LIBRO DECIMOQUINTO. La calle L'Homme-Armé
I
CARTA, CANTA
¿Qué son las convulsiones de una ciudad al lado de los motines del alma? El hombre tiene aún más profundidad que el pueblo. Jean Valjean en aquel mismo momento sentía en su interior una conmoción violenta. Todos los abismos se habían vuelto a abrir para él. También él se estremecía, como París, en el umbral de una revolución formidable y oscura. Algunas horas habían bastado. Su destino y su conciencia se habían cubierto bruscamente de sombra. De él también, así como de París, podía decirse: los dos principios se encuentran frente a frente. El ángel blanco y el ángel negro van a luchar cuerpo a cuerpo al borde mismo del abismo. ¿Cuál de los dos precipitará al otro? ¿Quién vencerá?
La víspera de aquel mismo día, 5 de junio, Jean Valjean, acompañado de Toussaint y de Cosette, se había instalado en la calle L'Homme-Armé. Una peripecia le esperaba allí.
Cosette no había abandonado la calle Plumet sin una cierta resistencia. Por primera vez desde que vivían juntos, la voluntad de Cosette y la de Jean Valjean no sólo se habían contradicho, sino opuesto; había habido objeciones por un lado e inflexibilidad por el otro. La seca orden de «Mudaos», dada por un desconocido a Jean Valjean, le había alarmado hasta el punto de hacerle absoluto; se creía ya descubierto y perseguido. Cosette había tenido que ceder.
Los dos habían llegado a la calle L'Homme-Armé sin despegar los labios, sin hablar una palabra, absortos cada uno en su preocupación personal, Jean Valjean tan inquieto que no veía la tristeza de Cosette, y Cosette tan triste que no veía la inquietud de Jean Valjean.
Jean Valjean había llevado consigo a Toussaint, cosa que nunca había hecho en sus ausencias precedentes. Entreveía que tal vez no regresaría a la calle Plumet, y no podía dejar a Toussaint detrás de sí ni decirle su secreto. Además, presentía que era fiel y segura. Desde la criada a la señora, la traición empieza por la curiosidad. Mas Toussaint, como si hubiese estado predestinada a servir a Jean Valjean, no era curiosa. Se decía: «Soy así; yo hago mis cosas; lo demás no es cuestión mía».
En esta partida de la calle Plumet, que había sido casi una huida, Jean Valjean no había llevado consigo otra cosa que su pequeña maleta, bautizada por Cosette con el nombre de la «inseparable». Maletas llenas habrían exigido mozos, y los mozos son testigos; había mandado ir un coche a la puerta de la calle Babylone, y en él se habían trasladado.
Solamente con mucha insistencia, Toussaint consiguió el permiso para empaquetar alguna ropa blanca, vestidos y varios objetos de tocador. Cosette no había llevado consigo más que su papelera y su cartapacio.
Jean Valjean, para aumentar la soledad y la sombra de esta desaparición, se las había arreglado para no abandonar el pabellón de la calle Plumet hasta la caída de la noche, lo que había dado tiempo a Cosette para escribir la carta de Marius.
Habían llegado a la calle L'Homme-Armé cuando ya era noche cerrada. Se habían acostado silenciosamente.
El alojamiento de la calle L'Homme-Armé estaba situado en un patio interior, en un segundo piso, y estaba compuesto de dos habitaciones, un comedor y una cocina al lado del comedor, con un camaranchón en el que había una cama de tijera, que destinó a Toussaint. El comedor era al mismo tiempo la antecámara, y separaba las dos alcobas. El apartamento estaba provisto de todos los utensilios necesarios.
La confianza se apodera de nosotros con la misma facilidad que la inquietud, así es la naturaleza humana. Apenas llegó Jean Valjean a la calle L'Homme-Armé, su ansiedad disminuyó y se fue disipando por grados. Hay sitios tranquilos que obran como un sedante sobre el alma. Calle oscura, habitantes apacibles. Jean Valjean sintió una especie de contagio de tranquilidad en aquella calle del viejo París, tan estrecha que estaba cerrada a los coches por una viga transversal sostenida por dos postes, muda y sorda en medio del rumor de la ciudad, con luz crepuscular en pleno día, y por decirlo así, incapaz de emociones entre sus dos hileras de casas centenarias y calladas. Hay en esta calle un olvido silencioso. Jean Valjean respiró. ¿Cómo habían de encontrarle allí?
Su primer cuidado fue poner la «inseparable» a su lado.
Durmió bien. La noche aconseja, y podemos añadir: la noche apacigua. Al día siguiente se levantó casi alegre. Encontró encantador el comedor, que era feo y estaba amueblado con una vieja mesa redonda, un aparador bajo con un espejo inclinado encima, un sofá apolillado y algunas sillas en las que estaban los paquetes que había llevado Toussaint. En uno de aquellos paquetes se descubría, por una abertura, el uniforme de guardia nacional de Jean Valjean.
En cuanto a Cosette, había mandado a Toussaint que le llevara un caldo a su habitación, y no había aparecido hasta la tarde.
Hacia las cinco de la tarde, Toussaint, que iba y venía muy ocupada por el pequeño alojamiento, había puesto sobre la mesa del comedor un ave fiambre, que Cosette, por deferencia hacia su padre, consintió en mirar.
Hecho esto, Cosette, pretextando una jaqueca persistente, había dado las buenas noches a Jean Valjean y se había encerrado en su habitación. Jean Valjean había comido un ala con apetito, y con los codos apoyados sobre la mesa, serenándose poco a poco, recobraba su seguridad.
Mientras hacía esta sobria comida, había oído dos o tres veces el tartamudeo de Toussaint, que le decía:
—Señor, hay jarana, están combatiendo en las calles de París.
Pero absorto en una multitud de pensamientos interiores, no le había prestado atención, o, mejor dicho, no la había oído.
Se levantó y empezó a andar de la ventana a la puerta, y de la puerta a la ventana, cada vez más apaciguado.
Con la tranquilidad, Cosette, su única preocupación, iba volviendo a su imaginación. No porque le inquietase aquella jaqueca, pequeña crisis de nervios, disgusto de jovencita, nube de un momento que duraría sólo dos o tres días, sino porque pensaba en el porvenir, y como siempre, meditaba en ello con dulzura. Después de todo, no veía ningún obstáculo para que la vida feliz no siguiese su curso. A ciertas horas, todo parece imposible; en otras, todo se muestra fácil. Jean Valjean atravesaba una de estas horas buenas. Vienen ordinariamente después de las malas, igual que el día después de la noche, por esta ley de sucesión y de contraste que es el fondo mismo de la naturaleza, y que los espíritus superficiales llaman antítesis. En esa apacible calle donde se refugiaba, Jean Valjean se había desprendido de todo lo que había turbado su espíritu durante algún tiempo. Por lo mismo que había visto muchas tinieblas, empezaba a descubrir un poco de cielo azul. Haber abandonado la calle Plumet sin complicaciones y sin incidentes era ya, de hecho, un buen paso.
Tal vez sería conveniente desplazarse, aunque no fuera más que por algunos meses, e ir a Londres. Pues bien, irían. Estar en Francia o estar en Inglaterra, ¿qué importaba, mientras estuviera cerca de Cosette? Cosette era su patria. Cosette bastaba para su felicidad; la idea de que tal vez él no bastaba para la felicidad de Cosette, idea que en otro tiempo había sido causa de fiebre y de insomnio, no se presentaba ya a su espíritu. Se hallaba en el colapso de todos sus dolores pasados, y en pleno optimismo. Estando Cosette a su lado, le parecía ser él mismo, efecto de óptica que todo el mundo experimentaba. Arreglaba con toda suerte de facilidades la partida a Inglaterra con Cosette, y veía reconstruirse su felicidad, no importa dónde, en las perspectivas de su pensamiento.
Mientras se paseaba de un lado a otro lentamente, su mirada se fijó en una cosa extraña.
La descubrió delante de él, y mediante el espejo inclinado que estaba encima del aparador leyó claramente estas cuatro líneas:
Mi bienamado, ¡ay!, mi padre quiere que marchemos enseguida. Esta noche estaremos en la calle L'Homme-Armé, n.º 7. Dentro de ocho días estaremos en Londres. Cosette. — 4 de junio.
Jean Valjean se detuvo aturdido.
Cosette, al llegar, había dejado su cartapacio sobre el aparador, delante del espejo, y en su dolorosa angustia lo había olvidado allí, sin darse cuenta de que lo dejaba abierto, y abierto precisamente en la página sobre la cual había apoyado, para que se secaran, las cuatro líneas escritas por ella. La escritura estaba impresa sobre el papel secante.
El espejo reflejaba la escritura.
Resultaba lo que en geometría se llama la imagen simétrica; de tal suerte, que la escritura invertida sobre el papel secante se ofrecía al derecho en el espejo, y Jean Valjean tenía ante los ojos la carta escrita la víspera por Cosette a Marius.
Era sencillo y terrible.
Jean Valjean se dirigió al espejo. Releyó las cuatro líneas, pero no lo creyó. Le parecía que se le presentaban en el resplandor de su delirio. Era una alucinación. Aquello era imposible. No existía.
Poco a poco su percepción se hizo más precisa; contempló el cartapacio de Cosette, y adquirió el sentimiento de la realidad. Tomó el cartapacio y dijo: «Aquí está la causa». Examinó febrilmente las cuatro líneas impresas sobre el papel secante, pero las letras escritas al revés formaban unos garabatos confusos, y no pudo leerlas. Entonces se dijo: «Esto no significa nada, no hay nada escrito aquí». Y respiró profundamente con un alivio inexpresable. ¿Quién no ha tenido estas necias alegrías en momentos terribles? El alma no se entrega a la desesperación sin haber agotado antes todas las ilusiones.
Tenía el cartapacio en la mano y lo contemplaba, aturdidamente feliz, casi a punto de reírse de la alucinación de que había sido víctima. De repente, sus ojos cayeron sobre el espejo, y las cuatro líneas volvieron a tener un sentido inexorable. Esta vez no era un espejismo. La reincidencia de una visión es ya una realidad, era palpable, era la escritura reflejada en el espejo. Comprendió.
Jean Valjean vaciló, dejó el papel secante y se recostó en el viejo sofá al lado del aparador, con la cabeza caída, la mirada vidriosa, extraviada. Se dijo que aquello era evidente, y que la luz del mundo quedaba eclipsada para siempre, y que Cosette había escrito aquello a alguien. Entonces oyó a su alma, que en medio de las tinieblas lanzaba un sordo rugido. ¡Id a quitar al león el perro que tiene en su jaula!
¡Cosa extraña! En aquel momento Marius no había recibido aún la carta de Cosette; la casualidad la había entregado traidoramente a Jean Valjean antes que a Marius.
Jean Valjean no había sido vencido hasta entonces por ninguna de las pruebas pasadas. Había estado sometido a pruebas horribles; la desgracia había sido pródiga con él; la ferocidad del destino armado con todas las venganzas y con todos los desprecios sociales le había hecho su víctima, encarnizándose con él... No había retrocedido ni decaído ante nada. Había aceptado, cuando había sido preciso, todas las ferocidades; había sacrificado su inviolabilidad de hombre reconquistado, entregado su libertad, arriesgado su cabeza, lo había perdido todo, lo había sufrido todo, y había permanecido desinteresado y estoico, hasta el punto de que a veces hubiera podido creérsele ausente de sí mismo como un mártir. Su conciencia avezada a todos los asaltos posibles de la adversidad parecía inaccesible para siempre. Pues bien, si alguien hubiera visto su fuero interior, se habría visto obligado a confesar que en aquel momento decaía.
Y es que de todas las torturas que había padecido en aquel largo sufrimiento a que le sometía el destino, ésta era la más terrible. Nunca una angustia semejante le había atenazado. Sentía el movimiento misterioso de todas las sensibilidades latentes. Sentía el pinchazo de la fibra desconocida. ¡Ay! La prueba suprema, mejor dicho, la prueba única, que es la pérdida del ser amado.
El pobre anciano Jean Valjean no amaba ciertamente a Cosette de otro modo que como un padre; pero, ya lo hemos observado más arriba, en aquella paternidad había introducido todos los amores de la soledad de su vida. Amaba a Cosette como hija, como madre, como hermana; y como no había tenido nunca ni amante ni esposa, como la naturaleza es un acreedor que no acepta ningún protesto, también este sentimiento, el más necesario de todos, se había mezclado con los demás, vago, ignorante, puro, con la pureza de la ceguera, inconsciente, celeste, angélico, divino; menos como un sentimiento que como un instinto, menos como un instinto que como un atractivo, imperceptible e invisible, pero real; y el amor propiamente dicho estaba en su ternura enorme hacia Cosette como el filón de oro está en la montaña, oculto y virgen.
Recuérdese la pintura que hemos hecho aquí de esta situación del corazón. Entre ambos no era posible ninguna unión, ni aun de las almas; y sin embargo, es cierto que sus destinos se habían unido. Excepto Cosette, es decir, excepto una niña, Jean Valjean no había tenido en su larga vida nada de lo que se puede amar. Las pasiones y los amores que se suceden no habían dejado en su vida esos matices sucesivos del verde, ya claros, ya sombríos, que se notan en las hojas que han pasado el invierno y en los hombres que han pasado de la cincuentena. En suma, y hemos insistido en ello una vez, toda esa fusión interior, todo ese conjunto, cuyo resultante era una gran virtud, concluía por hacer de Jean Valjean un padre para Cosette. Padre extraño, nacido del abuelo, el hijo, el hermano y el marido que había en Jean Valjean; padre en el que había incluso una madre; padre que amaba a Cosette y que la adoraba, y que tenía a esta niña por luz, por familia, por patria, por paraíso.
Cuando vio que todo estaba terminado, que ella se le escapaba, que se le deslizaba de entre las manos, que se perdía, que era nube, que era agua, cuando tuvo delante de los ojos esa evidencia aplastante, hay otro que es el objeto de su corazón, otro que es el deseo de su vida; está el bienamado, ya no soy más que el padre, ya no existo, cuando no pudo dudar más, cuando se dijo: «¡Ella se va de mi lado!», el dolor que experimentó sobrepasó todo lo posible. ¡Haber hecho todo lo que había hecho para llegar a eso! ¡A no ser nada! Entonces, como acabamos de decir, sintió, de la cabeza a los pies, un estremecimiento de rebeldía. Notó hasta la raíz de sus cabellos el inmenso despertar del egoísmo, y el yo rugió en el interior de aquel hombre.
El dolor, cuando llega a este punto, es un sálvese quien pueda a todas las fuerzas de la conciencia. Entonces se producen crisis fatales. Pocos salen de ellas semejantes a sí mismos y firmes en el deber. Cuando el límite del sufrimiento se desborda, la virtud más imperturbable se desconcierta. Jean Valjean cogió el papel secante y volvió a convencerse; permaneció inclinado, como petrificado sobre las cuatro líneas irrecusables, con la vista fija; en su interior se formó una perturbación tal que hubiera podido creerse que toda la fuerza de aquella alma se derrumbaba.
Examinó aquella revelación, a través del aumento ofrecido por el delirio, con una tranquilidad aparente y terrible; porque es una cosa terrible cuando la tranquilidad del hombre llega a la frialdad de la estatua.
Midió el paso enorme que su destino había dado sin que lo sospechara, recordó los temores del verano anterior, disipados tan locamente; reconoció el precipicio; era siempre el mismo; pero Jean Valjean no estaba en el umbral del mismo, sino en el fondo.
Cosa inaudita y punzante, había caído sin darse cuenta. Toda la luz de su vida se había ido, cuando él creía ver aún el sol.
Su instinto no dudó un instante. Fue agrupando algunas circunstancias, algunas fechas, ciertos rubores y palideces de Cosette, y se dijo: «Es él». La adivinación de la desesperación es una especie de arco misterioso que nunca yerra el golpe. Desde la primera conjetura, encontrose con Marius. No sabía su nombre, pero encontró inmediatamente al hombre. Descubrió claramente, en el fondo de la implacable evocación de la memoria, al merodeador desconocido del Luxemburgo, aquel miserable buscador de amoríos, aquel vagabundo de novela, aquel imbécil, aquel cobarde, pues es una cobardía ir a poner ojos dulces a las jóvenes que tienen a su lado un padre que las ama.
Después de convencerse de que en el fondo de la situación se encontraba aquel joven, y que todo procedía de allí, él, Jean Valjean, el hombre regenerado, el hombre que había trabajado tanto por su alma, el hombre que había hecho tantos esfuerzos para resolver toda la vida y toda la miseria, contempló el interior de sí mismo, y vio allí un espectro, el Odio.
Los grandes dolores llevan en sí mismos el abatimiento. Desaniman. El hombre en quien penetran siente retirarse alguna cosa. En la juventud su visita es lúgubre; más tarde es siniestra. ¡Ay! Cuando la sangre está caliente, cuando los cabellos son negros, cuando la cabeza está erguida sobre el cuerpo como la llama sobre la antorcha, cuando la rueda del destino tiene aún casi todo su espesor, cuando el corazón, lleno de amor, tiene aún latidos que pueden renacer, cuando se tiene ante sí tiempo para reparar, cuando aún existen todas las mujeres, y todas las sonrisas, y todo el porvenir, y todo el horizonte, cuando la fuerza de la vida está completa, si entonces la desesperación es una cosa terrible, ¿qué no será en la vejez, cuando los años se precipitan cada vez más pálidos, en esa hora crepuscular en la que empiezan a verse las estrellas de la tumba?
Mientras estaba pensando, entró Toussaint; Jean Valjean se levantó y le preguntó:
—¿Dónde? ¿Lo sabéis?
Toussaint le miró estupefacta.
Jean Valjean continuó:
—¿No me habéis dicho hace poco que estaban combatiendo?
—¡Ah, sí, señor! —respondió Toussaint—. Por el lado de Saint-Merry.
Hay movimientos maquinales que provienen, a pesar nuestro, del pensamiento más profundo. Sin duda a impulsos de un movimiento de este género, del que apenas tuvo conciencia, Jean Valjean salió a la calle cinco minutos más tarde.
Llevaba la cabeza descubierta; se sentó en el escalón de la puerta de su casa y se puso a escuchar.
Había llegado la noche.
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