#4
Las trillizas no habían necesitado de la ayuda de Samantha, ni de las chicas, para deshacerse del sluagh que se había hecho con la mente de Cormac como un parásito y, sin embargo, habían decidido lanzar el hechizo con todas como lección para el círculo.
Mas Sam se había quedado en el piso superior releyendo el libro de las sombras que aún estaba descansando frente a ella. Cada línea que leía sólo le recordaba lo sucedido quince años atrás: la muerte de varios miembros de su círculo, el dolor que supuso para su familia, el sacrificio y la pena de ver a bebés perder a sus padres.
Existía una vieja leyenda, un cuento para asustar a los niños, que decía que Samhain era el verdadero señor de la oscuridad y que la noche del treinta y uno de octubre salía en busca de almas para llevárselas a su mundo de tinieblas. Aquella historia se convirtió en mito y, finalmente, fue olvidado en viejos grimorios de magia oscura a los que nadie, o poca gente, prestaban atención.
Luchar contra Samhain fue una tarea casi imposible quince años atrás. Echarlo del mundo mortal conllevó un gran sacrificio: la sangre y las almas de brujas dispuestas a morir por un bien mayor. De haber habido alguna otra solución, Sam estaba segura de que las trillizas y el círculo lo habrían encontrado; y no habrían acabado ligando su sangre al más allá para arrastrar a Samhain a su reino junto con sus almas.
Pero pese a su sacrificio, nadie había imaginado que un quindenio más tarde la historia se volvería a repetir. Las chicas eran aún demasiado jóvenes e inexpertas para ser capaces de luchar contra Samhain y, ni ella ni las trillizas estaban dispuestas a sacrificarlas.
Así, mientras los mortales seguían celebrando la noche mágica de Halloween con sus disfraces y sus ritos paganos, para los aquelarres de Thornhill, la última noche de octubre no era más que un recuerdo amargo del caos. Una pesadilla del más allá que imploraban a los ancestros que no volviera a suceder, pero que nadie podía detener.
Aunque el velo que separa el mundo mortal del inmortal era muy fino, pocas eran las almas que se quedan ancladas al plano físico. Sólo aquellas atormentadas y con asuntos pendientes, que se veían incapaces de cruzar al otro lado y seguir su camino. Pero cuando una de esas ánimas, los fantasmas —como los llaman los mortales—, se quedaba demasiado tiempo en el mundo mortal, su energía se corrompía y era entonces cuando comenzaban a actuar de manera violenta, convirtiéndose en sluaghs.
Sam dio un cabeceo contra la mesa de la cocina. Estaba demasiado cansada como para proseguir leyendo las infinitas líneas del libro que tenía frente a ella. No había nada en aquellos párrafos que no supiera de antemano. Y aunque releerlos le hacía creer que podría encontrar la solución a todos sus problemas, tan sólo conseguía frustrarse.
Sintió unos pasos acercándose. Eran livianos sobre la madera del suelo, moviéndose con precaución hasta ella.
—¿Sam? —La voz de Dorcas la sacó de su somnolencia. La muchacha le tocó la espalda con suavidad.— Perdona, no quería molestarte.
—No, tranquila, está bien. —Se tapó la boca con una mano mientras bostezaba—. ¿Ocurre algo?
Dorcas se sentó a su lado mientras se masajeaba la marca de Samhain grabada como fuego sobre su muñeca.
—No, nada —musitó Dorcas—. Me preguntaba si mis padres también tenían la marca.
No estaba segura de si debía darle la respuesta a esa incógnita. Por un lado, Dee tenía derecho a saberlo; pero por otro, Sam quería protegerla a toda costa. No se merecía que tuviera que llevar semejante peso sobre su espalda, pues la supervivencia del mundo no debería residir en las manos de adolescentes.
Ni ahora ni nunca.
—Es complicado —optó por decir—. Antes de que tus padres fallecieran no había ningún detalle sobre que algo así hubiese ocurrido en el pasado. No existían grimorios o textos en los libros de las sombras de ninguno de los Covens que relatara historias similares.
—¿Eso qué quiere decir? —Dorcas frunció el ceño mientras la observaba con esos ojos café ávidos de conocimiento—. ¿Tenían la marca o no?
Sam negó con la cabeza, respondiendo a su pregunta de manera directa.
—La marca se la hicieron ellos. —Tomó el brazo de Dorcas con delicadeza y dejó a la vista la runa jera. Dos triángulos sin cerrar que se miraban el uno al otro por su lado abierto. —La runa de la cosecha, les pareció la más indicada para anclar sus almas al mundo oscuro de Samhain.
—¿Mi alma está anclada a la próxima cosecha? —preguntó temblorosa.
—Esa es la lógica más natural, pero no podemos saberlo con certeza. Quizás signifique otra cosa —puntualizó Samantha, intentando imprimirle un poco de esperanza.
—El sluagh dijo que pereceríamos —repitió Dorcas respirando hondo—. Supongo que la marca no es algo fortuito y, quizás, tenga que ver con aquellos que se la hicieron en el pasado.
Samantha no la sacó de su error, porque su sobrina no había llegado a una mala conclusión. Sin embargo, había varias personas que tenían la marca y no murieron aquel día. Su hermana Moira la primera y Gordon, el segundo. Ambos salvados por personas que decidieron sacrificarse por ellos.
Sin saber qué decir para que se sintiera algo mejor, aferró su mano y la acarició con suavidad. De momento había demasiadas incógnitas alrededor de todo lo que estaba pasando, como intentar sacar conclusiones precipitadas.
—Quizás —optó por responder—. Aún es pronto para saberlo, pero encontraremos una solución.
Al menos, eso espero, pensó. Si no lo hacían no tendrían más opciones que repetir la historia que se llevó a los padres de aquellas chicas.
***
Su antiguo dormitorio no había cambiado demasiado. Los muebles eran los mismos que entonces y seguían estando en la misma posición, ya que era la mejor alineación espiritual que había en aquella habitación. Sobre las paredes habían desaparecido los pósters que una vez habían decorado el color gris de fondo y ahora se había convertido en un dormitorio para invitados.
No le dio tiempo ni ha cambiarse, porque en cuanto su cabeza tocó el sinfín de almohadas que decoraban la cabecera de hierro dorado, Sam se quedó dormida. La falta de sueño de la pasada noche, junto con el viaje y todas las emociones vividas habían sido suficientes como para hacerla desfallecer.
Y, sin embargo, no fue capaz de dormir hasta tarde.
La hora del antiguo despertador de cuerda marcaba las cinco y media pasadas de la madrugada. Soltó un gruñido e intentó volver a dormirse, pero pasados los veinte minutos, se dio cuenta de que sería imposible pelearse contra su reloj biológico. Se había acostumbrado a aquellos horarios debido a su trabajo y le era difícil cambiarlos.
Cuando descendió hacia la cocina, oyó la voz de su madre y tías hablando entre susurros. Se paró en el último escalón de la escalinata e intentó oír lo que decían, sin conseguir descifrar nada más que unas palabras sueltas sin sentido para ella.
El sonido del teléfono de casa le hizo dar un brinco y continuar su camino. Tarde o temprano las trillizas iban a notar su presencia y, de todas formas, le preocupaba que alguien llamara a esas horas de la madrugada.
Cruzó todo el pasillo que le separaba de la cocina y vio a su tía Minerva con el teléfono en la oreja, mientras que su madre preparaba el desayuno y Agatha la ayudaba. Aunque ya debería estar más que acostumbrada a verlas danzar por cualquier estancia en perfecta sincronización y armonía, lo cierto era que siempre le impresionaba verlas. Puede que aquella coreografía fuera fruto de los años, pero hasta con las acciones más pequeñas las tres se movían al son de la otra.
—Bien, estás despierta —pronunció Minerva y colgó el teléfono—. Era la Sargento Daniels —informó haciendo una pausa—, requiere de tus servicios en la morgue.
—¿Ahora? —preguntó Sam, tras musitar un «buenos días» a las tres mujeres.
—No creo que Eris Daniels, se ponga a llamar a las seis de la mañana a la gente si no fuera de suma importancia, querida —Minerva la miró con una ceja arqueada, con ese gesto tenso en los labios tan suyo.
—Iré a vestirme, entonces —y dicho aquello volvió a desaparecer escaleras arriba.
—Sam —la llamó su madre antes de salir de la cocina y ella se volvió—, cuando regreses me gustaría que me acompañaras a casa de los Renard.
Hubiese preferido evitar aquel encuentro todo lo que podía, pero su madre no era de las que aceptaban un no como respuesta tan fácilmente. Aún cuando su personalidad parecía la más dócil de las tres hermanas, lo cierto era que con su dulzura y suavidad era capaz de manipularte sin que te dieras cuenta.
—¿Es realmente necesario que te acompañe? —inquirió con un suspiro. No tenía ni idea de si Ethan estaba ya en la ciudad, pero tenía claro que él no querría verla en aquel momento. Ni en ninguno, si era honesta. Las cosas entre ellos no habían acabado bien tras su ruptura y llevaban varios años sin hablarse.
—Sí, por supuesto.
Sam miró a sus tías, pero estas no le prestaban atención, así que pese a su duda respondió:
—De acuerdo.
***
Media hora más tarde, Samantha cruzaba las puertas automáticas del hospital de Thornhill con un vaso casi vacío de café bien cargado en la mano. Necesitaba estar todo lo despierta que pudiera para poder llevar a cabo cualquiera que fuera la tarea que le encomendara la Sargento y, debido a la petición de su madre, se había pasado todo el trayecto hasta allí dándole vueltas a cómo sería volver a ver a su exnovio. O a su familia, directamente.
¿Sería bienvenida en la casa de los Renard? Porque no había vuelto allí desde que su relación con Ethan terminó. Tampoco había tenido ningún motivo para hacerlo.
El hospital se encontraba en un extraño silencio, como si todo el mundo se hubiese marchado. Normalmente a esas horas, cuando el cambio de turno de enfermeras cambiaba, era normal que hubiese un poco de movimiento y conversaciones susurradas. Aquella mañana, sin embargo no parecía ser una de esas.
Dio el último trago a su café, tiró el envase en una de las papeleras y después se acercó al mostrador de recepción para preguntar por la Sargento Daniels y la morgue. La única enfermera que se encontraba allí, llamó a uno de los celadores y este la guió hasta una de las plantas inferiores.
El piso estaba en semipenumbra y las pocas luces que marcaban el camino por un largo pasillo, temblaban ligeramente. Sam levantó la mirada hacia arriba como si de un momento a otro una sombra se hubiese movido entre parpadeo y parpadeo y continuó su camino con la sensación de que algo no iba bien. Mas el hombre que iba a su lado no pareció perturbarse lo más mínimo.
Casi al final del corredor, una placa transparente con letras pintadas en negro indicaban que había llegado al lugar convenido. Sam dio las gracias al celador, que desprendía un olor como a vino viejo, y empujó una de las hojas de la puerta doble, mientras que el hombre, siniestramente silencioso, volvió por donde había venido.
Lo observó durante unos instantes hasta que se metió en el ascensor y después entró en la morgue. En cuanto la puerta se cerró tras ella, dando un pequeño balanceo la luz se apagó por completo.
—Tabhair dom an solas —Tráeme la luz, dijo haciendo un gesto con sus manos al aire.
La instancia se iluminó y el espectro de Declan Renard apareció frente a ella. Era translúcido y parpadeaba de la misma manera que lo habían hecho los flexos antes que él. Se estaba valiendo de la energía a su alrededor para permanecer en aquella estancia, junto a su recipiente mortal.
—Monahan —oyó. Sus ojos habían estado clavados en el suelo y, un segundo después, su cabeza se movió frenética de un lado a otro y la miró—. Ayuda —dijo entrecortado, como si no tuviera la suficiente fuerza para aparecerse corpóreamente en el mundo mortal—. ¡LIBÉRAME! —chilló haciendo estallar varios recipientes ante la presión sonora.
Sam sintió como Declan liberaba toda la energía acumulada en su forma espectral y esta le atravesaba. Se tapó los oídos en un vago intento de mitigar la fuerza con la que se había desvanecido, pero la cabeza le dio tantas vueltas que se desmayó.
En la lejanía de la oscuridad en la que estaba sumida, escuchó su nombre. La voz se filtró entre las hebras de su inconsciencia y, poco a poco, la devolvió a la realidad. Parpadeó un par de veces hasta acostumbrarse a la luz blanca de la habitación y entonces vio a la Sargento acuclillada junto a ella.
—¿Estás bien? —susurró la mujer con tono preocupado.
—Sí —respondió con un gruñido quejicoso. Le dolía la cabeza y el pitido constante en sus oídos, le dificultaba la concentración.
Se palpó con suavidad la zona con un par de dedos y notó la humedad de la sangre sobre ellos. La marcha del espectro de Declan había sido tan fuerte como para dejarla sin sentido, no le extrañaba lo más mínimo que sus tímpanos se hubiesen resentido.
—¿Qué ha ocurrido? —La sargento la ayudó a levantarse y a sentarse en una silla cercana.
No lo tenía muy claro. Ni tampoco sabía hasta qué punto Eris Daniels tenía conocimiento sobre la magia, pero suponía que la suficiente como para poder lidiar con los sacrificios de la noche pasada. Sam le hizo un breve resumen sobre la aparición del espíritu de Declan y como le había pedido ayuda, pero no supo descifrar cómo podía ser.
Aquel no había sido un fantasma normal, ni siquiera un espectro, ni mucho menos un sluagh, si no que se había asemejado más a una sombra. Un ser de pura energía psíquica creado a consecuencia de un hecho traumático. Pero Declan sólo se asemejaba en apariencia a las sombras, pues en realidad Samantha no había sentido que se alimentara de sus sentimientos negativos, al contrario, parecía estar más interesado en tomar la fuerza de la energía a su alrededor y usarla para comunicarse.
Las sombras, en cambio, eran pura maldad, se dedicaban a atormentar a sus víctimas a base de alimentarse del miedo, la ira o la envidia. Torturaban a los mortales hasta el punto de volverles locos o conseguir que ellos mismos se hicieran daño. Pero que Sam supiera nunca interactuaban con brujos pues no tenían conciencia, ni una forma metafísica de la que hacer uso.
Así que Declan era algo más.
Una sombra y, a la vez, un fantasma.
—Perdona que te lo pregunte, Sargento... —Sam se limpió los oídos con un poco de algodón y alcohol.
—Llámame Eris —le interrumpió ella, con una media sonrisa.
—De acuerdo, Eris —le devolvió la sonrisa—, ¿cómo es que estás metida en todo este asunto?
—¿A la magia? —inquirió la mujer y Sam asintió brevemente—. Mi marido y mis dos hijo eran brujos. Me mudé aquí después de que fallecieran en un accidente hace casi un año. El puesto de sargento estaba libre y aquí estoy.
—¿Has dicho hace casi un año? —inquirió alzando las cejas con gesto de sorpresa. La mujer asintió ceñuda—. Por casualidad, tu familia no moriría el día de Halloween, ¿verdad?
Eris parpadeó y su gesto se agravó. Parecía que de un momento a otro hubiese perdido el color de sus mejillas. Se irguió todo lo alta que era y su cuerpo se quedó muy recto mientras, una vez más —y para desazón de Samantha—, asentía con la cabeza.
No quería alarmar a la Sargento, pues ni siquiera ella estaba segura, pero que unos brujos murieran en la noche de Samhain no era una buena señal. Al menos, no para las brujas. Puede que en Thornhill llevaran los últimos quince años viviendo tranquilamente, creyendo —erróneamente— que habían conseguido deshacerse de la amenaza del Señor Oscuro para siempre; pero Thornhill no era el único lugar alineado con la magia y, por lo que Sam sabía, Samhain podría haber mandado su oscuridad a otros lugares del mundo.
El único problema era que ningún coven en Thornhill había sido consciente de ello.
Hasta ahora.
—Suele ser un mal presagio, pero quizás no sea nada —se aventuró Sam—. ¿Para qué me necesitabas? —cuestionó, cambiando de tema antes de que la mujer tuviera tiempo de hacer más elucubraciones innecesarias.
Eris tardó unos segundos en reaccionar, pero finalmente se volvió hacia Sam. La sargento fue hasta la hilera de cámaras frigoríficas para cadáveres y abrió tres de ellas. En dos de ellas se mostraban a unos adultos, una mujer y un hombre, y en la restante a un niño que no tendría más de diez años.
Samantha los observó con detenimiento, poniendo especial atención en sus frentes. A diferencia de Declan ninguno presentaba runas o ninguna otra marca que pudiera estar relacionada con la magia. De hecho, ni siquiera ellos desprendían aquella energía tan característica de las brujas y brujos.
—Esta es la familia de la pequeña que encontramos en la escena del crimen —informó Eris—. Fueron asesinados poco antes de los acontecimientos en la avenida principal.
—¿Les faltaba algún órgano? —comentó Sam, tomando unos guantes para inspeccionar mejor los cuerpos.
—No —respondió Eris—. Los padres fueron acuchillados mientras dormían, o esa es la hipótesis ya que los encontramos en sus camas.
Samantha se fijó en los surcos que había hecho el objeto afilado con el que el asesino había traspasado la piel y contó hasta siete en la madre. Fuera quien fuese se ensañó con la mujer, mientras que el hombre sólo presentaba una marca profunda en el cuello.
El niño, por el contrario, era otra historia.
Sus manos estaban en carne viva como si hubiese estado luchando contra su atacante. Debía de haber clavado las uñas en el suelo o en alguna superficie lo bastante dura para haberse quedado sin ellas. Y su menudo cuerpo presentaba golpes y arañazos, como si le hubiesen arrastrado por algún sitio. Pero lo que más destacaba de su blanquecino cuerpo era el color azul de sus labios y la quemazón de la soga en su cuello.
—Lo encontramos ahorcado en un tejo cercano a la finca familiar —la voz de Eris se rompió mientras pronunciaba aquellas palabras.
Sam levantó la mirada y se quedó en silencio. Estaba claro que la muerte del niño le afectaba más que cualquiera de las otras, pero tampoco le extrañaba en lo más mínimo. Si Samantha no estuviera viendo todo aquello con el ojo analítico de una forense, también sentiría la pena inundándole el pecho. Mas hacía mucho tiempo que había aprendido a controlar sus emociones.
Por desgracia, aquel no era el primer niño que había visto en la morgue.
—Le han colgado como a una bruja —dijo con suavidad, tras terminar de inspeccionarle—. Primero mataron al padre silenciosamente y después se ensañaron con la madre, probablemente por algún tipo de vendetta. El niño, es muy probable que oyera algo, se levantara y viera como asesinaban a su madre —suspiró—. Pero es extraño.
—¿El qué? —inquirió la sargento.
—Porque le han enjuiciado como un brujo, pero ninguno de los tres lo es. Son mortales. —Sam se quitó los guantes mientras intentaba pensar una explicación lógica. Como si su mundo fuera—. La única explicación que se me ocurre es que un brujo o bruja lo haya hecho y fuera una vendetta.
—¿Declan?
—No lo creo. Los Renard son un aquelarre pacífico y Declan nunca haría algo semejante. —Los conocía lo suficiente como para poder hablar por ellos—. Pero supongo que ellos podrán confirmar mejor si conocían a las víctimas.
—Entonces, ¿crees que algún Coven de Thornhill es el artífice de estos asesinatos?
Sam quería decir que no, pero dadas las circunstancias y las pruebas que tenía en ese momento, no podía poner la mano en el fuego. Tensó la mandíbula. No sabía cómo quitar la mirada conspiratoria contra las brujas en ese momento, porque todos los indicios marcaban altos índices de magia oscura, pero las brujas y brujos de Thornhill habían vivido pacíficamente con los mortales durante siglos.
—No lo sé —fue su parca respuesta—. Eso o alguien quiere que parezca que hemos sido nosotros.
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