Mascota de los arlequines
La mascarada del palacio veneciano había empezado una de esas noches en que la luna parecía una blanca y maliciosa sonrisa. Los mejores trajes de gala y vestidos exóticos de mil colores, texturas y estampados se mecían al calor de las lámparas que, relucientes como soles, derramaban luces y sombras sobre las losas de mármol. Los espejos recreaban unos espacios infinitos donde se repetían los danzantes colores de aquella concurrida fiesta.
Aparecí entre los invitados como una desconocida dama, a pesar de haber sido invitada al baile de disfraces por el dux (*duque o dogo, en italiano, término con que se designaba a la máxima autoridad de Venecia entre los siglos VIII y XVIII). Bajo la máscara, no me reconocieron ni a mí, ni tampoco a mi esposo, hasta que empezamos a charlar con otros invitados.
Mi esposo, el Marqués de Milán, es un hombre amable, un intachable caballero, y yo soy una de las damas de mejor reputación de la corte; juntos, aunque no seamos realmente muy atractivos, formamos una distinguida pareja: él tiene encanto misterioso y varonil, cabellos y ojos negros, y yo de cabellos rubios y pálidos ojos grises, aunque no me considero bella mi lánguida cabellera clara, recogida en bucles, hace la envidia de muchas damas venecianas (*desde aquella época el cabello rubio era considerado un ideal de belleza, como curiosidad muchas obras del arte europeo de aquellos momentos representaba de forma estereotipada a las mujeres con piel muy clara y en contraste a los hombres con piel más bien trigueña).
Todos ocultaban sus rostros detrás de las más elegantes máscaras y sombreros o por antifaces brocados, diferenciándose por los únicos y fastuosos ropajes y algunos con peinados rebuscados. Las miradas de aquellos seres fantásticos se fijaron en mí y en mi esposo por un instante: para esta velada no habíamos escatimado en lujo y adornos.
De todas las miradas de asombro hubo una en particular que me atrapó y desconcertó, a la vez me estremeció. Era la de un gran perro, de abundante pelaje blanco y manchas anaranjadas, cuya belleza se entorpecía por un desafortunado defecto: sus ojos de desmesurados y distintos tamaños.
Se me acercó alegremente. Ladró y sacó la lengua. Sin dudas, llamé su atención.
Mi marqués me dirigió un dulce elogio, diciendo que incluso las criaturas se fijaban en mi esplendorosa apariencia.
Escuché murmullos y risas de las personas a mi alrededor. El aspecto del perro despertaba burlas, la expresión de sus ojos podía llamar a la risa, pero no mucho a la ternura, pues en la aprensiva corte lo creían embrujado y les intimidaba y ponía nerviosos ser mirados fijamente por él; sólo bromeaban sobre el perro para eludir el hecho de que su fija y extraña mirada dejaba los pelos de punta.
— Es la mascota del juglar Peccavi —me explicó una dama cercana a mí—. Es prácticamente más grotesco que su amo y siempre llega a los lugares antes que él, así que el bufón no debe estar muy lejos.
En efecto, poco después, este llegó: era un sujeto jorobado, de baja estatura y aspecto rollizo, vestido de arlequín. Cojeaba, se tambaleaba como si fuera a caerse, su voz era chillona y arrastraba las palabras. El dux le pidió: "¡Peccavi, muéstranos tu mejor máscara!" y el arlequín se quitó la máscara dejando ver una cara espantosa, con los labios retorcidos en la eterna mueca de una sonrisa. Hubo exclamaciones de terror y murmullos de asombro entre los invitados que no lo habíamos visto nunca, pero muchos, entre ellos el dux se burlaron con sonoras carcajadas de la sorpresa de los invitados y sobre todo de las muecas que con su cara deforme hizo Peccavi exagerando su rígida sonrisa. El arlequín pronto volvió a cubrir su cara con la máscara porque, según dijo con ironía al dux: "no quería que las señoras se desmayaran ante tanta belleza". Era tan feo como talentoso, supo disipar el espanto que había producido trocando las exclamaciones de horror en risas y aplausos ante su ingenio: tenía una habilidad sobrehumana para los malabarismos y los trucos de magia. Acompañándose de su perro hizo varios actos entretenidos, y para finalizar su espectáculo contó unos hilarantes chistes.
Cuando el juglar salía del palacio para incorporarse a los carnavales de las calles, yo, que estaba junto a mi esposo cerca de la puerta, lo vi salir cabizbajo y advertí una lágrima que cayó por su mejilla al quitarse un momento la máscara, una lágrima que delataba frustración por aquella vida de burlas y humillaciones. Casi nadie reparó en ello. Aquel pobre diablo me inspiró lástima y simpatía, pero después me arrepentí de tenerle compasión, pronto sabrán el porqué.
Su perro se quedó merodeando por la Plaza de San Marcos. En algún punto de la fiesta, decidí escabullirme sigilosamente hacia allí para respirar algo de aire fresco, quería dar un paseo al azar y sentirme un poco libre de la etiqueta cortesana por un rato bajo el anonimato de mi máscara; me fui con tanta premura que ni siquiera le comenté a mi marqués que me retiraría. Me di una escapada con el espíritu aventurero que la celebración me inspiró. Nunca había tenido el impulso de huir de las comodidades del palacio y de la pomposidad de aquellas fiestas privadas para mezclarme con la plebe. Sin dudas fue una decisión muy torpe de mi parte; pero, a pesar de las presiones sociales que imponen mi alto rango y el hecho de ser mujer, siempre he considerado que tengo derecho a hacer lo que me plazca mientras no dañe a nadie.
La Plaza estaba nítida, rodeada de gente. No había acqua alta (*fenómeno de inundación frecuente en Venecia, durante el acqua alta muchos lugares como la Plaza de San Marcos, que queda frente al Palacio Ducal, pueden ser cruzados en las embarcaciones conocidas como góndolas).
Apenas crucé la plaza, el perro del arlequín apareció delante de mí y me ladró . La máscara ocultaba mi identidad por completo, además en época de carnaval todos son iguales, tanto nobles como pobres. Nadie podía ni sospechar de que yo fuera una dama elegante, pues por lo general las mujeres de la nobleza se hacían acompañar siempre de un hombre, su esposo o un lacayo, sobre todo por el incómodo calzado que hoy, día de fiesta, era sustituido por zapatillas cómodas para el baile (*las mujeres venecianas usaban una especie de tacones, unas altas e incómodas plataformas de madera, en ese sentido eran un tanto modernas).
¡Qué noche tan extraña! La copa de vino que me atreví a beber debió de afectar mis sentidos para haberme apartado así de mi marqués. Pensé en él, de seguro estaría preocupado por mi repentina ausencia, no es que sea celoso, pero conoce bien los peligros de la época carnavalesca, cuántos bandidos aprovechan las máscaras para sus fechorías.
Seguí al perro de ojos deformes, que se dirigía presuroso a algún sitio de la ciudad. No les importaba a los demás lo que yo hiciera, aun así me sentía observada pensando en lo pintoresco que resultaba una dama persiguiendo a la mascota de los arlequines. La mascarada es ocasión especial no sólo para los bandidos, sino también para estas excentricidades: había damas y caballeros que aprovechaban el anonimato del disfraz para cosas menos inocentes que perseguir a un perro.
Perdí de vista la Plaza de San Marcos. El perro se dirigió a un lugar oscuro al que casi desisto de acompañarlo, hasta que vi que había una luz de velas cerca: había entrado a un jardín silencioso. Allí había una fuente de leones cuyas bocas arrojaban agua clara. Pasando la reja entreabierta de hierro, encontré este precioso lugar. Las piedras estaban cubiertas de musgo silvestre y había rosales y otras flores de subyugante fragancia. No me había percatado en mis viajes a Venecia de este jardincillo público, cercano a la Plaza: me parecía haber salido de la nada. No era ni similar a los jardines de moda de nuestro tiempo, pues excepto por la fuente y las verjas todo era silvestre y rústico en él.
La luz de la luna era la que iluminaba el jardín, pero había reflejos dorados del fuego de velas sobre aquellas estatuas de mármol de los leones y me era imposible decir de dónde provenían entonces las velas doradas.
El perro se volteó hacia mí y ladró, se alejó para seguir los candelabros de procedencia desconocida y cuyas llamas no temblaban por el viento pues dejaban unos reflejos nítidos y constantes.
Se perdió en la niebla de un laberinto al final del jardín. Dudé en seguirlo, tenía una mala premonición, pero mi curiosidad me generó una angustiosa expectativa, era incontrolable y cedí. Allí había candelabros encendidos, pero de pronto el viento los apagó todos. Vi los desproporcionados ojos del perro brillar con un matiz rojo e infernal, me detuve y quise retroceder, pero mis zapatos siguieron el rumbo como bajo un hechizo, hipnótica e inexplicablemente avancé.
Continué siguiéndolo en contra de mi voluntad hasta que mi voluminoso vestido hizo caer un objeto en un profundo pozo y escuché el sonido del agua, no podía buscar otro camino: me rodeaban, mirándome fijamente cuatro pares de ojos rojizos, grandes y de distinto tamaño como los del can que había frente a mí. La sombra de algún ave nocturna, un cuervo o un murciélago, pasó e hizo desaparecer a aquellos cuatro perros por un instante: eran solo espejos entre los arbustos. Vi mi propio reflejo y debí quitarme la máscara y el sombrero para asegurarme de que era yo misma.
¿No me habían advertido de los arlequines lo suficiente? ¿Por qué no sabía yo de sus trucos de magia negra? La lágrima de un juglar es la sonrisa del Demonio. Caí al pozo antes de comprender lo que pasaba. La caída fue lenta y asfixiante. Podía morir antes de llegar al suelo y no me atrevía a mirar abajo, a la profundidad desquiciante. Gritaba de terror, pero la voz salía de mi garganta como el aullido de un lobo. Hubiera preferido que nadie me escuchase si quienes iban a escucharme eran los cadáveres de otros desafortunados como yo. Las paredes a mi alrededor tenían incrustadas calaveras de vivos ojos que miraban con astucia, y cuyos dientes descarnados parecían sonreír. Miré hacia arriba un instante: lo que había visto era un murciélago. Revoloteaba con descaro y sus ojos rezumaban venganza.
Sobra decir que no morí de la larga caída. Caí al suelo lentamente, con la suavidad de una pluma. Mi máscara y mi sombrero, que había tenido en la mano desde que vi mi reflejo, se habían caído y desaparecido. Miré nuevamente hacia el cielo, no se veía ya nada, ni la luna ni el murciélago. El pozo estaba tapado.
Aparecieron frente a mí dos arlequines: Peccavi, el arlequín jorobado y deforme, y otro al que vi de lejos en la fiesta con un simple antifaz: un arlequín albino que tenía los ojos rojos como los seres del Inframundo. A este último era al que llamaban Vampyrus, de alta estatura, azules ojeras y afiladas facciones; su sonrisa era desagradable como la de un vampiro: dientes grandes y de bordes filosos, dientes que desordenados se superponían unos sobre otros.
Cada uno me tomó de un brazo y me condujeron a una trampilla. Eran más fuertes de lo que sus enclenques cuerpos hacían creer. No podía deshacerme de ellos, por más que forcejeara o los ensordeciera con mis gritos aterrados. Sus manos se clavaban en la piel de mis brazos como hierros candentes, los dedos con artritis de Peccavi me asqueaban por ser hediondos como la muerte, como si estuvieran podridos, y las uñas descuidadas de Vampyrus me dejaban marcas dolorosas y me sacaban pequeñas gotas de sangre. No podía saber a dónde me conducían aquellos perversos engendros ni qué harían conmigo. Abrieron la trampilla y me empujaron, como si no hubiera sido suficiente con el horror de la primera caída. Volví a caer y no puedo decir qué profundidad tenía este pozo dentro del pozo, un nuevo pozo lleno de agua en el que creí que me ahogaría antes de llegar al fondo. El agua no era dulce como habitualmente lo son las aguas de los pozos, era un agua salada como el mar y las lágrimas que resbalan hasta los labios.
Cuando creí que perdería la conciencia dejó de haber agua a mi alrededor y otra vez emergieron de aquel subterráneo Peccavi y Vampyrus. Apareció también un banquete sobre una larga y elegante mesa que recordaba la del palacio. Las copas, cubiertos y platos de oro brillaban en toda aquella penumbra como si la luz procediera de sus mismos materiales, pero me percaté pronto de que la fuente de luz eran los cinco candelabros que semejaban figurillas de bronce dorado y que contenían velas brillantes. Peccavi tenía un laúd en mano y tocaba una canción improvisada; su voz aguda de bufón tenía, sin embargo, modulaciones que podría decir agradables para el canto, ejecutó una improvisada melodía en lengua anglosajona:
"A great Lady must eat well
to make sure her health.
We, miserable harlequins,
will give everything to our queen"
Vampyrus, cuyos ojos parecían más rojos bajo aquella luz de velas y oro, me hizo sentarme en la silla más señorial, la que se hallaba al otro lado de la mesa y que tenía en la madera del respaldo el escudo calado de Venecia: un león con alas, una espada y un libro. Aquella noche en que no había mucho frío, el agua que goteaba de mis ropajes, piel y cabello habían logrado hacerme tiritar. Mi confusión no me dejaba pensar claramente, veía a mi alrededor y no encontraba forma de huir, era mejor no intentar nada pues Vampyrus sostenía una peligrosa pica, imitando a un guarda real.
Me pregunté en mis pensamientos por qué me habrían traído allí.
—La dama se preguntará qué hay de cenar, pues esto es un banquete, ¿cierto? -preguntó Peccavi exagerando la sonrisa de su despreciable cara.
Era un espacio cerrado, sin embargo, a cada momento aparecía de la nada algo nuevo. Primero fue un redil de aves. Luego, al lado, una cabra.
Con un silbido de Peccavi, apareció el perro de los ojos deformes. El can saltó la pequeña cerca que rodeaba a la cabra y empezó a morderla hasta matarla. El animal berreaba de una forma horrible y el perro se ensañaba más. Mientras, Vampyrus con su pica enganchó a uno de los pavos, el animal aún vivo se retorcía aleteando hasta que se desangró. Vampyrus tomó al pavo por las alas. Sus uñas se encajaron en el animal moribundo para sostenerlo y luego sus dientes se hundieron en el plumaje del animal y succionó su sangre.
El perro llevó la cabeza del animal, cercenada por él mismo, a Peccavi.
De pronto sentí la presencia de Vampyrus a mi lado otra vez: ¿cómo era posible que estuviera al mismo tiempo junto al redil de pavos, devorando a un animal, y junto a mí vigilándome, con la pica afilada y brillante, al lado de mi silla? Sólo un gran brujo, un imperdonable hereje, sería capaz.
Aquella escena cruel y repugnante de matadero me dejó pálida y temblorosa. Yo que ni siquiera podía presenciar las grandes y crueles cacerías hechas para los banquetes, me cubría los labios para no gritar del horror y el asco; mis lágrimas caían mientras me cuestionaba qué había hecho yo para observar estas imágenes que parecían ser un reflejo de todos mis temores posibles, de todo lo que odiaba y me asqueaba. Deseaba huir, pero una fuerza maligna me impedía mover siquiera un músculo y aunque pudiera levantarme del asiento, mi propio pavor me hubiera dejado inmóvil.
Peccavi tomó jarras y copas de oro y las rellenó con la sangre de la cabra, luego fue colocando las vísceras del animal en los platos desde el otro extremo de la mesa, sucesivamente hasta llegar a mí.
—"Una gran dama debe comer bien para mantenerse saludable"-dijo el cruel Peccavi colocando la cabeza del cerdo en mi plato.
Vampyrus tomó la palabra:
—Nuestra reina no se sentirá satisfecha con la carne de cerdo, necesitará más vidas para su banquete.
— Por supuesto, podrías matar a otro de los pavos, ya que eres un glotón y decidiste probarlos de primero.
—No están servidos los entrantes aún, el plato principal no lo es todo.
Vampyrus recitó un conjuro en latín que no osaría repetir ni en letras escritas y que hizo adobar la cabeza de cabra y convirtió el redil de las aves en un viñedo pequeño. No era un viñedo normal: cada uva parecía contemplarme fijamente, como los asistentes de la mascarada cuando entré.
Creí en ese punto que estaba volviéndome loca. Hubo otro conjuro y la mesa del banquete se cubrió de diversidad de manjares que a pesar de su exquisita factura aparente, me repugnaban.
Hasta ese momento creo que nunca me había molestado tanto la cantidad de animales que eran sacrificados para los opulentos banquetes: pavos, cerdos, faisanes, ovejas, ciervos, tanta diversidad de aves y ganado en presentaciones distintas y cada una más teatral que la otra.
Nada faltaba en las mesas ni en los estómagos de la corte. Comíamos pasteles hasta perder la forma, carnes de todo tipo, vinos, verduras y frutas. Pero aquellos miserables arlequines probaban las abundantes sobras de los banquetes, que por caridad se les entregaban ¿Por que parecían querer vengarse de una marquesa con este banquete embrujado? ¿Por qué eran tan malagradecidos con quiénes les dábamos dignidad a su vida?
Peccavi arrancó un racimo y se escuchó un agudo grito de dolor y espanto, me pareció que era mi propia voz. Se carcajeó y lanzó el racimo sobre la mesa y este rodó hasta mi plato ensangrentado. Las uvas se desprendieron y de ellas escaparon gritos distintos. Reconocí voces que había oído en la corte, voces de conocidos, de amistades de la infancia. Juro por mi vida que estaban atrapados en aquellas bayas, que vi sus figuras en los reflejos de las uvas y nunca volví a verlos más y que el resto de cortesanos dio por desaparecidos. Las uvas que cayeron al suelo hicieron el ruido de cuerpos pesados y se deshicieron como meros coágulos rojos de néctar frutal en una escena grotesca que hacía doblarse de la risa a los arlequines y me destrozaba a mí de dolor, por aquel final tan inmerecido a personas que en su vida no habían cometido un solo pecado para sufrir esa metamorfosis cruel. Por si fuera poco, Vampyrus pisoteó las bayas que no se deshicieron en la caída. Yo seguía sin poder moverme, como si me ataran con cadenas invisibles. Los odiaba tanto y sentía tanta cruel impotencia que me sentía ahogada. Miré desconsolada las uvas en el plato.
— Coma, mi Lady, sólo son uvas, ¿ahora le apena comer?
¡No me atrevería siquiera! Y mi expresión lo dejó claro para ellos. Vampyrus colocó el filo de la pica bajo mi cuello, rozando peligrosamente mis venas, y Peccavi, no sé bajo qué oscuro hechizo que murmuró, transformó su laúd en un violín al que le arrancó melodías agudas, nerviosas y vibrantes, capaces de producir escalofríos. Notas que se hacían graves y serias de pronto, como el sonar de unos tambores antes de una batalla, o más bien, como una voz más que conocida: la voz de mi adorado esposo. Peccavi amenazaba con agresivas melodías, destrozar el violín que contenía el alma de mi esposo. Estaba claro: o sacrificaba a mis viejas amistades, o a mi amado. No sabía qué hacer, hubiera preferido morir que tomar aquella decisión, pero no podía imaginarme la vida sin él y fui egoísta: él hubiera hecho lo mismo por mí, estoy segura. Tomé el tenedor aún vacilante y pinché las uvas, me las llevé a la boca y las tragué sin masticar, pero sentí el horrible sabor de la sangre en mi garganta, aún lo recuerdo bien, aún lo siento al describir esto. Sentí arcadas y estuve por consiguiente a punto de ser asesinada, cuando vi que la cabra muerta abrió los ojos en su degollada cabeza y me miró fijamente.
— Las frutas son el entrante, pero la carne es el plato fuerte-indicó Vampyrus.
Y así me obligaron también a comerme a un animal que aún daba señales de vida, del que se escuchaba como si fuera un fantasma el sonido de una cabra. No contenía el alma de un ser humano, sino de un animal que sentía como un humano a pesar de estar muerto.
Las náuseas me asaltaron después de dificultosamente masticar y tragar aquella carne cruda y viva.
Sin aviso la pica de Peccavi hizo un doloroso corte en mi cuello que sin embargo no me mató al instante. Peccavi dejó a un lado el violín y empezó a arrancar adornos de mi vestido, los mejores encajes, las perlas y joyas incrustadas. Vampyrus bebió la sangre de mi cuello mientras Peccavi me despojaba cada vez más de mis prendas. Incluso recuerdo que el perro de los ojos deformes mordisqueaba mi tobillo hasta dejarlo en carne viva. No recuerdo lo que pasó después, perdí la conciencia creyendo que luego de tanto sufrimiento y ultraje me llegaría la muerte.
Pero no fue así. Desperté de nuevo en el Palacio Ducal. Mi vestido y todo mi ser parecían intactos. Me levanté del tablado donde los arlequines realizaban sus espectáculos y trucos de magia. Peccavi estaba allí como si nada hubiese ocurrido, con su expresión de jorobado triste, con su sonrisa forzada de bufón que no disfruta de su trabajo. La corte entera aplaudió: me había hecho reaparecer en el palacio luego de que todos se alarmaran de mi desaparición.
Habían ocurrido muchas desapariciones en la corte, pero se les atribuía a escapadas amorosas y otras razones, sólo se sospechaba que había pasado algo extraño conmigo porque mi esposo insistió al dux para que me encontraran.
Escuché las campanadas de las once: había pasado una hora desde mi desaparición. Yo todavía estaba agitada por las torturas de los arlequines.
Por cierto, faltaba Vampyrus... No, estaba allí, disfrazado para su próximo acto como un noble. Había empleado su magia negra en una transformación que era imposible con el mejor maquillaje. Vampyrus era un señor elegante ahora y atractivo a pesar de su podrida alma. Su cabello ya no era de aquel color amarillento casi blanco, sino castaño claro, y sus ojos eran igualmente castaños en los que se distinguía un fulgor entre rojo y dorado que me recordaba el desagradable brillo que tenían en el subterráneo.
Mi señor marqués me tendió la mano para que bajara del escenario, tan atónito como yo. Estaba allí, sano y salvo, no pude contener mi felicidad y lo abracé. Me preguntó qué había pasado, si entendía cómo era posible tal milagro, pues había aparecido de la nada, y por qué me veía tan pálida y temerosa. No pude contestarle en ese instante, se me hizo un nudo en la garganta. El dux se me acercó y me preguntó si estaba disfrutando de la fiesta.
— Ya deseo retirarme. Quiero mi carruaje de inmediato, partiré hacia mi tierra.
— ¿Tan rápido? Llegamos hace un par de días y es un viaje largo y agotador, ¿de veras quieres volver?
— Sí, por favor. Quiero irme ya.
Mi buen marqués se apresuró a preparar todo con los lacayos para volver a Milán esa misma noche y no hizo más preguntas momentáneamente.
—¿Qué ha pasado? —me preguntó el dux.
Le dije con la voz en un hilo:
— Los arlequines son brujos. Tienes que... mandarlos a matar-me sorprendí de mis propias palabras, pero no podía desear otra cosa a esos viles seres que la muerte.
Echó a reír:
— Era sólo un truco, lo han hecho mil veces.
Miré a mi alrededor, queriendo encontrar los rostros conocidos reflejados en las uvas embrujadas, pero sólo encontré máscaras, mil máscaras muy parecidas entre sí que podían confundirse. Aquel baile de máscaras había dejado de ser bello para convertirse en un tétrico espectáculo de caras falsas e inexpresivas. Yo misma me coloqué mi máscara, la sostenía en la mano y cuando mi faz estuvo oculta por ella, dejé caer mis lágrimas.
Un sirviente intervino:
— Su carruaje está listo, mi Lady.
Sin desear discutir con el dux ni permanecer un segundo más allí, hice una reverencia. Me disculpé por mi súbita desaparición y la descortés circunstancia de marcharme, me despedí y seguí al sirviente. Mientras salía, confundida y atemorizada, de aquel palacio, el perro y los arlequines me miraban con expresión triunfal.
Epílogo:
Aunque sobreviví a aquellos horribles trucos de magia, los recuerdos me perseguían. Las pesadillas se hicieron constantes y despertaba a veces, sonámbula, en un balcón del palacio, dispuesta a suicidarme. Si mi matrimonio hubiese sido desdichado como el de muchas mujeres que conozco, si mi esposo no hubiera sido un hombre sensible y comprensivo, me hubiera sido imposible reponerme en menos tiempo.
Los meses fueron disipando mi angustia, pero mi carácter había cambiado de forma irreversible, ya no era capaz de ser feliz como antes y el deseo de desquitarme había ensuciado mi alma. Aquellos míseros seres habían robado mi personalidad y la habían reemplazado por una más severa y al mismo tiempo asustadiza.
No volví a frecuentar el Palacio Ducal ni el círculo social del dux. Sólo conté lo sucedido a mi esposo, pues sabía que nadie más iba a creerme y me tacharían de loca, él me apoyó para hacer justicia. Las desapariciones en la corte veneciana eran un hecho probado y anécdotas como la mía se repetían tanto que sus ecos llegaban a Roma. El Papado no quería verse involucrado en un escándalo del profano dux, no podían ignorar los rumores de magia negra así que excomulgaron al dux tensando las relaciones entre Roma y Venecia. Peccavi fue encontrado en Roma misma, le prendieron y lo decapitaron, acusado de herejía, su cabeza fue expuesta en una pica por días enteros. Recuerdo haber ido para asegurarme de verle muerto, pero no escapó a su castigo: fue exorcizado hasta que un aliento negro escapó de él y luego separaron su cabeza espantosa de su cuerpo contrahecho. Su expresión y sus gritos ante la inminencia del castigo me recordaron la cabra que su perro mató. Una vez muerto, degollado como la cabra, creí ver abrirse sus ojos, aunque mi esposo, que estaba a mi lado durante la ejecución, me asegura que estuvo atento y no lo vio parpadear.
Vampyrus huyó de Italia, fue buscado sin éxito por la Inquisición en algunos lugares de Europa donde hizo estragos también. No se supo de su paradero, pero se rumoreaba del linchamiento de un bufón albino, en una aldea de las lejanas tierras de Rumanía, a manos de una turba aterrada que lo creyó un muerto viviente.
Un año después de los sucesos narrados, libre de aquellos dos seres, volví a ver al sádico perro de los ojos deformes. Apareció frente a las puertas de mi castillo. Los guardias querían matarlo, pero llegué a tiempo para ver que venía cabizbajo y triste, como si pidiera disculpas por lo ocurrido. No dejé que mataran al perro al escuchar cómo lloraba. Mi pesadilla había terminado ya, no era preciso ensañarse. Pedí simplemente que expulsaran al animal de mis dominios, no sentía lástima a pesar de haberlo perdonado. Ya no me fío de los seres que me parecen demasiado desdichados.
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