V

 LA ROSA DESCUBRE QUE ES UNAMÁQUINA DE GUERRA


Un día, Cosette se miró por casualidad en su espejo y se dijo: «¡Vaya!». Casi le parecía que era hermosa. Esto la sumió en una turbación singular. Hasta aquel instante, nunca había pensado en su rostro. Se veía en su espejo, pero no se miraba en él. Y, además, a menudo le habían dicho que era fea; únicamente Jean Valjean decía: «¡No! ¡No!». Fuera como fuese, Cosette se había creído siempre fea, y había crecido con esta idea, con la resignación fácil de la infancia. Y he aquí que de repente su espejo le decía como Jean Valjean: «¡No!». No durmió en toda la noche. «¿Y si fuera bonita? —pensaba—. ¡Qué gracioso sería que fuera bonita!». Recordaba a aquellas compañeras cuya belleza hacía efecto en el convento y se decía: «¡Cómo! ¡Seré como la señorita tal!».

Al día siguiente se miró, pero no por casualidad, y dudó: «¿Dónde tenía la cabeza? —se dijo—. No, soy fea». Simplemente había dormido mal, tenía ojeras y estaba pálida. No se había sentido contenta la víspera al creer en su belleza, pero se sintió triste por dejar de creer en ella. No volvió a mirarse, y durante más de quince días trató de peinarse de espaldas al espejo.

Por la noche, después de cenar, acostumbraba a bordar en el salón, o hacer algún trabajo de convento, y Jean Valjean leía a su lado. Una vez levantó los ojos de su labor y se quedó sorprendida por la forma inquieta con que la miraba su padre.

En otra ocasión iba por la calle y le pareció que alguien, a quien no vio, decía: «¡Hermosa mujer!, pero mal vestida». «¡Bah! —pensó—, no se trata de mí. Yo voy bien vestida, y soy fea». Llevaba entonces su sombrero de peluche y su vestido de lana de merino.

Un día, al fin, estando en el jardín, oyó a la pobre vieja Toussaint que decía: «Señor, ved cómo la señorita se vuelve hermosa». Cosette no oyó lo que su padre respondió, pues las palabras de Toussaint le produjeron una especie de conmoción. Corrió por el jardín, subió a su habitación, acercose al espejo —hacía tres meses que no se había mirado— y lanzó un grito. Acababa de deslumbrarse a sí misma.

Era hermosa y encantadora; no podía evitar ser de la opinión de Toussaint y de su espejo. Su cintura se había formado, su piel se había vuelto más blanca, sus cabellos brillaban, y un esplendor desconocido se había encendido en sus pupilas azules. La convicción de su belleza la invadió por completo, en un minuto, igual que el amanecer de un día luminoso; además, los demás lo observaban también; Toussaint lo decía, evidentemente era de ella de quien hablaban al pasar, no cabía la menor duda; bajó de nuevo al jardín, creyéndose reina, oyendo cantar a los pájaros, en invierno, viendo el cielo dorado, el sol en los árboles, flores en los matorrales, desatinada, loca, en un arrebato inexpresable.

Por su parte, Jean Valjean experimentaba una profunda e indefinible opresión en el corazón.

Y es que, en efecto, desde hacía algún tiempo contemplaba con terror aquella belleza que aparecía de día en día más radiante en el dulce rostro de Cosette. Alba riente para todos, lúgubre para él.

Cosette había sido hermosa mucho tiempo antes de darse cuenta de ello. Pero, desde el primer día, esta inesperada luz, que se elevaba lentamente y envolvía poco a poco toda la persona de la joven, hirió la sombría pupila de Jean Valjean. Sintió que era un cambio en una vida feliz, tan feliz que él no se atrevía a moverse en ella, con el temor de estropear algo. Aquel hombre que había pasado por todas las miserias, que estaba aún ensangrentado por las heridas de su destino, que había sido casi malvado y se había convertido casi en un santo, que, después de haber arrastrado la cadena de la prisión, arrastraba ahora la cadena invisible, pero pesada, de la infamia indefinida, aquel hombre a quien la ley no había soltado, y que a cada instante podía ser capturado y conducido de nuevo de la oscuridad de su virtud a la violenta luz del oprobio público, aquel hombre lo aceptaba todo, lo excusaba todo, lo perdonaba todo y lo bendecía todo, no pedía a la Providencia, a los hombres, a las leyes, a la sociedad, a la naturaleza, al mundo, sino una cosa, ¡que Cosette le amara!

¡Que Cosette continuara amándole! ¡Que Dios no impidiera al corazón de aquella niña que se acercara a él y que permaneciera con él! Amado por Cosette, se sentía curado, descansado, tranquilizado, colmado, recompensado, coronado. Amado por Cosette, ¡se sentía bien! No pedía otra cosa. Si le hubieran dicho: «¿Quieres estar mejor?», hubiera dicho: «No». Si Dios le hubiera dicho: «¿Quieres el cielo?», hubiera respondido: «Perdería».

Todo lo que podía rozar esta situación, aunque no fuera más que la superficie, le hacía estremecerse como el principio de otra cosa. No había sabido nunca lo que era la belleza de una mujer; pero, por instinto, comprendía que era algo terrible.

Aquella belleza que se abría cada vez más triunfante y soberbia a su lado, ante sus ojos, bajo la frente ingenua y temible de la niña, desde el fondo de su fealdad, de su vejez, de su miseria, de su reprobación, de su abatimiento, la miraba asustado.

Se decía: «¡Qué hermosa es! ¿Qué va a ser de mí?».

Ésta, por lo demás, era la diferencia entre su ternura y la ternura de una madre. Lo que él veía con angustia, una madre lo hubiera visto con alegría.

Los primeros síntomas no tardaron en manifestarse.

Desde el día siguiente a aquel en que se había dicho, «¡Decididamente, soy hermosa!», Cosette prestó más atención al arreglo de su persona. Recordó las palabras del paseante: «Bonita, pero mal vestida», soplo de oráculo que había pasado por su lado y se había desvanecido tras haber dejado en su corazón uno de los dos gérmenes que llenan más tarde toda la vida de la mujer: la coquetería. El amor es el otro.

Con la fe en su belleza, el alma femenina se dilata en ella. Tuvo horror del vestido de lana de merino, y sintió vergüenza por el sombrero de peluche. Su padre no le había negado nunca nada. Asimiló inmediatamente toda la ciencia del sombrero, del vestido, del chal, del zapato, de la manga, de la tela que conviene, del color que armoniza, esa ciencia que hace de la mujer parisiense algo tan encantador, tan profundo y tan peligroso. La frase «mujer espirituosa» ha sido creada para la parisiense.

En menos de un mes, la pequeña Cosette fue en esta tebaida de la calle Babylone una de las mujeres, no solamente más bonitas, que ya es algo, sino «mejor vestida» de París, lo cual es mucho más. Hubiera querido encontrar a «su viandante» para ver lo que diría, y para «¡que se enterara!». El hecho es que estaba deliciosa y que distinguía a maravilla un sombrero de Gérard de un sombrero de Herbaut.

Jean Valjean consideraba eso con ansiedad. Él, que sentía que nunca podría hacer más que arrastrarse, andar como máximo, veía alas en Cosette.

Por lo demás, sólo con la simple inspección del arreglo de Cosette, una mujer se hubiera dado cuenta de que ésta no tenía madre. Ciertos pequeños decoros, ciertas convenciones especiales, no eran observadas por Cosette. Una madre, por ejemplo, le hubiera dicho que una joven no se viste nunca con damasco.

El primer día que Cosette salió con su vestido y su esclavina de damasco negro, y su sombrero de crepé blanco, fue a tomar del brazo a Jean Valjean, alegre, radiante, rosada, orgullosa, resplandeciente. «Padre —dijo—, ¿cómo me encontráis?». Jean Valjean respondió con una voz que parecía la amarga voz de un envidioso: «¡Encantadora!».

En su paseo, fue el de siempre. Al regresar, preguntó a Cosette:

—¿Es que no volverás a ponerte tu vestido y tu sombrero?

Esto sucedía en la habitación de Cosette. Cosette se volvió hacia la puerta del armario en donde estaban colgadas sus ropas de pensionista.

—¡Ese disfraz...! —exclamó—. Padre, ¿qué queréis que haga de ellos? ¡Oh, nunca volveré a ponerme esos horrores! Con ese cachivache en la cabeza, tengo el aspecto de la señora Perroloco.

Jean Valjean suspiró profundamente.

A partir de aquel instante observó que Cosette, que antes siempre le pedía quedarse, diciendo: «Padre, me divierto más aquí con vos». Ahora siempre solicitaba salir. En efecto. ¿De qué sirve tener una bonita figura y un traje delicioso si no se muestra?

Observó también que Cosette no tenía ya la misma afición por el patio trasero. Ahora, prefería estar en el jardín, y se paseaba sin desagrado ante la verja. Jean Valjean, huraño, no ponía los pies en el jardín. Se quedaba en el patio trasero, como el perro.

Cosette, al saberse hermosa, perdió la gracia de ignorarlo; gracia exquisita, pues la belleza realzada con la ingenuidad es inefable, y nada es tan adorable como una inocente deslumbradora que anda llevando de la mano, sin saberlo, la llave de un paraíso. Pero lo que perdió en gracia ingenua, lo ganó en encanto pensativo y serio. Toda su persona, penetrada de las alegrías de la juventud, de la inocencia y de la belleza, respiraba una melancolía espléndida.

Fue en esta época cuando Marius, después de transcurridos seis meses, volvió a verla en el Luxemburgo.

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