Pestañas de Acero

Entre la gracia de sus largas pestañas no durmió la bella monstruosidad, enajenada por los recuerdos. Se levantó de la cama con pies ligeros como el aire y se deslizó como un rayo de luz hasta la otra estancia.

Allí permanecía él... ¿o ya no era él mismo? Su prisionero de vana carne y hueso parpadeó con blancos ojos sin iris, unos ojos volteados, abrió aquella boca que parecía un abismo de sangre oscura y dejó caer la cabeza sobre el exhausto hombro.

Pestañas de Acero encendió las frías lámparas del techo tocando el interruptor con sus recios y nerviosos dedos. Había un extraño sonido en aquel silencio, un sonido casi apagado, impertinente como el de los grillos... quizás era sólo la electricidad.

El cautivo parecía agonizar. Gruñó con lo que le quedaba de voz:

— ¡Guarda el sonido! Mañana... mañana volverás a oírlo—su voz se extinguió en un murmullo incomprensible que dio eco a sus palabras.

Pestañas de Acero apagó la luz. No soportaba verlo convulsionar así, pero en la oscuridad no se pudo deshacer del estertor del cautivo, que resonó profundamente, ni de la funesta impresión de sus palabras.

"Oh, Pestañas de Acero, ¿podrás guardar ahora el sonido que no sale de tu mente?"—se dijo a sí misma.
Echó a correr. Todo su cuerpo vibraba bajo la coraza metálica.

El pulido piso, la oscuridad y el pánico jugaron con ella. Cayó al suelo y se hizo pedazos. La consciencia del dolor era una auténtica tortura : ¡se fracturó tanto en un sólo instante! Su cabeza rebotó contra la pared y se separó del cuerpo; cada articulación se dislocó y rompió; el torso entero quedó escachado ¿Acaso algún ser humano había experimentado tanto dolor? ¿Tantos desgarros y deformaciones? Sentía las costillas astillándole las entrañas por dentro como si hubiese sido aplastada por el peso de un edificio, pero no lo había sido: era sólo una caída fatal que había dañado sus mecanismos. Creyó ver una red de lágrimas rojas cubrir cada pedazo roto, y un chillido ensordecedor rasgó la brisa callada de la noche.

La puerta se abrió y un fulgor como de soldadura cegó sus ojos, que sentía oxidados de llorar y sangrar. No aparentaba haber más vida en la bella estructura de metal, pero por dentro de los metálicos ojos, alguien veía.

Una figura vestida de blanco (¿un ángel o un médico?) la llevó al basurero a descansar junto al resto de chatarra. Durante días enteros soportó los hedores a moho del cementerio de metales y perdió piezas vitales para su funcionamiento.

"¡Ojalá no sintiera nada!"—pensaba el mecanismo de Pestañas de Acero mientras sufría las vejaciones de su estropeada carcasa. El miedo desarmó a aquella pobre vida.

Mientras, él fue rescatado, por irónico que sea: fue trasladado a la morgue. A su alrededor sólo las batas blancas de los médicos de la muerte: los forenses. Habría sido preferible morir que tolerar aquella inconsciencia consciente. Podía escuchar las ruedas de la camilla, sentir la pesada sábana clara que cubría su escuálida desnudez, pero no podía escuchar su propia respiración, ni siquiera sus latidos. Ese lugar también hedía a basurero, era un vertedero de vidas con el olor penetrante e insufrible que es el perfume de la muerte. Él deseaba abrir los ojos, hablar, mover su cuerpo para huir, pero su organismo no respondía a las órdenes de su mente.

¡Cómo odiaba ahora a Pestañas de Acero! La había amado como Pigmalión a Galatea, aquel rey escultor que se enamoró de su perfecta creación. Ella había sido el reflejo de su maldad como Mr. Hyde lo fue del Dr. Jekyll. Y él se había arrepentido tanto como Frankenstein de su monstruo.

Ya no osaba recordar aquel nombre que le había dado originalmente, en sus pensamientos la llamaba por sus odiados apodos: "Pestañas de Acero" o "Bella monstruosidad". Deseaba venganza ahora contra aquella máquina humanizada.

Entretanto, podía escuchar a los forenses preparar el instrumental para su disección. Quería rebelarse contra los ignorantes de aquella ciencia que abrirían un cuerpo aún vivo, pero la parálisis se lo impedía.
Lo peor era saber cómo era el procedimiento. Le colocarían desnudo en la mesa de disección, de acero tan frío como el de ella. Picarían su torso a todo el largo y le extraerían las vísceras para examinarlas. Su cerebro sería cortado con una sierra.
Sería horrible, pero estaría muerto por la hemorragia o por el pánico antes de que el proceso avanzara, probablemente antes de que se dieran cuenta de que el pálido y consumido cadáver sangraba. Percibió el marcador negro, indicaba por dónde empezarían a cortar. El terrible filo del bisturí le punzó el torso.

Con esto perdió la poca consciencia que le quedaba: con la certeza de la muerte. Esto sin dudas era peor que despertar en un ataúd asfixiante y luchar raspándose las manos en el intento de salir de aquel claustrofóbico espacio. Morir en un ataúd no era nada comparado con ser asesinado sobre una mesa de disección. Un error humano sale muy caro, hace que desaparezca la fe en la ciencia, era un destino cruel e irónico para un científico que jugó a ser Dios.

Pero abrió los ojos otra vez y despertó en un hospital. Los forenses se habían percatado de su error al punzar la piel con el bisturí y ver que manaba una sangre demasiado roja y todavía caliente. Tembló de alegría, estaba vivo. Entonces se percató de algo, no podía moverse demasiado: la mitad izquierda de su cuerpo estaba inmóvil, no la sentía, y la mitad derecha estaba pesada y torpe. Su piel seguía pálida y pegada a su cuerpo de desagradable manera. Sus dedos famélicos seguían sin uñas. Como le llamaba Pestañas de Acero despectivamente: "Uñas de Hueso".
Recordó cuando la Bella monstruosidad lo torturaba: cómo arrancó sus uñas una por una, cómo afeó su rostro con sus literales puños de hierro, cuánta hambre y sed le hizo pasar hasta dejarlo extenuado. Lo humilló hasta cansarse, y le provocó suficiente horror para que, durante su última visita, él tuviera un derrame cerebral al ver a su verdugo.
Ella tenía razones para odiarlo, pero sólo una máquina podía ensañarse así, con actos tan sádicos como injustificables.

¿Era posible que siguiera vivo después de haber pasado por tanto? ¿O acaso la vida era una ilusión de su alma anclada a un plano terrenal al que no correspondía? Creyó encontrar en su parálisis la respuesta: su cuerpo estaba muerto. Con paciencia, esforzándose hasta el límite, logró que la mitad de su cuerpo despertase y en otra noche oscura, huyó del hospital, evadiendo la vigilancia de los doctores y las enfermeras.

Pestañas de Acero pudo recuperar sus piezas, una a una. Había logrado armar y pulir su carcasa, deshacerse del olor a óxido, humedad e inmundicia. Al igual que él, pudo reponerse con paciencia e inalterables deseos de venganza.

Aquella noche tampoco durmió la Bella monstruosidad, estaba alerta, sintiendo que la amenaza era inminente. Trasnochada, dio vueltas por la habitación. "¿Volverá a ocurrir?"—se preguntaba en voz alta con su armonioso y pausado tono, y lo repetía una y otra vez. En una de esas veces, alguien le contestó, pero no pudo comprender sus palabras. El miedo no podía desarmarla esta vez, dijo con temeridad:

— ¡Habla la cara! ¡Muéstrate!

Él salió a su paso, encendió la luz de la estancia arrimando el hombro al interruptor para no soltar la carga de su mano: un poderoso pico que centelleaba peligro incluso para su portador. El pico había sido sustraído del almacén de herramientas de la rústica casa, de la morada que Pestañas le usurpó a él, su creador.
Pestañas de Acero tomó en respuesta el cuchillo que había dejado por precaución en su mesa de noche: un cuchillo de carnicero que no tendría piedad.

Otra vez, el sonido.

— Tú serás mi víctima antes de que vuelva a la morgue— sentenció él con su rostro permanentemente torcido—. Esta carne putrefacta no soporta más vida artificial, los gusanos ya se han alimentado bastante de mí.

— Fuiste encontrado ¡Pobre paciente!: Síndrome de Cotard— sonrió ella con burla—. Matar a un muerto no es un crimen.

— Guarda el sonido, Pestañas de Acero— le advirtió— Mañana volverás a oírlo y desearás que tus pestañas sean de auténtico hierro, cobarde.

— ¿A qué te refieres?—le preguntó desconcertada, ya no oía nada.

— Sucumbe a la catarsis o yo te llevaré al cadalso, ¡monstruo!

— ¡No será de nuevo! No será... No serás de nuevo, ¡No serás!

— ¿Por qué me odias tanto? ¡Confiesa antes de que me lance a destruirte! Me torturaste y mataste por el mero gusto de hacerlo—dijo él con esperanzas de hacerle recordar y desintegrarse como la vez anterior.

La respuesta de ella fue extraña:

— Porque me hiciste daño: por tu culpa olvidé mi nombre, sólo me queda ese apodo cruel ¿Por qué Pestañas de Acero? ¿Por qué no son de pequeños pelos mis pestañas? ¿Por qué se oxidan y me irritan los ojos al llorar? Me hiciste para que todos admirasen mi belleza, me humillaste encarnando la idolatría hacia estas pestañas que odio. No es vanidad, tú querías que fuera una máquina subordinada, y yo quiero ser libre, de carne y hueso. Me enfureciste de forma sobrehumana, con esa furia incontrolable que está también programada para que como robot sienta más de lo que se siente un humano. La furia me hizo atarte las manos, hacerte sufrir y llevarte al límite para que pudieras sentir lo que yo. No te arranqué las uñas: te di unas uñas de hueso para que tuvieras un apodo como el mío.

— No me temes, ya no...—murmuró él aterrado. El pico se estremecía por su torpe brazo. Si él hubiera sido del material que ella, se hubiera caído y hecho pedazos. En el fondo esperaba no tener que matarla con sus propias manos.

Los ojos de brillante acero brillaron sombríamente. Lo supo en su expresión: le había hecho sentir lo mismo. El agravio estaba resarcido, algo más haría completa la victoria: tomó el cuchillo y se arrojó sobre el atónito humano. A la vez que el cuchillo de carnicero destrozaba las vísceras del abdomen con un profundo tajo, sintió el filo del pico en su coraza y cayó.

La madrugada se cernió sobre ambos. Amaneció. Incluso el aire olía a sangre y óxido. No parecía posible, pero ambos habían resistido y aún agonizaban. Algo extraño en el aire auguró la desgracia, un sonido... ¡el sonido!

Ni Uñas de Hueso ni Pestañas de Acero podían hacer nada: el mecanismo de la máquina explotó y ambos se quemaron bajo el mismo infierno.

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