Preludio
Aquella noche, la luna llena y las estrellas se encontraban tapadas bajo una manta de espesas nubes negras. Declan levantó la mirada hacia el cielo y sintió como un escalofrío hacía acopio de todo su ser. Podía sentir como algo no iba bien, pero había bebido lo suficiente como para no prestar demasiada atención a las desalentadoras vibraciones que su magia le mandaba. Por el contrario, prefería seguir disfrutando de la fiesta y, con suerte, volver a casa acompañado de alguna de las chicas con las que había estado tonteando toda la noche.
Dio una calada a su cigarrillo, se apartó de la fachada con el impulso de uno de sus pies y se asomó a la carretera. El viento se alzó de la nada, las luces de las farolas parpadearon y después las bombillas fueron explotando una tras otra, siguiendo una hilera desde la lejanía hasta donde estaba Declan. Elevó sus brazos para cubrirse la cabeza y se agachó al tiempo que los cristales caían sobre él. Uno de ellos consiguió dejar un corte sobre su brazo descubierto.
Oyó los gritos de sorpresa dentro del edificio, las pisadas de la gente saliendo al exterior y, finalmente, un llanto agudo e infantil. Una niña pequeña caminaba descalza por la carretera, arrastrando por el pavimento a un gato negro de peluche. Todos se quedaron observándola; algunos en silencio, otros murmurando.
Inconsciente de lo que estaba haciendo, Declan se movió lentamente hacia la cría impulsado por una fuerza que no era capaz de explicar. Sus pasos eran automáticos y en su rostro se pudo reflejar la consternación de no saber qué demonios estaba haciendo. Súbitamente, la niña se detuvo, se frotó los ojos, sorbió por su naricilla respingona y levantó sus grandes ojos oscuros hacia él. Cuando sus miradas se cruzaron, Declan sintió como el hormigueo de la magia se hacía más fuerte; de nuevo esa alarma natural que tan bien conocía, pero que estaba vez no ignoraba por voluntad propia.
Se paró a sólo un metro de la pequeña y se agachó para estar a su altura. Comprobó con estupor que lo que había creído que era un simple peluche, era un gato negro de verdad. El animal tenía parte de la cabeza abierta y en su travesía había dejado un reguero de sangre y sesos sobre la calzada. Se le revolvió el estómago de manera instantánea, y pese a lo desagradable de la imagen, únicamente apartó la mirada cuando la niña se dirigió a él.
Comprendió, entonces, que sus actos estaban movidos por un maleficio. Uno que tenía pleno control sobre sus movimientos, pero no sobre su mente. Las manos le temblaban, el sudor perlaba su frente a cada inútil esfuerzo que ponía en contrarrestar el hechizo, pero nada servía. Estaba completamente perdido.
Mas no importó, la chiquilla no tardó en murmurar un antiguo cántico en gaélico que lo desarmó por completo. Los labios se movían ligeros, mientras entonaba con infantilismo las notas de la melodía. Como si de una nana se tratara, Declan notó el peso de los párpados enseguida y sin poder vencer al sueño, se desplomó.
La niña se inclinó, le tocó una de las mejillas y un segundo más tarde Declan volvió a levantarse. Tenía la mirada nublada, sus reconocibles ojos color miel habían perdido su peculiar brillo pícaro, pero aún así miraron a la pequeña, a su gato y después a aquellos que todavía seguían en la acera observando el espectáculo. La humanidad había abandonado el cuerpo de Declan y así lo demostró la sonrisa macabra que se hizo acopio de su rostro.
—Ahora, mátalos —susurró la pequeña con convicción.
Su voz, sin embargo, nada tenía que ver con la de una dulce cría de seis años, sino que tenía un tono profundo, oscuro. No necesitó repetir su orden para que Declan se lanzara como una sombra hacia aquellos que aún seguían teniendo alma.
Se materializó entre el bullicio de gente que ahora corría caótica en busca de refugio y agarró a una de las jóvenes con las que había estado coqueteando en la fiesta. Sin un atisbo de duda le rompió el cuello con tanta fuerza que le arrancó la cabeza. Uno de los que presenció el brutal asesinato se acercó por detrás y le estalló una botella de licor en la cabeza, clavándole cristales en la nuca a Declan, pero sin conseguir su propósito de abatirlo.
Declan no sintió dolor ni tampoco el discurrir de la sangre por su espalda, sólo ira. Incontrolable, ardiente y sedienta. Se giró de una manera que cualquiera hubiese tachado de imposible, y le arrancó el corazón del pecho a su atacante. El chico dio un espasmo y después cayó al suelo sin vida, uniéndose a la otra muchacha.
El demonio en la que se había convertido Declan se movió por la noche a su antojo y, una a una las víctimas fueron cayendo. Mientras, la niña se movía sobre los cadáveres con una amplia sonrisa de satisfacción. Tocaba la frente de aquellos que habían dejado la vida mortal y sobre su piel aparecieron unas pequeñas marcas: runas. Los símbolos brillaban por unos segundos en un color rojizo, ardiente y después desaparecían como si nunca hubiesen estado allí.
La calle principal de Thornhill se veía ensombrecida por la sangrienta masacre y la espesa oscuridad que se cernía en cada recoveco. Olía a muerte y los gritos fueron la sinfonía de una noche que la ciudad nunca olvidaría.
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