6
Ewan
Terminé de llenar el formulario en silencio. A pesar de que notaba las miradas de Emma sobre mí, me concentré en lo que estaba haciendo. No era que me importara lo que pensara, después de todo, apenas la conocía. Era más una sensación incómoda, como si estuviera esperando que dijera algo, pero no tenía nada que decir. Firmé el documento con un garabato rápido y se lo entregué a la recepcionista, quien, con la misma apatía, me dijo que esperara a que el médico me llamara.
Miré una vez más la sala de espera antes de salir a tomar aire. Necesitaba escapar de ese ambiente cargado, de las miradas de los otros pacientes, de los susurros de la gente y el constante llanto del bebé que no dejaba de sonar en mi cabeza. Una vez afuera, encendí un cigarrillo. Cada día fumaba más, lo sabía. Pero entre todos los hábitos destructivos que podía tener, este era el que menos me molestaba. Me lo justificaba, pensando que ya lo dejaría, algún día, cuando tuviera la fuerza. Mientras tanto, me limitaba a perderme en las volutas de humo que subían hacia el cielo y desaparecían. A veces deseaba ser ese humo, desvanecerme sin dejar rastro.
—No sabía que fumabas —dijo Emma, apareciendo de la nada y haciéndome pegar un pequeño salto.
Me giré hacia ella, mi corazón todavía acelerado por la sorpresa.
—Hay muchas cosas que no sabes. Por empezar, todo —respondí secamente, volviendo a concentrarme en el cigarrillo.
—Bueno, si empezamos así... —dijo ella, cruzando los brazos con un gesto un poco desafiante—. ¿Me convidas? —señaló el cigarro con un movimiento de cabeza.
La miré un segundo, evaluando si de verdad quería hacerlo. Sin decir nada, lo tiré al suelo y lo pisé, apagándolo.
—No, fumar es malo —dije con una media sonrisa, antes de volver a entrar al hospital. Quería que la conversación terminara ahí, no estaba de humor para compartir ese vicio con nadie.
Emma me siguió, con el ceño fruncido y un aire de inconformidad.
—No es justo, tú fumas —protestó.
—Si pudiera no lo haría —dije mientras me dejaba caer de nuevo en una silla, suspirando profundamente.
Ella se quedó un momento en silencio, como si estuviera decidiendo si continuar con la discusión o dejarlo pasar.
—Vale —dijo finalmente, dejándose caer a mi lado.
Nos quedamos en silencio, con el sonido de la sala de espera llenándonos los oídos. El bebé seguía llorando, la persona con el brazo torcido hablaba con alguien por teléfono, y yo me sentía como si todo estuviera muy lejos.
Me quedé mirando el techo mientras el médico hacía su trabajo, intentando distraerme de los pinchazos y el dolor persistente en cada parte de mi cuerpo. Cada vez que tocaba las heridas, sentía una punzada de dolor, pero la mente se me iba a otro lado, lejos del consultorio y de todo lo que acababa de pasar. Los recuerdos de la paliza me golpeaban tanto como los puños de Jonas y sus amigos. Jonas... ¿Qué se creía él para arruinarme la vida de esta manera?
El doctor desinfectaba mis cortes con cuidado, pero la quemazón de los líquidos en las heridas me devolvía a la realidad. La sangre seca alrededor de mi boca y nariz era como una segunda piel que él limpiaba sin hacer comentarios, aunque podía sentir su juicio en el aire. Era difícil no pensar que hasta el médico me juzgaba, incluso si no decía nada. Otro chico más que se mete en problemas, seguramente pensaba.
—Te tengo que coser el corte de la ceja, serán solo dos puntos —me dijo finalmente, sin darle más vueltas. Asentí, aunque las palabras coser y puntos me dejaron tenso. Odiaba las agujas desde que era un niño.
Mientras el médico salía del consultorio, los pensamientos se agolpaban en mi cabeza. Todo este desastre... Jonas y los demás, las palizas. Todo porque a alguien le molestaba que existiera. Porque mi presencia en este lugar, en este mundo, era una provocación para ellos. El odio que sentía hacia Jonas y su grupo se mezclaba con el desprecio que sentía hacia mí mismo. ¿Cómo podía dejar que todo esto me siguiera pasando?
El médico volvió con los materiales, y el sonido metálico de las herramientas me sacó de mis pensamientos.
—Coser... genial —murmuré para mí, cerrando los ojos mientras él empezaba a trabajar.
Apretaba los puños con fuerza, tratando de mantenerme en control mientras sentía el tirón de la aguja a través de la piel. Me mordí el interior de la mejilla para no quejarme, enfocándome en cualquier cosa menos el dolor. Recordé a mi papá, a las veces que me decía que no me dejara pisotear por nadie, pero,... qué ironía ¿verdad?
En unos minutos, el médico terminó y yo solté un suspiro, aliviado de que la pequeña tortura hubiera acabado.
—¿Estás bien? —me preguntó, como si la respuesta fuera obvia.
—Sí, sí... gracias, doctor —respondí, obligando una sonrisa que no llegaba a mis ojos.
El doctor me palpó las costillas, sus dedos firmes pero cuidadosos, como si supiera que un movimiento brusco podría hacerme gritar. Su rostro estaba concentrado, los labios apretados en una línea de seriedad que contrastaba con la luz cálida de la habitación.
—Ninguna rota, aparentemente —dijo finalmente, su tono era tranquilizador, pero no podía evitar que la tensión se afianzara en mi pecho.
Sentí un alivio pasajero al escuchar esas palabras, pero los moretones, ya visibles y dolorosos, me recordaban la la triste realidad. Observé cómo el doctor movía su mano, indicando que necesitaría tiempo para sanar.
—Te tomará un par de semanas, tal vez un poco más —agregó, evitando mirarme directamente. Sabía que detrás de esos moretones había una historia que no quería oír.
Mi mente divagó en un mar de pensamientos, recordando la violencia, las risas crueles de los matones, el eco de los golpes resonando en mi mente. A pesar de que no había huesos rotos, el dolor seguía ahí, en mi pecho y en mi alma.
—Es importante que evites cualquier actividad que pueda agravar la situación —continuó, y asentí, sintiendo que en ese momento la vida me parecía una serie de limitaciones.
El doctor hizo una pausa, mirándome con una mezcla de compasión y preocupación.
—Asegúrate de cuidar de ti mismo, Ewan —. Esa frase, esa simple preocupación resonó en mi interior, como un recordatorio de que no estaba completamente solo, aunque la soledad me abrazara a menudo.
Salí de la consulta con una mezcla de alivio y pesadez. La noticia de que no había fracturas era buena, pero los moretones eran más que una herida física; eran un recordatorio constante de la lucha que estaba librando, no solo en mi cuerpo, sino en mi vida.
Sanders levantó la vista de la revista y me miró, su sonrisa despreocupada flotaba en el aire entre nosotros.
—¿Y? —preguntó, con esa chispa de curiosidad brillando en sus ojos.
Me señalé la ceja, la sonrisa en mis labios era más irónica que alegre.
—Nueva cicatriz.
—Una cicatriz, me gusta. Yo tengo varias, las colecciono —respondió con una despreocupación que me dejó perplejo. Esa chica estaba loca.
—¿Coleccionas cicatrices? —Fruncí el ceño, sin poder evitar mi incredulidad.
Ella asintió con entusiasmo, como si aquello fuera lo más normal del mundo.
—Sí, me recuerdan eventos. Son como fotos, pero impresas en mi piel. Es como "oh, esta es de cuando fuimos a la playa", "ah, y esta es de cuando nos caímos montando en bici". Ya me entiendes.
Su tono era tan ligero, tan lleno de vida, que por un segundo me hizo olvidar lo absurdas que sonaban sus palabras. ¿Cómo alguien podía ver una cicatriz como algo bueno?
—Sí, creo que te entiendo —dije lentamente, intentando encontrar lógica en su visión del mundo—. Pero mis cicatrices no son recuerdos felices. Son... solo cicatrices.
Mi voz bajó un tono, cual si le estuviera confesando algo. Ella desvió la mirada, como si de repente algo la hubiese incomodado.
—Sí, lo siento —dijo, su tono ahora más suave, casi pensativo—. Pero siempre te andas golpeando con la gente. Eso no está bien.
La miré, queriendo decir algo, pero me detuve. Sanders pensaba que todo era cosa de peleas callejeras. Que ingenua. No había manera de explicarle lo que realmente sucedía, lo que había detrás de cada golpe, de cada cicatriz.
—Ya es tarde —murmuré finalmente—. Debería volver.
—No, no, déjame que te invite algo de comer —insistió, tironeando de la manga de mi buzo con esa determinación infantil que me hizo suspirar. Puso ojitos tristes, y por alguna razón, no tuve fuerzas para resistirme.
—Está bien—cedí, dejándome llevar hasta la cafetería del hospital.
Nos sentamos junto a una ventana. Sanders se movía con una energía extraña, como si todo fuera parte de un juego, pero yo... no podía recordar la última vez que alguien me había invitado a comer, tal vez fuera porque nunca había sucedido. Me quedé en silencio, observándola mientras elegía la comida. Tenía hambre, una que ya no se sentía en el estómago, sino en el alma. Había pasado tanto tiempo desde que alguien me mirara y decidiera hacer algo bueno por mí.
Cuando volvió, dejó la bandeja en la mesa con una sonrisa triunfante.
—Bueno, espero que te guste —dijo, empujando hacia mí un capuchino caliente y un croissant con jamón y queso. Mis ojos se fijaron en la comida, pero lo que realmente quería hacer era abrazarla. No sabía cómo agradecerle, no sabía qué decir. Así que opté por lo más sencillo.
—Gracias.
Ella sonrió con una dulzura que me desarmó por completo.
—¡De nada! Ahora come, que se enfría.
Tomé un sorbo del capuchino, dejando que el calor me recorriera por dentro, y algo en mí se ablandó. Quizás era la bebida, o quizás simplemente era el hecho de estar con alguien que, por un rato, me hacía sentir menos invisible.
—¿No te metes en problemas ayudándome? —pregunté, aún desconfiando de que nada bueno pudiera durar.
—No —negó con la cabeza, firme—. A mí nadie me dice qué hacer.
Sonaba muy segura de sí misma. Tomé otro sorbo.
—Hoy estabas con Jonas —dije sin mirarla.
—No, él solo se metió. Es el novio de mi mejor amiga, yo no tengo nada que ver con él. Además —mordió su croissant y continuó con la boca medio llena—, él no me da miedo, y a ti tampoco.
—¿A no? —pregunté, arqueando una ceja, como si realmente me importara lo que pensara.
—No, vi cómo le diste esa paliza esta tarde. ¡Lo hiciste pedazos! Nunca esperé verlo llorar —su risa era ligera, casi contagiosa, y me hizo reír también, aunque no lo quería admitir.
—¿Llorar?
—¡Sí! Luego de que te llevaron, se puso a llorar como un niño pequeño. Decía que le dolía mucho —soltó una carcajada que sonaba casi como un cerdito, y sin poder evitarlo, me encontré riendo con ella. Había pasado tanto tiempo desde que me había reído de verdad que casi no reconocí la sensación.
—Bueno, ya —dijo, secándose una lágrima de la risa—. Todo el colegio se burló de él. Ya no volverá a molestar a nadie, gracias a ti.
La miré con una mezcla de orgullo y resignación.
—No sé si sentirme halagado después de la paliza que me dieron sus amigos.
—De eso nos encargaremos después —dijo, como si no tuviera ninguna duda—. Ya verás, cuando vuelvas, todo el colegio te adorará.
—Me temo que no llegará el momento —terminé mi café con un suspiro—. No creo que vuelva al colegio.
—¿Por qué?
—Porque ya estoy grande para eso. No tengo nada que hacer allí. Debería buscarme un trabajo.
—¿No quieres ir a la universidad?
La idea me hizo reír, una risa amarga, sin humor.
—No me hagas reír. Esos son solo sueños de ricos.
—Yo no soy rica...
—...entonces ingenua —la corté suavemente.
Ella me miró con esa terquedad que empezaba a reconocerle.
—Yo solo quiero estudiar y tener un futuro.
—Solo los ricos tienen un futuro, los demás somos máquinas, trabajando para ellos.
—Estás muy equivocado.
Ojalá lo estuviera, pensé mientras nos levantábamos de la mesa. Volvimos al auto en silencio. La radio sonaba suavemente, pero esta vez ella no cantó. Yo, por mi parte, no quería volver a casa. No quería regresar al infierno de siempre, después de haber pasado un rato con alguien que me trató con amabilidad.
—Sabes, te quería agradecer por todo esto pero no sé que podría hacer por ti —dije, y esta vez lo decía en serio.
Ella me miró de reojo y sonrió.
—Descuida.
Arrancó el auto, y me agarré fuerte mientras aceleraba por las calles, doblando esquinas con una rapidez que solo ella podía manejar. Cuando por fin desaceleró en mi calle, suspiré de alivio.
—¿Dónde te dejo?
—Por aquí está bien.
No quería que nadie me viera bajar de un auto. Caminé un par de casas más adelante, mi mente ya en otro lugar, en Poppy, sola en casa. Me apresuré. Ya era tarde.
Entré con cautela, el sonido suave de la puerta cerrándose resonaba más fuerte en mi mente de lo que seguramente era en la realidad. Cada paso que daba parecía un eco en el silencio tenso de la casa. Nadie salió a mi encuentro, lo cual era un alivio. Me acerqué al living y allí estaba él, tumbado en el sofá, completamente borracho, su respiración pesada llenaba el aire. Mi pecho se apretó con una mezcla de alivio y angustia; al menos esta vez no estaba consciente para causarnos más daño.
Me deslicé hacia la cocina, tratando de no hacer ruido mientras sacaba dos panes y los rellenaba con un poco de queso fresco. Con las manos temblorosas, envolví los panes en una servilleta y subí las escaleras, moviéndome despacio, casi como un fantasma, temeroso de que cualquier crujido despertara la tormenta dormida en el piso de abajo.
Al llegar al cuarto de Poppy, abrí la puerta con suavidad, mis ojos recorriendo la habitación hasta que noté su ausencia inmediata.
—Poppy, soy yo —dije en voz baja, casi en un susurro.
En un instante, escuché el suave sonido de sus pasos, y antes de que pudiera reaccionar, salió corriendo del placard, sus bracitos rodearon mi cintura con fuerza. La abracé de vuelta, aferrándola con una necesidad urgente, como si todo el peso del día desapareciera en ese simple gesto.
—¿Por qué tardaste? —su vocecita salió en un murmullo, apenas audible, como si temiera despertar algo oscuro en la casa.
Le sonreí, tratando de disimular el cansancio en mi rostro.
—Tuve que ir al doctor, pero estoy bien —mentí con dulzura, porque ella no necesitaba saber la verdad. La tomé de la mano, guiándola a mi cuarto, donde últimamente dormía conmigo.
Había tirado mi colchón en el suelo para que entraramos los dos. Poppy, con su miedito constante al monstruo, encontraba refugio en mi lado, y yo no podía permitirme dejarla sola, sabiendo que, aunque papá no le levantaba la mano, la sombra de su presencia era suficiente para asustarla.
—Mira lo que traje —dije, sentándome en el colchón e instándola a hacer lo mismo.
Sus ojitos se iluminaron al ver los panes.
—¿Es queso? —preguntó con entusiasmo.
—Sí, tu favorito —le dije, sacando el pan de las servilletas y colocándolo en sus manitas pequeñas. Esa sería su cena. Yo, por suerte, ya había comido mi croissant y a estas alturas no me quedaba mucha hambre, solo cansancio.
La observé mientras comía tranquila, su pequeña figura irradiando una calma que, por un momento, me hizo olvidar todo lo demás. Agarré uno de mis libros, como lo hacía cada noche, porque a ella le encantaba que le leyera. Siempre me preguntaba si realmente entendía lo que yo decía, pero no importaba. Sabía que el simple hecho de escucharme le daba seguridad.
—¿Hoy me vas a leer? —me preguntó con su típica dulzura, y no pude evitar sonreír.
—Claro, ¿cuál quieres? —pregunté, aunque ya sabía la respuesta.
—Mmm, ese azul —señaló mi biblioteca con su dedo diminuto.
—El pirata rojo —le dije, sacando el libro mientras ella sonreía ampliamente.
—¡Piratas! ¡Qué divertido! —exclamó, emocionada.
Me acomodé en el borde de la cama mientras ella se recostaba contra mí, su cabecita en mi pecho, buscando el calor y la tranquilidad que mi voz le brindaba. Abrí el libro y, con el mismo tono de siempre, empecé a leer.
—"Capítulo 1: Nadie que conozca el bullicio y la actividad de una ciudad norteamericana identificaría, en la tranquilidad que ahora reina en el antiguo mercado público de Rhode Island, el lugar que..."
Mientras leía, el mundo exterior desaparecía, dejándonos a Poppy y a mí en una burbuja de calma, lejos de los gritos, de las sombras y de todo lo demás. Ella me escuchaba con atención, sus ojos pesados, y poco a poco su respiración se hizo más lenta, más profunda. Cuando finalmente se durmió, la arropé con suavidad, acariciando su oscuro cabello antes de apagar la luz.
La oscuridad volvió, pero al menos en ese momento, mi hermana estaba segura, y por esa noche, eso era suficiente.
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