VI
LA ESPERA
En estas horas de espera, ¿qué hicieron?
Es preciso que lo digamos, puesto que pertenece a la historia.
Mientras los hombres hacían cartuchos, y las mujeres hilas; mientras una gruesa cacerola, llena de estaño y de plomo fundidos destinados a moldear balas, humeaba sobre un hornillo encendido; mientras los centinelas velaban con el arma en mano, sobre la barricada; mientras Enjolras, a quien nadie podía distraer, estaba atento a los centinelas, Combeferre, Courfeyrac, Jean Prouvaire, Feuilly, Bossuet, Joly, Bahorel y algunos otros se reunieron, como en los más apacibles días de sus charlas de escolares, y en un rincón de la taberna, convertido en casamata, a dos pasos del reducto que habían construido, con las carabinas cebadas, cargadas y apoyadas en el respaldo de la silla, aquellos jóvenes tan cercanos a una hora suprema se pusieron a recitar versos de amor.
¿Qué versos? Los siguientes:
¿Recuerdas aquel tiempo de alegría,
de nuestra juventud en los albores,
cuando un solo deseo nos movía,
el de nuestros amores?
Añadidos tus años a mis años,
cuarenta y dos apenas se contaban
y libres nuestras almas se encontraban
de amargos desengaños.
Orgulloso era Foy, Marcel prudente;
París santos banquetes celebraba,
y un alfiler en tu corsé saliente
a veces me pinchaba.
Al verte hermosa entre las más hermosas,
de todos envidiada era mi suerte,
y al pasar por el prado hasta las rosas
se volvían para verte.
La hora, el lugar, la evocación de aquellos recuerdos de la juventud, algunas estrellas que empezaban a brillar en el cielo, el reposo fúnebre de aquellas calles desiertas, la inminencia de la aventura inexorable que se preparaba, daban un encanto patético a estos versos, murmurados a media voz en el crepúsculo por Jean Prouvaire, que, según hemos dicho ya, era un tierno poeta.
Entretanto, se había encendido una antorcha en la barricada pequeña, y en la grande una de esas hachas que el martes de carnaval se encuentran precediendo a los coches cargados de máscaras que van a la Courtille. Esas antorchas, como hemos dicho, venían del arrabal Saint-Antoine.
La antorcha había sido colocada en una jaula de adoquines cerrada por tres lados para abrigarla del viento, y dispuesta de modo que toda la luz caía sobre la bandera. La calle y la barricada quedaban en la oscuridad, y no se veía más que la bandera roja formidablemente iluminada como por una linterna sorda.
Esta luz extendía sobre el escarlata de la bandera un tinte de púrpura terrible.
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