#2
Sam fue la primera en llegar arriba, subiendo las escaleras casi de tres en tres. Tenía el corazón disparado y, probablemente fuera por la casualidad de escuchar un agudo grito de mujer mientras hablaban de banshees. Una pequeña parte de ella se preguntó si no había sido Gail quién había soltado aquel alarido, pero cuando llegó al dormitorio del que se había dado el grito lo que encontró fue escalofriante: adolescentes siendo adolescentes.
—¡Hester ten más cuidado! —exclamó Clea enfadada. Claramente habiendo sido la autora del grito que había despertado hasta las almas en pena del cementerio.
Clea era alta y espigada. Llevaba el pelo casi tan largo como Imogen, pero era más oscuro y muy liso. Siempre lo llevaba perfectamente peinado, pues Clea debía ir siempre perfecta. Su rostro redondo, le hacía parecer algo más joven de lo que era, pero su gélida mirada azul y su expresión de seriedad la dotaban de esa madurez que no caracterizaba entre los jóvenes de hoy en día. Era orgullosa y estirada, como le gustaba decirle Hester de vez en cuando, pero además de ser una Monahan, también era una Cromwell y no había Coven más orgulloso y narcisista que ese.
—Ni que lo hubiese hecho a propósito, C. —Al contrario que Clea, Hester no medía más de un metro sesenta, pero en su mirada azul se podía distinguir la fiereza y el salvajismo de alguien capaz de clavarte un lápiz en la mano por nada. Su rostro en forma de corazón estaba adornado por unos carnosos labios pintados con un color frambuesa mate, ojos almendrados bordeados de marcadas pestañas y una cabellera oscura que caía en cascada más allá de sus hombros. —Chill.
—La has roto —espetó, señalando lo que parecía una caja de madera—. Era una reliquia familiar antiquísima, Hester. Es irremplazable.
—Y vieja —agregó la otra echando una mirada de pasada al objeto.
—Cuesta una fortuna y acabas de dejarla caer como si fuera una baratija —insistió Clea.
Si no fueran sus sobrinas, definitivamente Sam se pensaría si no sería mejor matarlas. Se apoyó contra el quicio de la puerta y continuó observando la disputa o, más bien, el discurso de Clea porque Hester no parecía tener ningún interés en seguir con la conversación. Pero así era Hester, digna hija de su madre.
Aunque Samantha consideraba a todas las chicas sus sobrinas por la cercanía que las unía y, por supuesto, el parentesco, tan sólo tres de ellas eran hijas de sus dos hermanos. Hester era la única hija de su hermana Moira, mientras que Jodie y Dylan eran el fruto de dos relaciones distintas que su hermano Cormac tuvo.
—Por todos los dioses, ¿se puede saber qué está pasando aquí? —Minerva llegó a la habitación con cara de maldecir a todas y cada una de ellas o darlas en sacrificio. Por lo que Sam sabía, su tía estaba bastante versada en magia negra y podía ser capaz de hacer algo semejante.
Las dos se giraron al unísono y respondieron un "nada" forzado. Sabían que no era bueno enfadar de buena mañana a Minerva, aunque, en realidad, siempre pareciera estarlo. La abuela de Clea echó un vistazo alrededor del dormitorio y tras fruncir los labios por enésima vez desde que Sam estaba en casa dijo:
—Hester, recoge tu cuarto. Parece una pocilga. —y dicho aquello se dio media vuelta.
—Sí, señora —respondió la aludida, haciendo burla por lo bajo mientras hacía un saludo militar hacia la puerta. Sin recoger nada del desorden que había desperdigado a lo largo y ancho del dormitorio, salió al encuentro de Sam con una sonrisa perversa—. Ven a abrazar a tu sobrina favorita.
Sam se apartó de la puerta y abrió los brazos para dar un apretón a Hester. Que fuera la favorita era algo discutible que dejó en el aire, porque si era honesta no tenía preferencias: había distintos motivos por los que se sentía unida a cualquiera de las hijas de sus hermanos. Pero si algo podía conceder a Hester era su carismático e incansable humor.
—Veo que sigues haciendo caso omiso de mis consejos —comentó con un poco de ánimo a Hester, justo antes de separarse de ella para abrazar a Clea medio segundo después—. No dejes que Hester te moleste, Clea, podemos arreglar el cofre después de desayunar.
—Gracias Sam, pero puedo hacerlo sola —echó una mirada furibunda a Hester—. Sólo quiero que tenga cuidado con las cosas que no son suyas, ya que sus pertenencias le dan igual.
—Espero que los Cromwell te saquen algún día ese palo que llevas en el culo, porque te hace ser una maldita estirada —espetó de mala gana Hester y estaba segura que Clea le habría echado una maldición, pero simplemente salió del dormitorio junto a sus cosas.
Sobre todo en la juventud, las brujas comenzaban a guardar sus objetos mágicos en cofres marcados por runas o símbolos de protección y, más tarde, cuando creaban su propio altar o lugar de culto mágico, ordenaban todo lo que necesitaban en consonancia con su alineación sensorial. Pero el cofre era el primer lugar sagrado del que disponía una bruja y era de vital importancia para ella y su desarrollo. Más aún cuando todavía debía decidir el Coven al que quería pertenecer. Algo que Hester no entendía porque nunca había tenido la necesidad de elegir dónde residía su lealtad, pero Clea, en un año, debería hacerlo.
No le cabía la menor duda de que los Cromwell estarían ejerciendo una gran presión en la muchacha, intentando atraerla a sus filas. Pero tampoco eran unos necios privándole de instruirse con las trillizas Monahan, cuando era evidente que podía aprender de ellas mucho y, en el futuro, revelar esas enseñanzas a las futuras generaciones de Cromwell.
Para Sam había sido relativamente sencillo. El Coven de su padre aunque había brillado en algún momento de su historia en Thornhill, había desaparecido con su muerte; y puesto que Sam era muy pequeña cuando su padre falleció, lo más lógico había sido ser parte de los Monahan. Mas si alguno de sus hermanos hubiese decidido proseguir la estirpe de los Willard, ella podía haberse alineado con ellos; pero Moira decidió ser una Monahan —pese a que años después fuera expulsada— y Cormac simplemente renegaba de su naturaleza como brujo y se desentendió.
—Muy bonito, Hester —le dijo Sam con un suspiro.
—¿Qué? No he dicho nada que no fuera verdad —encogió los hombros como si sus palabras fueran completamente inocuas.
—Conoces perfectamente a Clea y deberías contener esa boca —le reprendió.
—Sorry not sorry, auntie —una sonrisa maliciosa apareció en sus labios y después siguió la estela de su prima como si nada hubiese pasado.
Sam negó con la cabeza. A Hester le daría un ataque de furia si a su tía se le ocurría compararla con su madre, pero se parecían más de lo que la muchacha podía imaginar. Cierto era que Samantha había sido muy joven cuando su hermana pasó por la adolescencia, pero recordaba las discusiones con Viola y Hector, su padre. Había sido rebelde desde que había nacido y así lo había demostrado cuando se enamoró de un cazador de brujas. Tener a Hester había sido como una bofetada al coven, traicionar a tu propia sangre por traer al mundo a otro cazador o cazadora, en este caso, pero cuando la niña nació hasta Viola tuvo la necesidad de conocer a su nieta.
Los problemas que Hester tenía con su magia fue la perfecta excusa para que Moira la mandara a Thornhill. Ser una bruja con una alineación sensorial juiciosa era un gran problema, pues la energía que fluía a través de su sobrina no era pura. Todas esas vidas de brujas sesgadas por alguno de sus antepasados, hacía que Hester no fuera aceptada por todos los ancestros. Sus poderes, aunque innatos, se descontrolaban con la furia de las llamas; lo que traía problemas y una atención que no querían hacia el Coven, ni hacia la ciudad.
Cuando volvió a bajar a la cocina, varias de las chicas ya estaban moviéndose alrededor de la mesa conversando de buena mañana. Dorcas y Lorna, las únicas que vivían en la Mansión junto con Hester, estaban sentadas la una al lado de la otra. Ambas se levantaron de sus asientos para saludar a Sam, primero Lorna que estaba más cerca y después Dorcas.
Lo, como todos la llamaban, era poco más alta que Dorcas, pero su pelo rubio destacaba frente al castaño de las demás. Era menuda, pero su cuerpo estaba marcado por unas sinuosas curvas que resaltaba con ropas ajustadas y seductoras. Lorna era una de esas chicas que no dudarías en volver a mirar con sus ojos verdes tan fieros como los de una tigresa y sus labios carnosos, muy parecidos a los de Hester. Dorcas, por el contrario, tenía un aspecto menos llamativo: su cabello caoba tenía un tono rojizo muy característico que sólo se veía eclipsado por la melena irlandesa de Gail; sus ojos oscuros contrastaban con la fina tez de su rostro y, aunque su cuerpo era esbelto, el peto raído y el jersey de lana que llevaba bajo él no hacían destacar ninguna de sus curvas. Aún así, Dorcas e Imogen tenían un gran parecido y muchos llegaban a pensar que eran hermanas, pero eso se debía a que sus padres habían sido gemelos.
—Lo, ¿y tu madre? —preguntó Sam, mientras tomaba asiento junto a Imogen.
Desde que falleció Abel, Juliette se quedó viviendo en la mansión junto a la familia de su marido. Dado que era una bruja extranjera y no tenía nadie cercano que la ayudara a criar a su hija, Minerva —junto a sus hermanas— le abrieron las puertas de la mansión.
—Está de viaje por trabajo —respondió la rubia, echándose una buena taza de café negro—. Volverá la semana que viene.
—Se está tirando a su jefe —pronunció Hester mientras mordisqueaba un bollo.
—¡Hester! —le reprendió su abuela.
—Eso también —contestó Lo, sonriendo de medio lado a la morena.
—¿Ves, abuela? —Una sonrisa maliciosa se hizo acopio de la boca de Hester.
Sam intentó no echarse a reír delante de su madre y sus tías, pero de todas formas también formó una pequeña risita dedicada a las chicas. Hablaba muy de vez en cuando con Juliette, así que en realidad poco o nada sabía de la vida privada de la bruja. Pero tampoco le extrañaba nada que quisiera continuar con su vida. Habían pasado casi quince años desde la muerte de Abel y, en opinión de Samantha, había completado con creces su época de luto.
Se sirvió una taza de café humeante cuando Lorna le pasó la cafetera y después tomó uno de los gofres. Aunque se moría de sueño, quería aprovechar el día todo lo que pudiera y eso incluía hacer una visita al hospital para examinar a la pequeña. Además llevaba horas sin comer y se moría de hambre, por lo que se podía conceder esos minutos y esperar a que sus otras tres sobrinas hicieran acto de presencia.
Apenas se había llevado la taza a los labios cuando oyó la puerta de entrada abrirse y el portazo que le siguió. Sam dio un ligero respingo y se giró ligeramente para ver a la mayor de sus sobrinas aparecer por el pasillo echa una furia en compañía de la pequeña Gail.
Dylan tenía casi veintidós años. Era tan alta como Samantha, de largas piernas y cuerpo esbelto, aunque Dyl era algo más delgada y no tenía las mismas curvas que su tía. Llevaba la melena negra corta y sus ojos negros estaban adornados por unas largas pestañas y unas espesas cejas que le dotaban de una expresividad muy característica. Tenía ese gesto furibundo muy parecido al de su padre, aunque la belleza de sus facciones las había heredado de su madre.
—¡Abuela! —vociferó Dylan desde el pasillo—. Lo ha vuelto a hacer —concluyó al llegar a la cocina.
Gail, con su cabello rojizo recogido en una alta cola de caballo, sus infinitas pecas, sus grandes ojos azules, así como sus características facciones de pelirroja, apareció por detrás de su prima y serpenteó hasta llegar a la mesa y escapar de la ira de Dylan.
—¿Y Jodie? —preguntó Viola.
—Exacto —respondió Dylan, como si fuera la respuesta a su entrada dramática.
—Ay, Cormac, hijo, vas a acabar conmigo —dijo con pesar la mujer y se acercó hasta el teléfono de la cocina—. Bueno, cielo, desayuna tranquila y yo hablaré con tu padre.
Gail saludó a Sam desde su asiento con una de las manos, mientras con la otra cogía algo de comer y ella le devolvió el saludo con tranquilidad, mientras bebía de su café cargado. Suponía que la furia de su sobrina venía porque Cormac, una vez más, no había dejado que su hija menor saliera de casa para su formación como bruja. Lo había intentado antes con Dylan, pero Angela —su madre— se había impuesto sobre los deseos de Cormac. No sucedía lo mismo con Jo ante la falta de su madre.
—Hola tía Sam —Dylan se inclinó y dejó un beso en su mejilla antes de sentarse en la cabeza de la mesa para desayunar con el resto.
—Así que tu padre sigue negándose a dejar que Jodie aprenda —resopló. Nunca había estado de acuerdo con la decisión de su hermano, pero por más que había intentado que cambiara de opinión nada había surtido efecto.
—Hoy estaba imposible, además. No sé, ni que hubiesen sacrificado a alguien de la familia otra vez —bufó Dylan.
Samantha casi escupe el café que estaba tomando al escuchar a su sobrina, pero fue capaz de contenerse antes de formar una escena poco digna de una mujer adulta como ella. Imogen se revolvió sobre su silla y soltó un leve quejido, como si ya no se encontrara bien. Dorcas fijó la mirada sobre su comida y perdiendo el apetito, apartó el plato de su alcance. Lorna tensó la mandíbula, pero mantuvo la misma inexpresividad de la que hacía gala su abuela. Mientras que Hester soltó una carcajada, que rompió por completo la tensión que se había formado en el comedor.
Todas se giraron a mirarla, incluida Sam que frunció el ceño al ver las excesivas risas que habían poseído a su sobrina de la nada. Era bastante propio de ella reírse de todo, pero no en aquella ocasión. Para todos los Monohan, octubre era un mes trágico. La muerte de los padres de Lorna e Imogen, la madre de Jodie y sendos padres de Dorcas una noche de Samhain, era algo que perseguía no sólo a las chicas huérfanas, sino a toda la familia. E incluso Hester respetaba aquello.
—Hester, no tiene gracia —le dijo Clea tensa.
Pero continuó riéndose, con más histeria si cabe. De repente, Hester guardó silencio y se giró hacia Dorcas. Su cabeza se ladeó mecánicamente y atrapó la muñeca de su prima con fuerza.
—H, ¿qué haces? —gruñó Dorcas, mientras forcejeaba con ella para soltarse—. Me estás haciendo daño.
Sam se levantó y fue hasta donde sus sobrinas. Hester tenía las pupilas dilatada y una sonrisa macabra decorando su boca. Dorcas chilló y retorció el brazo como si de un momento a otro el contacto con su prima le quemara viva.
—Earth-cheangal sluagh, teithead agus vanish haunt nach mó an aigne. —Espíritu maligno ligado a la tierra, huye y desaparece no acosando más esta mente, pronunció Samantha, colocando sus manos a cada lado de la cabeza de Hester.
Mientras sus sobrinas se agarraban de las manos y cantaban al unísono que Sam, vio como su madre y sus hermanas se movían por la cocina. Viola trajo consigo un ramillete de romero y ruda que comenzó a quemar delante de Hester. Agatha pronunciaba su propio cántico para proteger a Dorcas de la influencia de magia negra que intentaba hacerse con su nieta y Minerva apareció unos segundos más tarde con un brazalete de plata con tres segmentos enjoyados: una pequeña perla de ámbar a la izquierda y otra de cornalina a la derecha y en el centro brillando con intensidad el cuarzo. Un amuleto precioso y potente amuleto protector para purificar a Hester y alejarla de las sinergias con el otro plano.
—Pereceréis, Monahan —pronunció el sluagh (1) que poseía la mente de Hester y unos segundos después dejaba el cuerpo de la morena en un grito desolador.
En ese mismo instante Minerva colocó el brazalete sobre la piel de Hester y Sam apartó las manos como si hubiese sentido una corriente eléctrica recorriéndole las manos. Pero ni siquiera le dio un segundo pensamiento cuando vio a su sobrina desvanecerse inconsciente hacia el suelo y la alcanzó antes de que su cabeza golpeara contra la tarima de madera.
—Dorcas, querida, ¿estás bien? —Agatha la observaba lentamente inspeccionándola con suavidad mientras Viola la purificaba. Pero cuando Dorcas revisó el interior de su muñeca, allá donde Hester la había abrasado como si sus manos fuera puro fuego, vio sobre su piel la marca de una runa. —Jera.
—¿Qué significa eso, abuela? —preguntó Imogen con voz queda.
—Es la runa de la cosecha —murmuró Sam.
—Y la marca de Samhain —agregó Minerva con gesto doloroso.
Quince años atrás esas mismas marcas se llevaron la vida de los padres de aquellas chicas y, ahora, todo volvía a repetirse.
(1) Sluagh: criatura que cazan almas, pecadores muertos que se convirtieron en espíritus malignos tras fallecer.
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