Capítulo 39

Después de abandonar Hivernvent, Florence y Arnaud emprendieron su travesía por el país de Selveria, atravesándolo por completo en dirección a la frontera con Rivendere. Sin embargo, mientras se acercaban a la nueva frontera, Florence comenzó a sentirse mareada y nauseabunda, lo que le dificultaba continuar. Ante esta situación, Arnaud decidió detenerse, aparcando el carruaje junto a un arroyo y encendiendo una fogata. A pesar de que Selveria tenía un clima más cálido que Hivernvent, el invierno aún se hacía sentir.

Con sumo cuidado, Arnaud ayudó a Florence a acomodarse bajo la sombra de un árbol, cubriéndola con mantas para resguardarla del frío. Ella cerró los ojos con la esperanza de recuperarse antes de continuar el viaje y encontrar un lugar donde hospedarse. Las palabras del doctor Viallant resonaban en su mente; había subestimado lo agotador y riesgoso que podría resultar un viaje de tal magnitud en su estado.

La tranquilidad del entorno y el crepitar de la fogata crearon un ambiente reconfortante. Florence se dejó llevar por el cansancio y se sumergió en una breve siesta, mientras Arnaud permanecía atento a su lado, asegurándose de que estuviera cómoda y protegida.

Una vez más, Florence abrió los ojos y encontró a Arnaud ocupado, calentando caldo sobre la fogata, cuyo aroma resultaba sumamente apetitoso.

—Eso huele delicioso —comentó Florence mientras se incorporaba.

—Mi señora, ¿se encuentra bien? —preguntó Arnaud con evidente preocupación, acercándose a ella y ayudándola a acomodarse.

—Sí, estoy bien —respondió Florence con un tono pensativo.

—He preparado caldo. No es muy sabroso, ya que no tengo muchos ingredientes, pero creo que ayudará a aliviar su malestar. Por favor, sírvase un poco —mencionó Arnaud mientras extraía con cuidado algunas cucharadas de la olla y las vertía en un jarrón de metal.

—Opino que sería conveniente que nos hablemos sin tanta formalidad. En Rivendere, nadie puede saber que soy de la nobleza, y usted debe actuar como mi esposo para evitar levantar sospechas. No es apropiado que siga llamándome "Mi señora" —expresó Florence.

Arnaud permaneció en silencio, sumido en sus pensamientos, asimilando la lógica de sus palabras.

—Tiene razón —admitió Arnaud finalmente, aunque parecía incómodo con la idea —Pero siento que cambiar nuestra forma de dirigirnos el uno al otro, sería una falta de respeto —confesó con honestidad.

—Desearía que me llamase Florence, y yo le llamaré Arnaud, mi querido Arnaud. —respondió Florence con una sonrisa cálida, extendiendo su mano para buscar la de su compañero.

—Lo intentaré, aunque me resultará complicado cambiar la forma en que me he dirigido a usted durante tanto tiempo. Pero haré el esfuerzo, Florence. —aseguró Arnaud.

Escuchar su propio nombre pronunciado por Arnaud, llenó a Florence de una satisfacción abrumadora. Sin perder un instante, dejó su tazón a un lado y se acercó para sellar el momento con un beso lleno de cariño y complicidad.

El viaje continuó, llevándolos a un pequeño poblado en el que encontraron un hospedaje bastante modesto, pero decidieron quedarse allí, ya que Florence seguía sintiéndose mareada y débil.

Al amanecer del día siguiente, retomaron su camino, avanzando hasta finalmente alcanzar la frontera con Rivendere. Los días pasaron mientras continuaban su travesía, avanzando durante tres jornadas más, hasta que finalmente llegaron a la ciudad costera de Zeezicht.

La ciudad se presentaba como un lugar notablemente limpio y ordenado. Sus calles empedradas conferían un toque sofisticado, mientras que el delicioso aroma a mar se mezclaba en el ambiente. Las personas eran amables y sonrientes, demostrando una hospitalidad inigualable al responder con alegría a cualquier pregunta que les hacían.

Zeezicht se destacaba por ser cruzada por numerosos ríos y arroyos, que finalmente desembocaban en mar. Como resultado, el lugar estaba adornado con varios puentes que conectaban sus calles.

Los mercados y comercios eran una parte fundamental de la vida en Zeezicht. Los mercadillos estaban hábilmente organizados y mantenidos con una limpieza impecable. Los lugareños comerciaban sus productos con orgullo, ofreciendo una gran variedad de alimentos frescos, artesanías y otros productos locales. La vitalidad económica se palpaba en cada esquina, lo que daba un ambiente de prosperidad a la ciudad costera.

—Creo que mi tía, ha acertado al escoger el lugar de mi escape, no me será difícil acostumbrarme a este lugar. —dice alegre Florence, mientras seguían conduciendo el coche por las calles.

—Opino lo mismo. Este lugar promete llevarse nuestros mejores recuerdos. —Responde Arnaud, mientras seguía conduciendo el carro.

Continuaron recorriendo las encantadoras calles de Zeezicht, hasta llegar a una hermosa zona residencial que limitaba con un río. Allí, se alzaba una casona de color caoba, amplia pero lejos de ser una mansión. La casa, de dos plantas, tenía un encanto rústico y acogedor. Su fachada estaba adornada con enredaderas que trepaban por las paredes y rodeaban las ventanas. Un pequeño porche en la entrada presentaba muebles de madera desgastada por el tiempo, dándole un aire de relajada elegancia.

Arnaud tocó a la puerta y poco después, una mujer alta y de constitución robusta la abrió. Tenía cabello rubio y unas mejillas sonrojadas que le daban un aspecto saludable y jovial.

—Buenas tardes. Hemos venido desde Hivernvent. Mi nombre es Arnaud Francois —se presentó Arnaud con amabilidad.

—¡Ah! Son los dueños. Por favor, entren —exclamó la mujer con entusiasmo.

Florence descendió del carruaje y se acercó a la mujer, estrechando su mano en un cordial saludo. La mujer se presentó como Marlene, la cocinera.

—Un placer conocerla, Marlene. Soy Florence —dijo Florence con una sonrisa.

Marlene los condujo al interior de la casa con una invitación amable. El interior estaba decorado con toques simples pero elegantes. Había muebles de madera oscura, telas en tonos cálidos y detalles artesanales que le daban un aire hogareño.

La animada conversación fluía, y Marlene compartió que había sido contratada hace una semana para mantener la limpieza de la casa y que se encargaría de la cocina una vez que llegaran los dueños. La cocinera continuaba hablando, demostrando un genuino interés en conocer a sus nuevos patrones y hacerlos sentir bienvenidos en su nuevo hogar.

Al adentrarse en la casa, se cruzaron con una joven de cabello negro y figura delgada, que estaba ocupada limpiando los pisos. La joven les sonrió con la característica amabilidad de los habitantes de Zeezicht. Se trataba de Josephine, la mucama encargada de mantener la casa impecable y ordenada. Su rostro reflejaba alegría y disposición, y aunque su trabajo era arduo, lo realizaba con dedicación y entusiasmo.

Arnaud y Florence continuaron explorando los diferentes espacios de la casa, impresionados por la atmósfera acogedora que la envolvía.

Arnaud salió de la casa para bajar las maletas, y guio al caballo al establo que se encontraba detrás de la casa, asegurándose de que tuviera alimento, agua y un merecido descanso después del largo viaje.

Luego de desempacar, Arnaud y Florence se dirigieron a la cocina para cenar. Marlene, la cocinera, había preparado con rapidez un delicioso platillo consistente en pequeñas bolitas de masa de papas acompañadas de salsa de tomate y tocino. El aroma apetitoso llenó la cocina, y al probarlo, tanto Arnaud como Florence quedaron gratamente sorprendidos por la habilidad culinaria de Marlene. Ella les aseguró que en los próximos días se encargaría de abastecer la alacena y preparar platillos típicos de Rivendere para que pudieran degustar.

A medida que la luz del día empezó a ceder ante la oscuridad de la noche, las sirvientas finalizaron sus tareas y se retiraron del lugar. Arnaud y Florence, exhaustos, se encaminaron hacia la habitación que sería su refugio en Zeezicht. Se recostaron juntos, abrazados, deseándose mutuamente buenas noches y dejándose llevar por el cansancio para tener un sueño reparador, con la seguridad de que nadie les juzgaría por estar juntos.

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