⁞ Capítulo 7: El ataque de las sombras (I) ⁞

Marina supo que el Conde Yuk estaba muerto un par de minutos antes de entrar en la habitación. Olió la sangre conforme se acercaba a la puerta de hierro y respiró profundamente antes de abatirla y enfrentarse a lo que escondía su interior. La escena de un anciano enclavado en la pared con el rostro petrificado en una expresión de pavor le revolvió las tripas. Había sufrido, eso sin duda. La muerte a manos de las sombras nunca era rápida.

Percibió al ser inmundo que le había arrebatado la vida arrastrándose tras ella y actuó con la suficiente rapidez como para atravesar con el filo de su espada una figura humana hecha de humo con largos dedos afilados y unos ojos rojos brillando en la noche.

La sombra profirió un aullido y se desvaneció dejando tras de sí un polvo cobalto.

—No —murmuró para sí Marina—. No eras tú...

Las espadas del ejercito de La Alianza estaban forjadas con hierro qilunio de las Minas de Qilun, en las Tierras de Velentis, el único lugar de Eletern conocido del que extraer el poderoso metal. Solo este podía destruir a las sombras intangibles del Rey Darco.

Marina observó confundida su espalda cubierta del polvo azul. «Todavía percibo esa horrenda sensación de maldad».

La sombra era únicamente un pequeño incordio en aquella casa. El verdadero enemigo seguía sin mostrarse. La Princesa Errante se las ingenió para prender una antorcha a ciegas y, alumbrada por la calurosa llama, apreció algo mejor la composición de la estancia.

Entonces comprendió que el festín del ser que acababa de destruir no se reducía al desafortunado Conde. Una criada estaba postrada en el suelo muerta, con el rostro contraído en una expresión atemorizada. Apoyadas en la pared distinguió a otras dos y tumbado sobre una cama gigantesca, restaba el cadáver de un mayordomo decapitado. La cabeza no se exhibía a simple vista, pero a Marina no le cupieron dudas de que estaba en alguna parte de aquella habitación del terror. Tragó saliva y abrió la boca para llamar a Enya.

Entonces el ruido atronador de un rayo retumbó en el interior de la mansión.

Marina salió del cuarto y miró el infinito pasillo. Justo al final del extenso recorrido, la Guardiana del Rayo libraba un duelo de vida o muerte contra uno de los más poderosos siervos de la oscuridad. Aquella sensación que había embriagado a la Princesa Errante desde el Cuartel Secreto de la Guardia de Élite se hizo fuerte y nítida.

La Primordial del Mar sonrió de medio lado y de repente las paredes de la Casa Borgoña empezaron a llorar agua salada.

Que Enya era una experimentada y audaz guerrera estaba más que claro, pero enfrentarse al chico de ojos azules le estaba suponiendo todo un reto. Todavía no le había hecho un rasguño ni él a ella ni ella a él, mas sería una ilusa si pensase que por eso ambos combatían al mismo nivel. Su oponente era más hábil y fuerte. Fluía con la oscuridad como si fuera parte de ella y costaba seguirle el ritmo. La guardiana no hacía otra cosa que defenderse y esquivar estocadas. Era muy escurridiza, pero no se puede derrotar a un enemigo sin atacar y el misterioso chico no bajaba la guardia ni por un instante.

Después del primer rayo, medio balcón se había derribado, dejando un enorme hueco al que el muchacho pretendía conducirla a base de empujones con la espada.  Hasta ese momento, Enya había conseguido resistirse. Sabía que si dejaba caer otro rayo, la edificación se haría pedazos.

—Es cuestión de tiempo, ¿te das cuenta, verdad? —dijo el joven. Sus ojos azules brillaban como zafiros—. Al final cometerás un fallo y te mataré.

Enya apretó los dientes e intentó seguir concentrada. Le fastidiaba reconocer que él tenía razón: no aguantaría a ese ritmo mucho más si Marina no acudía a socorrerla. Se preguntó por qué tardaba tanto.

Entonces el filo de la espada del enemigo se hizo paso entre su defensa y consiguió herirla levemente en la pierna. La guardiana se tambaleó, pero retomó la posición de combate justo a tiempo para asestarle un sablazo en la muñeca que rompió uno de los brazaletes que componían su armadura. Su adversario se quejó y, por primera vez desde que inició el duelo, se retiró unos pasos. Ambos se habían dañado, aunque la herida de Enya era terriblemente peor. Notaba como caían gotas de sangre sobre su rodilla. Dolía a rabiar.

—Si no te mato yo, te matará ese corte —observó él—. No es un punto vital, pero sangra demasiado. No sería grave si te lo curaras ya, pero... Bueno, no pienso permitirlo. Imagino que debe de escocerte mucho.

La guerrera le miró fijamente. Sus ojos marrones rebosaban ira. Estaba claro que ese idiota no sabía con quién hablaba si creía que así iba a detenerla. El oculto rostro del chico se reflejaba sobre el suelo, cubierto todavía por la capucha y el tapabocas. La guardiana reparó en ese curioso detalle. Antes el balcón estaba lleno de cenizas, pero el rayo lo había limpiado todo al impactar contra él. Eso era coherente, pues había ido acompañado de viento. Lo que no tenía sentido es que ahora una fina capa de agua resplandeciera sobre la roca del inestable balcón, devolviéndole la imagen duplicada de su adversario.

«¿Intentas ayudarme, Marina? Voy a necesitar más que un suelo resbaladizo para cargarme a este desgraciado».

—Mi dolor no vale nada comparado con la libertad de mi pueblo —se limitó a responder Enya. Y lo hizo con el único fin de ganar un poco de tiempo.

«¿Qué quieres que haga? ¿Por qué no luchas tú también?».

El siervo del Rey Darco arqueó las cejas divertido.

—Esas nobles palabras no te van a salvar la vida, niña.

—¿Quién narices eres? —espetó la guardiana—. ¿De dónde has salido? ¿Y cómo tienes el valor de llamarme niña, maldito estúpido?

«No es que me importe nada de lo que digas, te mataré igualmente, pero a ver si te enrollas a hablar lo suficiente para que a mí me de tiempo a...». Y en ese instante lo comprendió.

—Mi nombre es Kai Sumbrae, Príncipe...

Enya ensanchó una sonrisa y sus ojos marrones se tornaron blancos como un relámpago. Una corriente eléctrica emanó de su propio ser y fue conducida instantáneamente a través del agua, electrocutando la pálida piel del guerrero.

Kai Sumbrae interrumpió su presentación con un grito de dolor y sus piernas flaquearon.

—El Príncipe Chamuscado vas a ser tú —murmuró para sí la guardiana reprimiendo una risa traviesa—. Mira que pelear con calzado abierto...

Saltó sobre él antes de darle tiempo a recomponerse y dejó caer ambas espadas en un movimiento perfecto. Le tenía, ya era suyo. Dentro de un instante, Príncipe Sin Cabeza.

El cuerpo de Kai se desvaneció en humo denso y Enya se estrelló sobre el suelo, rodando un par de veces. ¿Qué había sido eso? ¿Se había desintegrado? Notó el sabor de su propia sangre en la boca y tosió. No encontraba fuerzas para levantarse y aun así se obligó.

—No, estúpida, Príncipe de las Sombras —dijo una voz a sus espaldas.

Enya no pudo defenderse y el corazón le dio un vuelco. Estaba completamente desamparada y no comprendía de qué manera el muchacho había desaparecido y vuelto a aparecer tras ella. Cerró los ojos y dejó que la electricidad fluyera sobre su piel. Aquello no garantizaría su salvación, pero opondría algo de resistencia. Las espadas estaba hechas de acero y el acero era conductor de la electricidad. Si esa iba a ser su muerte, quizá podía llevarle con ella al más allá.

Por suerte un violento remolino de agua salada la rodeó en un círculo protector. El ataque del Príncipe de las Sombras se vio mermado cuando al asestar el golpe definitivo, la espuma del mar le batió de frente y consiguió forzarle a soltar su espada. La presión del agua al impactar sobre su cuerpo casi le arrancó un brazo.

Kai cayó de bruces, desarmado y confuso, a tiempo para ver cómo el agua se personificaba en el cuerpo de una joven de cabellos dorados, trenzados y empapados, vestida en una armadura azul que lucía el fénix del Pyros. La chica le apuntó al pecho con una espada plateada de hoja fina.

—Es un honor conoceros en persona, Príncipe Kai —dijo ella en tono neutro—. Yo soy Marina, Primordial del Mar y legítima reina al Trono de Meridia, aquel que usurpó vuestro padre hace diecisiete trágicos años tras masacrar a toda mi familia.

El General Force llevaba liderando el ejercito de Pyros desde que su antecesor, el honorado General Kaliand, pereció contra el Rey Darco luchando junto al Príncipe Dimon. En diecisiete largos años de experiencia destruyendo humo negro y viendo cómo el mundo cambiaba a su alrededor gracias a la Guardia de Élite de la Alianza, las sombras nunca habían atacado Lumiel. La frontera, sin embargo, era otra historia, pues allí sí había riesgo de invasión siempre.

—¡Maquio! —llamó a gritos a uno de los soldados de su batallón.

Un joven de apenas quince años que peleaba con la fiereza de un dragón respondió con un gruñido y atravesó con su hoja a tres sombras de una misma estocada.

—¡Busca a Joff y Lyunia! ¡Id los tres a ayudar a la Guardiana del Hielo! —ordenó mientras ensartaba su arma en el vaporoso aspecto del enemigo.

Próximo a él, el adolescente mataba a diestro y siniestro profiriendo gritos y gruñidos a cada golpe. Llevaban casi una hora peleando, desde que el Rey Kedro les había mandado defender la ciudad levantándoles a mitad de noche y enviándolos en caballos alados a Lumiel.

—General, no creo que la señorita Bianca necesite ayuda de nadie... —logró decir Maquio en el fragor de la batalla.

—¡Obedece la orden, soldado!

El muchacho no respondió, pero se quitó de encima unas cuantas sombras con su espada y ojeó su alrededor en busca de sus compañeros. No dio con ellos, aunque sí con el destello blanco que era Bianca al combatir. Se dijo a sí mismo que era una estupidez retirar de la formación a Joff y a Lyunia cuando la Guardiana del Hielo se las estaba apañando perfectamente ella sola.

Distinguió el fantasmal reflejo de la muchacha y corrió hacia ella esquivando a los siervos de la oscuridad, consciente de que ni con toda la experiencia del universo podría igualar su divina velocidad y destreza. Mientras se aproximaba, el grito de un mujer suplicando clemencia le alertó. Al final de la calle, acurrucada en el suelo junto a un carruaje, dos sombras rodeaban a una damisela. A su lado, el cuerpo de un niño muerto y un hombre adulto con semblante desencajado miraban a la luna con ojos sin vida.

Maquio se lanzó hacía la mujer sabiendo que era bastante improbable que llegara a tiempo para salvarla. A pesar de todo, lo intentó con todas sus fuerzas. Vio cómo una de las sombras la sujetaba por el cuello con sus largos dedos de humo, alzándola en volandas. La mirada de la damisela se tornó negra y Maquio comprendió que ya era demasiado tarde. Él no lo conseguiría.

Pero Bianca sí.

Del suelo negro y cubierto de ceniza nacieron enormes estalagmitas de hielo que atravesaron los cuerpos intangibles del enemigo. Las sombras aullaron de dolor, pues aunque no se tratara de hierro qilunio, la magia de la Diosa Serina les infligía una dolorosa tortura. El cuerpo de la víctima se precipitó al suelo inconsciente y Maquio aprovechó que los siervos de la oscuridad estaban semicongelados para córtales con su espada. Ambas sombras se desintegraron dejando un polvo cobalto tras ellas.

El soldado se arrodilló sobre la dama y le tomó el pulso.

—Está viva, gracias al Dios Brass... —susurró abrumado.

—En realidad, a la Diosa Serina —le corrigió una voz dulce tras él—. Ha sido por su magia que he podido paralizar a las sombras a tiempo.

Maquio se volteó para contemplar el ambiguo aspecto de Bianca. Su pelo blanco, recogido en un coleta deshecha, había adoptado un tono grisáceo durante la batalla. El uniforme marrón del cuerpo militar de Pyros ocultaba perfectamente la cantidad de ceniza que la guardiana había barrido en las quince veces que se había tirado al suelo para esquivar ataques.

—Ojalá Marina hubiese visto esto —dijo la chica—. ¡Es la primera vez que lo consigo a tanta distancia y ella no está aquí para apreciarlo!

—Bueno, mi señora, a mí me habéis dejado anonadado —admitió Maquio—, y estoy seguro de que esta dama os lo agradecerá durante el resto de su vida en cuanto recupere fuerzas y se despierte.

Bianca sonrió, pero sus ojos grises se desviaron inevitablemente hacia el hombre y el niño muerto. Algo le decía que eran familia de la mujer y, en ese caso, dudaba que sobrevivir a la oscuridad fuese un agradable regalo para ella. No obstante, no dijo nada porque su atención quedó acaparada por cinco gigantescas sombras que emergieron alrededor de ellos. La guardiana se obligó a cubrir con su cuerpo a Maquio y a la indefensa señora.

—¡Oye, sois muchas! —se quejó falsamente jugando con la empuñadura de su espada. Sin mirar al guerrero, añadió—: Soldado, ¿podrías echarme un cable? Te he visto luchar antes, eres excepcional. Además, dudo que pueda repetir lo que acabo de hacer... ¿Qué te parece si dos para ti y tres para mí?

Maquio apoyó el cuerpo de la mujer sobre el carruaje y se situó junto a ella en posición de defensa.

—Será un honor combatir junto a la Guardiana del Hielo —respondió con seriedad.

Bianca se sintió muy halagada, ya que solía tener la impresión de ser la menos importante de entre los nueve guardianes. Se colocaron espalda con espalda, cerca de la víctima inconsciente para garantizar su protección en todo momento. Esperaron pacientes a que los siervos del Rey Darco arremetieran contra ellos, pero entonces algo insólito aconteció.

Se desvanecieron. Sus cinco contrincantes se esfumaron como vapor en el aire.

Bianca arqueó las cejas sorprendida, sin bajar la guardia, y miró hacia todas las direcciones. Maquio hizo lo mismo y luego le preguntó a la guardiana si eso lo había hecho ella con su magia.

—Ya me gustaría... Creo que han huido, no sé por qué.

—¡Han desaparecido! —gritó el General Force desde el otro lado de la Plaza—. ¡Todas las sombras se han retirado! ¡Hemos vencido!

La Guardiana del Hielo no daba crédito y el soldado quinceañero tampoco. De un tejado saltó el Príncipe de Pyros confirmando que no quedaba ni rastro de los siervos de la oscuridad a la vista. Bianca seguía sin poder creérselo, pues no dejaba de tener la impresión de que aquello no era más que una estrategia.

—No puede ser —dijo—. No, de verdad, yo siento peligro todavía.

—¡Pero se han ido! —gritó victorioso el General Force—. ¡Han huido!

—Que no, que yo... —Y comprendió que lo que sentía era el riesgo que corría Marina en ese mismo instante. Podía hacerlo gracias al vínculo originado por compartir el poder de la Diosa Serina.

Aidan miró a Bianca y no bastó más que eso para comprenderse mutuamente. Su conexión con la Guardiana del Rayo a través del Dios Brass le transmitía exactamente lo mismo.

—Increíble, la maldita sirenita tenía razón... —masculló el de cabellos cobrizos.

—¿Volvemos a la Casa Borgoña, no?

—Sí, copito de nieve —asintió el Primordial del Fuego en un tono que transmitía irritación—. ¡Al final resulta que nuestro verdadero adversario estaba allí desde el principio! ¡Joder! ¿Es que esa chica no se equivoca nunca? ¿Cómo demonios lo ha sabido ella y yo no? ¡Qué rabia!

Bianca rodó los ojos y no se pudo contener:

—Alteza, parecéis un crío berreando.

Aidan enmudeció, manteniendo el ceño fruncido, y montó el caballo alado que había tomado prestado de las cuadras del Conde Yuk, extendiendo una mano hacia la Guardiana del Hielo para que cabalgara junto a él.

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