VI
MARIUS VUELVE A LA REALIDAD HASTA EL PUNTO DE DAR SUS SEÑAS A COSETTE
Mientras aquella perra con figura humana guardaba la verja, y los seis bandidos retrocedían ante una muchacha, Marius estaba al lado de Cosette.
Nunca el cielo había estado tan estrellado y tan hermoso, los árboles tan temblorosos, ni las hierbas tan embalsamadas; jamás los pájaros se habían dormido entre las hojas con más suave arrullo; nunca las armonías de la serenidad universal habían respondido mejor a las músicas interiores del amor; ni nunca Marius había estado tan prendado, tan feliz, tan extasiado. Pero había encontrado triste a Cosette. Cosette había llorado. Tenía los ojos enrojecidos.
Aquélla era la primera nube en tan admirable sueño.
Las primeras palabras de Marius habían sido:
—¿Qué tienes?
Ella respondió:
—¡Ya verás!
Después se sentó en el banco cerca de la escalinata, y mientras él se sentaba a su lado, tembloroso, continuó:
—Mi padre me ha dicho esta mañana que estuviese dispuesta, porque tiene negocios, y tal vez debamos partir.
Marius se estremeció desde los pies a la cabeza.
Al final de la vida, morir es partir; pero al principio, partir es morir.
Desde hacía seis semanas, Marius, poco a poco, lentamente, por grados, tomaba cada día posesión de Cosette. Posesión enteramente ideal, pero profunda. Como ya hemos explicado, en el primer amor se toma el alma mucho antes que el cuerpo; más tarde, se toma el cuerpo mucho antes que el alma, y algunas veces no se toma el alma en absoluto; los Faublas, y los Prudhomme añaden: «Porque no existe»; pero este sarcasmo es por fortuna una blasfemia. Marius, pues, poseía a Cosette, como poseen los espíritus; pero la envolvía con toda su alma y la poseía celosamente con una increíble convicción. Poseía su sonrisa, su aliento, su perfume, el brillo profundo de sus pupilas azules, la suavidad de su piel cuando le tocaba la mano, la encantadora señal que tenía en el cuello, todos sus pensamientos. Se habían prometido no dormir nunca sin soñar cada uno con el otro, y habían mantenido su palabra. Así pues, él poseía todos los sueños de Cosette. La miraba sin cesar; movía algunas veces con su aliento los cabellos cortos que Cosette tenía en la nuca, y se decía que no había ni uno solo de aquellos cabellos que no le perteneciese. Contemplaba y adoraba todo lo que ella se ponía, su cinta de seda, sus guantes, sus manguitos, sus botitas, como objetos sagrados que eran suyos. Pensaba que era el señor de aquellos bonitos peines de concha que se ponía en la cabeza, y aun se decía, sordo y confuso murmullo del deleite que sentía, que no había ni un solo hilo de su vestido, ni un punto de sus medias, ni un pliegue de su corpiño que no fuera suyo. Al lado de Cosette, se sentía cerca de su bien, cerca de su déspota y de su esclava. Parecía que habían mezclado sus almas de tal modo que si hubiesen querido volver a tomar cada uno la suya les habría sido imposible reconocerlas. «Ésta es la mía». «No, es la mía». «Te aseguro que te equivocas. Ése soy yo». «Lo que tomas por tuyo, es mío». Marius era algo que formaba parte de Cosette, y Cosette era algo que formaba parte de Marius. Marius sentía que Cosette vivía en él. Tener a Cosette, poseerla, no era para él distinto de respirar.
Fue en medio de esta fe, de esta embriaguez, de esta posesión virginal, inaudita y absoluta, de esta soberanía, donde cayeron estas palabras: «Tal vez debamos partir». La brusca voz de la realidad le gritó: «¡Cosette no es tuya!».
Marius se despertó. Desde hacía seis semanas, Marius vivía, como hemos dicho, fuera de la vida. Esta palabra, ¡partir!, le hizo entrar en ella dolorosamente.
No halló una palabra que responder. Cosette sintió solamente que su mano estaba helada, y le dijo a su vez:
—¿Qué tienes?
Él respondió tan bajo que apenas le oyó Cosette:
—No comprendo lo que has dicho.
Ella repitió:
—Esta mañana mi padre me ha dicho que preparara todas mis cosas y estuviese dispuesta, que me daría sus ropas para ponerlas en una maleta, que se veía obligado a hacer un viaje, que íbamos a partir, que necesitábamos una maleta grande para mí y una pequeña para él, y que lo preparase todo en una semana, porque iríamos tal vez a Inglaterra.
—¡Pero esto es monstruoso! —exclamó Marius.
Y ciertamente, en aquel momento, en el ánimo de Marius, ningún abuso de poder, ninguna violencia, ninguna abominación del más atroz tirano, ninguna acción de Busiris, de Tiberio o de Enrique VIII, habría igualado en ferocidad a ésta. El señor Fauchelevent se llevaba a su hija a Inglaterra porque tenía allí negocios.
Preguntó, pues, con voz débil:
—¿Y cuándo partirás?
—No me ha dicho cuándo.
—¿Y cuándo regresarás?
—No me ha dicho cuándo.
Marius se levantó, y dijo fríamente:
—Cosette, ¿iréis?
Cosette volvió hacia él sus hermosos ojos llenos de angustia, y respondió con acento extraviado:
—¿Adónde?
—A Inglaterra, ¿iréis?
—¿Por qué me tratas de vos?
—Os pregunto si iréis.
—¿Qué quieres que haga? —dijo, juntando las manos.
—¿Así, pues, iréis?
—¡Si mi padre se va!
—¿Así, pues, iréis?
Cosette tomó la mano de Marius, y la apretó sin responder.
—Está bien —dijo Marius—. Entonces, yo me iré a otra parte.
Cosette sintió, más bien que comprendió, el significado de esta frase; se puso pálida, de modo que su rostro apareció blanco en la oscuridad, y balbuceó:
—¿Qué quieres decir?
Marius la miró, luego alzó lentamente sus ojos hacia el cielo y respondió:
—Nada.
Cuando bajó su mirada vio que Cosette le sonreía. La sonrisa de la mujer amada tiene una claridad que disipa las tinieblas.
—¡Qué estúpidos somos! Marius, tengo una idea.
—¿Qué?
—¡Parte si nosotros partimos! ¡Te diré adónde vamos! Ven a buscarme donde esté.
Marius era entonces un hombre completamente despierto. Había vuelto a la realidad, y dijo a Cosette:
—¡Partir con vosotros! ¿Estás loca? Para eso es preciso dinero, y yo no lo tengo. ¿Ir a Inglaterra? Ahora debo más de diez luises a Courfeyrac, uno de mis amigos a quien tú no conoces. Tengo un sombrero viejo que no vale tres francos, un traje sin botones por delante, mi camisa está rota; tengo los codos agujereados, mis botas se calan; desde hace seis semanas no pienso en eso, y no te lo he dicho. Cosette, soy un miserable. Tú no me ves más que de noche, y me das tu amor; si me vieras de día, me darías limosna. ¡Ir a Inglaterra! ¡Y no tengo con qué pagar el pasaporte!
Se recostó contra un árbol que había allí, con los dos brazos por encima de la cabeza, con la frente en la corteza, sin sentir ni la aspereza que le arañaba la frente ni la fiebre que le golpeaba las sienes, inmóvil, y próximo a caer al suelo como la estatua de la desesperación.
Permaneció así largo rato. En esos abismos se podría permanecer una eternidad. Por fin se volvió, y oyó detrás de sí un ruido ahogado y triste.
Era Cosette que sollozaba.
Lloraba mientras Marius meditaba.
Marius se acercó a ella, cayó de rodillas, se prosternó lentamente, cogió la punta del pie que aparecía bajo su vestido y lo besó.
Ella le dejó hacer en silencio. Hay momentos en que la mujer acepta, como una diosa sombría y resignada, la religión del amor.
—No llores —dijo él.
Ella murmuró:
—¡Qué he de hacer, si voy a marcharme y no puedes venir!
Y él respondió:
—¿Me amas?
Cosette le contestó, sollozando, esta frase del paraíso que nunca es tan encantadora como a través de las lágrimas:
—Te adoro.
Marius continuó con una voz que era una caricia:
—No llores. ¿Quieres hacerlo por mí?
—¿Me amas tú? —dijo ella.
Él le tomó la mano.
—Cosette, nunca he dado mi palabra de honor a nadie, porque el hacerlo me da miedo. Siento que al darla, mi padre está a mi lado. Pues bien, te doy mi palabra de honor más sagrada de que, si te vas, moriré.
Había en el acento con que pronunció estas palabras una melancolía tan solemne y tan tranquila que Cosette tembló. Sintió el frío que produce al pasar una cosa sombría y verdadera; la impresión le hizo cesar de llorar.
—Ahora, escucha —dijo Marius—. No me esperes mañana.
—¿Por qué?
—No me esperes hasta pasado mañana.
—¡Oh! ¿Por qué?
—Ya lo verás.
—¡Un día sin verte! ¡Pero esto es imposible!
—Sacrifiquemos un día, para tener tal vez toda la vida.
Luego Marius, como hablando consigo mismo, dijo:
—Es un hombre que no cambia nunca sus hábitos, y no recibe a nadie más que por la noche.
—¿De qué hombre hablas? —preguntó Cosette.
—¿Yo? No he dicho nada.
—¿Qué esperas, pues?
—Espérame hasta pasado mañana.
—¿Lo quieres?
—Sí, Cosette.
Cosette, entonces, le cogió la cabeza entre sus manos, alzándose sobre la punta de los pies para igualar su estatura, tratando de ver en sus ojos la esperanza.
Marius continuó:
—Pienso que es preciso que sepas las señas de mi casa, por lo que pueda suceder; vivo en la casa de un amigo llamado Courfeyrac, calle de la Verrerie, número 16.
Metió la mano en el bolsillo, sacó de él un cuchillo y con la hoja escribió en el yeso de la pared: «Calle de la Verrerie, 16».
Cosette, entretanto, había vuelto a contemplar sus ojos.
—Dime lo que piensas, Marius; tienes una idea. Dímela. ¡Oh! ¡Dímela para que pueda pasar una buena noche!
—Mi pensamiento es éste: es imposible que Dios quiera separarnos. Espérame pasado mañana.
—¿Qué voy a hacer hasta entonces? —dijo Cosette—. Tú estás libre, vas, vienes. ¡Oh, qué felices son los hombres! Yo voy a quedarme sola. ¡Oh, qué triste voy a estar! ¿Qué harás mañana por la noche, di?
—Voy a hacer una tentativa.
—Entonces rogaré a Dios, y pensaré en ti hasta entonces, para que lo consigas. No te pregunto más, puesto que no quieres. Eres mi dueño. Pasaré la noche de mañana cantando esa música de Euriante que te gusta, y que un día viniste a oír detrás de mi ventana. Pero pasado mañana, ¿vendrás temprano? Te esperaré a las nueve en punto, te lo advierto. ¡Dios mío! ¡Qué triste es esto de que los días sean tan largos! ¿Lo oyes? Al dar las nueve estaré en el jardín.
—Y yo también.
Y sin decirse nada, movidos por el mismo pensamiento, arrastrados por esas corrientes eléctricas que ponen a dos amantes en comunicación continua, embriagados ambos de deleite hasta en su dolor, cayeron uno en brazos del otro, sin darse cuenta de que sus labios se habían unido mientras que sus ojos, llenos de éxtasis y de lágrimas, contemplaban las estrellas.
Cuando Marius salió, la calle estaba desierta. Era el momento en que Éponine seguía a los bandidos hasta el bulevar.
Mientras meditaba con la cabeza apoyada en el árbol, a Marius se le había ocurrido una idea, ¡ay!, que él mismo tenía por insensata e imposible. Había tomado una desagradable determinación.
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