La ciudad del Cíclope

Alineados están en el centro de su rostro la boca horrorosa, la larga nariz y el ojo inyectado en sangre del Cíclope. Un ojo enorme, sin iris visible, con una diminuta pupila gris, sin pestañas, sin cejas, con un párpado caído y rodeado de ojeras y líneas de expresión.

Su nariz olfatea el gran cajón lleno de cíclopes encadenados. Es el primer día de su fin. Empieza por el más pequeño de todos, el bebé arrugado de un cerrado ojo. Su llanto no impidió a su padre empezar a morder la carne tierna y saborear su sangre. La boca pequeña sin dientes intentó masticar el brazo que lo sostenía y ahorcaba. Cada fino cabello fue arrancado. Los gritos no cesaban. Las mejillas jugosas y finalmente el viscoso ojo escondido en el párpado ciego. Con sus propios dedos arrancó la lengua del bebé para que no llorase más y la tragó de un mordisco como un pequeño manjar.

La madre de los cíclopes murió. El Cíclope devoró a todos los humanos de su ciudad, echó abajo todos los edificios, se partió varios dientes con los ladrillos de las edificaciones, secó las tierras e intentó comer todo cuanto había en el edificio que tomó como palacio.

Ya no había comida para él ni para sus hijos. Habían arrasado todo en esa ciudad de la que no podían ahora salir, rodeados por ejércitos armados. Quedaban dos últimas salidas: el hambre y la muerte.

Ya no soportaba el hambre. Había mordido las maderas de los baúles, dejando sólo aquel y las cadenas con que encerró a sus hijos para que no salieran de la ciudad a ser asesinados por los enfurecidos hombres armados.

Los hijos del Cíclope también habían perdido dientes intentando morder las cadenas y la madera para alimentarse con algo. Tenían las bocas ensangrentadas y llenas de cicatrices. Eran cien entre niños y adolescentes, crueles y sin futuro mordían lo que podían, los escombros de la ciudad les habían destrozado las mandíbulas. Cuando su padre tomaba a alguno de ellos este intentaba morderlo del atroz hambre y ya al Cíclope le faltaban trozos de piel que había dado de alimento a sus hijos mientras él se alimentaba de ellos.

Pero era necesario concluir con esa monstruosa y egoísta hambre que le hacía perder la cordura. Cada día tomaba a un hijo distinto para comerlo, uno de ellos era suficiente para mantenerse saciado un día entero. se juró que cuando culminara con todos ellos empezaría a devorarse a sí mismo hasta la muerte.

Cada día tomó a un hijo distinto, de menor a mayor. Con cada uno devoraba un instante de felicidad de su pasado. A veces devoraba la cabeza primero si lo había amado mucho para que no sufriera e iba comiendo sus extremidades a lo largo del día, lentamente. Mientras, los hermanos, permanecían encerrados en el baúl, sollozando constantemente algunos, otros gritando de pánico, otros mordiéndose a sí mismos, resignados a la muerte venidera.

El último de los hijos fue el más difícil de devorar. El hijo mayor, el que había conocido a su madre y que tenía idéntico rostro a ella. Escuálido y con una mirada llena de desesperanza y lágrimas miró a su padre, suplicante. Nada bastó para detener al hambriento Cíclope. Arrancó su cabeza y devoró sus extremidades a lo largo del día entero.

Al día siguiente, rodeado de huesos putrefactos que no había podido devorar de sus cien hijos, decidió suicidarse, morder cada hueso dejándole que le astillaran el paladar lentamente hasta llenarle la boca de su propia sangre. Gigantesco y gordo como estaba el monstruo inmisericorde, bebió con avidez su propia sangre, entre salada y amarga, luego se arrancó trozos epiteliales y músculo. A pesar del agónico dolor continuó. Murió lentamente, completamente desangrado. Sólo quedó un torso, sin piernas ni brazos y una cabeza que miles de insectos disfrutaron comer durante semanas enteras.

Pasaron dos semanas y todo reapareció como el primer día en que atacó la ciudad. El ciclo debía de empezar otra vez y se repetiría paso a paso, sin que él lo recordara. Creyendo que invadir la ciudad saciaría su hambre y la de sus cien hijos, el Cíclope volvió a atacar.

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