LIBRO DUODÉCIMO. Corinto

I

HISTORIA DE CORINTO DESDE SU FUNDACIÓN


Los parisienses que hoy, al entrar en la calle Rambuteau por el lado de los mercados, observan a su derecha, enfrente de la calle Mondétour, una tienda de cestería, que por enseña tiene un canastillo con forma de Napoleón el Grande, con esta inscripción: «Napoleón hecho de mimbres», no sospecharán quizá las escenas terribles que se verificaron en aquel lugar hace treinta años.

Allí estaba la calle de la Chanvrerie, que en las antiguas lápidas se escribía Chanverrerie, y la célebre taberna Corinto.

El lector recordará todo lo que hemos dicho sobre la barricada construida en ese sitio, y eclipsada después por la de Saint-Merry. A aquella famosa barricada de la Chanvrerie, sumergida hoy en una noche profunda, es a la que vamos a dar un poco de luz.

Permítasenos antes recurrir, para mayor claridad del relato, al medio sencillo que empleamos ya al hablar de Waterloo. Las personas que quieran representarse de una manera bastante exacta las manzanas de casas que se elevaban en esa época cerca de la punta Saint-Eustache, en el ángulo nordeste de los mercados de París, donde se halla hoy la embocadura de la calle Rambuteau, no tienen más que figurarse, tocando a la calle Saint-Denis por el vértice y a los mercados por la base, una N, cuyos dos palos serían la calle de la Grande-Truanderie y la calle de la Chanvrerie y cuya unión transversal sería la calle de la Petite-Truanderie. La vieja calle Mondétour cortaba los tres trazos, formando los ángulos más tortuosos. El entrecruzamiento laberíntico de estas cuatro calles formaba, en un espacio de cien toesas cuadradas, entre los mercados y la calle Saint-Denis, por una parte, y la calle Cygne y la calle Prêcheurs por otra, siete manzanas de casas caprichosamente cortadas, de distinta magnitud, colocadas al sesgo, como al azar, y apenas separadas, como los trozos de piedra de una cantera, por estrechas hendiduras.

Decimos estrechas hendiduras, y no podemos dar una idea más justa de aquellas callejuelas oscuras, apretadas, angulosas, flanqueadas de caserones de ocho pisos. Estos caserones estaban tan decrépitos que en las calles de la Chanvrerie y de la Petite-Truanderie las fachadas se apuntalaban con vigas que iban de una casa a otra. La calle era estrecha, y el arroyo ancho, de modo que el transeúnte andaba siempre sobre un suelo mojado, costeando tiendas semejantes a cuevas, gruesos guardacantones rodeados de un círculo de hierro, montones gigantescos de basuras, puertas armadas de enormes verjas seculares. La calle Rambuteau devastó todo esto.

Este nombre, Mondétour, pinta a maravilla las sinuosidades de aquellas calles. Un poco más lejos, estaban aún mejor expresadas por la calle Pirouette, que se perdía en la calle Mondétour.

El transeúnte que desde la calle Saint-Denis pasaba a la calle de la Chanvrerie la veía estrecharse poco a poco delante de sí, como si hubiese entrado en un gran embudo alargado. Al extremo de la calle, que era muy corta, encontraba el paso cortado, del lado de los mercados, por una alta hilera de casas, y creería hallarse en un callejón sin salida si no descubriera a derecha e izquierda dos bocas oscuras por donde podía salir. Era la calle Mondétour, la cual iba a encontrar, por un lado, la calle Prêcheurs, y por el otro, la Cygne y la Petite-Truanderie. Al fondo de esta especie de callejón sin salida, en la esquina de la boca de la derecha, se observaba una casa menos alta que las demás, y formando una especie de cabo sobre la calle.

En esta casa, de dos pisos solamente, estaba alegremente instalada, desde hacía trescientos años, una taberna ilustre. De esta taberna surgía un ruido alegre, en el lugar mismo que el viejo Théophile señaló en estos dos versos:

Allí se mece el esqueleto horrible

de un pobre amante que se ahorcó.

El sitio era bueno, y los taberneros se sucedían de padres a hijos.

En tiempos de Mathurin Régnier, la taberna se llamaba Pot-aux-Roses, y como los jeroglíficos estaban de moda, tenía por muestra un poste pintado de color rosa. En el último siglo, el digno Natoire, uno de los maestros caprichosos despreciados hoy por la escuela rígida, que se había achispado varias veces en esta taberna, en la misma mesa en que se había también embriagado Régnier, había pintado en señal de agradecimiento un racimo de uvas de Corinto sobre el poste rosa. El tabernero, lleno de alegría, había cambiado su enseña, y había hecho pintar en letras doradas, debajo del racimo de uvas, estas palabras: «A las uvas de Corinto». De ahí el nombre de la taberna. Nada es más propio de los borrachos como las elipsis. La elipsis es el zigzag de las frases. Corinto había destronado poco a poco a Pot-aux-Roses. El último tabernero de la dinastía, Hucheloup, ignorante de la tradición, había hecho pintar el poste de azul.

Una sala en la planta baja, donde estaba el mostrador; otra sala en el primer piso, donde estaba el billar; una escalera de madera en espiral que atravesaba el techo, vino en las mesas, humo en las paredes, velas en pleno día, esto era la taberna. En la sala baja había una escalera de trampa, que bajaba a la bodega. En el segundo piso estaba la vivienda de los Hucheloup. Se subía a ella por una escalera, o más bien escala, y tenía por toda entrada una puerta oculta en la sala grande del primer piso. Debajo del tejado había dos graneros abuhardillados, que eran los nidos de las criadas. La cocina dividía la planta baja con la sala del mostrador.

Hucheloup había nacido quizá químico; el hecho es que era cocinero, en su taberna no sólo se bebía, se comía también. Hucheloup había inventado una cosa excelente, que sólo se comía en su casa, y eran las carpas rellenas, que él llamaba «carpes au gras». Se comían a la luz de una vela de sebo, o de un quinqué de tiempos de Luis XVI, en unas mesas que tenían, a guisa de mantel, un hule clavado. Desde muy lejos acudían allí. Hucheloup, una mañana, había creído conveniente advertir a los transeúntes de su «especialidad»; había mojado un pincel en un bote de pintura negra, y como tenía una ortografía propia, igual que una cocina propia, había improvisado sobre la pared esta notable inscripción:

CARPES HO GRAS

Un invierno, la lluvia y los chaparrones habían tenido el capricho de borrar la S de la primera palabra y la G de la segunda y había quedado esto:

CARPE HO RAS

Con la colaboración del tiempo y la lluvia, un humilde anuncio gastronómico se había convertido en un consejo profundo.

De tal modo, Hucheloup se había encontrado que, no sabiendo francés, sabía latín; que había hecho salir de la cocina la filosofía, y que, queriendo simplemente eclipsar a Carême, había igualado a Horacio. Y lo más notable era que también esto quería decir: «Entrad en mi taberna».

Nada de todo esto existe hoy. El dédalo Mondétour fue despanzurrado en 1847, y probablemente no existe ya en este momento; la calle de la Chanvrerie y Corinto han desaparecido bajo el empedrado de la calle Rambuteau.

Como hemos dicho, Corinto era uno de los lugares de reunión, ya que no el cuartel general, de Courfeyrac y sus amigos. Fue Grantaire el que había descubierto Corinto. Había entrado en la taberna a causa del «Carpe horas» y había regresado debido a las «carpes au gras». Allí se bebía, se comía, se gritaba, se pagaba poco, se pagaba mal, o no se pagaba, y siempre se encontraba buen recibimiento. Hucheloup era un buen hombre.

Hucheloup, un buen hombre, como acabamos de decir, era una figura con bigotes, variedad divertida. Parecía siempre aspecto de malhumorado, parecía querer intimidar a sus parroquianos, refunfuñaba a los que entraban en su casa, y tenía el aspecto más indicado para buscar camorra con ellos que para servirles la sopa. Y sin embargo, repetimos, todos eran bien recibidos. Su singularidad había acreditado su establecimiento, y acudían a él los jóvenes, diciendo: «Ven, vamos a oír gruñir a Hucheloup». Había sido maestro de armas; se reía a carcajadas y de repente; tenía voz gruesa; era un buen diablo. Tenía un fondo cómico y apariencia trágica; no quería más que causar miedo, como esas cajas de rapé que tienen la forma de una pistola. La detonación es el estornudo.

Su mujer era un ser barbudo y muy feo.

Hacia 1830, murió Hucheloup. Con él desapareció el secreto de las «carpes au gras». Su viuda, poco consolable, continuó con la taberna. Pero la cocina degeneró y llegó a ser execrable; el vino, que siempre había sido malo, llegó a ser pésimo. Courfeyrac y sus amigos, continuaron, no obstante, yendo a Corinto «por piedad», como decía Bossuet.

La viuda de Hucheloup era una mujer colorada y deforme, con recuerdos campestres, cuya única gracia consistía en la pronunciación de las palabras con que los evocaba. Tenía un modo de decir las cosas que sazonaba sus reminiscencias primaverales y de aldea. Decía que, en otro tiempo, había sido su gran placer oír «cantar al ruin-señor en la serva».

La sala del primer piso donde estaba «el comedor» era una pieza grande y larga, llena de taburetes, de escabeles, de sillas, de bancos y de mesas, y con un viejo billar cojo. Se llegaba a él por la escalera de caracol que daba al ángulo de la sala, por un agujero cuadrado, semejante a la escotilla de un navío.

Aquella sala, iluminada por una única ventana estrecha y un solo quinqué encendido, parecía una buhardilla. Todos los muebles de cuatro patas se comportaban como si sólo tuvieran tres. Las paredes blanqueadas con cal no tenían otro adorno que este cuarteto en honor de la tía Hucheloup:

A diez pasos, sorprende, a dos, espanta,

una verruga habita en su nariz de giganta,

esa nariz que veis desmesurada,

hará, cuando se suene, una que sea sonada.

Estos versos estaban escritos con carbón en la pared.

La señora Hucheloup estaba yendo y viniendo por delante de este cuarteto todo el día, con una perfecta tranquilidad. Dos sirvientas, llamadas Matelote y Gibelotte, sin que nunca se haya sabido que tuvieran otros nombres, ayudaban a la Hucheloup a poner en las mesas los jarros de vino y los platos variados, que se servían a los hambrientos en cazuelas de barro.

Matelote, gruesa, redonda, roja y vocinglera, antigua sultana favorita del difunto Hucheloup, era fea, más fea que cualquier monstruo mitológico; sin embargo, como conviene que la criada sea siempre menos que el ama, era menos fea que la señora Hucheloup. Gibelotte era alta, delgada, de blancura linfática, con los ojos hundidos, los párpados caídos, siempre como fatigada y rendida, dominada por lo que podría llamarse laxitud crónica; se levantaba la primera y se acostaba la última, servía a todo el mundo, incluso a la otra criada, en silencio y con dulzura, sonriendo bajo la fatiga con una especie de vaga sonrisa adormecida.

Había un espejo encima del mostrador.

Antes de entrar en la sala-restaurante, se leía sobre la puerta este verso, escrito con tiza por Courfeyrac:

Regálate, si puedes, y come, si te atreves.

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