre. Eric, sabemos que quizá no sea nada, pero hay una pieza elemental que falta. No es causalidad que todo esté conectado, aunque no sepamos ver por qué. Creo que merece la pena intentar descubrir algo más. Supongo que ya sabemos lo que eres... pero no quién eres en verdad, ni quién es Abigor. ¿No crees que vale la pena intentarlo?

—Está bien, está bien. ¿Por dónde sugerís comenzar? —indicó Eric cansado. Si, al fin y al cabo, era una forma de mantener su amistad, le valía. Carol le sonrío a través de la mesa. Eric se hubiera quedado a vivir en esa sonrisa, si eso fuera posible.

—Bueno, el pasado de los Rialts se remonta a la colonia textil «La Colonial». Antes de eso, hay poco que buscar. Gente con algo de dinero, pero no muy ricos. No demasiado populares en la ciudad. Creo que lo que buscamos está en «La Colonial». Esa es la primera pista y no queda lejos. Está como a unas dos horas de distancia en coche. No creo que perdamos nada por hacer una visita guiada. Quizá no descubramos nada, pero va bien conocer algo más.

—De acuerdo, ¿Cuándo podemos ir? Abigor estará fuera unos días. Tengo el trabajo controlado y... quizá pueda escaparme —Eric reflexionó. Tampoco es que tuviera nada que fuera trascendental. Su trabajo consistía en pasear, podía pasear en otro lado, ¿a quién debía rendir cuentas? Eso no lo sabía. La duda sobrevoló su cabeza y desapareció. Lo importante era ese momento.

—Yo estoy de vacaciones hasta de aquí un par de días. Podríamos ir mañana —musitó Mark ilusionado.

—Yo no puedo. Justo acabo de comenzar a trabajar y ... —Carol le habló sobre su nuevo trabajo. Se notaba lo ilusionada que estaba. Lo bien que le hacía encontrar algo que le satisfacía. Sin duda, estaba seguro de que ella conseguiría aquello que se propusiera. Era una corazonada, pero sabía que ella dejaría atrás las sombras de su pasado. Eric la observó hablar y hablar. Su corazón latía fuerte con su voz. Le sorprendía su latido. No recordaba haberlo sentido nunca tan fuerte. Estar con ellos era lo más parecido a la vida, a la vida de verdad. No le costó reírse, ni conversar, ni hacer bromas. Estar cerca de ellos le devolvía lo que sentía que había perdido, incluso antes de saber que lo tenía.

Pero, no se engañaba. Tarde o temprano, debería volver a separarse de ellos, y continuar con su destino. Por su bien y por el de ellos. Aceptaba un tiempo más, un puzzle más, un misterio más. Pero luego, debía acabar. Ellos debían hacer su vida, él aceptar su solitario destino como Mythos. Hablaron de la visita y quedaron en reservar para el día siguiente. Por suerte, aunque la recepción estaba cerrada, la web seguía activa. Mark se apuntó a la visita de la siguiente tarde. Él tenía coche, conduciría hasta la colonia. Se despidieron en la puerta de su piso. Mark pareció quedarse un rato observándole desde el umbral. Eric anduvo de regreso a casa. Sus pensamientos, emociones y sensaciones, guardados incluso para él mismo. Incapaz de entenderlas.

Mark se despertó de muy humor, aunque se negó a aceptar el porqué. Toda la casa olía a café recién hecho. Imaginó que Carol se habría preparado un buen desayuno y se habría marchado a trabajar. Sonrío como un bobo cuando entró en la cocina, y vio, junto a la cafetera, una nota de despedida. ¿Qué estaba ocurriendo en su vida para qué se levantará con una sonrisa tonta en la cara? Todo estaba cambiando, aún no sabía bien a que aferrarse. Se tomó el café, con un bollo, y se duchó. Había quedado a las once con Eric, por lo que cerró su hogar, y bajó a esperarle.

Ya en las escaleras, le vislumbró esperando en la puerta. Si Carol le había pintado una sonrisa tonta, Eric aceleró su corazón. Notaba el latido en las mejillas sonrojadas. Le vio parado, apoyado en el rellano de fuera, con una cazadora oscura y gafas de sol. Iba, como siempre, perfectamente despeinado. Su atractiva pose desenfadada, su actitud pasota e irónica, su media sonrisa pillina. Hacía que las chicas le mirarán al pasar, aunque él parecía ajeno a ello. Mark le oyó silbar y no pudo evitar sonreír.

—¿Por qué eres tan puntual? —comentó abriendo la puerta.

—No me gusta hacer esperar, y menos a citas tan interesantes —indicó Eric encogiéndose de hombros y guiñándole un ojo. Se despegó con parsimonia de la pared. Un gesto descuidado, que fue tremendamente seductor. Mark se sonrojó y chasqueó la lengua. Ese hombre le hacía sentir cosas que no pensaba que fuera a sentir. Ambos anduvieron hacia el coche. Mark tenía que conducir dos horas, por lo que intentó relajar su frenética mente. Entró en el coche, pero Eric se lo miró con recelo.

—¿Qué pasa? —preguntó Mark, arqueando una ceja.

—¿Estás seguro de que llegaremos en este? No sería mejor coger ese —dijo señalando un precioso deportivo rojo. Mark río.

—Ojalá, pero nos toca la tartana —Eric se sentó con cara de disgusto y Mark puso los ojos en blanco, y dijo— Para que suene la música, tienes que conectar ese cable a mi móvil.

—¿No explotaremos, verdad? —su mueca de susto, hizo que Mark enarcará las cejas.

—¿Morirías en caso de explosión? —preguntó de vuelta, solamente para picarle.

—La verdad es que no lo sé. Pero, no me gustaría probarlo —Eric rumió pensativo, mientras Mark se incorporaba a la carretera sonriendo—. En principio, imagino que sí. Aunque nunca voy a enfermar. No puedo morir congelado, ni ahogado, ni de hambre. En verdad, estoy vivo, pero no. ¿Eso te incomoda?

—Depende. ¿Te incomoda que yo lo esté? —Mark miró a la carretera concentrado. La respuesta a su pregunta era realmente importante para él.

—No, supongo que no. Me da igual, serías mi amigo igual —Eric se encogió de hombros. Mark se relajó al instante.

Tras la extraña conversación, Mark y Eric se relajaron. Hablaron de coches, de música y de libros. Mark podía hablar horas y horas de libros, sin ni siquiera darse cuenta. Eric le escuchaba atento. Hablar de libros era lo único que disfrutaba de verdad. Le hacía feliz de verdad. Y, esperaba que, algún día, alguien se ilusionará de igual forma con sus libros. Sin embargo, se dio cuenta de que Eric estaba callado, y se giró a observarle. Pero, él le miraba fascinado. No se sentía incómodo, y parecía gustarle. Mark, sin poderlo evitar, se sonrojó un poco. A las dos horas y media, llegaron a la entrada a «La Colonial». Tenían media hora para comer, por lo que sacó sus bocadillos y ofreció uno a Eric, que lo cogió agradecido. Supuso que aunque no muriera de hambre, debía ser una sensación incómoda. Siguieron hablando de música. Mark se dio cuenta de que, a Eric le gustaba mucho la música clásica, y que en ese mes había aprendido mucho sobre ella. Sobre todo, le gustaba el músico Chopin.

—Abigor toca continuamente su música. Quizá por eso me he acostumbrado a oírle y me guste —musitó, mirando hacia otro lado incómodo—. Me he comprado un violín, porque también quiero aprender a tocar. La verdad es que no se me da mal.

—Eso es muy guay, de pequeño, también tocabas el violín —fue una sensación extraña que Mark supiera algo sobre Eric, que él no supiera. A su amigo le brilló la mirada de una forma especial—. Yo no tengo nada de talento musical... —se quejó Mark.

—Eso ya lo sé. Te he oído cantar en la ducha, desafinas y no tienes ritmo —y volvieron a las risas, las bromas y las pullas. Mark sentía que con Eric podía ser él mismo. Incluso se sorprendía de lo que estaba descubriendo sobre sí mismo. Era extraño, pero no quería que el día acabará, ni la semana, ni el año, ni el mundo, si Eric estaba con él.

La visita empezó en la plaza. Además de ellos dos, había un grupo de gente más mayor con cámara. Supuso que jubilados aprovechando el buen tiempo. La guía era una chica joven, que estaba algo nerviosa con las presentaciones, tartamudeaba y se la veía incómoda. Eric la miró algo desconfiado. Pero, tras todas esas capas de inseguridad sobre el protocolo social, había toda una experta en la colonia. En cuanto la visita empezó, la chica se transformó. Hablaba seria, segura y confiada. Eso le gustaba más y se notaba que controlaba. Decía lo correcto, pero sus ojos desvelaban que sabía más de lo que decía. Y, que sus opiniones, se las reservaba. Aunque, se podían leer entre líneas. Fue ganando confianza con ellos, y mientras el grupo se apartaba, la guía les sonreía.

—Vamos a cerrar los ojos, e imaginarnos que estamos, no dentro de una colonia textil, sino dentro de un ser humano. Algo orgánico, vivo y nosotros nos hemos hecho muy pequeños. Como en un «Un viaje asombroso». Estamos dentro de un cuerpo humano y esto de aquí es el corazón de la colonia. En la plaza se vivía de alegrías. Las fiestas, los domingos de mercado, las quedadas con amigos. Pero, también, los funerales y las reyertas. Aquí pasaba todo el mundo, y si querías encontrar a alguien, sabías que estaría en la plaza. La plaza era un lugar de reunión, y también el mejor punto, desde el que comenzar nuestra historia. Por qué esta historia les va a tocar el corazón y va a ser igual que un viaje asombroso —todos rieron por la acertada broma y comparación—. Hoy nos pondremos en la piel de una joven que recién acaba de llegar a la inaugurada «La Colonial». Ahí está la parada, por donde bajará —la joven señaló una desvencijada marquesina antigua, dónde aún se veían, los letreros antiguos de los destinos— Esta era la puerta de entrada para la mayoría. Bajaban en esta marquesina y se dirigían a este edificio: el registro. Allí les daban un uniforme de trabajo y les llevaban a lo que sería su primer hogar.

La joven señaló un gran edificio con pequeños apartamentos. Las habitaciones eran pequeñas y constaban de un solo cubículo, con una estrecha ventana. El resto de espacios, como la cocina, los baños o el salón, eran compartidos. Todo estaba parado en el tiempo, como debía ser en esa época, no al principio claro, sino cuando la colonia cerró. Visitaron esos edificios, y les indicó que cuando ya se casaban, o formaban una familia, se les daba una casa propia. La guía les mostró diferentes hogares. Algunos más pequeños y humildes para los trabajadores de menor rango. Otros, más amplios y con más comodidades, para aquellos que tenían más rango. Les indicó que el rango lo daba el trabajo en la fábrica. Todo giraba a su alrededor. Toda la gente que vivía en esos hogares trabajaban en la fábrica o trabajaría en el futuro. La fábrica era todo para esa gente. Los hombres trabajaban en mantener las turbinas en movimiento, en descargar fardos y en la limpieza. Las mujeres en los telares. Eran ellas quienes, en verdad, mantenían las colonias. Hacían el trabajo más importante. Ambos trabajos eran duros, pero todos sabían que sin el de ellas, nada se sostendría. Las heridas eran frecuentes, por lo que no lejos de la fábrica, estaba la casa del médico. Adornada con bonitas flores. Allí estaba todo el día el doctor, que se encargaba de remendar a los trabajadores heridos, y de curar a los enfermos.

Pasearon por las avenidas de hogares, que mantenían sus puertas cerradas. Sus historias, recuerdos y secretos ocultos tras ellas. «La Colonial» se mantenía como lo había sido entonces, solamente que ya no estaba viva. Ver su cadáver era hermoso, aunque desconcertante. Las gentes que habían dado alegría, color y sonido habían desaparecido. Era una cáscara vacía y silenciosa. Eric se estremeció ante el paralelismo. La calle no estaba asfaltada y había árboles que decoraban la precaria acera. Las casas formaban tres hileras en forma de U, ya que acababan en una calle sin salida. La amplia avenida mantenía el silencio que en aquella época debía echarse de menos.

—Ahí está la Iglesia. Ese edificio de allí delante es la escuela —la guía se encaminó a enseñarles las aulas. Ninguno tenía muchas ganas de visitar la Iglesia, aunque la vieron de pasada. Pequeña y ricamente adornada. Consagrada a la Virgen María. Entraron en la escuela que estaba igualmente parada en el tiempo. Donde aún había pizarras con tarima y no era difícil imaginarse al profesor fumando, leyendo el periódico—. Aquí los jóvenes de la colonia aprendían a leer y a escribir, lo básico para contar y no ser un zoquete. Pero, sobre todo, aprendían a trabajar en la fábrica —se dedicaron a mirar libros de texto y fotografías. 

Todos se sintieron algo incómodos. La mirada del pasado hacía sentir ese cosquilleo extraño. Al pensar que todos esos rostros ya no estaban para mirar, para moverse, para aprender. Igual que los objetos, habían quedado parados en el tiempo. Era como un abismo infinito, de absurdo desconocimiento. Ese niño que observaban, tenía una historia que nunca iban a poder conocer, a pesar de estar ya escrita. Que tras él, había una familia que le sacaba una sonrisa. Que se convirtió en un joven, que quizá se enamoró, tuvo hijos o no. Probablemente, se había hecho las mismas preguntas que ellos. Tuvo diferentes sueños e ilusiones. Incluso encontró la respuesta a dudas, que ahora se plantean. Todo eso perdido en el baúl del tiempo y la finita existencia. Una sensación entre incomprensible y certera. Nada era muy llamativo, ni extraño, pero sobrecogía el corazón ver lo poco que eras. La nada que serías. Un rostro más olvidado.

La joven les siguió guiando a través de la colonia. Visitaron las pocas tiendas que había, la mayoría de alimentación y ropa. Les mostró la barbería; y un pequeño lujo en la colonia: un quiosco que vendía diarios algo pasados, por lo que las noticias estaban algo desactualizadas. Les indicó que todo en la colonia se pagaba con un dinero ficticio. Es decir, que todo lo que cobraban por su trabajo, se reinvertía en su mismo hogar. Eric sentía que era un funcionamiento injusto, porque no permitía emanciparse. Pero bueno... quizá, las lecturas del pasado, fueran diferentes. Quizás a él le parecía injusto, y a las gentes de aquí, lógico.

Anduvieron de regreso a la plaza, ciertamente todo conectaba ahí, como había dicho la guía al inicio de la visita. De la plaza, por un largo camino, se iba a la fábrica. La guía les llevó por el sinuoso camino que, a pesar de conducir a la fábrica, mostraba mucha más opulencia que el resto. El suelo estaba aplanado, había faroles con gas y se notaba que habían cuidado que el camino, fuera un lugar de tránsito agradable. A pesar de todo, ni Mark ni Eric, estaban preparados para ver esa monstruosidad de fábrica, por lo que abrieron los ojos sorprendidos. El edificio era enorme, de ladrillos vistos con grandes ventanales en arco y decorados. Realmente bonito y cuidado, nada como las grises naves de hoy en día. El agua del río se oía con fuerza. La guía les mostró las instalaciones, las grandes máquinas de tejer, la máquina hidráulica, la cabina del vigilante. Y las extensiones largas y amplias de ese enorme lugar, que hubieran estado llenas, pero ahora solo devolvían el eco. Eric se estremeció ante el ruido de un solo telar, reverberando por el espacio. No podía imaginar cientos haciendo lo mismo. La guía les contó que las mujeres trabajaban desde bien jovencitas en las máquinas, por lo que se quedaban sordas enseguida. Muchas se llevaban a las bebés con ellas, puesto que no tenían con quien dejarlos. La guía señaló una pequeña zona como una cabina que fue la guardería. Les enseñó un cesto dónde colocaban a los recién nacidos. Todo para... ¿qué? Eric se sentía desequilibrado. Trabajaban toda su vida, de lunes a sábado en esa gran y ensordecedora fábrica. Para tener un hogar y unos pocos tickets de pago para cortarse el pelo, comprarse una medias o pan. Sin embargo, él no iba a juzgar ese lugar, solo iba a visitarlo por un objetivo en concreto. No iba a distraerse reflexionando sobre un pasado tan lejano y extraño. Tenía un objetivo. La historia de los Rialts, de la que hasta ese punto de la visita no sabían nada. Pero, era lo que le llevaba ahí. Así que Eric se obligó a centrarse.

La visita concluía con la subida al palacete. Esperaban que eso aclarará algunas dudas. Dejaron atrás la fábrica y regresaron al pueblo, hasta la misma marquesina de la plaza, allí les esperaba un minibús. Subieron y tomaron asiento. Mark miraba con ilusión por la ventana. La verdad es que fuera útil o no, la visita era realmente interesante. Eric sonrió. Su amigo mostraba brumas de inspiración en los ojos. La guía indicó que, por encima de la colonia, en la colina, estaba el palacete Rialts. Se adentraron en el bosque y fueron ascendiendo por un camino empedrado y cuidado. De nuevo, hermosas farolas de gas ya en desuso, aparecían en intervalos regulares. El palacete se vislumbró a unos quince minutos de ascenso. Bajaron del minibús, en una zona que en otro tiempo, habría estado habilitada como cochera, incluso para carros de caballo. La verja estaba abierta, y conducía hacia el interior, de unos fantásticos jardines. La guía les llevó hasta la entrada del palacete. Eric miraba asombrado. Una especie de palacio con unas amplias escaleras se abría ante ellos. El hogar era opulento, hecho para mostrar la riqueza. Tenía gruesos forjados de hierro con el escudo Rialts, bonitas cristaleras de colores y se integraba bien en el espacio natural. Todo estaba pensado para mostrar el poder y la plenitud, desde una visión como: «esto es solo la casa de verano». El hogar tenía algunas partes antiguas conservadas, aunque había una parte reformada y cerrada, puesto que aún pertenecía a la familia. Aunque ya nunca se les veía por allí. La guía les mostró la antigua cocina, que daba acceso a un pequeño huerto.

—La familia Rialts venían de un pequeño pueblo, por lo que estaban acostumbrados a tener verduras y frutas frescas. Les gustaba la agricultura y la paz del campo. Nunca llegaron a acostumbrarse a la gran ciudad. Por eso, cuando fundaron la colonia, decidieron instalarse permanentemente aquí. El viejo señor Pedro Rialts, fundador de «La Colonial», junto a su mujer Paquita, estaban enamorados de este paraje. Venid os enseñaré su despacho —la guía les mostró un oscuro despacho, lleno de gruesos libros y volúmenes de contabilidad. En la puerta había un cordón rojo—. Pedro Rialts era exportador de algodón, telas y muchas otras especies del continente americano. Hizo una gran fortuna con ello, pero su ambición, le llevó a tener algunos negocios que se pusieron en entredicho. Por lo que decidió dejar atrás su oscuro pasado, formar la colonia y entrar de pleno en la industria —la guía siguió contando la historia que ya sabían. Que el gran Pedro Rialts dio cobijo a la gente hambrienta del campo, les dio trabajo y oportunidades. Era un buen samaritano, un buen hombre, y un santo en esas tierras. Eric observó sus libros de cuentas, desde allí su letra era ilegible. Vio su gran ventanal desde el que se veía toda la colonia. Sí, él había querido controlarlo todo. El grupo se dispersó para ver las antiguas habitaciones y siguieron a la guía que relataba—. Para su desgracia, tuvo cuatro hijas, pero ningún heredero. Ya se sabe como era la época, todos querían al esperado hijo que fuera como él. No pudo ser. Pero, consiguió casar a sus hijas con grandes maridos, y su fortuna se acrecentó. Su apellido siguió perdurando, a pesar de la época, todo el mundo les conocía como Rialts. Y a los nietos se les mantuvo el apellido de la madre, algo innovador en esa época. Siguieron siendo Rialts hasta su muerte. Si no recuerdo mal, Paula Rialts, la mayor, se casó con Guillermo Reinés, un abogado y socio de Pedro de la ciudad; tuvieron tres hijos: Pedro, Ricardo y Guillermo. Almudena Rialts, la mediana, se casó con Jaime Alcázar, doctor y fundador de la primera fábrica de prótesis. Tuvieron cuatro hijas: Elena, María, Matilde y Teresa. María Elena Rialts, que se casó con Jorge Gómez, un idealista que apostó por el comercio con el nuevo mundo, y que murió sin descendencia. Y, finalmente, Alejandra Rialts, su predilecta, que se casó con Damián Sastre. Ambos se quedaron en «La Colonial», tuvieron dos hijos: Alfio y Abigor.

Su corazón se detuvo un momento. ¿Abigor? Era un nombre lo suficientemente raro, como para que alguien no se lo pusiera su hijo, a la ligera. Pero, más raro aún, que alguien decidiera ponérselo a sí mismo. Por lo que, quizás... ¿era posible que Abigor fuera primo de Francesca? ¿Fuera descendiente de los Rialts?

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