1

Ewan

Me zarandeó de la ropa, y entrecerré los ojos mientras escupía sus palabras de odio.

—¡Eres un maldito pedazo de basura! —gritó, y sus palabras cortaron como un cuchillo, rompiendo mi carne casi más que los golpes que vinieron después. Sentí el impacto de su puño en mi mejilla y, en ese momento, me burlé de mí mismo, sintiéndome incapaz de ser lo suficientemente fuerte, lo suficiente hombre. No era nada.

Me dio otro puñetazo, esta vez en la nariz. Caí sobre mi espalda y, como una serpiente herida, repté por la sala de estar, el miedo me empujaba hacia adelante. Me sujetó de los pies, y en un instinto primario, le pateé en la cara. Emitió un alarido que resonó en mis oídos. En un abrir y cerrar de ojos, me hice con una lámpara dispuesto a usarla como defensa.

Pero entonces, mi madre descendió las escaleras, con sus ojos desorbitados al ver el caos.

—¿Qué está pasando? —preguntó, y vi mi oportunidad. Tomando mi mochila sobre el sillón, salí huyendo por la puerta principal.

Corrí sin rumbo, dejándome llevar por el impulso de mis pies, hasta donde mi corazón aguantara. El dolor era profundo, un eco constante que retumbaba en mí. La resignación se había convertido en mi única compañera. Cada paso alejado de esa casa era una bocanada de aire fresco, y mis pulmones lo agradecían. Me sequé los ojos empañados con las manos, tratando de disipar la tristeza que me envolvía.

Diecinueve años viviendo con él; no había indicios de que las cosas cambiaran. La violencia, su violencia, había roto a nuestra familia en mil pedazos.

Ya no podía más. Ya no podía tolerar un golpe más. Vivir con miedo, escondiéndome en el desván, había llegado a su límite.

Seguí corriendo, cada vez más rápido, como si así pudiera desprenderme de la vida que me había tocado. Dejé todo atrás y busqué algo mejor, porque, ¿tenía que haber algo mejor, no?

Pasé por la casa de los Carter. El año pasado, nos habían invitado a su cena de Navidad. Ellos parecían una familia feliz. Su hijo mayor estaba en la universidad, algo que yo nunca haría. El menor estudiaba en la misma preparatoria que yo. Recuerdo la decepción en sus rostros cuando papá se emborrachó y empezó a insultarlos a todos. Nos echaron de su casa, y nunca volvieron a hablarnos. No hubo Navidad para nosotros, otra vez.

Mirando a mi alrededor, veía familias así, preguntándome si no eran solo fachadas y si dentro de esas casas ocultaban monstruos que jamás dormían.

El sabor metálico llegó a mi boca, y me limpié la nariz con la manga, manchándola de rojo. Bien, perfecto. Ahora había ensuciado la poca ropa que me quedaba.

Me detuve a tomar aire, sintiendo cómo mis pulmones se hinchaban agradecidos. Miré al frente y me acerqué despacio al terreno baldío que se extendía más adelante.

Jake y Mike estaban allí, junto a otros dos chicos que no reconocí. Al verme, salieron a mi encuentro, escandalizados por mi aspecto. Debía lucir terrible.

—Amigo, ¿te volvió a golpear? —preguntó Jake, con su voz llena de preocupación.

—Creo que no necesito contestar a eso —repliqué, intentando sonreírles, aunque no podía ocultar mi dolor.

—¿Qué le pasa? —se acercó uno de los otros, una expresión de inquietud cruzaba su rostro.

—El padre le pega —dijo Mike, señalando mi cara con resignación. La sangre comenzaba a secarse en mi nariz, dejando un rastro rojizo.

—Soy Mark —se presentó el nuevo, con una mirada compasiva—. Yo conocí a un chico que le pasaba eso mismo. Pobrecito. Su padre era un salvaje; le destrozaba la cara. Yo le dije mil veces que huyera, pero no me hizo caso.

—¿Y qué pasó? —pregunté, mi voz era apenas un susurro.

—El viejo lo mató. Se le fue la mano —todos se quedaron en silencio, el peso de sus palabras llenaba el aire—. Pero tranquilo —continuó Mark—, no te va a pasar lo mismo. Nos aseguraremos de que no.

Sonrió, y los demás lo secundaron, sus miradas solidarias iluminaban un poco la oscuridad en mi corazón. Todos siguieron hablando, pero yo me aparté un poco, buscando un rincón donde pudiera pensar y airear mi mente atormentada.

Mark se sentó a mi lado, y me sorprendió su silencio. No dijo nada; solo miró al aire como yo. Sacó un cigarro y lo encendió, ofreciéndome un poco. Fui consciente de que no era de tabaco, pero lo acepté igualmente. Dejé que mi cabeza se relajara, y la sensación no tardó en llegar, envolviéndome en una neblina de calma.

—Era verdad —dijo de repente.

—¿Qué cosa? —pregunté, sacado de mis pensamientos.

—Lo que dije antes, sobre el chico que murió. No fue para asustarte —suspiró, con su mirada perdida en el horizonte—. Se llamaba Chris. Fue un buen amigo. ¿Tú cómo te llamas?

—¿Yo? Soy Ewan —respondí, sintiendo la conexión que se formaba entre nosotros.

—Ewan, si valoras tu vida, de verdad, vete de ahí. Hoy es este golpe —señaló mi cara—, mañana puede ser algo peor. Nunca se sabe con esos monstruos. —Me dio una palmada en la rodilla y se alejó junto a los demás.

Me quedé pensando en sus palabras.

La idea de huir la había tenido tantas veces... pertenecía a mis sueños más dorados. Pero luego estaba mi madre; no podía dejarla allí, sola con él. Sentía que debía estar presente para protegerla, o al menos intentarlo. Ponerle el cuerpo a la amenaza, aunque eso significara arriesgar mi vida. La lucha entre el deseo de escapar y la obligación de quedarme se intensificó en mi pecho, y su peso se volvió casi insoportable.

Terminé de fumar el cigarro y cuando me sentí lo bastante calmado, me puse de pie y me acerqué al grupo. La adrenalina corría por mis venas, y me sentía más valiente que al inicio.

—¿Alguno me puede enseñar a pelear? —pregunté, sintiendo que mi voz sonaba más firme.

—¿Qué? —Mike se sorprendió, sus ojos abiertos de par en par.

—No sé si sea buena idea —opinó Jake, su tono cauteloso.

—¿Por qué no? —desafié.

—¿Cuánto mides? ¿1.85? Pero eres muy delgado —respondió Jake, mirándome de pies a cabeza.

— Yo te enseño —accedió Mark, sonriendo con complicidad.

—Gracias —respondí, un atisbo de esperanza surgió en mi pecho.

—Agradéceme cuando te sirva de algo lo que te enseñe —replicó Mark, y todos se hicieron a un lado. Nunca había estado tan seguro de algo. Siempre habían abusado de mí, pero ahora tenía la oportunidad de defenderme. Me pregunté por qué había demorado tanto en buscarme un entrenamiento.

—¿Estás listo? —me dijo, y yo asentí. —Bueno, vamos a empezar con cómo defenderte si te golpean de frente a la cara.

Se paró frente a mí y simuló que me lanzaba un puñetazo.

—¿Qué harías? —me preguntó, su expresión seria.

—No sé —contesté, sintiendo que el humor se evaporaba—. ¿Salir huyendo? —todos rieron, la tensión se disipó un poco.

—Seriedad, por favor —los calló a todos—. Ahora ven, acércate y simula tú que me vas a dar un puñetazo, así, bien.

Con una palma, desvió mi golpe y, con la otra mano, me sujetó el cuello, bajando mi espalda y dándome rodillazos suaves en el estómago. La sorpresa me dejó sin aliento. Terminé en el suelo, mientras todos aplaudían y chiflaban. Mark se acercó y me tendió una mano. La acepté y me puse de pie.

—¿Estás bien? —me preguntó, preocupado.

—Sí, gracias.

—Ahora quiero que lo hagas tú. Yo te golpearé y tú me desviarás el golpe, ¿vale?

—Está bien —respondí, sintiendo una mezcla de nervios y emoción. No parecía tan difícil; él lo había hecho parecer fácil. Me sacudí el polvo de la ropa y me paré frente a él.

—¿Estás listo? —preguntó nuevamente, y yo asentí. Lo siguiente que vi fue su puño antes de doblarme de dolor.

Mark se acercó a mí, su rostro estaba serio.

—A ver, déjame ver —me quité la mano del rostro y me miró—. Bueno, se va a poner negro, lo siento. Esperaba que lo desviaras.

—¡Se suponía que era despacio! —estallé, frustrado. La burla de los demás me pesaba, y ya estaba harto de que todos se rieran de mí. Sin embargo me sorprendí del aguante que tenía, con el tiempo, el dolor había dejado de doler.

—Bueno, mala mía. ¡Lo siento! —levantó las manos, sincero—. Hagámoslo de nuevo, prometo hacerlo suave. Tienes todas para ganar.

—¡Vale! —respondí, decidido a no dejar que esto me detuviera.

Se puso nuevamente en posición y lanzó el puñetazo, esta vez lentamente, dándome tiempo para reaccionar. Esquivándolo, di la vuelta, empujé su torso hacia el suelo y le di rodillazos. Lo hice con tanta efusividad que Mark se dobló de dolor y cayó al suelo. La sorpresa en sus ojos se convirtió en miedo, y vinieron todos corriendo a auxiliarlo.

—¡¿Qué demonios te pasa?! —gritaron.

—¡¿Estás loco?! —me gritaron, la confusión llenaba el aire.

No comprendí lo que había hecho mal, por unos instantes había sentido tal adrenalina, orgulloso de hacerlo bien. Luego lo vi. Lo había golpeado tanto que no podía levantarse del suelo. Jamás había hecho daño a nadie; no estaba seguro de lo que debía sentir.

—Debería tal vez ir a un hospital... —murmuré, la culpa comenzaba a deslizarse en mi pecho.

—¿Tan frustrado estás? —dijo Jake, la burla y la preocupación se fusionaba en su tono.

—No, yo no... —intenté explicar, pero mis palabras se desvanecieron ante la mirada de Mark, que se levantó lentamente.

—Ya no hables, por favor —dijo, tratando de mantenerse en pie—. No lo molesten, no fue su culpa —se dirigió a los demás, y me sonrió—. Esto solo quiere decir que aprendió la lección, nada más. —Tosió un poco—. Vamos, relajémonos un rato.

Nos sentamos contra el paredón, Jake, Mike, Mark y Louis. No había mucho que ver, el montón de casas y las calles llenas de autos. Para ellos, venir al paredón era un acto de rebeldía; para mí, solía ser un escape.

Encendí un cigarrillo, sintiendo cómo la nicotina me tranquilizaba.

—¿Sigues fumando, Ewan? —me preguntó Mike, su mirada de reproche era clara.

—Pues ya ves que sí —respondí, dejando escapar el humo.

—Sabes lo malo que es, amigo— me reprendió.

—Lo que tú te metes es peor, y yo no te digo nada.

—Ya sé, pero tú sabes que... nada.

—Pues sí, nada.

Aspiré nuevamente, sintiendo cómo el humo llenaba mis pulmones y miré la hora; ya estaba llegando tarde al colegio. Me levanté y agarré la mochila.

—¿Ya te vas? —preguntó Mark, un poco decepcionado.

—Tengo clases.

—¿Cuántos años tienes? ¿Todavía vas al cole? —se sorprendió, su tono divertido mezclándose con curiosidad.

—Repetí un par de cursos —tiré el cigarro al suelo—. Lo hago por mi madre; a mí no me interesa.

—¿Por qué no te quedas un rato más? Íbamos a tomar unas cervezas —insistió Mark, y aunque la idea era muy atractiva y ellos eran los únicos a quienes podía considerar amigos en todo el mundo, lamentablemente tenía que seguir mi camino.

—Lo siento, de verdad. Tendrá que ser otro día.

—Vale —me dio la mano—. Fue divertido conocerte.

—Lo mismo digo —saludé a los demás y me encaminé al colegio. Sabía que estaba grandecito para ir al cole y, si hubiera sido por mí mismo, no hubiera vuelto nunca más. Pero seguiría yendo, por mi madre, que siempre insistía en ello. Para ella, era muy importante.

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