Capítulo 5
Florence se encontraba atónita ante la petición de divorcio, sin saber cómo reaccionar. La idea de enfrentar una muerte social y vivir con la vergüenza de ser abandonada y reemplazada, la paralizaba.
Alphonse, viendo el desconcierto en el rostro de su esposa, decide tomar asiento en una silla cercana para hablarle de manera calmada.
—En este tiempo nos hemos dicho cosas muy hirientes, pero quiero que sepas que fuiste una buena esposa y no tengo nada que reprocharte. A pesar de que ya no estaremos casados, siempre tendrás mi cariño y respeto —expresa Alphonse de manera serena.
Florence tenía la mirada fija en el acta de divorcio, leyendo lo que decía, dejando escapar su atención cuando Alphonse le enseña un hermoso collar de diamantes y zafiros.
—Deseo que después del divorcio, tengamos una buena relación, ya que por siempre serás mi primera esposa. Por eso, deseo obsequiarte esto, como muestra de mi sincero afecto.
El marqués retira el collar del estuche de seda, para colocarlo al rededor del cuello de Florence, retirando de su cabello rubio para abrocharlo, con fe de que ella se sienta complacida.
—Usted alguna vez, ¿me quiso? —pregunta Florence con curiosidad y cierta tristeza.
—Sí, te amé. Y habríamos seguido juntos si no fuera por tu infertilidad —responde Alphonse sinceramente.
—Entonces, ¿su amor se terminó cuando descubrió que no podría darte un hijo? El amor para usted, ¿solo existe cuando se cumplen sus propósitos? —cuestiona Florence con amargura.
Alphonse sabe que Florence quiere recriminarle por todo lo que ha sucedido, pero desea evitar cualquier discusión que pueda entorpecer el proceso de firmar los papeles del divorcio.
—No creas que te abandonaré después de la separación. Pagaré una pensión mensual para que puedas vivir cómodamente como hasta ahora. El monto y los términos estarán estipulados en el acuerdo de divorcio —asegura Alphonse.
—¿Has hecho pública la solicitud de divorcio? —inquiere Florence con preocupación.
—No, aún no. Deseo que este asunto se lleve con la máxima discreción posible, así que no tienes de qué preocuparte —responde Alphonse con amabilidad.
Florence desvía la mirada y observa por la ventana, donde el viento mueve las hojas que habían caído de los árboles en el jardín.
—Quiero hablar con mis padres para recibir orientación y asegurarme de que se añada cualquier otra condición necesaria en la solicitud —dice Florence.
—Claro, prepararé el carruaje para que puedas ir a verlos —responde Alphonse mientras se dirige a la puerta para llamar a uno de los criados.
Florence necesitaba tiempo para procesar todo lo que estaba viviendo, ya que un divorcio podría considerarse como un paso hacia su ansiada libertad, pero en Hivernvent, una divorciada, era sinónimo de mujer indeseable.
Viendo cómo su vida se caía a pedazos, y aunque no deseaba hablar con sus padres, debía pedirles ayuda en este momento de incertidumbre, partiendo inmediatamente a su encuentro.
La llegada al palacio de los Lous no fue un momento agradable, Florence no se sintió contenida por su familia, por el contrario, sus padres, al recibir la noticia de la solicitud de divorcio del marqués, explotan en ira en contra de ella.
—Te dijimos innumerables veces que vinieras a vernos, para revertir está situación —recrimina su madre.
—Pero ya no podía retener a un nombre que no me quiere ni me respeta. —se justificaba Florence.
—Siempre se puede retener a un hombre, existen muchísimas formas. Pero tú, solo eres una holgazana, que dejaste continuar la situación, hasta llegar a esto —comenta su padre malhumorado.
—Ya sabía cuáles eran sus consejos, e hice todo por complacer a mi esposo, pero ya no podía seguir rogándole a alguien que no me quiere y que yo aborrezco.
—Podías fingir estar encinta, eso te lo dije hace años. Conseguir un recién nacido de alguna mujer no habría sido problema. —dice su madre.
—Es por ese motivo que ya no deseaba escuchar sus horribles consejos.
—Por tu capricho de honestidad, esperando a que tu esposo te amara sin algo a cambio, has avergonzado a toda nuestra familia. —dice el duque de Lous.
—Eres egoísta, ni siquiera has pensado en el futuro de tus hermanas. Ellas están en edad de casarse, pero la sombra de tu esterilidad les ronda. Ya hemos escuchado rumores entre los nobles, de que seguramente ellas también lo son. —comenta la duquesa de Lous.
—Y es por estas recriminaciones constantes y el afán de descargar su frustración en mí, lo que me impedía verles. —responde Florence con amargura, sintiendo un nudo en la garganta.
—Entonces ¿Para qué has venido ahora?
—Para recibir su consuelo y apoyo en este difícil momento.
Florence tenía los ojos llorosos, solo esperaba que sus padres le abrazaran y le dijeran que todo estaría bien.
—No te creas que regresarás a este palacio cuando tu esposo te abandone. No queremos una divorciada en nuestro hogar —dice tajantemente su madre.
—Lo mejor para ti y para nosotros, es que te recluyas en un convento, ya que al menos, la sombra de tu desgracia no nos seguirá atormentando. —continúa su padre.
—Tampoco le pidas ayuda a tía Justine, ya que tener una divorciada a su cuidado, le traerá graves consecuencias en sus negocios. —Advertía la duquesa —Concuerdo con tu padre, debes ingresar a un convento y ofrecer tu vida a Dios. Le enviaré cartas a las religiosas que se encuentra en la frontera, o las de la montaña de Nery, cualquiera es bueno, entre más lejano sea.
Florence al escuchar tal repudio en su contra, le hacen comprender que su existencia era solo una molestia para todos, transformándose en un ser totalmente despreciable y desechable.
Por primera vez en su vida, Florence sentía que su dolor y desesperación habían llegado más allá de los límites imaginables, en dónde su mente se desvanece en un extraño estado en los que no logra sentir nada.
Ella se levanta de la silla y responde con la mirada perdida.
—No es mi intención molestarlos, disculpen por ser una humillación en sus vidas.
Florence comienza a caminar lentamente en dirección hasta la puerta del salón.
—Te avisaré cuando reciba respuestas de los conventos, no creo que exista problemas en recibirte. —argumenta su madre mientras la veía caminar —Estipula en el divorcio que el marqués se encargará de la pensión y de mantenerte en su palacio hasta que seas admitida como religiosa... ¿Me has escuchado?
Florence había salido del palacio sin mirar atrás, hasta subir a su carruaje que le llevaría al que era su prisión y refugio, el gran palacio Erauxer.
El día era gris y cada vez más helado, que parecía como si le acompañara en su tristeza, pero la marquesa, no lograba sentir lo gélido del ambiente.
Al ingresar en el palacio, camina de manera perdida por los pasillos, sin saber a dónde dirigirse, porque ya no le quedaba nada en ese mundo, ni nadie que le importará realmente.
Entra en la sala que se ocupaba de guardería de los hijos de las criadas, viendo los rostros sonrientes de los pequeños que jugaban y eran acompañados de dos sirvientas que tenían el trabajo de vigilarlos. Florence tomando asiento en una de las bancas, mientras que alguno que otro pequeño se le acercaba para enseñarle algún dibujo malogrado, o para hablarle con balbuceos.
Florence tenía por costumbre visitar a los niños, lo que siempre le alegraba, ya que ellos eran los únicos seres en la tierra que entregaban un cariño real y desinteresado.
Una de las sirvientas le retira de los brazos a un bebé que había ayudado a hacerlo dormir, sin darse cuenta del tiempo que había transcurrido, ya que las mujeres estaban retirando a sus hijos de la guardería, indicando que ya eran más de las seis de la tarde.
—Mi señora, desea algo especial para la cena, tal vez ¿algún postre delicioso? —dice con voz dulce Pierriette, el ama de llaves, que había sido informada de que la marquesa ya llevaba varias horas sentada en la guardería.
Florence no responde, bajando la vista, mirando el lugar en donde antes estaba el bebé que había arrullado.
Pierriette miraba preocupada a la marquesa, ya que sus ojos no tenían vida y se preguntaba si aún quedaba algo de ella tras su mirada.
—Podríamos pedir algunas frutas de los invernaderos y preparar un postre de nata, con manjar y chocolate. Suena delicioso, ¿No le parece?
—Quiero caminar —se limita a decir Florence, levantándose de la silla, y saliendo de la sala.
El ama de llaves y el resto de sirvientas le ven con preocupación como se marchaba por el pasillo.
Por un momento, Florence deseaba volver a un momento feliz en su vida, recordando un viaje cuando era niña hasta las playas de la costa este. Ella ansiaba volver a ver el mar, quería estar ahí, tal vez, lo podría ver si subía hasta el ático, y trepaba por el tejado, hasta llegar a la punta más alta del palacio.
Como si sus pensamientos fueran una fusión perfecta con la realidad, había llegado sin saber hasta el ático, abriendo con dificultad la ventanilla, quitándose el calzado y el grueso vestido que llevaba, quedando en ropa interior y con el collar de diamantes y zafiros, ya que le dificultaría equilibrarse en el tejado con ese peso. Al trepar y salir por la ventana, el viento le golpea con fuerza, pero no le era difícil mantenerse en pie.
No sentía frío, ni miedo, solo una grata sensación de libertad al estar en ese lugar, mirando al horizonte, esperando ver el mar, pero era imposible, ya que la costa estaba a 70 km de distancia. En cambio, entre medios de las negras nubes que se movían por el viento, se podía ver el hermoso sol anaranjado del atardecer, dándole una señal divina que le decía, que entre toda la oscuridad que cubría su vida, existía un rayo de esperanza que le prometía que todo estaría bien.
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