El cabrón

Se caracterizaba por su cinismo, por la facilidad de su sonrisa que mezclaba con un andar tranquilo por la vida. De todo se reía, no había sucesos que le hiciera tambalearse ni pensamiento que le quitara mucho el sueño. Con una conversación fluida, siempre sobre algo interesante, la oferta de compañeras con las que entregarse al arte del amor más tierno o bien a la pasión descarnada del placer más visceral y humano, era constante y fueron muchas las noches en que se levantó para irse de algún cuarto que minutos antes había sido testigo de la desnudes, el juego, las caricias y el suspiro ahogado de un final reiterativo.
Ella en cambio era algo tímida, retraída sobre sí misma y sus cosas a pesar de tener una vida bastante activa en las redes sociales donde solía mostrar ciertas facetas de su persona, más nunca a sí misma completa.
Cohibida cuando la reunión alcanzaba más de tres personas. Se había acostumbrado por fuerza de malas experiencias a un amor repetitivo, doloroso y por sobre todas las cosas traicionero. Era como la niña callada que mira hacia el suelo esperando el golpe que está segura en algún momento se producirá.
Así se habian conocido, así nació lo suyo.
Cualquiera que los hubiera visto sin conocerlos habria dicho que ella era demasiado para él.
Que él no estaba hecho para una relación duradera, que seguramente le sería infiel (si no lo era ya), que ella lo aburriría tarde o temprano, que todas esas palabras que se decían no eran más que la crónica de una muerte anunciada.
Por sobre todo lo demás coincidían en algo quienes de la relación opinaban a la distancia.
Algo que ella tenía por demás claro y que la prevenía de aceptar las varias insinuación de parte de él por formalizar en algo más serio.
Él era un cabrón.
Un inmaduro, inadaptado en todo el sentido de la palabra, un narcisista incapaz de mantener cualquier promesa y que no dudaría en contradecir sus propias afirmaciones con tal de quedar bien en su burbuja de mundo en la que era algo más que el resto.
Ella lo sabía, se repitió a sí misma hasta aprenderse la catarata de sus adjetivos terribles de memoria y por eso esa noche, la que iba a ser su última noche, se decidió a terminarlo todo no sin antes decírselo para dejar en claro el porqué.
Estaba esperándolo en su habitación, en la pequeña pensión que él alquilaba, sabiendo que llegaría en unos breves instantes con la compra para las cenas de esa noche. Allí era donde él le había dicho que lo esperase. "En mi cama, desnuda" habian sido, lógicamente, sus palabras de cabrón. "Como debe ser" repitió ella en su memoria escuchando su voz siempre segura de sí mismo.
Sí señor, se las iba a decir todas juntas apenas llegara.
Y llegó. Escuchó el sonido en la puerta. Lo vio entrar con su camisa oscura, sus vaqueros nuevos, los zapatos de estreno. Con el cabello lacio y negro, las cejas amplias, la sonrisa de labios gruesos que ya se le formaba al verla a ella. Esa sonrisa de cabrón. De maldito. De alguien que sabe -no, se dijo ella, que cree saberlo- que tiene el control.
Entró el narcisista mentiroso, el manipulador consumado, el que no podía de ninguna manera posible darle más que felicidad pasajera.
Entró con un ramo de flores en la mano.
Se las dio con un beso lento. Tomándose el tiempo justo de tomarla por la cintura con una mano. El aroma de los jazmines se mezcló con las lillas, con el de su propio perfume y con el de su propio cuerpo de cabrón.
"Hoy quiero una respuesta" dijo él cabrón y ella pensó en todas las que le iba a soltar. Si hasta lista tenía, y no era corta. Pero si borrosa, lejana, quizá de tan larga imposible de memorizar. No lo sabría en ese momento, pues toda su mente estaba esforzándose por no hacerle soltar esas lágrimas que buscaban salir.
¿De alegría? ¿De incapacidad? ¿De miedo? ¿De vergüenza?... ¿De amor?
Las flores cayeron sobre el sofá.
Ella lo llevó de la mano hasta la habitación.
Conocía bien el camino.

Se desnudaron sin mirar, enfrascados en un beso ardiente de esos en los que ella se podía entretener con sus labios gruesos y el juego de su lengua siempre atenta a cada movimiento. Le desprendió la camisa y los pantalones ya estaba abajo en el momento en que comenzaron a descender los besos por su pecho masculino y firme.
Tal y como ella bien sabía él no vestía ropa interior. Ante el fruto de su excitación se arrodillo. Los ojos fijos en la verga gruesa, erecta y tan apetecible que en ese preciso instante donde nada más importaba, podía ver.
Comenzó con lamidas esporadicas alrededor del tronco tras los últimos besos en su vientre. La sostuvo con la mano derecha masturbandolo suave al tiempo que besaba y cubría con brillante saliva el miembro de su amante deseado. Con la punta de la lengua recorrió el frenillo entreteniéndose en la melodía de los gemidos masculinos que se habian convertido en su debilidad. El movimiento de su mano iba de arriba hacia abajo y era seguido por la succión de sus labios, la caricia de su lengua y los rápidos besos interrumpidos en fracasados intentos por meterse toda aquella verga en la boca sin caer en un molesto acceso de tos del que se libraba al sacarsela toda y respirar unas bocanadas de aire por la boca mientras con su mano seguía masturbando al hombre cuyo placer ante lo que sucedía se reflejaba en los ecos de gemidos más y más sonoros.
La excitación aumentó tanto que él ya no quería ser masturbado, le sujetó la mano y a continuación la otra que intentó reemplazar su lugar, elevándolas sobre su cabeza por las muñecas.
"Usa solo la boca" le dijo, le ordenó. Y ella obedeció, pues le encantaba obedecer.
El sonido de sus toses se mezclaba con el de la succión que no podía detener pues algo que le gustaba más que su cabrón, era la verga que tenía y tan bien sabía en su boca.
Esa verga algo curvadita, firme, por la que resbalaba ahora mismo su saliva mezclada con líquido pre seminal.
Ella se la devoró, tosió, se atragantó, la escupió y tragó sin detenerse, cuando un reflejo automático la impulsaba a alejarse él no se lo permitió y sin aflojar la presión sobre sus muñecas le sostuvo la cabeza y empujó más profundo todavía. Así le cogió la boca de forma tan espectacular que ella no pudo más que desearlo como nunca antes lo había hecho.
Los gemidos de ese, su hombre, estallaron con el orgasmo del final. Espeso semen le recorrió la garganta como un líquido agridulce que se tragó con gusto y aún más cuando él hubo terminado y le soltó las manos ella tan solo siguió lamiendo la punta de su verga mucho más sensible que antes hasta dejarla totalmente limpia de cualquier rastro de aquel pegajoso líquido blanco que ahora le llenaba el estómago.
Sabía que así eran las cosas con el cabrón y se dio cuenta no solo de lo mucho que las aceptaba, sino también de lo mucho que las deseaba.

No habian terminado.
Él la levantó del suelo solo para tirarla en la cama y sacarle de un tirón la ropa interior que fue a parar con descuido al piso. Abrió el cajón de donde sacó un paquete de condones y apenas lo tuvo puesto no se hizo esperar lo que ella más deseaba. La penetró fuerte, los restos del gemido que siguió no se habian alejado cuando un coro aún mayor se elevó pues él la estaba cogiendo con tal intensidad que apenas y la dejaba respirar o pensar en cualquier otra cosa ante el placer que ahora mismo le inundaba la mente. Intercalando con besos le recorrió el cuerpo con las manos hablando ese lenguaje que eran tan suyo, el lenguaje de los que se desean por tanto tiempo y por fin pueden dar rienda suelta a lo que hasta entonces fantaseaban.
Abrió más sus muslos húmedos por cada nuevo empuje de su verga, hizo que verdadera electricidad le recorriera por las costillas al acariciarlas, que fuego real inundara su cuello en cuanto lo sujetó firme y jugó un poco apenas a no dejarla respirar y al mismo tiempo dar las más fuertes embestidas en su interior. Disfrutando de la vista y del placer que los sonidos de sus cuerpos frotándose y chocando producían.
Le apretó las tetas con ambas manos y les cubrió de besos, de caricias firmes, sin dejar de penetrarla una y otra vez mientras ella solo destendía la cama con la fuerza de sus manos y enterraba la cabeza en la almohada para no gemir tan alto. Él tenía la llave para abrir todas sus puertas, ninguna de sus murallas podía contener esa sensación única por demás. La sensación de estar en la cama con aquel cabrón que se la cogía sin contemplaciones dándole un placer como el que ningún otro hombre le había dado jamás.
El calor aumentaba, el sudor de su cuerpo enrojecido, los gemidos de su garganta desgastada eran testigos.
El cuerpo que se retorcía y vibraba todo por entero con cada nueva embestida, con cada nuevo entrar y salir de aquel miembro que llenaba su interior completamente y dotaba a la palabra placer de un nuevo significado con cada cogida distinta, eran los testigos pero también los jueces del amor que ella sentía pues no podía ser de otra manera que tal sensación de querer estar allí por todo lo que durase la vida, no fuera sino una verdadero amor.
El placer aumentaba, el calor aumentaba, ya no podía seguir adentro, pugnaba por salir. Él se movía como nunca, le apoyó una mano en el vientre y presionó con firmeza sin dejar de mirarla a los ojos, esa mirada hipnótica, confiada, segura, esa mirada que decía todo lo que necesitaba saber. Siguió el ritmo distintivo de su cuerpo con una caricia en su humedad que buscó y encontró el punto exacto donde hacerla perder el control, el poco que le quedaba. Ella lo dejó escapar todo cuando el orgasmo que se venía anunciando estalló y supo bien que el de su hombre también la seguiría mientras las embestidas continuaban hasta llegar a un pico y luego perder poco a poco el ritmo y la firmeza hasta finalmente detenerse.
Los dos permanecieron desnudos, abrazados, sudados y en el entrecortado silencio de sus respiraciones él le dijo que amaba lo que acaba de suceder y le propuso acompañarlo esa noche al cumpleaños de su ahijada. Ella, tras meditarlo entre suspiros, le dijo que sí. Antes de que él pudiera decir nada más, agregó sonriendo y mirándolo a los ojos, que si, a todo. 

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