Capítulo 2:

La familia del Valle

Al acercarse al hogar de la familia del Valle, un perro salió a recibirlos con sus ladridos de advertencia. Este era flaco y largo, de pelaje blanco con manchas negras esparcidas a lo largo de su estructura. El pelo erizado en su lomo les advertía que faltaba muy poco para atacarlos. El detective Rocha lo miró con curiosidad y anotó su presencia en la mente.

La puerta del rancho se abrió y desde la oscuridad de su interior apareció a rescatarlos una mujer de mediana edad. Llevaba el cabello oscuro y liso, hasta el hombro; enmarcando un rostro alargado y de prominentes pómulos. Al detective le sorprendió lo pequeña que era.

— Buenos días, señora del Valle. ¿Me recuerda? Soy Ugarte, tuve a cargo el caso de sus niños.

— ¡Oh! Sí... sí... —Llevó una mano nerviosamente hacia la cabeza para acomodarse un mechón de cabello—. Pasen.

Dentro se encontraron en una habitación pequeña, que funcionaba como comedor y sala.

— Él es el detective Rocha —lo presentó su colega. La mujer sólo le dedicó una furtiva mirada, mientras retiraba unas mantas de una silla para que se sentaran.

Parece muy nerviosa, pensó el hombre.

— Acabo de volver del trabajo. Alicia, mi hija —aclaró la mujer, mientras se sentaba a la mesa junto con sus visitas—, se puso mala.

— ¡Ah! ¿Cómo se encuentra? —preguntó Ugarte, sobresaltándose.

— Con la garganta mala, señor. El dotor acaba de irse, dice que tiene la gripe —explicó.

El detective Ugarte respiró aliviado, lo único que le faltaba era que aquella niña, que se había salvado de milagro, ahora estuviera envenenada.

— Espero que pronto se mejore —le deseó el hombre. Luego de un breve silencio, añadió—: El detective Rocha ha venido a ayudarme con el caso. Me gustaría, si usted lo desea, que nos relate todo lo que recuerde de aquel día... Sé que le resultará difícil, pero nos ayudaría mucho.

La mujer entristeció de repente. Asintió con la cabeza y comenzó su relato... Había sido educada para recibir órdenes y cumplirlas era un deber.

— No sé qué más puedo decir que no haya dicho antes... Fue horrible, ¿sabe? Todavía... todavía no acabo de creerlo. ¡Mis pobres niños! Todavía los siento... es como si no se hubieran ido. A veces juegan por toda la casa y meten ruido en la despensa —comenzó la mujer, en un largo sollozo—. El cura de la iglesia me dijo que sus almitas aún no saben que se fueron al cielo.

Escucharla le produjo al detective un sentimiento de tristeza como nunca había tenido. ¡Eran niños tan pequeños! Recordó a su sobrina de cuatro años... Ugarte la dejó terminar su relato y luego la encauzó hacia los hechos.

— Cuando llegué esa mañana, estaba en la casa Dora, ¡y gritaba como loca! Pensé que los niños habían hecho una de las suyas... pero no.

— ¿Qué gritaba?

— ¡Oh! Cosas sin sentido... Repetía: ¡No! ¡No! ¡No!... Y no niña, no niña. No despierta la niña... Algo sobre... creo que juguetes o juegos. Por eso pensé que los niños hacían de las suyas... No entendí, entonces entré. Y allí estaban dormidos... pero no podían despertar. Entonces llamamos a la vecina que los llamó a ustedes... Aquí cortaron el teléfono, ¿sabe? Las cuentas son grandes.

— Más temprano esa mañana, antes de irse al trabajo, ¿no notó algo extraño? —indagó Rocha.

— No. Me levanté a las cinco, le preparé el desayuno a mi marido y me fui. Tengo que caminar mucho pa la fábrica... Y estaban todos dormiditos. Me fijé. Me gusta verlos antes de irme.

— ¿Su marido se fue más tarde?

— Sí... ¡Oh! Ahí viene. Lo mandé a llamar. Me pongo asustada a veces. Mi niña es lo único que me queda.

En ese momento entró a la casa un hombre. Este era alto y delgado, tenía profundas ojeras y la piel demasiado pálida. Sus ojos oscuros parecían querer escapar de las órbitas. Llevaba la ropa sucia y manchada de grasa de auto.

— ¡Por Dios, cariño, no me digas que la Alicia está... está...! —exclamó con angustia al ver a los dos hombres. Su mujer se acercó a él.

— No... no... Está con la gripe. El dotor recién se va.

El hombre, que besó fugazmente a su esposa en la mejilla, miró confundido a los dos hombres. El detective Ugarte se levantó y le explicó lo que hacían en su casa. Luego le presentó a su colega. Cuando lograron calmarlo, el señor del Valle se sentó a la mesa y les dio su versión de los hechos. No había mucho que pudiera aportar. El hombre se había levantado poco después que su esposa, desayunó y se fue a trabajar. No volvió hasta las tres de la tarde, cuando le avisaron lo que había pasado. Al salir de su hogar, todos dormían, estaba seguro. No obstante, no comprobó que estuviesen bien.

Luego de la entrevista con el padre de las criaturas, el detective Rocha pidió permiso para observar la casa, en caso de que un intruso haya sido el culpable. Accedieron.

La casa

El hombre no esperaba encontrar evidencia condenatoria después de tanto tiempo, no obstante siempre consideraba acertado echarle un vistazo al lugar antes de comenzar a juzgar los hechos. Sus ojos muchas veces habían sido la herramienta más valiosa en la mayoría de los casos que había resuelto. Era necesario comprender a la familia, informarse sobre sus hábitos y, por supuesto, conocer dónde conviven sus miembros. Aquello siempre le había funcionado.

En primer lugar, el detective Rocha observó la cerradura de la puerta principal por si había sido violada, sin embargo su colega le advirtió que nunca estuvo cerrada. Luego pasó a la cocina. Esta era una habitación rectangular, de pequeñas proporciones. Contenía una pequeña mesada, un fregadero, una cocina antigua y una heladera. Frente al fregadero había una pequeña ventana. El lugar estaba limpio pero olía mal. No había nada allí que le dijera algo...

Trató de recordar qué le había informado Ugarte. Los utensilios del desayuno estaban allí. Toda la familia había desayunado. Los niños habían ingerido leche. Recordaba que la policía había hallado una jarra con leche, sin el veneno. Las tazas, incluso la mamadera del bebé, estaban limpias. Alguien los había lavado. ¿Ugarte dijo que había sido la niña de 8 años o la mujer de las compras?... De todos modos, no importaba realmente. Era evidente que, al menos la mamadera, había sido vuelta a utilizar y a ser lavada por otra persona. Los niños debieron ingerir el veneno de algún modo. ¿El vaso sin huellas? Trataba con un asesino frío, calculador y muy limpio. Quizá en extremo detallista.

Llamó a su colega y le preguntó que más habían hallado en la cocina.

— Nada más que tres tazas y una mamadera. Limpias y puestas a secar en la mesada.

— ¿Platos de la cena anterior? ¿Vasos con alguna bebida?

— No, nada de eso. Y en la heladera no había bebida alguna, excepto, claro, la jarra de leche del desayuno. Quedaba poca. Evidentemente se usó ese día.

— Entonces, quizá colocaron el veneno en un vaso... —susurró como para sí mismo y luego agregó—: ¿Me dijiste que no tenía huellas digitales?

— Exacto. El único de la alacena.

— ¿Y en la cocina, las puertas y la manija, había huellas?

— Muchas... todas de la familia y de la señora Dora Rivas. Ningún desconocido.

— Quizá usó guantes —propuso Rocha, sin embargo, ¿por qué se los sacaría para agarrar aquel misterioso vaso? Si había sido usado por alguien que llevara guantes no tendría sentido lavarlo luego. Otro enigma más, pensó desalentado.

Ugarte asintió con la cabeza.

— Dijiste que en la cocina no había rastros de veneno para ratas...

— No había nada parecido en toda la casa. Registramos a fondo todo, cada rincón. Mis hombres saben hacer su trabajo —aclaró como para que no quedaran dudas de ello—. Incluso la madre de los niños declaró que nunca había tenido problemas con ratas. Nunca compró aquel veneno... y el padre apoya su versión.

De algún lado había tenido que salir ese veneno. Debieron traerlo y luego llevárselo. ¿Pero quién cometería semejante crimen? ¡Contra unos niños indefensos! ¿Para qué?... Era un crimen muy personal.

En medio de sus reflexiones se dirigió hacia un pasillo que desembocaba en tres puertas, dos habitaciones y un baño. Se dirigió primero al baño. Este era minúsculo. Poseía un lavabo, el inodoro y una ducha frente a él. Debajo del lavabo había un pequeño estante que contenía unas cremas, cepillos de diente, shampoo, enjuague y un jabón, entre otras cosas. Destapó cada frasco y lo olió. No encontró nada allí que pudiera haber ocultado veneno en su interior. Dejó atrás el baño y se dirigió hacia el pasillo.

La siguiente puerta era la habitación principal. Tenía una cama y dos mesitas de noche. Un ropero antiguo y largo, lleno de ropa, fue lo primero que registró; luego le tocó el turno a los dos cajones de las mesitas. Todo fue en vano, lo único que le llamó la atención fue un blíster de pastillas antidepresivas que tomaba la señora del Valle. Era interesante y extraño a la vez. La mujer estaba pasando por un periodo depresivo... quizás sus niños fueran mucho trabajo para ella... Quizás aquella mañana volvió a casa pero, ¿por qué no usó aquellas pastillas para matarlos? Hubiera sido igual de efectivo.

La siguiente habitación era la de los niños. Allí había dos cuchetas y una cuna arrimada a la pared. Parecía haber sido abandonada allí. En una de las camas se encontraba una niña durmiendo. El hombre tuvo un ataque de tristeza. Se imaginó a todos los niños allí, durmiendo. La pequeña tenía una expresión dulce y apacible en su rostro, sin embargo, su respiración forzosa evidenciaba la enfermedad. Como no quiso despertarla y no creyó que encontraría nada allí que fuera curioso, se alejó silenciosamente.

En la última habitación de la casa, la sala-comedor, estaban conversando los demás. Tampoco allí vio algo interesante. Los dejó y salió al patio. De inmediato el perro se acercó a él con un gruñido de saludo. Detrás de él apareció Ugarte.

— ¿Qué hay con el perro?

— ¿Qué tiene?

— ¿Ese día cómo se comportó? ¿Lo vieron ladrar o gruñir?

El policía trató de recordar.

— No, el único comentario que recuerdo fue el de la vecina. Dijo que vio a alguien abrirle, salió de la casa y se echó al sol. Nada más.

— ¿Alguien? ¿Uno de los niños?

— Lo supuso pero, como verás por la posición de la casa, la puerta pudo haber ocultado a la persona. Ella creía que era uno de los niños porque dice que vio poco después al pequeño varón por la ventana. Además que el perro nunca hizo nada extraño...

— Por lo que conocía a aquella persona.

— Exacto.

El patio era un rectángulo polvoriento y delimitado por una cerca de alambre rota. No había nada allí que mirar.

— Si los niños estaban solos, debió alguien cerrar la puerta con llave. No comprendo por qué no lo hicieron.

— La mujer de los mandados dijo que cerró pero, como puedes ver, no era así.

— ¿Y por qué mintió? —indagó Rocha, sospechando.

— Creemos que por culpa...

El detective miró por sobre su hombro y vio en una de las ventanas el rostro de la señora del Valle asomado. Parecía muy nerviosa. Tomó a su colega de los hombros y lo condujo lejos de la casa.

— Encontré un antidepresivo en el cajón de una mesita de luz.

Su colega asintió con la cabeza.

— La mujer dijo que está bajo mucho estrés. No le pagan mucho en la fábrica de ropa donde trabaja y tienen problemas financieros.

— ¿El marido de qué trabaja?

— Es mecánico o ayuda a uno... no gana mucho.

— Debe ser muy difícil mantener a cinco niños.

— Fue lo primero que pensamos. Es un buen móvil para este crimen. Sin embargo, el padre estuvo todo el día en el trabajo. Lo comprobamos con su compañero y dos clientes a los que atendió.

— ¿La madre?

— También estuvo toda la mañana en el trabajo, no salió nunca. Comprobado por una docena de compañeras, dos supervisores y un policía de guardia.

— Entonces los padres fueron descartados por completo.

— Sí, es imposible que estuviesen aquí en algún momento de esa mañana.

El detective Rochadirigió su mirada hacia la casa vecina, la única que había cercana.  

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