⁞ Capítulo 2: La astucia de Sira ⁞

Sira solía vestir trajes amarillos con bordados en hilo dorado. Los colores cálidos contrastaban con su piel morena y su cabello largo, ondulado y negro como el de su hermano Wayra. Era querida y respetada por todo el reino de Velentis, a pesar de que nunca fue bendecida por el Dios Valeón de los cielos. Tampoco es que le guardara rencor: si de Sira hubiera dependido, ella también habría depositado toda su confianza para vencer al Monarca de la Noche en el Príncipe Wayra.

Jamás le había envidiado. Todo lo contrario, Sira siempre se había sentido orgullosa del privilegio que aquel ostentaba. Pensaba con absoluta sinceridad que nadie en el vasto mundo de Eletern merecía tanto ser un primordial como Wayra. Por otro lado, no llegaba a comprender qué cable se le había cruzado al Dios Brass para elegir a su mejor amigo, el impulsivo Príncipe de las Tierras de Pyros, como Primordial del Fuego. Sira, al igual que Ilan, Marina y Bianca, aborrecía a Aidan. Le parecía insoportable. Pero por alguna extraña alineación de los astros, Wayra le adoraba. Primordial del Viento y del Fuego eran como uña y carne.

Llamaron a la puerta y Sira alzó su curiosa mirada del libro que estaba leyendo. Era una compilación de estrategias de combate que el Guerrero de Hierro, el más temido y respetado de Los Cuatro Reinos, recogió en cinco volúmenes antes de fallecer. Sira consideraba que, siendo ella Guardiana del Sol y en consecuencia miembro de la Guardia de Élite de la Alianza, debía llevar su formación estratégica en la batalla hasta el máximo nivel. Así que leía y releía libros de guerra y ponía en práctica algunos de sus conocimientos adquiridos en los entrenamientos de esgrima.

—Adelante —dijo. Su voz era aguda y delicada, llena de luz.

Sabía que era su hermano quien aguardaba tras la entrada de su habitación. Lo sabía gracias a ese extraño vínculo que se creó el día en que él la convirtió en Guardiana del Sol. Esbozó una sonrisa. Una de las cosas más bonitas que tenía en su vida era la certeza de saber que Wayra confiaba en ella tanto como ella en él. El Dios Valeón no la eligió, pero su hermano sí.

—Oye, ¿estás muy ocupada? —El Príncipe de Velentis entró abruptamente y sin saludar, sosteniendo entre sus manos temblorosas un pergamino amarillento—. Necesito tu ayuda, Sira.

La princesa frunció el ceño.

—Buenos días a ti también.

—Ah, eso... Hola. —Se aproximó a ella y se sentó a su lado en una silla de madera de ébano—. Anoche pasó una cosa gravísima en el Castillo Real de Sandolian...

La Guardiana del Sol abrió los ojos como platos. No le preguntó cómo había llegado y qué hacía exactamente en el reino vecino durante la noche porque tenía la ligera sospecha de que él y la princesa Chloé estaban liados desde hacía meses. Wayra confiaba en ella para muchas cosas, pero no para hablar de romance. También sabía de la existencia de las sales de viaje y del grimorio de Ilan: los nueve miembros de la Guardia de Élite tenían conocimiento de aquello. No obstante, no se podía decir lo mismo de los reyes.

Abrió la boca y se dio cuenta de que no sabía qué decir. Por suerte para ella, Wayra debía tener una preocupación mayor rondando en su mente y empezó a soltar información desordenada atropellando las palabras.

Sira dio un respingo cuando su hermano afirmó rotundamente que estaba enamorado de Chloé. Confesó tartamudeando que se veían todas las noches, sin excepción, y que jamás había sentido algo tan intenso por ninguna otra mujer. Su hermana hubiera deseado asegurarle que no tenía por qué mantenerlo en secreto. A sus padres, el Rey Vend y la Reina Wina, les haría una ilusión tremenda la noticia. Conociendo a Wayra y a su novia, seguro que ni habían pensado el impacto que tendría unir las Tierras de Velentis y Sandolian algún día; tierra y cielo fundidos en un mismo reino.

—¿Por qué me cuentas esto ahora? —preguntó Sira anonadada—. ¿Le has pedido que se case contigo? ¿Es eso?

El chico se sonrojó de pies a cabeza y negó.

—No, no, no... —Se ajustó la camisa. Sentía que apretaba demasiado—. Es que anoche tuvimos un contratiempo...

—¡¿No me digas que está embarazada?! —Sira transformó su rostro de curiosidad en ira—. ¿Cómo podéis ser tan imprudentes? ¡Sois los herederos al trono!

—Por el Dios Valeón, Sira, ¿pero qué dices? Esto no tiene nada que ver con Chloé, si no con Ilan.

La princesa tuvo que reconocer que andaba bastante perdida, así que decidió callarse e instó a su hermano a seguir con la mirada. Fue cuestión de diez minutos que Wayra le contase cómo Ilan había descodificado un nuevo hechizo y, a causa de ello, terminado con runas verdes pintarrajeadas con tinta imborrable alrededor de todo su torso. Extendió entonces el pergamino y se lo entregó a su hermana.

—Imagino que lo ha hecho tu novia, ¿no?

El Primordial del Viento pasó por alto el apunte y asintió.

—Se le da muy mal pintar... —Indicó con un dedo sobre el papel—. Se supone que es el cuerpo de Ilan con las runas, ¿ves? Están en un idioma desconocido, no conseguimos entenderlo...

—Por eso me necesitas.

—Bueno, tantas horas leyendo libros tienen que haberte servido de algo. —Wayra se encogió de hombros y esperó a que su hermana examinara con detenimiento el dibujo.

Ella estaba bastante sorprendida. Normalmente la fuente de sabiduría de la Guardia de Élite eran Marina e Ilan. Por lo que había contado su hermano, este último seguía durmiendo como un lirón. Al parecer, después de sufrir la tortura y examinarse el cuerpo en un espejo, Ilan sintió un agotamiento inexplicable y se desplomó en el suelo. Chloé hizo uso de sus habilidades: la hiedra que cubría el Castillo Real de Sandolian entró por la ventana obedeciendo a su ama y sostuvo a Ilan hasta transportarlo a su habitación. Allí llevaba desde entonces dormitando y la princesa decidió aprovechar las horas de descanso intacto del Guardián del Bosque para copiar las runas en el pergamino. Después de percatarse de que sería incapaz de traducirlas, se las envió a Wayra a través de los espejos.

—¿Por qué no habéis recurrido a Marina? Hubiera sido la mejor decisión...

—Tiene que instruir a la nueva, ya lo sabes.

Sira sabía. La última incorporación a la Guardia de la Élite era Bianca, una habitante de las Tierras de Pyros que odiaba el fuego. Resultaba extraño que una joven originaria del reino que rezaba al Dios Brass no tolerara las llamas y el calor. Tenía el cabello blanco y los ojos grises, la piel pálida como la nieve y al caminar parecía levitar. Muy peculiar teniendo en cuenta que sus padres compartían los rasgos de cualquier habitante de Pyros: ojos marrones, pelo rojizo y musculatura corpulenta. Claro que todo eso cobró sentido cuando Marina la convirtió en la Guardiana del Hielo. Sira se preguntaba si la Diosa Serina de los mares tenía algo que ver en la apariencia de Bianca. Quizá la bendijo antes de nacer para buscarle una hermana a Marina, siempre tan sola y triste...

La vida de la Princesa Errante era muy enigmática, Sira tan solo sabía algunos detalles. Agachó la mirada y analizó las runas. Le resultaban curiosamente familiares y pronto supo por qué.

—Es la lengua arcana de la Diosa Serina —reveló—. Sigo manteniendo que deberías preguntarle a Marina, es posible que sepa leerla. Al fin y al cabo, ella es la reina legítima de las Tierras de Meridia y fue bendecida por su diosa para enfrentarse al Monarca de la Noche. Antiguamente, en aquel reino se tatuaba una runa mágica azul celeste en el torso de los reyes.

—No, anoche ella estaba con nosotros cuando lo de Ilan. Fue quien le salvó del dolor. —Wayra se apoyó sobre el respaldo de la silla—. Si hubiese entendido sus tatuajes, lo habría dicho.

Sira apretó los labios en una expresión pensativa. La situación de su amiga rubia era bastante inusual. El Monarca de la Noche atacó las Tierras de Meridia hacía ya diecisiete años, masacrando a todos sus habitantes y a la familia real. La Reina Talasa, madre de Marina, consiguió proteger a la menor de sus hijas entregándola a las olas y rezando a la Diosa Serina que le concediera un destino a salvo de las sombras. Así debió hacerlo, pues tres días después la Reina Flora la encontró en las orillas del Río Viola, que cruza las Tierras de Sandolian de punta a punta. Marina apenas tenía cuatro años, pero la reina la reconoció enseguida. Había sido buena amiga de su madre y pudo identificar en sus ojos turquesa y su cabello dorado a la estirpe de los Azules, la dinastía que gobernó Meridia hasta que fue conquistada por la oscuridad.

Después de aquello, Marina tuvo que aprender a vivir con el apodo de Princesa Errante. Era la última habitante de Meridia con vida y se crió como una aristócrata en la corte de Sandolian, siempre acompañada de la Princesa Chloé. Quizá por ello desconocía ciertos aspectos de las costumbres de su pueblo, como el lenguaje arcano de la Diosa Serina.

Se quedaron en silencio, ambos hermanos pensando en la desdichada chica de ojos claros.

—¿Chloé te ha explicado por qué sus padres la entregaron al Rey Kedro? —preguntó Sira desviándose del tema principal—. Las dos eran muy amigas, se cuidaban como hermanas... No entiendo cómo pudieron permitirlo.

—Fue por algo que dijeron los profetas de Pyros. —Wayra trató de recordar las palabras de la Primordial de la Tierra—. No lo sé, me lo contó hace cinco años, cuando Marina se fue, pero la razón se debía a una profecía. Marina y Aidan comparten un destino.

—¿Y eso es bueno o malo?

—Me parece que nadie lo sabe, pero el rey Kedro está convencido de que deben estar juntos. —Suspiró con pesadez—. No sé cómo ha llegado a esa conclusión si casi no se soportan. No logro entenderlo...

Sira enarcó una ceja y sonrió. Le parecía sorprendente que su hermano fuera incapaz de ver lo pesado que podía llegar a ser Aidan. Marina tenía un autocontrol sorprendente ya que, desde que se trasladó al Palacio de la Llamarada, todavía no le había gritado cuánto le sacaba de quicio. Sira, sin embargo, no tenía tanta paciencia.

—Pues yo creo que Kedro la está sometiendo —dijo con seguridad—. Piénsalo. El agua y el fuego son opuestos. ¿Cómo crees que se siente Marina en la tierra del Dios Brass? Ya te lo digo yo: débil, atemorizada e impotente. Sin duda el rey de Pyros quiere controlarla.

—Esa acusación es muy grave —sentenció Wayra con una mirada punitiva—. El Rey Kedro es un aliado, no un enemigo.

—Su hijo mayor murió combatiendo por la libertad de las Tierras de Meridia —añadió Sira—. ¿De verdad crees que no está castigando a Marina por eso?

—¿Qué? ¡No! No tiene sentido, no fue culpa suya. ¡Si ella es una víctima, por el Dios Valeón! No tiene reino, ni familia, ni riquezas... El Monarca de la Noche masacró todo cuanto poseía. Además, él fue quien mató a Príncipe Dimon, no Marina.

—¿Y qué? Kedro es padre de un hijo asesinado en una batalla que tendrían que haber librado los meridienses solos. Puede que no lo reconozca en voz alta, pero estoy segura de que lo piensa. No se le puede exigir cordura a un hombre herido. —Se levantó de la silla antes de que Wayra pudiera rebatirle—. Volvamos a las runas y el grimorio. Creo que en la biblioteca hay un diccionario de la lengua de los dioses. Intentemos traducir los tatuajes de Ilan. Quizá averigüemos algo, ¿no crees?

Desde luego había sido una pregunta retórica, pues la Princesa Sira desapareció por la puerta abandonando a un Wayra pensativo. Reflexionaba sobre el pasado, el presente y el futuro. Admiraba a su hermana y su facilidad para atar cabos con tanta rapidez. A él no se le hubiese ocurrido poner nunca en duda las intenciones del Rey Kedro, aunque lo que había dicho Sira tenía tanto sentido...

Se preguntó qué diría la profecía de los profetas de Pyros. Se preguntó qué significarían las runas de Ilan. Se preguntó de dónde narices había salido ese grimorio. Se preguntó por qué el Dios Valeón le eligió a él y no a Sira si ella era indudablemente más lista. No tenía respuestas para nada.

Aun así, decidió que empezaría por consultar el diccionario de la lengua de los dioses y al ponerse el sol le pediría a Chloé que le explicara otra vez eso de la profecía de Aidan y Marina. ¡Qué demonios! Se lo preguntaría a Aidan directamente cuando convocara a la Guardia de Élite. Por algo era su mejor amigo.

Wayra se dirigió a la biblioteca y tuvo el extraño presentimiento de que todo cambiaría esa misma noche.

No se equivocaba.

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